A mi camarada y amigo Juan Bosquet Vique.
Mi
nombre es Claudio Montegroso, comerciante jubilado, soltero, y hasta hoy he
sido cronista oficial de la villa de Hízara, población rural, de la que me he
visto obligado a huir sin más pertenencias de peso que la angustia y la
desesperación.
Los
hechos, transcurrieron como a continuación
voy a relatar, para que conste toda la aberración que del ser humano puede
arrebatar razón, amor y fraternidad.
Día
primero:
Como suelo
hacer todos los días, por la mañana acudí al hogar del pensionista, leí el
periódico, y me sorprendieron estas trágicas noticias:
“Anciano
hallado semienterrado en una fosa, sin aparentes signos de violencia”. “Un
autobús de jubilados cae por un acantilado. Todos los indicios apuntan a un
fallo humano del conductor, como causa del accidente”. “Diez ancianos internos
en distintos asilos, se suicidan ahorcándose en sus habitaciones. El juez ha
ordenado se lleven a cabo las autopsias”.
También,
como todos los días, paseé por el campo recordando mis más queridos sueños. Por
la noche, en programas de sucesos la televisión informaba, además de los ya
citados, del siguiente caso: “Explosión de gas en un piso a las afueras de la
capital. El matrimonio, ancianos octogenarios, fallece en el siniestro”.
Día
segundo:
Entre
reportajes de celebraciones religiosas que emiten algunas cadenas de
televisión, llama mi atención:
“La Cruz
Roja asiste a quince ancianos con evidentes signos de intoxicación. Aunque se
cree como causa de la afección una mayonesa en mal estado, se están
investigando los hechos por la autoridad competente. Su estado es crítico,
aunque no se teme por sus vidas”.
Día
tercero:
Debido
al control de la hipertensión arterial que periódicamente me es llevado a cabo
por el ambulatorio de Hízara, acudo a la consulta. Espero mi turno, junto con
otros muchos hombres y mujeres, casi todos ancianos.
“Muy
alta está hoy”, me dice la enfermera dándome un papel. “Vaya usted a hablar con
don Juan Luis”. Unas nuevas pastillas me son recetadas por el facultativo.
“Demasiado bien está usted, con la edad que tiene ya”, me dice risueño. Leo el
prospecto:
Contraindicaciones:
entre varias enfermedades que padezco, como son reúma y leve asma bronquial,
destaco: hipertensión arterial. El farmacéutico dice: “Habrá sido un error,
vaya otra vez al médico”.
“Se
amplía la edad para la jubilación de los trabajadores hasta los setenta años.
Representantes políticos y sociales, satisfechos por el acuerdo obtenido”.
Por la
tarde, llaman a la puerta.
“Se han
muerto el Félix y la Teresa. Mañana es el entierro”.
Félix y
Teresa eran dos viejos conocidos, con quienes compartía mi soledad jugando al
mus con mi compañero de juego, Antonio. Soltero él y viuda ella, vivían juntos
sin casarse, para no perder una de las dos pensiones que ambos cobraban.
Día
cuarto:
Apenado,
no tengo fuerzas para ir al hogar del pensionista.
Causa
oficial de la muerte: natural. Félix, junto a un olivo, lleno de hormigas.
Teresa, sentada en un sillón de su casa, cosiendo.
En el
camposanto, observo a los presentes: la mayoría, somos ancianos. Por deseo de
la familia, los entierran separados, al ser de distinta ideología y religión y
por su mal ejemplo cristiano de fornicación, según don Héctor, el párroco.
Conmovido,
decido acudir al médico por la mañana.
Extraigo
de las noticias de la noche:
“Fuentes
cercanas a esta cadena, informan que los ancianos afectados por salmonelosis,
según todos los síntomas que presentaban, fallecieron ayer tras ser
hospitalizados en sendos centros de la capital por causas que aún se
desconocen”. “Un grupo de la tercera edad fallece al venirse abajo el techo de
un hotel. Tres supervivientes, con signos evidentes de enajenación mental, han
declarado no recordar nada de lo ocurrido”.
Me
visita Antonio.
“Mañana
me voy a Cádiz, a pasar unos días con mis hijos”.
Se despide
y le digo adiós en la puerta, me quedo mirando bajo la tenue luz de la farola
su figura encorvada.
“Lo que
tienen que hacer, es dar trabajo a los jóvenes, y no permitir que los ancianos
trabajen. La Constitución recoge que todos tenemos derecho al trabajo, y no
sólo ellos”, está diciendo un joven en un programa de debate. “Los viejos son
una carga que el estado no puede alimentar como está haciéndose hasta hoy, si a
cambio no crea empleo”, opina otro.
Día
quinto:
La radio
me sobresalta con esta noticia: “Los enfermos crónicos deberán abonar la
correspondiente diferencia que con respecto a los enfermos agudos mantienen en
las cuentas de la seguridad social”.
“Pamplinas
de noticias”, me dice don Juan Luis, al preguntarle en su consulta el porqué de
estas nuevas medidas. “Usted no se preocupe, Claudio, que eso son cosas que se
dicen para asustar, pero que luego se quedan en nada. ¿Sigue usted fumando?”.
Efectivamente,
reconoce que es un error lo recetado el día anterior, y que probablemente la
enfermera confundió la receta con alguna de otro paciente.
Prospecto
de las nuevas pastillas: Indicaciones: Entre múltiples padecimientos, algunos
de ellos de tratamiento contradictorio según mis diccionarios médicos, a los
cuales recurro, idóneo para diabetes, colesterol, artrosis y también
hipotensión arterial.
“Es un
error”, me indica de nuevo el farmacéutico. “Pero por la edad, seguro que usted
tiene alguna cosa de la que se dice aquí. Además, para lo que le cuestan a
ustedes, al salirles gratis bueno es que las tenga en la casa por si acaso le
hicieran falta un día, que nunca se sabe”.
Me
marcho de la botica con la caja de pastillas. Indignado. Por la calle, me
saluda la asistente social del hogar del pensionista. “Apúntese usted, Claudio,
hombre, que lo pasará muy bien. De vez en cuando es bueno cambiar de aires.
Volvemos en el día. No viene usted con nosotros, que yo recuerde, desde el año
pasado”.
El año
pasado, fui con los del hogar a Tarragona. Bailé dos pasodobles y una rumba,
animados por un dúo de cantantes que de vez en cuando bostezaban. Hasta que un
anciano de otro grupo sufrió un infarto y presos del miedo a la muerte nos
marchamos en silencio hacia nuestras habitaciones.
Me bañé
en el mar. Pero desistí pronto, porque en la piel se me pegaron las manchas de
petróleo. Por la noche no tuve más remedio que comprarme una manta eléctrica de
la que nos venden a los ancianos en esos viajes y a precio vergonzoso, pues
tenía fiebre y un fuerte dolor me retorcía las articulaciones.
Insiste
ella, que vaya. Y que si cambio de parecer tengo tiempo de apuntarme hasta las
ocho de la tarde. Pero tengo cosas que hacer: seguir con mis observaciones de
tan extrañas y casuales noticias.
“No se
puede llamar epidemia a estos simples aunque desgraciados casos. Es absurdo que
los medios de comunicación se empeñen en denominar todo como grandes dramas
humanos, y lo único que consiguen es alarmar a la población, que acude con
preocupación innecesaria a urgencias de los hospitales en las últimas semanas,
confundiendo y alarmando a la población. Que cinco ancianos hayan sido víctimas
de accidentes domésticos, no es causa suficiente para alertar a la población”.
No
entiendo de qué va la noticia. Sigo escuchando.
“La
salud de todos ellos era delicada, como así lo confirman sus expedientes
médicos y las familias. Nada indica que puedan ser víctimas de presunción de
delito o de intencionalidad, sino de accidentes que lamentablemente están a la
orden del día. Por su edad, aconsejamos siempre la precaución”.
Sigo sin
entender. Hasta que las imágenes muestran
los desencajados rostros que en distintas bañeras permanecen yertas.
Cierro los ojos.
“Para
descartar posibles causas ajenas a la oficial, y por supuesto tranquilizar a la
población, se están inspeccionando los conductos del gas y del agua”.
Día
sexto:
En el
hogar del pensionista, apenas hay gente. En la tercera página del diario, leo
un gran titular: “Los beneficios de la banca, una marca histórica”. En la
quinta página, en un pequeño espacio: “Los últimos índices de pobreza, indican
que la media de edad de los mendigos e indigentes que invaden las calles de las
grandes ciudades, ha sufrido un espectacular aumento. Los sociólogos,
responsabilizan a la mayor calidad de vida de la tercera edad y la baja
natalidad”. Junto a la noticia, la foto de un hombre, de quien se dice, afirma:
“El prestigioso científico y premio Nobel de medicina H.W., pronostica que en
2010 la enfermedad social más contagiosa será exclusivamente la pobreza”.
De
pronto, en mi mente parece tomar forma lo que con tanto miedo a la demencia
senil parecía un complejo crucigrama. Cierro el periódico y salgo a la calle,
para dar un paseo por el parque. En mis pensamientos, veo escrito: “¿Será
verdad?”.
Mientras
miro cómo las palomas vuelan, veo a Juana, la limpiadora del hogar del
pensionista, dirigiéndose a un grupo de ancianos que están sentados en los
bancos. Algo extraño les está diciendo, porque agitan todos mucho las manos, un
bastón choca violentamente contra el suelo, se quitan el sombrero. Dos de ellos
se levantan, acelerando el paso y se marchan.
Me
acerco. Escucho con atención a Rodrigo:
-¡El
autobús…, que se ha estrellado! ¡El autobús!
-¿Qué
autobús?- pregunto con celeridad, al verlos tan nerviosos.
-¡El del
hogar! ¡Dicen que han muerto todos!
Me
marcho urgentemente a mi casa, a ver la televisión.
“En este
país, el tráfico es el causante del fallecimiento de mucha población. Por eso,
desde la dirección de tráfico aconsejamos que…”.
Todos
muertos. Números de tráfico. Todos entre los hierros del autocar. La sangre
vieja vertida sobre el asfalto.
Por la
tarde, no acudo al hogar del pensionista. Y sé que como cronista oficial de
Hízara y amigo o conocido de todos los fallecidos mi ausencia ha sido
injustificable. Pero mi mente estaba ocupada en descifrar tanta confusión y
tragedia, aunque con el resultado de pasarme las horas llorando, no solamente
por aquella desgracia tan grande, sino por las demás. Una impotencia de la
razón me retenía en casa.
Día
séptimo:
Noticias
de la mañana. Madrugada:
“Llantos,
preguntar por responder y dolor. Esas son las palabras en este luctuoso día en
la vida apacible de la villa de Hízara, donde cuarenta y dos de sus habitantes
perdieron la vida en un trágico accidente en la mañana de ayer. También en la
localidad Valderrosales, donde en la noche de ayer un balneario, por causas aún
desconocidas, atrapó en llamas a ochenta personas de la tercera edad, que
disfrutaban de sus aguas medicinales”…
Apunto
incrédulo en mi libreta (mirar al final): “Hitler dijo: “Exterminio”. El nuevo
equilibrio económico, dice: “Exterminio”.
En mi
mente ya está todo en perfecto orden, aunque me niegue a que el resultado que
me da, sea “Exterminio”.
Acudo al
entierro. Un espectáculo de televisiones, radios, prensa en general. Devoran
historias para vomitarlas a sus clientes. Entre los gritos de dolor, se oye:
“Directo, vale repito, busca a ver de cuántos más era familiar ese, o este
mismo también sirve y lo entrevistas, entro en directo”. Y ni siquiera los
cipreses, repletos de pajarillos asustados por el gentío, guardan silencio, es
como si escuchase sus gemidos y los devolviesen en los ecos pálidos del
camposanto. Los cables negros de las comunicaciones, que ruedan por el suelo,
respetan el dolor del triste final.
Creo que
estoy loco. Convencido de que un loco pueda descubrir una locura colectiva y
tener razón individual. A pesar de tantos cuerdos lógicos. Y a pesar de ser un
viejo.
Noche:
Me llama
por teléfono la hija de Antonio.
“Mi
padre ha muerto”.
“Una
muerte dulce. Ya era muy mayor. Ni se ha enterado”.
Las
muertes dulces siempre las describen de ese modo los vivos. Dulces. Acaso la
muerte tendrá sabor.
Me avisa de su muerte por si quiero ir
al entierro. No será enterrado en Hízara, me dice, porque los hermanos desean
tenerlo cerca y no tener que llevarle flores todos los años, tan lejos. Aún
vivían todos ellos en esta villa, cuando murieron sus padres.
Antonio era mi amigo. El único amigo aún
vivo que yo tenía. Un amigo al que no pudo mutilar la guerra con el mal de la
indiferencia. Tramposo en el mus, con él gané las mejores partidas que
recuerdo. Guiñaba lo que le daba la gana, y bajo sus muslos guardaba tantas
cartas, que en ocasiones debía disimular que un cigarro se le había caído, para
agacharse sin sospechas. Entonces, con su boca desdentada y los ojos
rejuvenecidos, decía:
-¡Órdago al juego!
Día octavo:
Cada vez que intento caminar, la cabeza
me estalla. Me tomo una de las pastillas.
Resignado a la masiva muerte de ancianos
y la indiferencia del Estado, me dedico a ver la televisión, sin noticias,
nada, sólo deseo ver la publicidad. Cremas rejuvenecedoras, bicicletas para no
salir de casa, ropa que oculte la vejez, alimentos que hacen olvidar al cuerpo su
edad, perfumes que sustituyen a las hormonas que el tiempo genera.
Leo de nuevo el prospecto de las
pastillas. De todos modos, voy a morir. Al no verme mejoría, me tomo otra.
Me coloco el sombrero. Una pequeña radio
a pilas y mis arreos de cronista, sin olvidar mi paquete de tabaco. Salgo a la
calle. Me paro en la acera, mirando las nubes, porque pasa una familia como una
bandada de aves negras, de luto. Miro las nubes porque no sé si en mi mirada
tendré más espanto del que ellos muestran tener.
En el campo abierto, me esperan los
olivos, recién talados. Con unos restos de troncos enciendo una lumbre. La
radio está diciendo: “Por supuesto, nadie duda de que la masiva muerte de
ancianos sea debido a fatales casualidades.
Además no podemos olvidarnos de los privilegios que tienen actualmente.
Ayer, del avión siniestrado en el océano, muchos de ellos no habían pagado
apenas el pasaje, precisamente por esos privilegios”.
Pienso en mi vida. Recuerdo la guerra.
En esta nueva era, la guerra no existe.
Y me apena que no sea así, porque en las guerras tradicionales se reconoce la
cara del enemigo.
Lee con atención estas letras de loco
cronista, que algunas veces se vio obligado a mentir en las pequeñas historias
de Hízara. Pero no olvides que en estas hojas sólo hay verdad. Y si no estás en
esta cacería, ten la certeza de que alguien estuvo contigo observando los
crímenes y padeciendo el dolor ante la magnitud de la crueldad. Si, por el
contrario, estás de lleno en ella, de algún modo participando, considerando que
es eficaz y razonable, recuerda que un viejo loco viejo os ha descubierto y que
os maldice.
Y ahora, que la cabeza me estalla,
continúo en mi huída. Sabiendo que los caminos del nuevo orden económico son
jóvenes, pero sin la vieja sangre de los pueblos se convierten en precipicios.
© Marta Antonia Sampedro Frutos (1998)