domingo, 20 de diciembre de 2020

La ciudad aquella de nieblas y de nata, de Marta Antonia Sampedro

 

Me vino hoy al recuerdo. En pocas ocasiones lo he recordado a lo largo de mi vida. Sin embargo cuando lo hago, me viene una sonrisa.

Pero hoy lo recordé de otro modo, porque ha muerto su hermano.

Como dije hace poco a una ricachona que se considera especial porque murió su hermano, muchas personas tenemos ese dolor incrustado en el corazón de haber perdido a un hermano al que amábamos. A ella le resultaba especialmente preocupante que teniendo dinero pueda perder a un hermano. Se pensaría que sólo los humildes y trabajadores perdemos a nuestros hermanos. Ya habrá visto que el dinero no todo lo puede, sino al contrario: a pesar del dinero, la vida te da en la cara un golpe, para decirte que los seres humanos somos todos iguales. No importa. Por muchas vueltas que le dé, nunca lo comprenderá, que jamás verá más a su hermano aunque continúe llenando su codiciosa vida con dinero. Y que todos los hermanos no se aman, pero cuando se aman y se pierden, el mundo se viene un poco abajo en nuestro interior.

Decía, que hoy lo recordé.

Llevábamos un año de novios, más o menos.

Él me llevaba seis años de diferencia.

Era primario y bonachón, robusto, de piel sonrosada y deportista. De carácter alegre y boca siempre dispuesta a la sonrisa y unos dientes perfectos, envidia de cualquier publicidad sincera de clínica dental.

Hacía poco tiempo que yo había dejado de trabajar en la fábrica infernal en donde pasé largos años de amargura obrera industrial y mi vida había cambiado a mejor siendo obrera de taller de cerámica artesanal. Sólo trabajaba ocho horas al día, eso era todo un logro.

A veces por las calles veía a mi primer amor, mostrándome sus nuevas conquistas por la ciudad aquella de nieblas y de natas. Con sus ropas elegantes de marca y su peinado siempre a la moda, cabello lacio siempre limpio y algo largo para darle un toque de rebeldía. Y yo con el cabello impregnado de niebla y mis ropas de obrera y las chirucas.

Y apareció él de repente. Tan sonriente y amable. Con ese talante de hombre fuerte y sonriente.

Ambos digamos que estábamos hechos el uno para sin el otro.

Tenía una madre angustiada con la idea de perderlo porque ya era un hombre y yo sin embargo no quería quitarle ese hijo a esa madre tan abnegada.

Eramos una pareja alegre y nos queríamos en el sentido más bonito de la palabra. Me hizo querer vestir ropa distinta y algunas veces hasta me pinté los ojos. Nuestra relación era tan delicada que no lo sabíamos en ese tiempo.

Un día sentí fiebre debido al dolor de garganta y me dijo Estamos cerca, vamos a mi casa y te doy algo para que te abrigues. Tenía mucho frío y tiritaba de fiebre. Entramos a su cuarto, el resto de amigos esperó en la puerta. De su armario sacó un jersey que me puse bajo el abrigo. Salimos enseguida a la calle, para marcharnos de nuevo a pasear con el resto y luego irme a casa.

Esa misma noche su madre le dijo que yo no le convenía, porque una mujer que sale a la calle sin suficiente abrigo en invierno, no es una mujer de su casa. Le había registrado el armario y faltaba una prenda. Le echó una buena bronca. Conmigo su vida sería un desastre.

De la mía sin embargo, no le diría nada.

Una vez en un viaje, me trajo algo especial.

Me dijo que fuésemos a la oscuridad, junto al puente romano de la calle San Pedro. La luna iluminaba sus dientes y sus ojos de hombre sincero y bueno.

Tomó mi mano y pensé que era para medirla con la suya, como a veces hacíamos para reírnos; pero cuando apenas me di cuenta me colocó un anillo de oro que ya había grabado con mis iniciales y las suyas. El anillo apenas si resaltaba bajo la luna o yo sólo miré sus ojos.

Un beso inocente cerró el compromiso aquel y yo llevé ese anillo con orgullo adolescente, porque al fin un hombre no me consideraba una pueblerina ni ya tampoco olía a ratones muertos de la fábrica, sino a arcilla.

Su madre se enteró de esa compra a una novia, un regalo que consideraba infame a una joven. Y se compró otro idéntico al nuestro y presumía de ello en las reuniones y ante nosotros.

-Me he comprado otro igual. ¿Tú qué te habrás creído? Me lo han mandado de Córdoba.

Nos callábamos por inocencia. Nos callábamos porque no sabíamos responder.

 Aficionado al deporte y especialmente a las bicicletas, un día apareció con una de señorita.

-Ya no quiero que vayas cuatro veces andando todos los días al trabajo- me dijo al enseñármela en la puerta del bloque de mis padres.

Desde muy niña siempre quise tener una bicicleta. Jamás la tuve hasta esa edad.

-Es de segunda mano, pero está muy bien. ¿Te gusta?

-Me encanta.

-He quedado en que se la pagarás a plazos. Yo te ayudaré a pagarla.

-Qué bien. Qué bonita.

Yo con la bicicleta había dejado atrás el mundo industrial de la fábrica y el autobús de empresa que cada día nos recogía y nos devolvía en la parada a todos los turnos. Ahora me sentía una señorita que si no decía nada del mundo en que había estado esclava durante unos años en la fábrica, nadie lo sospecharía.

Y sentí con ese hombre que yo era importante para un hombre.

Aquel corto tiempo fue tiempo especialmente de trenes. Él vivía junto a las vías. Y yo las cruzaba o las cruzaba él, para vernos cuando podíamos.

Todas las mañanas, bien temprano, hacía sonar el teléfono de la casa para que yo supiera que pensaba en mí. Era nuestra clave.

Cuando se marchó a Madrid durante un tiempo siguió haciéndolo. Mis padres tomaron eso con resignación y motivos de alguna queja por la juventud.

Si dijera que lo quería diría que no me dejaron quererlo.

Nos veíamos a escondidas para que su madre no tuviera más conciencia terrible de que su hijo ya estaba novio.

Yo tenía mi rutina con él o sin él. Por las noches acudía a la academia de la calle Verdaguer para estudiar. Hasta ese momento tenía en mi vida apenas dos o tres libros: un poemario de Miguel Hernández, y “Grandes acontecimientos de la Historia”, que aún conservo. El otro era la biblia, lectura obligada en mi familia y que ya había comenzado a dejar de leer por aquel hastío al que mi madre nos obligaba desde niños.

La calle Verdaguer era con la niebla un laberinto donde las personas se aparecían de pronto ante una, así de fantasmal era el aire denso invernal en la ciudad de Vic. Ninguna farola podía apartar la sensación de vivir en un Londres cualquiera de Jack el Destripador.

Luego de trenes fueron los demás tiempos. Pero sólo se movían los trenes, todos nosotros permanecíamos en las nieblas a la espera de los fugaces veranos.

Un sábado caminando de regreso a casa por los jardines del Prat lo vi de lejos con su padre. No me había dicho que regresaría por unos días a la ciudad.

Me dio un beso en la mejilla. Su padre me miró muy serio.

-Me he tenido que enterar por otros que vas a una academia a estudiar- me soltó sin más-. ¿Es eso verdad?

Contesté que sí, que por las noches estudiaba.

Entonces fue cuando dispuso de mi vida creyendo que le correspondía.

-Si no dejas de estudiar es porque no quieres ahorrar para casarnos. ¿Vas a dejar de estudiar?

Contesté:

-No voy a casarme. Sólo tengo diecisiete años y voy a seguir estudiando.

Y como ya estaba todo dicho y muy claro dejamos el Prat cada cual a su parte, ellos caminaron por el parque hacia el centro de la ciudad y yo a mi casa. Por el camino miré el río Meder por costumbre en mirarlo, con sus ratas y sus tinturas industriales convertidas en espumas multicolor de feria. Me senté en la hilera de piedra bajo los árboles unos minutos oliendo el putrefacto perfume de aquella ciudad y pensé que ojalá nunca nos hubiéramos marchado de nuestro pueblo.

Pasaron los días y mi madre no cesaba en reñirme.

-Nena coge el teléfono que quiere hablar contigo. Dice que lo perdones.

Le hacía señales de negación a mi madre, que no iba a hablar nunca más con él.

-Qué chiquilla tan cabezona- decía mi madre al teléfono-. Que no quiere hablar contigo. Si yo te entiendo, te entiendo… Pero ¿qué quieres que le haga, si no quiere?... Que sí, que llevas razón, no llores… Pero ya te ha devuelto el anillo y los demás regalos, así que ya no sois novios… Que sí, que no es para tanto que le digas que no sabías que estaba estudiando por las noches, pero hombre tampoco ha hecho nada malo… Que sí, que entiendo, pero hombre…

Durante meses estuvo llamando a mi casa. Si yo cogía el teléfono y era él, colgaba de inmediato. Volvía a sonar y mi madre de nuevo:

-No quiere ponerse. Que sí que lo entiendo… Pero esta chiquilla es así de cabezona, no puedo hacer nada más. Que no quiere el anillo, que te lo ha devuelto otra vez… ¿Te lo han dado?

Seguí mi vida como pude y jamás volvimos a hablarnos.

Continuaba viendo cómo mi primer amor me restregaba a las novias de la ciudad del fuet. Seguía siendo aquel alto y esbelto arrogante y de siempre que me despreciaba por ser pueblerina.

Yo era pueblerina y de pantano. Quizá por eso no me ahogué en un vaso de agua; porque había estado todos mis anteriores años aprendiendo a nadar en el de mi pueblo. Desde niña alcancé a cruzarlo de orilla a orilla, en su parte más estrecha. Nadie iba a ocupar todo el espacio del vaso. Pero me entristecía la vida en la ciudad aquella donde por todas partes estaba él y el olor a granjas porcinas.

Lo que ocurrió en nuestras vidas no importa.

Tuvo un amorío de una noche con un familiar mío en un cine de verano y le dijo que al cerrar los ojos pensó que era yo quien lo besaba. Yo me sonreí. Tanto esconder la inocencia para destapar luego los arrepentimientos.

Importa que en uno de mis viajes a Vic, cuando fui a tomar el tren hacia Barcelona para regresar a Jaén, ahí estaba él, sobre el andén, junto a la puerta del vagón. Nos miramos por unos segundos, justo cuando yo subía mi maleta. Llevaba sin verlo muchos años. Aún era robusto y de mirada clara y hombre de aspecto bonachón. Sólo nos miramos. Tantos años después y aún nos reconocimos.

Mi hermano había fallecido hacía poco tiempo. Mi padre y mi abuela Antonia muchos años antes. Yo subía al tren        con el sentimiento terrible de culpa de regresar a Jaén sin ellos. Juntos nos vinimos aquí, juntos nos vamos, así pensaba mientras el tren respiraba energía. Por la ventanilla del tren lo observé, todo uniformado y con su banderita de empleado de los trenes dando orden al tren para partir.

-Tren procedente de Puigcerdá estacionado en la vía uno con destino a Barcelona-Sants va a efectuar su salida. Vía uno.- La voz de los altavoces no devoraba la niebla de la memoria.

El tren comenzó a andar. Y él seguía mirándome y yo a él, dos rostros plasmados en el cristal. En aquellos andenes que tanto cruzamos para vernos la estación quedaba pálida y férrea, como esos tiempos de atrás; yo ya hacía siglos que no estaba en ese espacio quieto, más que por mis familiares más amados; ya sólo me quedaba mi madre.

En cuanto a nosotros, era evidente que estábamos hechos para vivir el uno sin el otro.

 

© Marta Antonia Sampedro Frutos.

Diciembre de 2020.

martes, 10 de noviembre de 2020

Cielo nocturno sobre el mostrador, de Marta Antonia Sampedro

 

No cambiaría nada por este paisaje de olivos, donde esta tarde el vigoroso otoño lanza las nubes a los horizontes amarillentos anaranjados, verdes muy pálidos y grises duros de lluvias. Hay otras tierras más prósperas, otros lugares de bosques densos y paisajes verdes todo el año. Pero este es mi lugar, la sencilla tierra a la que mi corazón pertenece. 
En ello pienso cuando el viejo tendero de tejidos me atiende con esa amabilidad tradicional de los buenos comerciantes de vocación.
Mientras conversa con una clienta, voy mirando los preciosos tejidos y tocándolos. A simple vista se ve que es una tienda de tejidos especiales. Pero de cerca, lo parece mucho más. Sus hilos entremezclados, las texturas, bordados y transparencias, hasta la disposición está clasificada como si obras de arte de la arquitectura textil se tratara. Disfruto de la maravilla. Hasta que veo el que quiero. Es de fondo de estrellas, plateado de noche reciente de los veranos de Jaén.
El dependiente se aproxima y me pregunta cuántos metros necesito. Le digo que metros no, que es poco lo que necesito, pues es para coser algo especial. Abre la pieza sobre el mostrador y se suelta un trozo, porque ya está cortada. Se ha desparramado una parte del cielo nocturno sobre el mostrador. La mide. Es la medida. Me dice: 
-Estaba como destinado para usted. Contesto que sí, que eso parece. Sonreímos. 
-Cosas de la vida. 
-Cosas de la vida. 
Entro a otro comercio. He visto en su escaparate una estrella blanca relucir entre muchos adornos de joyería. Le muestro a la tendera mi tela de estrellas y me confirma: 
-Esta estrella es la suya para este estampado. Están como hechas unas para las otras. 
Todas las estrellas están siempre a nuestro alcance. Lo mágico es que ellas sean quienes nos busquen y nos encuentren. 
Tomo mi tejido de noche estival y mi estrella blanca acercados a mi cuerpo. También en otoño tenemos el cielo. 
Y paseando miro los cielos de atardecer otoñal de este Jaén que tanto recordaba cuando me fui de niña a otro pueblo muy lejano. Si en ese tiempo me hubiera ocurrido este sencillo destino, estoy convencida de que habrían sido muchos los textos escritos desde entonces por ese momento. Pero me ha ocurrido ahora, ahora que aún sigo siendo de donde pertenezco al nacer, y que me envuelve el aire del destino que coincide. 
Qué alegría siento. Una alegría tranquila y vivificante. Por muchos años que hayan transcurrido, aún no puedo creerme que esté viviendo en mi tierra querida. 

(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (Noviembre de 2020).

jueves, 29 de octubre de 2020

La vida entre la guerra, de Marta Antonia Sampedro

 

Conocí hace muchos años a una gran mujer... de novela. Ya era muy mayor cuando la vi tan sonriente y amigable, acercarse a mí. Enseguida conectamos. Me contaba una y otra vez cómo sobrevivió a la guerra civil española. A su madre, ya viuda, y a ella, aún niña, les sorprendió la vida entre la guerra. Y un día, todo el dinero que tenían, timbrado por la II República, perdió todo su valor. Su madre le dijo Puedes tirar todo el dinero, ya no vale nada, nosotras tampoco valemos ya. Y ella, que lo llevaba guardado en el calcetín, rápidamente lo echó a las vías del tren, por no ver que era su madre quien se lanzaba. Mendigaron durante un tiempo en un Madrid destruido por la guerra. Vivieron durante años sin casa, sin hogar ninguno, en la posguerra, en las calles. Pero su madre recordó que tenía una gran habilidad: jugaba al póker y era buena. Y así poco a poco, esa madre jugando al póker en hoteles con las ricachonas fascistas de Madrid, con su hija durmiendo en sofás de habitaciones llenas de humillación, esas dos mujeres fueron saliendo adelante y consiguieron recuperar el dinero perdido y una casa. Aquella madre nunca quiso decir que jugaba al póker mejor que las ricas y que los hombres. Entre esas ricas esa joven conoció a su esposo, de título nobiliario. Muchas personas quisieron novelar su vida y ella jamás quiso. Yo paseaba orgullosa por Linares con ella, tan anciana y tan humilde en mi coche sencillo, en mi humilde vida, sabiendo que ella era multimillonaria, pero aún era una niña por las adversidades que había vivido. Continuaba siendo pobre, porque necesitaba contarme una y otra vez cuánto sufrió de niña, mientras tiraba el dinero a las vías, para evitar quedarse sin madre. Me decía Ojalá fueses mi hija. Y yo le contestaba que mi madre no querría. Nos reíamos tomadas del brazo y toda palabra quedó sellada de un modo auténtico. Siempre la recuerdo con gran cariño y en sus memorias de tristezas algunas veces me parece escucharla de nuevo. Tan soñadora y valiente, con ese aire de mujer de novela, intentando olvidar su niñez y juventud vivida entre la guerra. Tanto fue lo que me dio ella.

(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (2020)

jueves, 15 de octubre de 2020

Ropa negra y un jazmín, de Marta Antonia Sampedro

 

Se puede morir de muchas cosas, el caso es que la vida viene de ese modo, bien mirado morirse es más probable que nacer.

Una vez y muy lentamente yo enfermé por tristeza.

Y como siempre tenía una sonrisa nadie me hacía caso.

Aunque a nadie le parecía extraño que sonrías y llores al mismo tiempo que cuentas cosas malas no es normal ni siquiera como una extravagancia de poetas.

Habría sido interesante y sobre todo ventajoso ser víctima en vez de valiente. Pero las tristezas jamás nos dan opción cuando ya se han mudado del todo. Y de todos modos habría quedado de vocacional escritora con las tristezas exclusivamente necesarias conseguidas. Se consiguen más inspiraciones espantando tristezas que acumulándolas, no porque se marchen definitivamente, sino porque se renuevan e incluso en ocasiones ya no saben regresar.

Nunca estuve quieta.

Lloré mientras corría trabajando pero no podía dejarme verme llorar por la clientela.

Lloré cuando descansaba de trabajar.

Lloré en sueños muchas veces a falta de poder soñar despierta.

También lloré escribiendo que es un modo de llorar a gusto.

Lloré por mis hijos y por los hijos de otros porque llorar por los hijos es un modo solidario de madres decepcionadas y olvidadas en sus fortalezas y desgastes.

Entregué mi vida al trabajo comercial y a empresas a las que yo debía siempre sonreírles aunque tuviera ganas de llorar. No trabajé nunca por deseo monetario, sino lo justo por mantener una vida sencilla, pues mi ambición jamás me hizo sentir tristeza ni alegría ni sensación alguna de necesidad de prosperidad. Tampoco a los demás mi excesivo trabajo les consiguió lo que ellos jamás vieron: que la codicia jamás se deja matar.

Envidié la vida sencilla de quienes tienen tanto que nada necesitan sin tener nada. Que el mundo es un entresijo de mentiras envidias y avaricias y que no hay más valor que el de la conciencia ni más pérdida lamentada que el de haberla perdido a conciencia.

Ahora dependo de una pastilla que me controla si he de reír, comer, llorar, caminar o sentarme a ver la televisión, poder fotografiar los campos o leer un buen libro sin que me cueste concentrarme y escribir que es mi pasión desde que nací y me crié sin libros ningunos pero con un fundamento que me sostiene a las buenas y también a las malas. Porque todas las tristezas se quedan hechas piedras y no siempre las piedras son para poder sentarse. Estar cómodamente feliz y contarles a las tristezas cosas tristes las hacen también darse cuenta de su naturaleza.

Visto así la vida, en la nube inmensa que te cuida tanto que parece perseguirte, no es extraño que un día aparezca una mujer en tu dormitorio registrando tu armario. Una mujer intrusa que no conoces de nada.

Quién es usted y qué hace aquí en mi casa.

Espera; primero la miro desde la cama. Aún no se ha dado cuenta de que me he despertado y ya tengo los ojos abiertos.

Tiene ajetreo de estar buscando algo. Registra con urgencia.

No temo por mis joyas. No poseo alguna. Ni temo por dinero. Tampoco tengo.

Las perras no le ladran.

No sirven de guardianas.

Tal vez la reconozcan.

O quizás esté soñándola.

Hasta que desde el armario va lanzando prendas a la cama y por la mecedora y me incorporo.

Ella me ignora. La visita extraña parezco yo. En sueños me habré metido en alguna casa ajena.

Tantas he visto en mis años, que no sería raro.

Me levanto y voy hacia ella, con cautela.

Continúa rebuscando entre la ropa, apresuradamente.

Es de mi estatura, de cuerpo rechoncho y cabellos castaños, la veo de espaldas pero calculo sus setenta y largos años por su aspecto en general.

Continúa lanzando mi ropa.

-Tienes que tirarla, tienes que tirarla…- balbucea apresurada, aún de espaldas.

No le pregunto quién es. Porque aún no sé si estoy soñando. Y porque desconozco si es una perturbada que se ha escapado de alguna parte.

-¿Me oyes bien? ¡Tirarla toda!- se le nota enojada.

Cuando me mira veo sobre todo sus ojos. Su mirada. De mando. Su tez es blanca y de rasgos delicados. Su cabello canoso es de plata limpia. Va vestida de una sola pieza de confección, tipo camisón o similar, color marrón arena. Me observa como si me conociera de algo y esperase mi obediencia. Retrocedo un paso.

-¡La ropa negra, fuera! ¡Hay que tirar toda la ropa negra que tengas! ¡Toda!

No le pregunto quién es. A lo largo de mi vida he vivido en muchos lugares y por mi trabajo conocido a tantas personas, que de momento es mejor esperar a ver si la memoria quiere hacerme el favor de ser más rápida.

A veces no valoramos lo que otros perciben nuestro. Pero los demás también lo hacen, memorizarnos.

Prefiero unirme a ella y buscar mis prendas negras.

-Una, tres, cuatro, cinco… No tienes muchas, no. Esto también parece negro. Fuera… Otra veo aquí…

-Es color azul marino- contesto con temor viendo una falda.

-Pues entonces puede quedarse- da su aprobación y sigue rebuscando.

Toda mi ropa está desparramada, excepto la seleccionada, que sujeta sobre su brazo. Blanca, roja, verde, todos los colores desechados hacen de la estancia un bonito rompecabezas excepto en los laterales del cuarto, donde mis perras ni se han dado cuenta de que una desconocida ha entrado en nuestra casa y me está dando órdenes y ellas venga a dormir.

-Te dije que no tengas ropa negra. Te lo dije.

Me lo dijo. Yo le asiento con la cabeza, sí, sí, me lo dijo cuándo.

Con las tristezas no se juega. No dejan que las traigamos a capricho ni les asignemos el lugar que no quieran.

-Te lo dije. Así que ahora mismo las tiras a la basura. Recuerda, que ropa negra en tu casa, no. No.

Me lo dijo, a saber.

Me ordena:

-Trae bolsas para ponerlas y tirar esta ropa negra enseguida.

Abandono el cuarto a por las bolsas, con la esperanza de que al regreso sea un sueño.

Y lo es. O lo ha sido. Y sigue siendo. O lo fue.

La mujer no está en ninguna parte. Y yo que venía decidida a preguntarle con determinación quién es usted, qué hace en mi casa, de qué me conoce, cómo sabe si me gusta el color negro o los colores chillones, y a usted quién le ha pedido opinión, la ropa negra es elegante y se usa para acudir a fiestas, ya nadie se pone luto señora usted se confunde…

Pero no está.

Este retardo del que ya tengo conciencia desde hace unos años, me ha impedido saber más sobre ella.

Ordeno la ropa y echo en las bolsas las prendas negras.

Salgo a la calle con todo.

Aún es temprano, hay poca vida y movimiento.

Los gatos se relacionan todavía, antes de regresar a sus casas abandonadas y a las ermitas con fuentes y verdín o con sus ancianos dueños que los miman igual que a niños.

Pasan algunos coches, abre la frutería y el repartidor del pan me observa y lo saludo.

Obediente al encantamiento, echo al contenedor de la basura los trapos negros. En realidad poco uso han tenido. Me he pasado los días trabajando, poca fiesta tuvieron.

Me vuelvo para el regreso, pero llama mi atención lo que hay junto al contenedor de la basura. Un tiesto de barro de maceta vieja. Tiene plantado un jazmín con ramas largas que cuelgan hasta el suelo y muy desaliñado.

 Me agacho para verlo mejor y compruebo su estado lamentable que a simple vista se percibe. No tiene ni un jazmín, qué desastre de planta. Me parece el jazmín más triste que jamás haya visto. Nunca lo habrán podado y seguro que ha estado a la sombra, sin recibir la luz del sol, por sus hojas pequeñas y asustadas.

Cargo el jazmín hasta la casa, lo dejo en el patio y tomo una de mis lupas.

No tiene insectos de momento.

Tampoco observo otros bichos.

Calculo la hora porque todas las mañanas a esta hora se relacionan los tordos. Están cantando o hablan entre sí posados en la antena del tejado.

Yo miro el jazmín. Y al echarle tierra nueva sobresale algo en su tronco principal. Es un lazo negro atado con un solo nudo.

Lo extraigo. Parece un cordón de zapato.

Qué extraño. Un jazmín atado. Habrá estado en alguna guía.

Se lo dejo, aunque menos apretado. Lo riego.

Y espero que si no da jazmín alguno, al menos no muera sin poder disfrutar de los rayos del sol de otoño.

En qué lugar de las tristezas habrá compartido los días, sin flores ni luz, viendo cómo su vida se venía abajo.

Luego salgo de nuevo a la calle, hacia el campo con las perras, para fotografiar los olivares y los horizontes y respirar el aire limpio de la sierra de Jaén.

Al pasar por la cafetería se ve otra nueva esquela mortuoria.

Llevamos meses de pesadumbre.

Hasta las golondrinas este año se marcharon antes de lo habitual.

Una esquela nueva.

No me acerco a mirarla.

No quiero mirar su nombre.

Al fondo de la calle se ve a un grupo arremolinado en la puerta de una casa. Están sacando algunos muebles y enseres y cargándolos en un pequeño remolque. Algunas personas van vestidas de negro.

Desvío la mirada y pienso en cómo irá creciendo el jazmín, ahora que le dará luz en el patio.

Tal vez sea de esa casa, de alguna anciana que ha fallecido.

Todo es pasajero, alegrías y tristezas, tienen su recorrido.

No quiero pensar en ello.

Hoy fotografiaré los membrillos y los colores del otoño en los árboles.

No quiero pensar en nada más.

 

© Marta Antonia Sampedro Frutos (Octubre de 2020).


lunes, 12 de octubre de 2020

Breve historia de mis 14 años, de Marta Antonia Sampedro

Ya tengo muchos años.  Digamos que soy de riesgo de todo. Tengo dos hijos que no desean saber nada de mí, soy su madrastra malvada de los cuentos más siniestros, y sus madres las mujeres extrañas a las que todo aguantan, aunque yo los parí y crié hasta ser adultos no quieren que sea su madre y no lo soy ni ellos hacen de mis hijos. Tengo tres nietos que no saben que existo o tal vez les han dicho que estoy muerta y enterrada por ahí. También tengo dos perras mayores ya igual que yo y vivimos juntas y felices.

Pero una vez tuve 14 años. Un año entero, tuve 14 años.

Un año antes de mis catorce años, toda la familia nos fuimos a vivir a Vic. Imaginaos que un ovni os lleva a Saturno. Así era Vic.

Jaén, para mis catorce años, era la Tierra.

Yo trabaja en la fábrica. Claro que había más fábricas. Pero sólo era esa.

Hacía turno de 5 de la mañana hasta las 6,30 de la tarde. Los sábados sólo de 5 a 13,30 horas. Tuve una labor importante en la fábrica: procurar que los ratones y las ratas no estropearan los retales de tela para las máquinas. Y así, echando veneno, todas las madrugadas mi labor primera debía ser retirar los cadáveres. Recuerdo ese tiempo de trastorno industrial y ruidos, sólo ruido, todo era ruido de máquinas y un olor terrible a pelo de ratones.

Decía, al principio, que tengo tres nietos que igual creen que estoy muerta y me he dedicado a vivir del cuento. Pero es posible que a los 14 años yo ya estuviera muerta. Sólo pareciendo estar muerta pude soportar ese tiempo en mis catorce años.

Yo dormía con mi abuela Antonia, con ella en su cama, desde los cinco años.

Ella era mi madre más jerárquica.

Un día, murió en su cama, que era el mismo lecho mío. Repasando en voz agonizante versículos de la biblia. Los recuerdo. Pero la biblia y yo mantenemos malas relaciones. Nunca antes había visto morir a nadie. A ella sí la vi morir.

Y ella durante un tiempo se llevó mi espíritu.

Lo sé porque me quedé vacía.

Y así ya las cosas pasaron de turbias a oscuras.

Le tomé rabia a todo el mundo.

Porque había muerto mi abuela Antonia.

Y hasta a mi novio, le tomé rabia y me dejó por una puritana de la iglesia evangélica, porque se había muerto mi abuela y yo no dejaba de llorar fuera de horario laboral. A los muchos años se ahorcó, pero bueno eso es otra historia aparte, no fue mi culpa, si se hubiera quedado conmigo seguiría vivo y amado.

-Nena anda y haz las camas, que si no te castigo a no salir- me ordenaba mi madre.

-No quiero.

Porque se había muerto mi abuela Antonia.

Le tomé rabia a mi madre, y mi madre me tomó rabia a mí.

A mi padre le tomé menos rabia, porque era un hombre y los hombres no parecen querer a sus abuelas como las aman las mujeres.

De modo que a las 6,30 de todos los días en sus tardes al salir de la fábrica, en vez de irme a mi casa de Vic yo me iba al cementerio, a estar con mi abuela Antonia sobre las siete, un poco antes, de las tardes.

El cementerio de Vic está entre los bloques de viviendas, te deja en su puerta el autobús urbano.

En mi pueblo Baños de la Encina, íbamos al cementerio andando entre olivos y membrillos y almendros, porque está en el campo, fuera del pueblo.

Este no.

Me bajo del autobús, aquí está el cementerio.

De la rabia que le tomé a la vida al estar huérfana de tal magnitud, allí me sentaba fuera de su horario de abierto al público, en la oscuridad bajo los cipreses y los ángeles de piedra haciendo sombras en el suelo ahí estaba Antonia por abuela por su abuela Antonia.

Me ponía a llorar restregándome en los ojos el olor de ratones muertos y los tintes de las sábanas y los manteles.

Pensando por qué me había dejado mi abuela en esa ciudad llena de nieblas y frío. Por qué se había ido con su Jehová, si tantos tendría ya en el cielo y en cambio yo sólo tenía a mi abuela. Acaso la tierra es menos grande que el cielo para una niña de 14 años.

Le tomé rabia a Dios.

Y Dios me castigó.

Yo lo castigué a él.

Y él me castigó más aún.

Un pulso perdido eso tuvimos.

Mi novio se buscó a una que usaba colonia y era de ciudad grande y además se sabía todos los nombres femeninos del antiguo testamento.

Y yo para él era sólo una pueblerina.

-¿Se dice te quiero?

-Será en tu pueblo. ¿Sabes qué es je taime?

-No.

-Pueblerina.

Ante esa competencia no pude responder.

Unos días estaba sola, en el banco de piedra. Allí llorando a las puertas del cementerio de Vic, adonde habían apresado a mi abuela.

Y otros venía a mi encuentro mi amiga Pilar del sindicato de la CNT a hacerme compaña. Ella me hablaba en catalán y yo a todo le decía que sí porque lloraba conmigo y yo en andaluz llorando sabía que era comprendida. Algunas veces venía acompañada por su novio Toni el anarquista y me decían que ya mi abuela no estaba allí pero yo no los creía.

-A la entrada, a la derecha, allí en el suelo está mi abuela-les insistía.

Los días pasaron y cuando las noches fueron tardes por la luz, acercándose las siete de las tardes fui comprendiendo que a mi abuela nunca la dejarían salir de allí o no querría salir por algún motivo de sus cuestiones religiosas o su esposo mi abuelo Mateo al que siempre recordaba se habría ido a Vic, lo cual era imposible pues murió en nuestro pueblo cuando mi madre era muy pequeña.

Y así en vez de todos los días fui cada ciertos días al cementerio, para que mi abuela no olvidara que yo seguía allí a su espera y adonde ella dijera allí nos iríamos juntas, preferiblemente a nuestro pueblo eso pensaba yo.

Pilar me apuntó en el convento a clases nocturnas para niñas obreras inmigrantes que no tenían título de saber leer y escribir. Un sacerdote en catalán nos hablaba cada tarde de siete y media a nueve, se le notaba hombre de campo y animales, mientras escribía en la pizarra palabras blancas. Y a mí me importaba poco lo que dijera, no entendía nada sólo los números dibujados, y además yo ya guardaba bajo mi almohada un gran secreto: un libro de poemas de un hombre llamado Miguel Hernández.

 

© Marta Antonia Sampedro Frutos (Octubre de 2020)

miércoles, 7 de octubre de 2020

Equipajes pesados, de Marta Antonia Sampedro


Van muriendo vuestros hijos

más jóvenes que vosotros

hijos de la posguerra más jóvenes

vuestros hijos de la necesidad

van muriendo unos de enfermedad

otros queriendo morir hartos

van muriendo sin vosotros

verlos morir porque ya estáis muertos

y aquí nos habéis dejado testigos del dolor

para enterrarlos en vuestro nombre

verlos morir con sus equipajes pesados

la infancia una desgracia

la juventud una rebeldía

una frustración la madurez

van muriendo todos uno a uno

una a una las muchachas también

y aquí estamos con vuestras cargas

con sus cargas de desamor

que nos dejaron para llevar

esa herencia maldita de las tristezas

esas malditas incoherencias

el miedo a ser valientes al qué dirán

y qué precio se paga por el pasaje

a vosotros mismos qué diríais si estuviérais vivos

pero no estáis vivos sino muertos

y aquí recogemos a los muertos vuestros

el legado de las cobardías y los enfrentamientos

aquí los tenemos todos juntos

como si pudiésemos soportar tanto sufrimiento

aquí nos tenemos y nos mantenemos

quién será el siguiente pensamos

unos a los otros, enloquecidos.


Marta Antonia Sampedro Frutos (2020)



sábado, 25 de julio de 2020

Esta noche cuidada por el cielo, de Marta Antonia Sampedro


Me bañaré esta noche cuidada por el cielo
Marte Saturno y Júpiter viejos compañeros
prefiero noche sin luna y hubo suerte 
quiero ir a dormir ligera y limpiada
dejarme inundar de noche y meteoritos
nadie tiene estrellas en el vientre de su madre
pero sí oscuridad y paz formándose de misterios
en realidad no hay malas estrellas
ninguna te dice no te quiero no me hables
todas se disponen a la compañía natural
volver al tiempo que no recuerdo
y recrearlo como me dijeron
con mis añadidos imaginados
toda la noche sufriendo una mujer
esperando la mañana de julio andaluz
Júpiter Saturno y Marte brillando quietos
pensar que son las cosas las que cambian
quisiera mis ojos más jóvenes
para seguir hacia dónde va el cometa 
que estos días se deja ver por la tierra
y el rastro del meteoro de ayer
la energía senda de la mágica fortaleza
quién sabe si regresa a esos años y más lejos
ver llegar a un hombre contento de la sierra
viene de segar porque es jornalero
también se ha bañado para estar limpio
su sonrisa es de contento y besos
ella me tiende su mano y ninguna sufrimos
así con las manos tomadas sana tanta herida
me extraña verla con el cabello blanco
pero la misma sonrisa y mirada es ella
todo el dolor se ha marchado igual que un mal sueño
la sábana es blanca con olor a cuerpo de cuerpo
que todo lo que después haya sido no sea
que este momento sea el único vivido
en cualquier edad de mis tiempos
y dormir los veranos bajo luces del cielo
las quietas las que vuelan y las que regresan
hasta la llegada cercana del lucero del alba
y estar envuelta entre los brazos de mi madre
comprobando si lloro si duermo
y a mi padre diciendo qué bonica es la nena.


© Marta Antonia Sampedro Frutos.
(25 de Julio de 2020)

lunes, 13 de julio de 2020

Alas de bronce, de Marta Antonia Sampedro


    Tan temprano como aquellas vidas echadas a perder era el tiempo de la mañana. Una mañana de domingo primaveral, estación que las aves conocen en la exactitud melódica del canto libre y el renacer de la vida.
          Sobre los céspedes y bancos de la plaza de Colón, numerosas botellas de cerveza, de güisqui y licores, jeringuillas arenosas, cartones de vino y bolsas de plástico, huellas de la generación perdida para el respeto y la simple sensatez, donde a más voces que se hagan soportar, a más ruido emitido, más pastillas para seguir con los párpados abiertos arrastrando los pies, a más alcohol urgentemente ingerido, nos recuerda que detrás de cada joven amarrado a ello uno a uno asimilan que el sentido de la razón es variable al antojo, pasajero el destino de los días y alterable al egoísmo el sentimiento de grupo humano.
            La hermosa plaza, un domingo por la mañana, en la resaca de la batalla ajena parece arrasada, humillada en su belleza, y los dos ángeles de bronce de la fuente permanecen bajo su gran concha de piedra, flor de agua, al margen de la moda de la dejadez, disfrute por el ecologismo de chatarra y celofán y gamberrismo. Son ellas, las estatuas celestiales, quienes mejor pueden revelar del abandono y el sufrimiento de sus aves, y el cómo tener alas tiernas, para el cruel, no significa nada, más que diversión, en su adicción a lo horrendo.
        -Llegó un Land Rover, echaron comida a las palomas, y cuando comían una gran red las atrapó. Así que los pichones están perdidos, buscando sobrevivir. Nosotros, solamente podemos ofrecerles agua.
            -Y sombra. Ya sabes, hermano, que la sombra es muy importante para el respirar.
            En esa mañana de domingo solitario, el perro de la mujer olisqueaba detrás del seto una bolsa doblemente anudada. Sin embargo, aquel plástico mostraba vida. “Quizá sea una rata”, se dijo con miedo. “Pero esas muerden las bolsas; a no ser que esté herida, o sea un gato”.
        Buscó ayuda; pero no había nadie, excepto unos jóvenes que continuaban su marcha de alcohol, balanceándose junto a los árboles. En aquel momento, vio un ciclista en su marcha de sudor y esfuerzo en la calzada, y en el silencio la mujer dijo “Oye”, voz que nos define con la palabra del reclamo.
              -¡Ayúdame! Mira, aquí hay algo que se mueve.
        El ciclista rompe la bolsa, con cierta prudencia. Asoman sus cabezas dos palomos chicos. Están impregnados de horror; sus escasas plumas encharcadas de sí mismos y de alcohol; y, entorpecidos, buscan cobijo, y el charco de la fuente.
            -¡Quién habrá sido el muy… que habrá hecho esto!
             El ciclista se despide de la mujer y prosigue en su jadeo de esfuerzo cortando el aire fresco de la mañana con sus alas de buena gente.
            Mientras tanto, sobre la piedra central, los pichones observan trémulos los ángeles de bronce. Hacia sus cuerpos el aire les lleva minúsculas gotas de la fuente, salpica el chorro frente a ellos materia sucia de papeles, refrescando sus vidas y limpiando de cerveza sus bellas plumas de inocentes crías.
            -Alégrate de ser de bronce- dice uno de los ángeles al otro, en un suspiro inapreciable.
          -En ningún momento dejo de darle las gracias al artesano, por no haberme formado humano- contesta, vigilando las cuatro esquinas de la plaza-. ¡Imagínate si fuésemos de sangre!
            -Pues se te oye el latir del corazón. ¿Es posible?
         -No. Eso que oyes, hermano, son los latidos de los pichones. Los conozco muy bien, porque son palpitaciones que expresan misterios realmente importantes. Pero claro, es que somos de bronce.
            -Será por eso.

© Marta Antonia Sampedro Frutos (1.998)
Publicado en “Linares Información”, 1.998.