martes, 8 de diciembre de 2015

-Solemnes- que sueñas, de Marta Antonia Sampedro


Cuando los ángeles te avisan
jamás lo hacen que te llega el día
porque ellos no cuentan los días
sino los afectos
                                                                    avisan por ejemplo
                                                                  convertidos en grajos negros
                                                                   que sus alas son invisibles
                                                                     materia que te alimenta
                                                                 son molduras de miel y ámbar
                                                                     protegen de las desgracias
                                                                  porque es desgracia la inocencia
y en la noche
-si es que hay farolas-
puedes verlos caminar tras de ti
-que eres fuerte-
siguen tu mirada
-aunque les des tu espalda-
y toman nota de tus lágrimas

los ángeles son conciencias cansadas
que se resisten a vencerse
-a que te vences-
y luego te dejan en el sueño
con sus manos
-que son regalo-
con su espada
-que es verso-
los ángeles son matices
que invaden los cielos
con pronombres personales
que soportan tu cuerpo
y comparten tus mendrugos
-penas sin posesivos-
y se beben tus cócteles de arena
-cargados de impurezas-
para que nunca olvides que estás solo
-naturalmente contigo-
te lo recuerdan y esperan
en la fuente de una plaza oscura
donde al verlos huyen
almas menguadas de espanto
por sus propias risas

los ángeles te persiguen a ti
-solemnes-
que sueñas
y quieren lo que tú sabes
-esgrimiéndote las voluntades-
que escribas.



(2015)


lunes, 2 de noviembre de 2015

Bajo las estrellas, de Marta Antonia Sampedro


                                                                                                       A María Sampedro Sánchez.
Sus manos trabajaron incansables la tierra,
                                 sus risas  rompían el silencio,
 quebraban mis tristes pensamientos.



-¡Mari, por el amor de Dios, llévatela antes de que la coja de los pelos!- gritaba la madre de la niña a su sobrina, que bajo la cuna de la hermana menor escondía su cara oscura como un grillo acechado por un gato-. ¡Sal de ahí, que salgas, que te voy a…! ¡Fíjate Mari, con la nena esta… que se ha ido sola a la sierra y mira, mira lo que ha traído! ¡Una rata seca! ¡Me matará a berrinches! ¡Y esto no es na, que el otro día me trajo una bicha así de grande que me pareció que se movía y to!
-¡Pero tita…!- protestaba María taponándose la nariz debido al olor causado por el cuerpo descompuesto de la rata-. Ya sabes que esta chiquilla no se entretiene na más que con estas cosas… Pero tú no te disgustes, tita, que yo ahora mismo esa asquerosidad la tiro al estercolero del corral. Anda y cálmate, que a la chiquilla me la llevo yo a la Casería Manrique unos días.
-¡Llévatela, sí… y a ver si se pierde por ahí!, ¡que a esta, más que palos, le hacen falta troncos en los lomos! ¡Sal de ahí, pedazo de macho! ¡Verás cuando venga tu padre y se lo diga! ¡Con razón te llamamos Hormiga!, ¡si es que eres una hormiga, que a to lo que sean bichos le pones interés! ¡Y to con tal de no aprender a coser!
Hormiga no salía de su escondite. Miraba atenta la cabeza de su madre, con los ojos desorbitados por la cólera. Pero no era la primera vez que los veía enfurecidos. La última vez que los vio así de saltones y rojizos, fue cuando se subió al borrico de su prima María. Estaba atado a la reja de la ventana de su casa, a la espera de su dueña. Era un burro manso y Hormiga quiso galopar como los mayorales que veía en sus escapadas a la sierra.
“Caballo veloz, eres la flecha de un indio malo de Bonanza, así que venga, que me persigue el padre con una pistola muy grande porque me llevo un montón de chumbos del cortijo que tienen en La Mesta… ¡Venga, borrico!, ¡que corras! ¡Hiá, caballo!”.
Pero de eso hacía ya unos días. La cicatriz en su frente por la coz del borrico al negarse a ser caballo, asomando aún carne tierna, lo recordaba. Al ver la sangre María corrió, y también la madre de Hormiga. Pero el borrico continuó moviendo su boca, ajeno a todo cuanto no fuese la ventana.
“Eres un borrico tonto, que no quiere ser caballo, con lo bonitos que son y lo bien que los cuidan, que a esos no les dan patadas. ¡Pues serás lo que quieres si no haces caso de los indios, que siempre son buenos y no llevan más que flechas envenenás!”.
Y hasta ese día se había comportado bastante bien, sin contar que don Paco, el médico del Baños, la había atendido dos días antes porque encontró un bote de amoníaco y después de olerlo todo le daba vueltas, y el día anterior se fumó una colilla y todo cuanto comía lo vomitaba, claro que esto último lo sabía ella y su amiga Encina, que también se fumó otra para que ninguna de las dos se chivara. El acuerdo de su madre y su prima María de llevársela al cortijo, apaciguó el ambiente. De modo que al notar que su madre charlaba en un tono más suave y sólo con el vocerío habitual, decidió asomar la cabeza de su escondrijo.
Agarrándose las trenzas  olfateaba el aire como un chucho. Olía a chorizo; y a callos guisados; también a patatas con tomate y a gambas; a morcilla frita, a choto, a asadura cruda y a aceitunas recién sacadas de la orza. Todo aquel olor era de la comida que su madre diariamente elaboraba, las tapas para la clientela de la taberna. Pero de tanto olor no olía a nada, sino a vómito, y Hormiga prefirió esperar debajo de la cuna y sólo confió cuando oyó la voz de su prima:
-Vamos, sal de ahí, que ya no está tu madre. Venga, que ya nos vamos. Sal antes de que ella te vea.
Agarraba sus ropas. La cintura de María, como todo su cuerpo, era grande, mucho más grande que sus brazos extendidos para no caerse del borrico. Por las calles de Baños, las escasas farolas abrían paso al campo como un abanico apenas iluminado por una tenue luna de invierno. Las pezuñas del animal acompasaban otros sonidos: una puerta chirriante, la risa de algún niño, un “adiós, Mari”, “vaya usted con Dios”, y la campana de la iglesia quedaba en Hormiga adormecida por el vaivén del animal y el calor del cuerpo de su prima, protegida, soñando que tenía sueño y no debía dormir porque aquella partida era inmensamente mejor que dormir.
Ya en la oscuridad, por el camino Hormiga abría bien los ojos. Las estrellas no tenían hilos, quién las sujetaría tan bien sujetas, se preguntaba, que sólo se notaba un pequeño temblor de manos al titilar.
-Chiquilla…, no te tragues los mocos- la reprendía María porque en el silencio escuchaba el quehacer de su nariz.
-Yo no me los sorbo, prima- contestaba Hormiga-. Otras chiquillas sí que se los comen, que yo las veo. Pero yo no, porque eso tiene que ser malo, ¿verdad que sí, prima?
-Claro que es malo, y de no ser muy educada, así que si otras lo hacen, tú no lo hagas.
-No prima…, yo no hago esas cosas.
El canto repentino de las aves nocturnas sobresaltaba a la niña y agarraba más fuerte el cuerpo de María, donde creía estar protegida por su seguridad ante la noche y su dominio ante un animal rebelde que no quería ser caballo.
-La tita María ha hecho sopa. Tienes que comer, para ponerte fuerte. A ti te gusta la sopa, ¿verdad?
-Sí.
-¿De cocido también? Tu madre dice que no, y si no comes siempre estarás así de flaca.
-Pues ya sí me gusta mucho. ¡Me como unos platos más grandes…!
En realidad, todo cuanto aquella familia suya hiciera, a Hormiga le resultaba algo extraordinario, y en su corazón sentía temor a que su madre descubriera que el castigo de enviarla al cortijo, apartada de sus hermanos, era para ella un premio ofrecida a una muñeca destrapada que todos allí creyeran princesa.
-Prima, ¿es verdad que hay estrellas de colores que se mueven, y eso es porque son aviones?
-¡Que va a ser eso! Todicas las estrellas están puestas ahí para que no olvidemos el camino de vuelta. Los aviones son otra cosa que no tiene na que ver.
-¿Y si alguien se las llevara, tú te acordarías por dónde ir a la Casería Manrique?
-¡Qué cosas dices! ¡Pues claro que me acordaría! Fíjate: ahora, voy a cerrar los ojos, y tú me dices si nos salimos del camino.
-Bueno, ciérralos, que yo los dejaré abiertos; pero dile al borrico que él también los cierre. Que ese, como te descuides, siempre hace fullerías… que yo lo conozco muy bien.
María carcajeaba. Su risa se desparramaba entre los olivos acariciando las hojas, rompiendo el silencio de la soledad en la noche, y el alma inquieta de Hormiga, a pesar de sus alpargatas y calcetines agujereados, le llenaban los pies fríos de un calor duradero.
-No te rías de mí- se enojaba finalmente Hormiga.
-Me río porque tienes unas cosas… ¡Ay cuando se lo cuente a los titos! Pero, ¿es que tú no sabes, chiquilla, que este tuno de borrico ya está dormido desde que salimos de Baños?
Al entrar en el pequeño salón del cortijo, el fuego ilumina el rostro de su tío Manuel, sentado sobre el banco de piedra; sus ojos rasgados le dan aspecto de gitano grande, noble, pensativo, y su nariz se achica al sonreír. Hormiga lo besa, siente el calor de su cara rechoncha, y él le dice pellizcándole la oreja: “¿Qué has hecho ahora, espabilao demonio?”. Su tía María, al verla, abandona la costura; sus ojos están enrojecidos por las puntadas entre la escasa luz; prepara la sopa, y procura que nada le falte a la niña: el cuerpo bien caliente, y también la leche antes de dormir; y esa cara, ¿qué secretos guarda?
-Tita, ¿mañana cuando me levante iré contigo al gallinero para recoger los huevos?
-Claro que sí- le contesta mientras le deshace las trenzas-. Pero antes te voy a tomar las medidas, que te voy a hacer otro hato, que este que llevas lo tienes muy roto. Y ten cuidado con el gallo, que ya sabes cómo es de malo.
-A ese lo entiendo yo muy bien, tita.
-No lo vuelvas a atar, que luego nos cuesta desatarlo.
-No tita.
María se sienta a la lumbre, la acecha Hormiga desde el dormitorio. Parece que en silencio hablara con el fuego, quien le contesta cosas que ella entiende desde muy niña: mañana trabajar duro, el cuerpo se calienta, hasta la noche, que viene el frío; como ayer, anteayer, pasado y pasado mañana. Pero cree Hormiga que para su prima el calor es ahora lo importante, y que, como en el trabajo, ahora es siempre ahora en el lenguaje de quien conoce bien cómo se alimenta de sudor la tierra.


© Marta Antonia Sampedro Frutos  (1.998)

sábado, 10 de octubre de 2015

La estrella atada, de Marta Antonia Sampedro

        
              Soy una estrella; y desde mucho antes del tiempo presente, he intentado comportarme como cualquier otro cuerpo celeste, y alcanzar la plenitud ideal para parecerme al resto, aunque ciertamente con bastante dificultad. Aquí, en el espacio, no es sencillo ser una estrella: el Firmamento dispone las labores de cada una de nosotras y su exigente disciplina debe imperar para que todo marche a la perfección, según indican las leyes que jamás acierto a recordar. Nunca nací; o, al menos, eso creo tener por certero porque en el espacio sólo el silencio establece el compás, y de vez en cuando, si alguna estrella fugaz o un cometa rompe levemente las normas, hay alboroto para ocupar un tiempo figurado que altere la monotonía de la eternidad.  
        Mi existencia transcurría tranquilamente, ocupada limpiándome el cuerpo de oscuridades que pudieran deslucirlo, observando a las otras estrellas, a las que jamás lograba igualar en resplandor, y, aunque lo deseaba profundamente, mi imagen permanecía menos reluciente que la de las demás.
         -No tienes capacidad para ser una auténtica estrella- me dijo el Firmamento-. Mira a tu alrededor: ¡esas son tan bellas…!, ¡tan hermosas y atrayentes! Pero tú…, tú no aprendes, no. ¿Y sabes por qué? Porque tú pareces conforme con esa mediocre luz. Sí…., siempre aparentemente muerta… Y aunque dices que te esfuerzas, que te esfuerzas mucho, veo que no, no. Estás igual… hum… sí, igual, sí…., igual de apagada, y serás siempre una ramplona estrella que nadie querrá ver.
           El Firmamento me exigía luz, luz… A veces lo intentaba tanto, que quedaba exhausta de esfuerzo, y en vez de luz conseguía tristeza, aunque rápidamente me reponía dándome paseos permitidos. Y miraba mi propia luz mil, dos mil, tres mil veces a la vez, hasta que me parecía ser la mejor luz de todo el espacio, pues sentía que mi existencia no era brillar en mayor o menor intensidad, sino poder variar los matices que de mi cuerpo tenue se creaban a mi antojo. Digamos que yo era una luz satisfecha. Sin embargo, hallándome en mis recreaciones luminosas, quise ir junto a un lucero que me maravillaba los días con su aspecto arrogante, pero… no podía moverme, o bajar, ni subir, todo me era imposible y me conformé entreteniéndome con sus fascinantes y lejanos reflejos.
           -Permanecerás atada hasta que comprendas que sin esfuerzo no serás nunca una estrella perfecta- me dijo el Firmamento al verme buscar, sin conseguirlo, el lazo por donde yo creía estar sujeta y que habría realizado invisible para impedir que me escapara-. ¡Y tal vez ni siquiera consigas ser una estrella vulgar!
         -¡Pero si me esfuerzo mucho!- protesté creando al instante destellos nuevos-. ¿Lo ves? Todo el silencio lo ocupo en esforzarme. ¿No observas las novedades que de mi cuerpo se escapan?
            Y, en vez de atender mi variable aspecto, me contestó: “No te desataré hasta que todo tu empeño se dirija a brillar tanto como las demás estrellas”.
          Al principio, no me importó. Incluso me alegré. Porque en aquella posición podía observar nuevos cuerpos que antes no conocía, caras nuevas de planetas y lunas, nuevos mares y montañas de la Tierra, que es el organismo más presumido de todo el espacio, donde sus habitantes humanos rompen el silencio con bombas, llantos y risas, y también con miradas en busca de una fanfarrona estrella que crean poder llegar a alcanzar. Pero más tarde, aburrida de estar en la misma posición, quise llamar la atención del Firmamento con destellos extraños, que son mi especialidad, para que me devolviera el derecho eterno a seguir las normas que ordenan el movimiento. Incluso creé, sin esfuerzo, rizos luminosos semejantes a los que produce un minúsculo sol. Pero a pesar de mis fascinantes formas, fui ignorada y dejada en aquel castigo…, atada. Y para entretenerme comencé a observar a los seres más interesantes terrenales, con su trajín sobre tierra y agua, sus charcos de sangre y modificaciones en su boca, donde tragan, escupen y emiten gritos rompedores de silencio que no permiten estar atados, y fluyen en constelaciones de palabras distintas según los cambios del planeta. Todos se esforzaban con ahínco en correr más, por socavar más las raíces aplastando seres que apaciblemente duermen, y sobre su piel se escurría un líquido extraño que los hacía respirar jadeantes aunque el sol no calentase sus cuerpos sin luz. Y los envidié. Porque no estaban atados a una eternidad implacable, sino que también amaban, brincaban o descansaban, arañaban las nubes en sueños que conocen no son verdad y sin embargo anhelan todos, viendo frente a ellos una luna y seleccionando con sus ojos a todas las mejores estrellas. Entre varios puntos cardinales solicitaban deseos que en ocasiones, con su afán que apagaba un poco mis destellos, podía yo escuchar sin apenas comprender nada de cuanto decían.
            Muchas estrellas recogían sus mensajes, que no mostraban a nadie porque en el espacio los secretos son sellados con poderosos tonos rojizos que indican control de promesa guardada; a excepción de las estrellas fugaces, las cuales, desobedeciendo órdenes, andan de aquí para allá intentando convencer a las más fieles para destruir tesoros de ilusiones.
          Debido a mi apagada presencia estelar, jamás se me había solicitado deseo alguno, y sólo era una estrella atada, doblegada por leyes que no podía cumplir, e ignorada hasta por los seres más insignificantes del espacio: los humanos.
            Entre el silencio podía escuchar mi propio silencio, y con tanto aburrimiento ante aquellas visiones mi luz se fue tornando aún más pálida a medida que asumía mi castigo, y para mantener aquel escaso brillo requería una fuerza que ya no tenía. En este lamentable estado me hallaba cuando sobre las aguas oceánicas vi dos gotas salinas titilar; eran de un brillo similar al de la luz de la luna de las noches de la Tierra y creí renacer con el deseo de conseguir verlas mejor. Como en ese planeta no hay astros, pensé que tal vez una alocada estrella fugaz había perdido su rumbo al perseguir secretos donde su capricho la dictara. Pero no era una de ellas, pues no está previsto que los secretos acaben ahogados en el mar; además, esas osadas estrellas son demasiado listas como para desconocer la sabiduría de las leyes que el Firmamento no deja de recordarme inútilmente.
            -¡Ayúdame…, estrella atada!- escuché de pronto el lenguaje de un ser humano y me turbé, pues nunca antes había sido vista por ninguno. Su voz denotaba angustia y desesperación y entre la confusión intenté razonar si no habría sido el llanto del mar. Pero de nuevo escuché:
            -¡Sálvame, estrella! ¡Sálvame compañera atada!
            -¿Me hablas a mí?- pregunté esforzándome por brillar más.
        -¿Y a quién, si no? ¿No eres tú la estrella atada? ¡Compañera estrella, vela mi destino…., y sálvame de este mar en donde me he caído de una barca en busca de la libertad! ¡Huyo del hambre!, ¡huyo de las armas! ¡Acude en mi auxilio!..., ¡que no tengo nada más que este ahogado destino!
          -¡Humanos…! –contesté altiva, para que no notara que era la primera vez que alguien solicitaba mi ayuda-. ¡Siempre andáis rompiendo el silencio! Y además…, ¿por qué recurres a mí? Todas las demás estrellas son más bellas y poderosas, y más relucientes.
           -¡Con todo mi corazón se lo he pedido a todas ellas!..., ¡pero dicen que todas están ocupadas!, ¡que buscara a la de menor luz, que es la que siempre está dispuesta a no esforzarse por nada!..., ¡y que por eso está atada! ¡Débil estrella, estrella atada…, si tú tampoco me ayudas moriré en el vientre de este monstruo de espuma que invadirá mi alma!
           -¡Ocupadas! Sí, sí, ¡ocupadas! Es cierto que están muy ocupadas, porque son las mejores estrellas y están muy solicitadas.
            -¡Tú puedes salvarme! ¡Te lo ruego, estrella atada!
         -Está bien- le dije para que dejase de gemir-. Cierra tus lunas…, déjalas descansar…, y aparecerás sobre la arena al despertar.
            -Cierro mis ojos, estrella atada… Confío en tu mirada… y dormido veré tu luz, esa que en mi corazón siempre estará desatada.
         Ante aquel necesitado ser, no podía fallar. Es poderosa ley de estrellas consolar al desesperado y además era mi primera petición, de modo que dejé de observarle hasta que al posarse en la alborada sobre la arena abrió los ojos, buscó mi luz, y a pesar de no verla dijo al expulsar el agua:
          -Estrella atada… te daré luz cada vez que respire con el alba. Hablaré de ti a la noche, en sueños bendeciré tu celestial almohada al recordarte apagada.
          No era tan insignificante aquel ser, y reconozco que me sentí halagada. Aunque desde entonces el Firmamento insiste en que aún no estoy preparada para conceder deseos, porque en vez de esforzarme en mi brillo, acudo a cualquier llamada humana con demasiadas confianzas. La última de ellas, ha sido indicarle a un ser mujer si el ser hombre al que ama, le corresponde. Al parecer, estos deseos los cumplen sólo estrellas desechadas; pero en ello estoy ocupada, vigilando sus suspiros, lanzándole trenzas doradas de mis matices, interpretando raras vivencias que rompen la calma bajo las nubes de la noche, y así poder conseguir con sus alientos, aunque aún permanezca atada, esa luz que nunca parece chispear y no obstante resurge en mí, ilusionada en ser como las más bellas estrellas.


 © Marta Antonia Sampedro Frutos (1.997)
           

            

sábado, 12 de septiembre de 2015

Ráfagas desperdigadas fueron los sueños, de Marta Antonia Sampedro


“Amé en los día de abril, durante aquellos delirios de juventud en los que nadie podía ser apartado sin una razón válida: ser fascista o alérgico a la libertad, destructor de poemas, burlador de mujeres libres, mezquino en sueños reales, ciempiés con ambiciones por ello… también amé en los días de mayo, cuando mi cuerpo al ritmo de un lápiz escribía atento la senda que en mi mente trazaba la ilusión: ir a hacia ningún lugar, permanecer fiel al destino de la tinta, rebuscar de nuevo la huella de mañana, construir sin vacilar un cuerpo etéreo que en las noches fuese visto aunque… no olvidaré que en junio mi risa era aquella sonora risa al ver sus ojos verdes y negros, sus dientes mordiendo el tiempo de esperas: hola, adiós, hasta luego… te quiero, sonaba un timbre, un reloj, una bocina, por las calles sólo uno importaba en la gran ciudad y mis paredes a colorines, ir, venir, quedar, mirarnos, así que… asomaba el mes de julio y los trigos se mecían en el asfalto derretido a besos estivales en la miel de mi verso, pronombres y distintos verbos al calor: la hoguera de su cuerpo, su arena de piel morena adentrándose en la playa como un delfín silbando en mi pulso, el astro silencioso que nos arrastraba hacia adjetivos sin depurar y: acechaba agosto y al letargo del respiro dormía mi sueño entre la sombra de sus brazos, ser nada más que un ser que vive era alcanzar la perfección: andar para qué lugar, dónde, trabajar cuándo, para qué, dormir, cerrar los ojos y perder los sueños, escribir labor sencilla para estudiosos del hastío, sólo sus senderos el papel que yo podía calcar cuando: en septiembre línea a línea garabatear reflejos al atardecer eran sus dedos, al viento de su pelo permanecer eterno en un tiempo sin recuento: la sabiduría perder el credo sin saber que fueron molidos los trigos, repletos de momentos en el agua de su seno quedó el recuerdo para el verbo, ajenos al futuro y sin embargo… en octubre no murieron, sino ráfagas desperdigadas fueron los sueños: hombre tú, mujer yo para entretenerlos cuando otoño avisa de los tiempos”.

© Marta Antonia Sampedro Frutos. Abril de 1.996.

jueves, 2 de julio de 2015

Los destinos luz, de Marta Antonia Sampedro


Riega la luna los ojos

y cuatro haces de nubes

calan piel y párpados

todas las nubes sueñan

tener ojos en la mirada

y divergen en la masa

de sencillez imaginable

los cuerpos reconocibles

en las llanuras brillantes

él es un joven caballo

y un elefante el mayor

dos mujeres son algodones

que el cielo esparce

en las profundidades

gigantes que llevamos

en el cosmos del lenguaje

y los recuerdos dragan la noche

que el viento arremolina

para de nuevo liberarlos

en los órdenes espaciales

qué cualidad será aquella

que inunda de claridad

amarrados en cráteres

los albedos del amor

para comprender en tierra

mientras reluce la luna

todos los destinos luz

enlucidos y radiantes.

 (2015)
  

miércoles, 24 de junio de 2015

Noche ante el agua, de Marta Antonia Sampedro


Este agua que luce bajo la luna

se agita ante las piedras

porque las piedras tienen corazón

y notan azuladas la noche

donde pasan ángeles que no duermen

y piden favores eternos

por ejemplo pervivir

alguna vez se romperán las sillas

porque no eran piedras

y los castillos son vacíos

amurallados de hierba seca

los días no tienen fin

en las figuras presas

porque jamás amaneció

en las conciencias desiertas

ni las palabras serán estruendo

pues el silencio es una acción

perdurable y redimido

este agua que en la orilla

podría decirse que calla

al abrazar las piedras

porque el agua tiene corazón

y de sueños cubre las llagas.



domingo, 10 de mayo de 2015

Luz al este, de Marta Antonia Sampedro


En los brazos agotados

los vientres rebuscaban

los destinos perdidos

y ninguna figura quitaba

las uñas y unas hambres

la noche que era una manta

de condimentos amargos

entre las albas que caían

avanzó al corazón del agua

señalando todos los caminos

de los precipicios personales

y en el grito de las espumas

perplejos de abandonos

los dioses extraños y conocidos

en todas las lenguas ahogadas

dijeron nuestros nombres

que dejaron de ser de alguien

y sin luz al este aceptamos

el silencio del mar.


domingo, 5 de abril de 2015

Cinco de Abril, de Marta Antonia Sampedro


Una cigüeña no mira tu figura

ella vuela bajo es cierto

detallando los eclipses de las amapolas

los caminos donde las hormigas

recolectan cadáveres de insectos

la cigüeña es cielo hecho carne

reloj matemático de los silencios

tiene ojos de horizonte

y alas que brotan de gasas

pozos de las sílabas

pero no es tu bruma oscura

el fonema de su vista

ella vuela bajo es cierto

obedece al amanecer

y conoce los otros lados

que no puedes concebir

cruza los charcos de las lágrimas

y le rozan las plumas

los tajos de los sollozos

y los labios de la tierra

donde juega a ser invertebrada

y procrea en los sueños

melancolías y enterezas

láminas de los rastros del aire

donde ella sabe regresar

y en el sol desprendido del día

no mira tu aspecto

que no siente.

sábado, 14 de marzo de 2015

Los sueños que fueron nubes, de Marta Antonia Sampedro


 A mi abuela Antonia


Tuve de niña una muñeca
llamada Abuela
esa muñeca no andaba
pues ya había andado
toda una vida
ni la muñeca quería
ser ya nada
porque de nada valieron
sus sueños
nunca supo escribir
nunca aprendió a leer
esa muñeca era mía
me llamaba por la noche
y a todas horas
decía mi nombre
porque mis manos
eran las suyas
y mis pies sus pies
hasta mi nombre el suyo
tuve de niña una muñeca
llamada Abuela
nunca pude adivinar
de dónde salieron
sus narraciones nocturnas
-del trabajo-
sus recuerdos
-del amor-
todos los días los repetía
-los sueños que fueron nubes-
y las figuras de las palabras
pues parece que siempre cambian
en el analfabetismo
y se mudan cuando quieren
mi abuela era mi muñeca
y tal vez yo fui la suya
el caso es que ambas
nos dimos un mundo
más figurado
y nunca fuimos algo
pues siempre éramos todo.



Marta Antonia Sampedro Frutos
 Julio de 2014




domingo, 8 de febrero de 2015

Nunca imaginé ese nombre para un soldado, de Marta Antonia Sampedro Frutos


              El día en que la más adecuada de las mujeres de la sierra de Bienmalpica entró por la puerta del improvisado cuartel en la zona de Humerales, nadie suspiró. Comparado con su cuerpo, su petate era tan pesado que algunos de los presentes quiso aliviar la pesadumbre que sin duda alguna debía tener aquella enclenque mujer que no superaría los cincuenta quilos de peso.
             -¡Pero qué hacen!- los disuadió, con voz firme, al verlos con intención de ayudarla.- ¿Acaso creen que estamos en el baile? ¡Vamos, camaradas!, ¡no hagan el ridículo!
            No, nadie suspiró. A todos ellos les parecía normal que aquella profesión, al fin y al cabo eventual, también atrajese al  mando a mujeres rebeldes. La teniente los miró de frente una y otra vez revisándoles el pobre uniforme.
          -¿Quién de ustedes es el soldado Pablo?- Uno de ellos dio un paso al frente-. ¿Tú? Pues así a simple vista no me pareces tan bravo como he escuchado decir en la guerrilla de Luz Sur-. Un sonido de sonrisitas y toses a medio apagar silbó en los oídos de la teniente-. ¡Pssss!, ¡no quiero risas ni burlas, que bastante hay ya con ver la facha que tienen de no saber ni sujetar una boina! ¡Pueden descansar!- Un colocar sueltos los pies recuperó la curiosidad inicial de los hombres por la recién llegada-. Es que he oído, soldado Pablo… que tiene la obsesión de ir tras las mujeres de la zona, les guste a ellas o no. ¿Es eso cierto?- El soldado Pablo afirmó tímidamente con la cabeza la osada pregunta de, a su parecer, aquel adefesio vestida de militar-. Pues he de advertirle, y vaya el mensaje para todos ustedes, que esto que llevo, esto que me tapa las piernas, es un pantalón igual que el suyo, pero más nuevo; también más curioso, y no porque sea mujer, sino porque soy más limpia. ¿Queda claro y comprendido? Y que no se puede utilizar a las mujeres que llevan pantalones para descubrir lo que buscas sembrando de huérfanos y desgraciados la tierra, ni a las que llevan falda para que tú se la levantes aunque no te den permiso, porque las botas de las superiores por las puntas están afiladas para capar los colgantes de los ciervos que berrean aprovechándose del hambre y de las desgracias. ¿Alguien tiene alguna duda? Veo que no. Pueden retirarse.
             La teniente Antonia jamás se preguntaba de dónde procedían los hombres a quienes se dirigía. Nacida en un hogar de estricta disciplina machista, conocía bien el terreno. Única mujer entre numerosos hermanos, a cuál de ellos más incapacitado para las labores domésticas y que aceptaban con gusto y ventaja, se vio obligada a superarse en la adversidad.
               Tras el almuerzo, descansando del largo viaje la teniente miraba la carpa de lona raída y mugrienta que instalada en aquel inhóspito lugar plagado de pesadas moscas y hormigas gigantes era el frente de una batalla que en instancias superiores se daba por perdida sin apenas haber comenzado. La habían enviado a ciegas, a probar suerte con el azar de los tiros y la estrategia menos calculada. Pero desconocía estos básicos datos para salvar a tiempo el pellejo y, aun así, a pesar de los tranquilizadores detalles dados por sus superiores, intuía una batalla como tantas otras, con sus riesgos, sí, y con sus victorias. Una cierta luz envuelta en aire de paz la movía al romanticismo, casi pueril, que sentía mentira.
               -Sabemos de su valor para enfrentarse a las más duras pruebas- habían sido las palabras de su envío a la zona muerta de Humerales, sin más órdenes que las del asedio ante el aburrimiento y el aviso de apuros en víveres y agua potable-. Pero es un lugar tranquilo, teniente, deberá mantener en orden a un grupo de embrutecidos por la desidia, el alcohol y la paz. Nada relevante. Teniendo en cuenta su valía y experiencia demostrada.
               Bajo la carpa, qué incertidumbre la ingesta de aire sin aquella firme duda de ataque, de enfrentamientos y de sangre, de gritos y metralla rompiendo nubes, brazos, vientos, vaciando ojos, palabras, quejas, valor, vidas… El sueño quería rendirle y plácidamente cerró los ojos. Pero despertó pronto, serían las cuatro menos veinte en segundo cero cuando en la duermevela el sol pareció tronar, los truenos solear sobre un brillo mate de la tierra y sin demasiado esfuerzo recuperó el sentido del estar alerta. Apartó la lona arrastrándose por la tierra. La humedad le calaba el pantalón y los codos, o tal vez el sudor que da el anuncio del morir fuese ese charco que notaba en sus ropas. Los hombres respondían con sus armas y con sus gritos de desesperación urgente de defensa. Pájaros de hierro sobrevolaban el campamento con sus alas inmóviles bajo nubes impasibles al paso de sus humos de motor. El cielo resplandecía ruido de guerra y de rabia humana era la cascada de disparos encendidos de odio inyectado contra todo cuanto en Humerales se moviera.
               -¡Al suelo!- chillaba la teniente entre la sierra, mientras sus hombres y otros del bando enemigo caían como cuerpos de goma, inertes por el fuego-. ¡Al suelo!
               Debajo de las ramas de los grandes árboles se refugió jadeante, dividida entre la muerte o la vida, resoplando miedo, el mismo miedo de las otras veces que ahora llegaba de pronto, despidiendo el corazón calmado, los ensordecidos pensamientos, incluso manteniendo los ojos con ese sueño de antes, el sueño solitario de la paz de una misma que estallara. “¡Maldita sea!”, se decía entre dientes arrancando hierbajos para no hablar en alto, con la boca entremetida en ramas bajas colgantes. “¡No se oyen más que sus armas! ¿Y mis hombres? ¡Dios! ¡Malditos mandos militares! ¡Me enviaron a morir! ¡A morir aquí todos!”. Una y otra vez golpea la tierra. Los aviones estallan su materia mortal en menor estruendo, quedan en mayor lejanía, se marchan mientras lanzan últimos esputos de fuego. “¡Malditos!, ¡malditos!, ¡malditos!”. Se arrastra. Su traje de hojas de algodón tintado en verde y negro se confunde entre los matorrales. Una mujer serpiente reptando, huyendo de la víbora de la guerra; su veneno la inyecta una y otra vez de esa inquietud que espanta, que le bombea el corazón a mil por hora llevándole hasta la boca lenguas de salivas raras que presiente sabores a muerte. Su desventaja de no saber la forma de una trampa proyectada a placer la hará pagar muy cara nada más regresar al cuartel general. Sí, lo investigará en Bienmalpica. Pero eso será si logra regresar. Las hormigas gigantes, ajenas a la guerra, no le indicarán el camino; tendrá que arrastrarse como un gusano hembra devorando tierra. Probablemente, con el ataque todas hayan huido lejos, porque no ve ninguna, vaya cosas que vienen a la mente con el pavor a morir. Tampoco las moscas lograrán convencerla de que su hambre sea mayor que la que ella tiene por vivir-. “¡Mierda! ¡Tengo sangre en la pierna!”.
               Las piernas de las tenientes, en la sierra van marcando el sendero de la muerte. Es su sangre como la sangre de los hombres, calor que cuaja la tierra impregnado de olor a dinamita y recuerdos que se confunden con las ilusiones más simples y cercanas. De pronto deja de arrastrarse. Agarra con fuerza su fusil. Las manos se agitan, el corazón es un pájaro enloquecido que intuye peligro, peligro, peligro en rojo. Alguien gime, y la teniente se arrastra de nuevo marcando una vereda de sorpresa, Aquí estoy, te descubrí, a ver quién de los dos cae el último. Detrás de las ramas se le ve la cabeza, sin casco, sin red de trapecista, que se cae, se cae, sin nada más que pelo y piel en una tonta cabeza. Pero aquel soldado que ve, es un estúpido sobreviviente escondido en un árbol que sobresale en muertos. Sí, un estúpido, porque lo tiene a tiro, ahora, sí, qué suerte verle a uno de esos cabrones la cara, poder volarle los sesos a esos malnacidos que habrán sido comprados con mierda por la agonía de una sórdida e inservible revolución contraria a la de ella. Y ni se entera.
               -¡Quieto o disparo!
               La piel de la teniente, ante los ojos de él, es también tinte de carbón. Pero no es por la estrategia aprendida en esos cursillos rápidos de guerrilla en los que tanto superó su cobardía: es un color a espanto ese que tienen ambos.
               -¡No dispare!, ¡no dispare se lo ruego!
               La agonía, en las guerras, es un paso de punto y final, una meta que ya no prosigue, cuyo margen quede grabado en un archivo con la palabra fin. Porque, a simple vista, el enemigo al que está observando no tiene armas, ni aparenta tener nada, excepto un susto de muerte que ya lo hubiera comenzado a matar. Y quizá sólo diecisiete años y tres pobres pelos en la barba-. ¡No dispare! ¡Por lo que más quiera no dispare! ¡Que estoy herido!-. Sin dejar de mirar sus ojos se arrastra hacia él, la pierna le sangra y ese dolor a todo quién lo enviará con tanto alfiler sin cuerpo. También le duele a él ese corpachón echado al suelo; se protege con insistencia el hombro.
               -¡No te muevas o disparo!
             Pero, en vez de temblar, de expresar su valentía con la mirada altiva, mientras es apuntado por el arma de la teniente se ocupa en decir que se llama Octavio.
               -Bonito nombre para morir en la sierra- le contesta con ironía-. Yo me llamo Antonia.
               -¿Antonia?... Nunca imaginé ese nombre para un soldado.
               -Soy teniente; una teniente.
              -¡Bueno… teniente! También su nombre de mujer suena bien para morir aquí. A la muerte no le importan nuestros nombres.
               -¡Eres muy gracioso, sin duda! Tal vez porque eres un mocoso al que han puesto un caramelo para que vayas haciendo ruido por toda la patria matando hormigas. Tu madre te echará de menos cuando antes de acostarse cuente los pollos en el corral.
               -Mi madre murió; en un asalto de la guerrilla.
             -Lo siento. Entonces tu padre, cuando comience a lavar orejas a mocosos y vea que le falta uno.
               -También murió, tuberculoso en la mina.
               -¡Bah…!
               Ese brillo de su mirada de zagal no son lágrimas. Serán sus ojos, que de tan negros resulten de extraordinario relampagueo. Sí, de diecisiete años, más o menos su mirada y cinco son sus pelos de la barba, cuando ella había calculado tres a ojo antes de acercarse. Ni siquiera las palabras que en su mente aparecen pueden ser pensadas sino que las siente sueltas, a su libre albedrío formadas, puras y tan calladas…
               -¿Te duele mucho?
               -¡Me duele, sí! ¿Y a usted la pierna?
               -Regular. Se puede soportar.
               -Sangra mucho.
               -No, apenas. Si no fuera por el torniquete, estaría peor.
             Las hormigas gigantes han regresado, porque junto a ellos corretean unas cuantas sobre las hojas secas por las puntas, que se mueven ligeramente por el peso. Un ajetreo de pájaros y de chillidos retorna a ese maremágnum de ideas y creación abruptas, y sin pensárselo la teniente Antonia deja de arrastrarse para comenzar una huida hacia alguna parte.
               -¿Adónde va?
            -Me marcho a buscar refugio. ¿Por qué esperar a que a una la liquiden? ¿No te han enseñado lo que significa honor? No, claro que no… El jodido capitalismo que te ha puesto ese traje de espantajo no sabe de eso… No sabe sino de explotación y de muerte…
               La teniente da la espalda al enemigo, se va alejando de ese refugio improvisado. El joven se incorpora, gime de forma extraña y va tras ella.
               -¡Espere… espere…!-. Es un muchacho estúpido, que no entiende nada, que confunde vida y batalla, guerra y muerte, todo y nada-. ¡Espere…!- balbuceo suelto, pasos dormidos con rastros de serpiente herida. Palabras enfiladas entre un reducido grupo de dos-. ¡Está usted confundida, sí, muy equivocada!... ¡Yo también sé lo que es la explotación y el hambre!...
               -¡No me digas!... ¿Tú, que apoyas a esos miserables que nos roban y nos matan para tener a nuestras madres humilladas buscando algarrobas y pan, o de criadas amansadas a palos pariendo entre sus propios excrementos?, ¿y a nuestros padres de pestilentes cadáveres con las fuerzas arrancadas, despreciando a Dios cansados de rezar? ¿Tú? ¡No me intentes engañar!
               -… No sabe usted mi suerte, mi mala suerte por ser un soldado cobarde para las revoluciones. ¿Es que se ha creído usted que me han dado? ¡Ni que me quede tieso me aciertan! ¡Que esta herida que llevo nada más llegar a tierra, me la he marcado con este bote de mercromina que siempre llevo encima! Otras veces es el pie, o la cabeza…; depende del riesgo. Así me salvo de ser un valiente de más, y si usted fuese de verdad una teniente rebelde, ya me habría dado un buen tiro.
               -¡No me tientes, estúpido soldado!, ¡que quiero dejarte vivo para que sepas que nuestra revolución es la auténtica!
               -¡Y a mí también me sirve, si es justa!
          Al comprobar la tintura, la teniente Antonia da un respingo de incredulidad. Es cierto: aquel tontorrón muchacho es un farsante, un pájaro que todos los cantos canta con las plumas teñidas de mentira, un…
               -… Que yo de momento morir no muero por nada, a sus órdenes si es preciso y perdone la ofensa. Que lo único que sé es que no quiero morir, porque tengo a mi novia esperándome… Y ahora deténgame; aquí tiene el arma, que igual que le ha pasado a usted nunca me la descubren porque estas botas son cuatro números más grandes pues no había botas de mi número. Tenga, cójala usted; la dejo en el suelo, para que vea que no tengo malas intenciones.
             Bien pensando, ahora que lo mira atándose los cordones del calzado, el joven resulta tan estúpido como ella se siente. ¿Por qué, si no, una mujer así, tan decidida, con ese coraje de generación noble, había aceptado en silencio, sin al menos pensarse el plan, tragarse aquel encargo, encerrona al fin, de los mandos superiores? ¿Quién les había enseñado, si no es con la razón de los chiflados, que la vida de una mujer vale menos que la de un hombre? A saber qué motivo tan cruel como sus sucias conciencias, pensó de pronto, mientras escuchaba el susurro de algunas moscas.
               -Guárdala. Que nunca se sabe. Y ten cuidado con el gatillo, que no tiene bigotes ni dice miau.
               -A sus órdenes.
               -¡Déjate de gilipolleces! ¡Que ni siquiera perteneces a mi ejército!
             -Agárrese mejor…, eso es… A mí el ejército me trae sin cuidado; que yo, lo que quiero, es la paz para poder estar con mi novia… Y no tenga prisa en andar, no… que esos no pensaban atacar dos veces esta zona. Y no está bien que las mujeres hablen así, con palabrotas de pirata.
               -Ni que los hombres sean avestruces, de tan cobardes, parece cosa normal; así que déjame en paz. ¡Qué suerte tener confidentes heridos con mercromina!... ¿Es que crees que está bien mentir así, haciéndose uno el herido, sin estarlo?
               -Ni que a uno lo envíen a la muerte lo veo yo bien.
             -Pero las revoluciones son para progresar, y esa es nuestra meta. Morir de pie es el frente digno, y vivir de rodillas la tumba.
             -Mi novia dice lo mismo que usted, claro que no tan bien expresado, pues no ha ido nunca a la escuela, ni yo tampoco, pues trabajamos desde niños. También piensa que no es de ley eso de dejarse machacar. Le gustaría a usted; es una muchacha de mi pueblo, vecina mía; nos hemos criado juntos, y desde chicos nos queremos. Tiene unos ojos… Me gustaría que la conociera, se llevarían muy bien, creo que hasta se parecen… En cuanto acabe este lío, nos casamos, usted podría visitarnos, si quisiera… Ya hace mucho que no la veo aunque sueño con ella a menudo, porque ella es…, tiene una forma de decir las cosas, una voz tan…
               -¡Pero bueno!, ¿es que vas a estar todo el camino hablando?
            Sí: parece que ya han regresado las hormigas gigantes, piensa la teniente Antonia; porque justamente allí, en frente de donde ellos caminan agachados buscando un refugio seguro a la espera de rescate, hay quietas algunas que se reconocen; y chocan las antenas despacio, una y otra vez, para continuar su marcha.


Marta Antonia Sampedro Frutos
(1.995)