lunes, 25 de diciembre de 2017

Juana la Picochumbo, de Marta Antonia Sampedro


La infancia es un segundo
que perdura para siempre



Atisbó desde la pita el culo grande y gordo de la mujer. Podía verle la piel blanca de las nalgas no cubiertas por las medias, que al agacharse, o al incorporarse de nuevo, deslizaban hasta la rodilla las ligas de goma elástica.
Llegar hasta la Mesta no le había resultado difícil, pues su cuerpo delgado y menudo se escondía fácilmente detrás de una oliva, y el único inconveniente eran las bandadas de colorines y otros pajarillos que, alertados, despegaban con alboroto sus alas ante su presencia. Juana entonces miraba hacia atrás. Pero no veía, tras sus ojos cegados por la opacidad del cristalino y el estrabismo heredado, más que olivares secos, cuyas ramas enganchaban sus escasos cabellos y tierra sedienta saturando de arena sus alpargatas negras.
Encinita jadeaba, rezagada en la vigilia de aquel acecho. De vez en cuando arrancaba una hoja de oliva para calmar la sed; la saliva aparecía entonces fresca y nueva en su boca y continuaba escuchando el chirriante sonido del traqueteo del cubo de Juana, que parecía resonar acorde con los pasos de la mujer.
Al cruzar, desde la última oliva hasta la pita más próxima a las chumberas, ahogó un grito al aplastar un chumbo podrido y temió ser descubierta.
-¿Quién anda ahí?- gritó la mujer.
Pero el silencio devolvió sus palabras en el descampado de chumberas y continuó cortando chumbos maduros, asiendo del puño oscuro y sucio de madera vieja el cuchillo desdentado. Los sacudía de uno en uno, desprendiendo de sus cortes la sustancia blanquecina, lechosa y amarga, con extrema precaución; para no enfermar de nada malo, según había aprendido de chica.
Giró en torno a la planta para no ser vista por Juana cuando ésta se aproximó a las olivas para recoger ramas secas. Las acarreó hasta los chumbos, desparramados en el suelo, para barrerlos sobre la tierra. Entretanto, Encinita miraba las manos de la anciana; pero, a pesar de su esfuerzo, no veía rastro de sangre en ellas. Comenzó a revolver de un lado para otros los frutos, arrastrando en su labor piedras, restos de cactus secos, cáscaras flacas de naranjas, y todo aquello que Encinita ya no pudo reconocer desde su escondite. Colocó la pila de sustancias y objetos junto a una piedra grande y se sentó, levantando el vestido negro para despatarrarse a gusto. Revisó los chumbos, que habían perdido en el barrido la mayoría de sus púas, y los colocó esmeradamente en el cubo. Repleto ya, acomodó el asa a su antebrazo y se dispuso a regresar.
-¿Cómo puede ser que no se pinche?- se preguntaba Encinita, que ya sentía deslizarse  el sudor por su rostro.
Dejó a la anciana regresar sola, y tomó un atajo distinto para volver al pueblo.
-¿En dónde te has metido?- le regañó su madre al verla beber del botijo fresco, sedienta.
-Por ahí jugando- le contestó, limpiándose de agua la barbilla.
-¿Por ahí…?
-Sí, mama.
-¿Es que no puedes hacer lo que hacen las demás niñas? Jugar con las muñecas…, aprender a bordar…
-No me gustan las muñecas, mama- respondió triste.
-¡No, clarito que no! Tú, como una marimacho: apedreando perros y pendoneando por ahí.
-No mama. Yo no les tiro piedras a los perros.
-¡Cállate y pon la mesa!- ordenó la madre con firmeza-. Pero antes, te lavas esa cara y esas manos, y que papa no te vea así.
-Sí, mama- contestó sumisa ante el enfado de su madre.
Al atardecer, cuando el calor abrasador cesaba despertando del letargo al pueblo, Juana colocaba limpios y con buen aspecto los chumbos junto al paredón de la calle, cerca del quiosco. Y Encinita, recién aseada del sudor de la siesta y vestida de limpio acudía como los demás niños a comprar golosinas de color chillón y chumbos.
-¿Cuántos quieres, nena?- le decía. Y ella evadía la torcida mirada de Juana, cuyos ojos la escrutaban a la espera de una respuesta.
-Quiero dos- acertaba a decir, temerosa de que conociera su secreto-. Pelados.
Encinita quería observar, sin desperdiciar detalle alguno, cómo desprendía Juana las cáscaras de su mercancía. Los señaló verticalmente con el filo de la navaja y cortó parcialmente sus extremos; los frutos aparecían, amarillentos y jugosos, entre las manos de la mujer, que hacía gestos a la niña para que los cogiese.
-Son dos pesetas- le dijo.
-Tenga.- Las depositó sobre la palma de su mano.
En los puños guardó los chumbos, hasta llegar al barranquillo de las últimas casas, para estrellarlos sobre las pizarras esclarecidas y plateadas por el calor.
Juana la Picochumbo, era viuda. No como cualquier viuda de un pueblo pobre: devastada por la soledad y la emigración de sus dos únicos hijos, parecía haber recibido de buen grado que éstos jamás la recordaran. Su dolor de madre, que intuía sería ya abuela, no parecía perturbarle. El invierno era la mayor prueba, y la más dura, que el destino le podía causar.
Ató sobre su espalda el saco de picón. Había acarreado cuatro desde el amanecer. Llegó hasta su casa, y sacó un corrusco de la talega; lo mojó con agua para ablandar la masa y calentó los dos pajarillos fritos que había atrapado en las trampas del patio el día anterior. Después de almorzar, arrastró el nuevo saco hasta el cuarto que utilizaba de almacén. El polvo embadurnó, como era habitual durante el invierno, las deformes y ennegrecidas paredes de su casa. Chasquearon los minúsculos troncos de oliva quemados y sacudió del revés el saco sobre el montón de picón arrinconado, para asegurarse de que lo vaciaba sin desperdicio.  Durante aquella tarea siempre echaba de menos una ventana en el cuarto, pues las toses aligeraban sus pasos hacia la puerta, que cerraba tras de sí con una silla de enea.
-¡Que yo no quiero ir, mama!- sollozaba Encinita a su madre.
-¡Tú, vas!- le ordenaba amenazante.
-¡Que no, mama…, que me da miedo…!- rogaba la niña.
-¿Miedo va a darte, ir a comprar picón?
-Que no, mama... ¡Es que hay muchos ratones!
-¿Ratones?- preguntó sonriente la madre-. ¡Vamos, Encinita…! ¿No será que no quieres hacerme los mandados?
-Que no, mama…- continuaba el sollozo al observar, en la mano de su madre ahora, la zapatilla.
-¿Y qué te van a hacer? ¿Te van comer?
-No, mama, pero…
-¡He dicho que vayas! Toma el cubo. Me traes cinco duros.
Al salir de su casa absorbió los mocos que el llanto le había provocado. Se abrigó el cuello con la bufanda y durante el camino pataleó varias veces el cubo y algunas piedras de la calle.
Llamó a la puerta y Juana apareció, asustando a la niña con la piel clara, tan sólo, en sus ojeras de anciana. La mujer le sonrió, mostrando sus dientes largos y estrechos.
-Pasa, nena- le dijo.
-Dice mi madre que me ponga cinco duros.
Juana le cogió el cubo y encendió la bombilla desnuda del cuarto. Encinita se detuvo en la puerta. Sentía miedo. Mientras Juana escarbaba el picón con la pala de medir, una danza de ratones saltarines, negros de carbón, trajinaban ante la presencia de la mujer, que permanecía indiferente.
-¿Cinco duros me has dicho, nena?- preguntó entre toses.
-Sí- contestó expectante a la aparición cercana a ella de algún ratón.
A medida que la anciana removía el picón más brincaban los animales. Y más miedo sentía Encinita. Quiso evadir la visión del miedo cercano y sopló el polvo oscuro de la cal de la pared. La puerta contigua estaba entreabierta y la curiosidad la empujó a mirar. Era un dormitorio, pues una cama grande ocupaba la mayor parte de la estancia. Las paredes, contrariamente a lo que Encinita hubiera imaginado, también estaban renegridas, y una silla pequeña hacía de mesita de noche.
Pero había algo extraño en aquel cuarto, que no supo adivinar hasta que volvió a observar la cama y vio que, bajo la manta raída y oscura, sobre la almohada, asomaba la cara rellena de ojos tristes, los dientes finos y blancos, el pelo rizado y rubio de una muñeca.
Oyó la voz de Juana y regresó a la puerta del picón.
-¿Cinco duros te ha dicho tu madre, nena?- preguntaba de nuevo la anciana.
-Sí, cinco- contestó la niña, jadeante por temor a ser descubierta.
-Pues aquí tienes- le dijo al devolverle el cubo, ahora lleno de picón y Encinita le entregó el dinero, que resonó tintineante en la mano de Juana.
-Con dios.
-Adiós.
Volvió a su casa, cuidando que el borde del cubo no le manchase el abrigo. Recordaba la muñeca. Jamás un juguete la había deslumbrado tanto. El recuerdo de los ratones, tan temido en sus mandados, había quedado olvidado ese día. Una muñeca. Y dormía, con sus ojitos abiertos, junto a ella, porque estaba tapada y aquella debía ser sin duda la cama de la Picochumbo.
Por la noche, Encinita observaba los rostros de las muñecas que tenía sobre el baúl y el ropero de su dormitorio. Pero, por mucho que se fijase en sus caritas inocentes, no encontró nada especial en ellas. Cerró los ojos, pensando que aquellas muñecas permanecerían, a pesar de la oscuridad, sonrientes. Recordó la muñeca de Juana y se durmió.
Al día siguiente, cuando salió de la escuela a mediodía, miró en el corral y cogió picón a escondidas. Lo metió en un pequeño saco que guardó bajo el abrigo y se dirigió a las afueras cercanas a su casa y lo tiró.
-Mama, ¿te voy a por picón?- le preguntó al regreso.
Su madre la miró extrañada. Pero aprovechó la buena gana de su hija.
-¿Ya no te asustan los ratones?
-No hay ratones, mama- contestó sonriente-. Es que no tenía ganas de ir.
-¿Y hoy sí?
-Es que hoy hace más frío- respondió al coger el cubo vacío y el dinero.
-Cinco duros.
-¿Cinco?
-Sí, hija. ¿Es que no sabes contar?
Aligeró sus pasos hasta alcanzar la puerta de la casa de la anciana.
-Buenas- le dijo en la puerta.
-Muy buenas, nena- la saludó la anciana, masticando inútilmente restos de almuerzo.
-Dice mi madre que me ponga otros cinco duros de picón.
-Hace mucho frío, ¿verdad que sí?
-Sí.
-Y claro, los braseros se acaban pronto.
Aprovechó para ver de cerca la muñeca. Le gustaba. La sacó de la cama para observarla entera. Estaba limpia y su vestido, de encaje blanco y crudo, no tenía huella alguna de picón. Tocó sus dedos, pequeños y duros, de perfectas uñas esmaltadas de color.
-¿Qué haces, nena?-la sorprendió Juana.- Tiró la muñeca sobre la cama, sobrecogida por haber sido descubierta-. ¿Te gusta, verdad?- preguntó afable la mujer y la niña asintió con la cabeza-. Me tocó en la feria de Linares, hace muchos años…, tantos, tantos…, que ni me acuerdo. Cógela si quieres, que yo tengo las manos sucias.
Encinita tomó de nuevo en sus manos la muñeca de Juana y le acarició los cabellos.
-¿Es bonita, verdad?- dijo al observar la cara de la niña-. Y me acompaña por las noches. Le cuento historias que aprendí de chica, para que no se me olviden. ¿Tú tienes muchas muñecas?
-Sí, muchas.
-Yo sólo tengo esta. Pero la quiero mucho, porque es muy bonita.
-Sí, esta es muy bonita.
-Y se ríe mucho… Pero sólo cuando no la miras. Es que es muy vergonzosa.
Le dio el cubo con el picón al recoger los cinco duros de la niña, que le devolvió una sonrisa mirando sus apagados y desiguales ojos.
-Cuando quieras verla, nena, puedes venir si quieres- le dijo al despedirla en la puerta.
El invierno, aunque frío, sopló cálido en sus vidas, a la espera de la recogida de chumbos, allá en la Mesta. Para barrer secretos guardados que sólo conocen las muñecas del picón.

© Marta Antonia Sampedro Frutos (1.994)

domingo, 24 de diciembre de 2017

En la calidez de las promesas, de Marta Antonia Sampedro


No te apresures todo es vano
los campos de los oréganos
las sonrisas de los mansos
finalmente tendrás tu espacio
la ilusión donde se acomoda

descifrarás palabras de quienes alientan
y encontrarás en ellas tus fondos

la ciudad compensa con tréboles
la atracción de la oscuridad
perfiles donde se recrea
océanos donde partir sus velas
las montañas que piensan aun muertas
antes de ti todos los muertos se levantaron
y cayeron todos los vivos

es decir los que luchan siempre caen

mas luego normalmente cuando sueñan
orientados en sus fieles pulsos
la llama suele presentarse
rociada y cálida a despertarlos

respira levántate siente y piensa

con sus pies en romero y vendas
 a las venturas alimentados regresan

los besos de los labios que aman
los brazos armados de abrazos
en las órbitas de las miradas blancas

convertidos en espumas de cuerpos
toman la calidez de las promesas

y revelan que en el amor
no es vana la fortaleza.


© Marta Antonia Sampedro Frutos (2017)


domingo, 5 de noviembre de 2017

El bosque de Caperu, de Marta Antonia Sampedro

Como en otras ocasiones recogió la cesta de mimbre que su madre le había entregado, y bajó en el ascensor mirándose en el espejito sus trenzas rubias rematadas por lazos de color rojo y enderezándose la caperuza. “Estoy hartica de hacerle los mandaos a mi madre, con lo a gusto que se está sentá en el brasero”, se dijo al cruzar la calle contemplando la arboleda de pisos y farolas. Pero al adentrarse en la calle Arroyo se sobresaltó al ver un demonio de ojos eléctricos e intermitentes, que le dijo:
-¿Dónde vas, Caperucita? ¿A la puesta de largo de tu abuelita? ¡Ja, ja, ja!
“¡Será tonto del culo!...”, pensó al verlo desaparecer en un portal, pues ella nunca decía palabras ofensivas, como muy bien le decían siempre las monjas que una niña muy mujer debía hacerlo. Pero a cada paso se sumergía de lleno en el Paseo, y añadió: “¡Madre mía, cómo está hoy el bosque! ¡No me va a costar hoy na llegar hasta mi agüelita!”.
Con una mano en la cesta y en la otra sus trenzas, un escalofrío le ponía el vello de punta a Caperu, que, al cruzarse con osos de extraño pelaje y diversos tamaños, mujeres de dudosa moral con voz de minero, chinas que hablaban muy bien el andaluz, decenas de payasos que le hicieron sonreír tras habérsele caído una lágrima al espantarse con un concejal del ayuntamiento que repartía pegatinas de las elecciones, su corazón se aceleró y hubo de ponerlo a tono suspirando en la puerta de una tienda de jamones, cuyos efluvios la tranquilizaron antes de poder continuar entre una corte de princesas, a quienes hizo una leve reverencia que la indignó por las risas recibidas tras el noble saludo, rehuir de una bruja que creyó de un partido de derechas pues tenía las cejas negras como un grillo y mechas rubias platino en el cabello, esquivar un par de canguros que enseñaban aquel mundo vergonzoso a sus crías, mirar de reojo a dos mariquitas gigantes con un chupete al cuello y comiendo gusanitos, comprobar chaplines curados de los pies zopos pues caminaban muy derechitos todos ellos, y se emocionó al ver a Bart Olo Sinson junto a la puerta de los futbolines fumándose un cigarro.
-¡Bart… Olo…! ¿De verdad que eres tú?- atónita a punto de llorar por tanta dicha al ver en persona a su mayor ídolo-. Yo me llamo Caperu, encantada de…
-Vete al peo- le contestó él, inundándole de humo la cara, pero ella no tosió ni pizca para no parecer descortés-. ¿Es que no ves que estoy con mi novia?- indicó señalando con la barbilla a una cerdita que comenzó a gruñir-. ¡Lárgate, payasa!
Retrocedió cabizbaja, sin poder creer que aquellas palabras las hubiera pronunciado un líder en audiencia y cuantiosas reposiciones televisivas, y le dijo:
-Yo ya sabía que eras distinto a los demás niños, Bart Olo, por eso me gustas. Pero que sepas que hay niñas más guapas que ese bicho, con ese pelo chuchurrío que llevas hoy, so mequetrefe.- Aquello la llenó de satisfacción porque no era una palabrota y además siempre la decía la hermana Augusta en las clases de buenos modales para niñas con futuro marido bien.
-¡Vete a la mierda!- le contestó con el hocico muy húmedo la novia cerdita de Bart Olo, y continuó Caperu arropada en su capa, caminando por el bosque abrumada por árabes con turbantes de lunares, camellos sin joroba, viejos y viejas chillones con garrotes amenazantes, y a punto estuvo de ser atropellada por el cochecito de protección civil justo en la curva de la cafetería Solca cuando vio al lobo feroz, quien, con voz simulada a la de Chiquito de la Calzada, le dijo:
-¡Madre míar…! ¡Pero qué veor, si ere tur, amor míor de mis entretelar! ¡A ver, a ver qué llevar tú en el capachorr!
Le arreó un patada en la espinilla, y mientras el lobo en vez de aullar gritaba de dolor humano, Caperu le contestó:
-¿Qué quieres de mí, pedazo de desgraciao? Ya veo que todavía no te has comido a mi agüelita, porque tienes la barriga lisa. ¡Pero como te vea otro día, te voy a dar otra patada que te vas a enterar, tanto lobo y tanto…!- Y el lobo se alejó cojeando, apoyado en un Rambo con bolso y cadena dorada e incrustraciones de piedrecitas de río.
En la barra del bar de Piñero buscó ansiosa a su abuelita; pero, al ver que aún no estaba por allí, se tomó durante la espera un mosto con una hamburguesa, sentada junto a los ventanales, contemplando cómo en la calle Real andaban de bien dos girasoles de pipas listos ya, un grupo de monjas que a punto estuvieron de provocarle un atragantamiento por el miedo a ser descubierta en un bar, conejos de bigotes cortos y gatos de colores extraños, amén que a un cura raro con barbas largas y una peculiar familia con la casa a cuestas en donde, en vez de poner Ave María, decía “El rincón de Omaíta”, que le recordó a la Cándida Eréndira y su abuela la desalmada, de un tal García Márquez a quien según la televisión le habían dado un premio bien gordo en algo relacionado con las letras del papel escrito, quiénes serán esas, pensó Caperu, por qué mote conocidas, qué harán en el bosque y además tan bien vestidas.
En el último sorbo de mosto vio llegar a su abuelita, acompañada por sus amistades del centro de adultos y la saludó con la mano.
-¿Me has traídos las cosas, Caperu?- le preguntó inspeccionando la cesta.- ¡Piñero pon unos tragos! ¿Tú quieres otro mosto? ¡Y un mosto pa la niña! Vamos a ver: aquí está la fiambrera…, huele muy bien…, parecen albóndigas en caldo… El termo con…
-Té con limón, agüelita. Dice mi madre que va muy bien para perder peso y que no sube la tensión.
-¿Té con limón? ¿Pero es que se ha vuelto loca tu madre? Le tengo dicho que para después de comer lo que mejor me sienta es un buen lugumba. ¡Dios mío, vaya hija más cursi que has tenido a bien el darme! ¿Y se puede saber dónde están las pastillas pa los nervios?
-Dice mi madre que como no nos has dao el cartón del seguro…
-¡La rácana esa! ¡Pa trescientas pesetas que vale la caja! ¡Me vais a enterrar las dos, con estos disgustos!
-Pues mi madre siempre dice que a ti no te tumba ni el toro de osborne, agüelita.
-Eso dice tu madre…, ¿verdad? ¡Muy graciosa me salió mi Leti Carmen! ¿A que sí, amigas? Si no se quedara con las treinta mil doscientas con quince de mi pensión, no tendría que estar vendiendo por las calles, que hasta un curso de ventas estoy haciendo en la casa de la cultura, pa ver si me salen bien las cosas con eso del fomento de las ciudades que nos gustan a las mujeres. ¡Ajá! Aquí está la mercancía, amigas. Una, dos, tres, cuatro, cinco… seis docenas de condones. ¡Empezaremos la jornada en Las Palmeras! ¡Qué suerte que los boticarios de este pueblo no quieran venderlos por causas morales! ¡Camarero, ponnos otra ronda de lo mismo a estas y a una servidora! ¿Has visto hoy al lobo, Caperu? Me ha preguntado por ti.
-Sí, agüelita. Se ha metío conmigo, pero creo que lo voy a dejar, porque lleva una vida muy arrastrada y además le estoy notando aire pelín grosero.
-¿A ese ejemplar de lobo, hijita de mi alma? ¿Habéis escuchado eso, amigas mías?- Las otras asintieron con la cabeza.- ¡A ese lobo tan lustroso, tan tierno…! Natural que tenga sus rarezas, como to el mundo…
-¡Lo que sea, agüelita! Además con él no voy a poder tener nunca una casita adosá, con su patio pa la lavadora ni la bombona de gas, ni su garaje para el día de mañana… ¿Tú sabes cuánto gana de asustador de esquinas? ¡Una miseria! ¡Y que sepas que ya se te acabó el contrabando de condones, que ya no me da la gana de pasar más por el bosque!
-Pero… ¿qué dices, insensata, deslenguada, víctima de la inocencia de los sapos, hierba altramucera, rosa de los tapaculos…, querida nietecita de mis entrepaños?- expresó muy consternada, ante esa decisión de Caperu, su abuelita.
-¡Que ya estoy harta!- respondió Caperu con enfado ante la perplejidad de las amigas de su abuelita, que hasta dejaron de hacerse carantoñas y arrumacos entre ellas.- ¡Además, siempre espero encontrarme con el leñador ese que tiene que venir a salvarme, y no hay manera! ¡No he visto ni a un municipal!
-¡Pero… qué dices Caperu…! ¡Dios mío! ¡Con lo que se gasta tu madre en la escuela de pago en las monjas, pa que no sepas na más que ecuaciones de octavo grado, que si te ponemos en la cabeza una olla nos sale un guiso con diploma! ¡Pero so pavurcia, asombro de mis pestañas, panal de bellotas, querida nietecita…, que eso es de un cuento, y los cuentos no son verdad!
Aquello pareció afectarle mucho a Caperu, pues pidió un cuarto mosto y tan mal estaba que dejó la tapa a elección del camarero; cómo se encontraría de decepcionada con la cruda realidad, aunque dicho sea de paso fue servida con una talega exquisita especialidad de la casa, que amenazó a su abuelita, diciéndole:
-¡Pues ahora me voy a vestir de republicana con la bandera esa de la Pineda, y me voy a los carnavales de Cádiz, que ya han empezao, y no como aquí, que ya estoy hartica de tanta rutina… ea!

© Marta Antonia Sampedro Frutos

Bailén Informativo, Carvanal 1996

lunes, 31 de julio de 2017

En el parque de Rafael Alberti, de Marta Antonia Sampedro


Todos los poetas lloramos

con normalidad por dos motivos

el primero por los corazones piedra

y el segundo por las víctimas que manejan

en estos últimos nos encontramos

abatidos y nostálgicos nos sentamos

cualquier banco del parque sirve

para un poeta que necesite llorar

nos ven -nos vemos- sentados llorando

los camiones de la basura

y los búhos que visitan los pinos

la blancuzca nube que cuelga

de la indiferente y cansada luna

como si nadie llorase de noche

sólo a los poetas se les ocurre llorar

todos los motivos se nos reúnen

en el parque bajo los cipreses y los toboganes

los besos que aún suenan el sirimiri de febrero

las hierbas que murieron cuando asfaltaron las calles

o los ojos que volaron con sus párpados y sus brillos

lloramos los poetas como si nadie nos llorase

lloramos por nosotros nos bastamos llorando

mientras los corazones piedras duermen

hay poetas echando a lágrima unas suertes

no quieren que lloremos por tenernos pena

sino que escribamos lo que vivan

los corazones piedra y las heridas

sin lágrimas que dejemos las sílabas

respetando las normativas municipales

que neguemos ser guiñapos de lluvia

nos acompañan sobre el césped del parque

con la piedad de comprender al poeta

y ya cansados de escucharnos

y de esperar a que Alberti aparezca

vestido de marinero en tierra

regresamos a la casa del amanecer

en un almanaque de proezas

iluminándonos esa bandera

de nieblas saladas.


(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (2017)

domingo, 2 de abril de 2017

Nebulosas de las sílabas, de Marta Antonia Sampedro


Esta noche primera de abril
voy a perseguir tu herida
y reclamarla a gritos de voz en poeta

decirle aquí estoy da la cara y ven
o dime dónde estás que voy

esta noche donde la luna se esconde
en las nubes preazules del verano
que nos quedan por dormir
tu herida que me hiere nos hiere

en sus quirófanos de campaña
está en su escondite preferido
que es dolor callado y secreto
es silencio dolor acomodado
despeja de sueños las vidas
que se niegan al guión libre

ella quiere ser sola en ti
se viste en ti y se desnuda
reconfortada en tu piel
-tu piel que me envuelve-
come de tus huesos
-tu cuerpo mi lecho-
se empalaga de tus lágrimas
que no lloras aunque llores

esa herida se reconforta y vive
 
vive tu vida que no vives
tu risa que no ríes 
y bebe de los sueños
donde no te permite saciarte
ni de hiel ni de muerte

quiero llamar su atención
decirle quién soy donde vivo
-que es en ti-
y aparezca 
-se me aparezca-
soy la mataheridas 
la asesina de heridas
la sicaria experta la valiente maltrecha
la que murió por dentro y comía
la que respiraba siendo muerta
soy la de metro y medio

ven te espero enorme herida
te lo ordena abril y todas las semillas

trocearla seccionarla hacerla mixtos
y que te asomes a la noche en tu ventana
de carpintería materia herida

y observes las estrellas que no son muchas
por el cambio climático por las excesivas luces
de los pueblos de las ciudades cadavéricas

y una leve sonrisa aparezca en tu cara
en tu hermoso plano de modestias
mirando huir de espanto la herida 
devorada por las nebulosas de las sílabas

y el abecedario lo uses de costumbre
incluso te use él a ti
y digas lo siento
cuánto lo siento mi amor mi vida
que me siento al fin vivir. 


(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (2017)

martes, 21 de marzo de 2017

Los ocupantes de versos, de Marta Antonia Sampedro


Cuando los versos toman vida
mejor dicho mucha vida
les da por conjurarse
a cada cual con sus arrestos
y se pasean las palabras nuevas
desde los árboles hasta las piedras
los alientos recitan todos los nombres
que hacen al humano resistente
pero zarandea las sílabas que rescatan
de las tristezas costumbristas
y bajo los techos de los enamorados
hay alborotos y bullicio
y el mundo -que se torna asequible-
 no cambia de color ni el cielo
pero los ojos que miran se revelan
acomodándose entre los versos
habitando los espacios silenciosos
y desobedecen todas las previsiones y órdenes
en una sola muestra de sus panorámicas
por lo tanto nos da por besar una espalda
-que es nuestro horizonte-
nos besan los labios
-que reconstruyen nuestra frente-
los ocupantes de versos
designan con sus ojos nuevos
las palabras en su preferente orden
y amor es amor y vida es lo siguiente
-anacrónicos se entiende-
y de pronto un día sin las prosas
que las nubes revolotean lánguidas
los ojos del otro y de la otra
sucumben a la mirada de los versos
en la facultad de encontrarse
entre sus existencias.

(C) MartaAntonia Sampedro Frutos (2017)

lunes, 20 de febrero de 2017

Lágrimas sobre los versos de Benedetti, de Marta Antonia Sampedro


Hay gente normal y corriente que sabe que llorará repentinamente

entre las almohadas de los malos amantes

en pañuelos de papel algodón con presagios e iniciales

en los suspiros atrapados en pinturas de ojos

lágrimas de color es un recuerdo que se piensa perdido

manchan de pintalabios ojos con pensamientos

en las mesitas de las noches que nada pintan

con el miedo a perder los abrazos

que los hacen persona habitable

las palabras de todas las sombras que se alejan

nunca del todo sino que asoman con el armamento de culpas

y han dejado el libro esperándolos cada cierto tiempo

y en las portadas del poeta emborronan malas suertes

futuros sentenciados cuánta razón los versos

Benedetti se lo repite en las rendiciones

Mi pesadilla es siempre el optimismo,

pero ellos no quieren abrir el libro para olvidar

todo el texto que los señala sin conocerlos

y vierten sus lágrimas de fantasía armoniosa

cruzando la luz de una lámpara el humo de un cigarrillo

mañana sin falta buscarán la inspiración de la desgracia

y seguramente la encontrarán sentada en un banco del parque

ojeando versos que les consuele para resucitar de día

y seguir diciendo que Benedetti no tuvo suerte.


(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (2017)


domingo, 8 de enero de 2017

Yo y mis cosas, de Marta Antonia Sampedro


Yo y mis cosas me advirtió.

Y sus cosas qué importaban
si era cuanto yo quería.
Su risa su tristeza su pelo su religión
su ateísmo su calvicie su salud sus ideas
su enfermedad su indiferencia...

Ay, qué suerte ese etcétera
que con él apareciera:
la simbiosis el parasitismo
los paseos los encierros contando estrellas
o cuanto quisiera de esta mujer a su espera.

Pero sus cosas eran su automóvil
sus trapos con etiqueta sus casas y cartera
 sus hipotecas de vida
y hasta su perra con pedrigrí era él
para su pre-entrega.

Cuando entró a mi casa
comparó qué era él qué yo era.
Se sentó en el sillón
-precisamente el que estaba roto,
era el único que había-
y el asa de la taza se despegó
al calor de un hirviente café.

Yo me reía con él
   y él lloraba conmigo.

Para él también yo era yo y mis cosas
incluida mi gata de yeso
con los ojos de canicas verde y azul
y me dijo adiós por las buenas
ni siquiera un hasta luego nos vemos.

Qué podía hacer yo
si no tengo más que letras
que necesitan de papel
anticipado por colegas y poetas
-pero son muy buenos
ni me lo apuntan, al menos-.

Cuando devuelva mi préstamo
de dinas cuatro y bolígrafos
le enviaré este poema.
Por si acaso ahora sólo se tiene a él
 y mi gata lo aprueba
-lo arañó saliendo por la puerta-.


© Marta Antonia Sampedro Frutos