lunes, 31 de diciembre de 2018

Las palomas vuelan, de Marta Antonia Sampedro


                   A mi camarada y amigo Juan Bosquet Vique.

                    “Para quien lo encuentre”, comenzó a escribir don Claudio en su libreta de apuntes a la luz de una lumbre. “Este es el testimonio de un hombre acabado”.
                   Mi nombre es Claudio Montegroso, comerciante jubilado, soltero, y hasta hoy he sido cronista oficial de la villa de Hízara, población rural, de la que me he visto obligado a huir sin más pertenencias de peso que la angustia y la desesperación.
               Los hechos,  transcurrieron como a continuación voy a relatar, para que conste toda la aberración que del ser humano puede arrebatar razón, amor y fraternidad.
                   Día primero:
           Como suelo hacer todos los días, por la mañana acudí al hogar del pensionista, leí el periódico, y me sorprendieron estas trágicas noticias:
           “Anciano hallado semienterrado en una fosa, sin aparentes signos de violencia”. “Un autobús de jubilados cae por un acantilado. Todos los indicios apuntan a un fallo humano del conductor, como causa del accidente”. “Diez ancianos internos en distintos asilos, se suicidan ahorcándose en sus habitaciones. El juez ha ordenado se lleven a cabo las autopsias”.
          También, como todos los días, paseé por el campo recordando mis más queridos sueños. Por la noche, en programas de sucesos la televisión informaba, además de los ya citados, del siguiente caso: “Explosión de gas en un piso a las afueras de la capital. El matrimonio, ancianos octogenarios, fallece en el siniestro”.
                 Día segundo:
           Entre reportajes de celebraciones religiosas que emiten algunas cadenas de televisión, llama mi atención:
            “La Cruz Roja asiste a quince ancianos con evidentes signos de intoxicación. Aunque se cree como causa de la afección una mayonesa en mal estado, se están investigando los hechos por la autoridad competente. Su estado es crítico, aunque no se teme por sus vidas”.
            Día tercero:
        Debido al control de la hipertensión arterial que periódicamente me es llevado a cabo por el ambulatorio de Hízara, acudo a la consulta. Espero mi turno, junto con otros muchos hombres y mujeres, casi todos ancianos.
           “Muy alta está hoy”, me dice la enfermera dándome un papel. “Vaya usted a hablar con don Juan Luis”. Unas nuevas pastillas me son recetadas por el facultativo. “Demasiado bien está usted, con la edad que tiene ya”, me dice risueño. Leo el prospecto:
            Contraindicaciones: entre varias enfermedades que padezco, como son reúma y leve asma bronquial, destaco: hipertensión arterial. El farmacéutico dice: “Habrá sido un error, vaya otra vez al médico”.
           “Se amplía la edad para la jubilación de los trabajadores hasta los setenta años. Representantes políticos y sociales, satisfechos por el acuerdo obtenido”.
               Por la tarde, llaman a la puerta.
              “Se han muerto el Félix y la Teresa. Mañana es el entierro”.
           Félix y Teresa eran dos viejos conocidos, con quienes compartía mi soledad jugando al mus con mi compañero de juego, Antonio. Soltero él y viuda ella, vivían juntos sin casarse, para no perder una de las dos pensiones que ambos cobraban.
            Día cuarto:
            Apenado, no tengo fuerzas para ir al hogar del pensionista.
           Causa oficial de la muerte: natural. Félix, junto a un olivo, lleno de hormigas. Teresa, sentada en un sillón de su casa, cosiendo.
            En el camposanto, observo a los presentes: la mayoría, somos ancianos. Por deseo de la familia, los entierran separados, al ser de distinta ideología y religión y por su mal ejemplo cristiano de fornicación, según don Héctor, el párroco.
            Conmovido, decido acudir al médico por la mañana.
            Extraigo de las noticias de la noche:
      “Fuentes cercanas a esta cadena, informan que los ancianos afectados por salmonelosis, según todos los síntomas que presentaban, fallecieron ayer tras ser hospitalizados en sendos centros de la capital por causas que aún se desconocen”. “Un grupo de la tercera edad fallece al venirse abajo el techo de un hotel. Tres supervivientes, con signos evidentes de enajenación mental, han declarado no recordar nada de lo ocurrido”.
            Me visita Antonio.
            “Mañana me voy a Cádiz, a pasar unos días con mis hijos”.
            Se despide y le digo adiós en la puerta, me quedo mirando bajo la tenue luz de la farola su figura encorvada.
           “Lo que tienen que hacer, es dar trabajo a los jóvenes, y no permitir que los ancianos trabajen. La Constitución recoge que todos tenemos derecho al trabajo, y no sólo ellos”, está diciendo un joven en un programa de debate. “Los viejos son una carga que el estado no puede alimentar como está haciéndose hasta hoy, si a cambio no crea empleo”, opina otro.
               Día quinto:
           La radio me sobresalta con esta noticia: “Los enfermos crónicos deberán abonar la correspondiente diferencia que con respecto a los enfermos agudos mantienen en las cuentas de la seguridad social”.
          “Pamplinas de noticias”, me dice don Juan Luis, al preguntarle en su consulta el porqué de estas nuevas medidas. “Usted no se preocupe, Claudio, que eso son cosas que se dicen para asustar, pero que luego se quedan en nada. ¿Sigue usted fumando?”.
        Efectivamente, reconoce que es un error lo recetado el día anterior, y que probablemente la enfermera confundió la receta con alguna de otro paciente.
         Prospecto de las nuevas pastillas: Indicaciones: Entre múltiples padecimientos, algunos de ellos de tratamiento contradictorio según mis diccionarios médicos, a los cuales recurro, idóneo para diabetes, colesterol, artrosis y también hipotensión arterial.
            “Es un error”, me indica de nuevo el farmacéutico. “Pero por la edad, seguro que usted tiene alguna cosa de la que se dice aquí. Además, para lo que le cuestan a ustedes, al salirles gratis bueno es que las tenga en la casa por si acaso le hicieran falta un día, que nunca se sabe”.
            Me marcho de la botica con la caja de pastillas. Indignado. Por la calle, me saluda la asistente social del hogar del pensionista. “Apúntese usted, Claudio, hombre, que lo pasará muy bien. De vez en cuando es bueno cambiar de aires. Volvemos en el día. No viene usted con nosotros, que yo recuerde, desde el año pasado”.
           El año pasado, fui con los del hogar a Tarragona. Bailé dos pasodobles y una rumba, animados por un dúo de cantantes que de vez en cuando bostezaban. Hasta que un anciano de otro grupo sufrió un infarto y presos del miedo a la muerte nos marchamos en silencio hacia nuestras habitaciones.
          Me bañé en el mar. Pero desistí pronto, porque en la piel se me pegaron las manchas de petróleo. Por la noche no tuve más remedio que comprarme una manta eléctrica de la que nos venden a los ancianos en esos viajes y a precio vergonzoso, pues tenía fiebre y un fuerte dolor me retorcía las articulaciones.
           Insiste ella, que vaya. Y que si cambio de parecer tengo tiempo de apuntarme hasta las ocho de la tarde. Pero tengo cosas que hacer: seguir con mis observaciones de tan extrañas y casuales noticias.
        “No se puede llamar epidemia a estos simples aunque desgraciados casos. Es absurdo que los medios de comunicación se empeñen en denominar todo como grandes dramas humanos, y lo único que consiguen es alarmar a la población, que acude con preocupación innecesaria a urgencias de los hospitales en las últimas semanas, confundiendo y alarmando a la población. Que cinco ancianos hayan sido víctimas de accidentes domésticos, no es causa suficiente para alertar a la población”.
            No entiendo de qué va la noticia. Sigo escuchando.
         “La salud de todos ellos era delicada, como así lo confirman sus expedientes médicos y las familias. Nada indica que puedan ser víctimas de presunción de delito o de intencionalidad, sino de accidentes que lamentablemente están a la orden del día. Por su edad, aconsejamos siempre la precaución”.
           Sigo sin entender. Hasta que las imágenes muestran  los desencajados rostros que en distintas bañeras permanecen yertas. Cierro los ojos.
            “Para descartar posibles causas ajenas a la oficial, y por supuesto tranquilizar a la población, se están inspeccionando los conductos del gas y del agua”.
            Día sexto:
            En el hogar del pensionista, apenas hay gente. En la tercera página del diario, leo un gran titular: “Los beneficios de la banca, una marca histórica”. En la quinta página, en un pequeño espacio: “Los últimos índices de pobreza, indican que la media de edad de los mendigos e indigentes que invaden las calles de las grandes ciudades, ha sufrido un espectacular aumento. Los sociólogos, responsabilizan a la mayor calidad de vida de la tercera edad y la baja natalidad”. Junto a la noticia, la foto de un hombre, de quien se dice, afirma: “El prestigioso científico y premio Nobel de medicina H.W., pronostica que en 2010 la enfermedad social más contagiosa será exclusivamente la pobreza”.
         De pronto, en mi mente parece tomar forma lo que con tanto miedo a la demencia senil parecía un complejo crucigrama. Cierro el periódico y salgo a la calle, para dar un paseo por el parque. En mis pensamientos, veo escrito: “¿Será verdad?”.
            Mientras miro cómo las palomas vuelan, veo a Juana, la limpiadora del hogar del pensionista, dirigiéndose a un grupo de ancianos que están sentados en los bancos. Algo extraño les está diciendo, porque agitan todos mucho las manos, un bastón choca violentamente contra el suelo, se quitan el sombrero. Dos de ellos se levantan, acelerando el paso y se marchan.
            Me acerco. Escucho con atención a Rodrigo:
            -¡El autobús…, que se ha estrellado! ¡El autobús!
      -¿Qué autobús?- pregunto con celeridad, al verlos tan nerviosos.
            -¡El del hogar! ¡Dicen que han muerto todos!
             Me marcho urgentemente a mi casa, a ver la televisión.
           “En este país, el tráfico es el causante del fallecimiento de mucha población. Por eso, desde la dirección de tráfico aconsejamos que…”.
            Todos muertos. Números de tráfico. Todos entre los hierros del autocar. La sangre vieja vertida sobre el asfalto.
            Por la tarde, no acudo al hogar del pensionista. Y sé que como cronista oficial de Hízara y amigo o conocido de todos los fallecidos mi ausencia ha sido injustificable. Pero mi mente estaba ocupada en descifrar tanta confusión y tragedia, aunque con el resultado de pasarme las horas llorando, no solamente por aquella desgracia tan grande, sino por las demás. Una impotencia de la razón me retenía en casa.
            Día séptimo:
            Noticias de la mañana. Madrugada:
       “Llantos, preguntar por responder y dolor. Esas son las palabras en este luctuoso día en la vida apacible de la villa de Hízara, donde cuarenta y dos de sus habitantes perdieron la vida en un trágico accidente en la mañana de ayer. También en la localidad Valderrosales, donde en la noche de ayer un balneario, por causas aún desconocidas, atrapó en llamas a ochenta personas de la tercera edad, que disfrutaban de sus aguas medicinales”…
            Apunto incrédulo en mi libreta (mirar al final): “Hitler dijo: “Exterminio”. El nuevo equilibrio económico, dice: “Exterminio”.
          En mi mente ya está todo en perfecto orden, aunque me niegue a que el resultado que me da, sea “Exterminio”.
              Acudo al entierro. Un espectáculo de televisiones, radios, prensa en general. Devoran historias para vomitarlas a sus clientes. Entre los gritos de dolor, se oye: “Directo, vale repito, busca a ver de cuántos más era familiar ese, o este mismo también sirve y lo entrevistas, entro en directo”. Y ni siquiera los cipreses, repletos de pajarillos asustados por el gentío, guardan silencio, es como si escuchase sus gemidos y los devolviesen en los ecos pálidos del camposanto. Los cables negros de las comunicaciones, que ruedan por el suelo, respetan el dolor del triste final.
      Creo que estoy loco. Convencido de que un loco pueda descubrir una locura colectiva y tener razón individual. A pesar de tantos cuerdos lógicos. Y a pesar de ser un viejo.
            Noche:
            Me llama por teléfono la hija de Antonio.
            “Mi padre ha muerto”.
            “Una muerte dulce. Ya era muy mayor. Ni se ha enterado”.
          Las muertes dulces siempre las describen de ese modo los vivos. Dulces. Acaso la muerte tendrá sabor.
  Me avisa de su muerte por si quiero ir al entierro. No será enterrado en Hízara, me dice, porque los hermanos desean tenerlo cerca y no tener que llevarle flores todos los años, tan lejos. Aún vivían todos ellos en esta villa, cuando murieron sus padres.
Antonio era mi amigo. El único amigo aún vivo que yo tenía. Un amigo al que no pudo mutilar la guerra con el mal de la indiferencia. Tramposo en el mus, con él gané las mejores partidas que recuerdo. Guiñaba lo que le daba la gana, y bajo sus muslos guardaba tantas cartas, que en ocasiones debía disimular que un cigarro se le había caído, para agacharse sin sospechas. Entonces, con su boca desdentada y los ojos rejuvenecidos, decía:
-¡Órdago al juego!
Día octavo:
Cada vez que intento caminar, la cabeza me estalla. Me tomo una de las pastillas.
Resignado a la masiva muerte de ancianos y la indiferencia del Estado, me dedico a ver la televisión, sin noticias, nada, sólo deseo ver la publicidad. Cremas rejuvenecedoras, bicicletas para no salir de casa, ropa que oculte la vejez, alimentos que hacen olvidar al cuerpo su edad, perfumes que sustituyen a las hormonas que el tiempo genera.
Leo de nuevo el prospecto de las pastillas. De todos modos, voy a morir. Al no verme mejoría, me tomo otra.
Me coloco el sombrero. Una pequeña radio a pilas y mis arreos de cronista, sin olvidar mi paquete de tabaco. Salgo a la calle. Me paro en la acera, mirando las nubes, porque pasa una familia como una bandada de aves negras, de luto. Miro las nubes porque no sé si en mi mirada tendré más espanto del que ellos muestran tener.
En el campo abierto, me esperan los olivos, recién talados. Con unos restos de troncos enciendo una lumbre. La radio está diciendo: “Por supuesto, nadie duda de que la masiva muerte de ancianos sea debido a fatales casualidades.  Además no podemos olvidarnos de los privilegios que tienen actualmente. Ayer, del avión siniestrado en el océano, muchos de ellos no habían pagado apenas el pasaje, precisamente por esos privilegios”.
Pienso en mi vida. Recuerdo la guerra.
En esta nueva era, la guerra no existe. Y me apena que no sea así, porque en las guerras tradicionales se reconoce la cara del enemigo.
Lee con atención estas letras de loco cronista, que algunas veces se vio obligado a mentir en las pequeñas historias de Hízara. Pero no olvides que en estas hojas sólo hay verdad. Y si no estás en esta cacería, ten la certeza de que alguien estuvo contigo observando los crímenes y padeciendo el dolor ante la magnitud de la crueldad. Si, por el contrario, estás de lleno en ella, de algún modo participando, considerando que es eficaz y razonable, recuerda que un viejo loco viejo os ha descubierto y que os maldice.
Y ahora, que la cabeza me estalla, continúo en mi huída. Sabiendo que los caminos del nuevo orden económico son jóvenes, pero sin la vieja sangre de los pueblos se convierten en precipicios.

© Marta Antonia Sampedro Frutos (1998)


sábado, 15 de diciembre de 2018

Del amor común, de Marta Antonia Sampedro


Me habían dicho sin mucho empeño

que el amor común era una materia

agua que el sediento bebe en sueños

pan que mastica desvelado el hambriento

el amor por supuesto era aquel misterio
de pantallas canciones y paseos nocturnos

pero también vivía en otros espacios

en la onda de piedra sorprendiendo al pantano
o el aire que regala sonido a la sierra

y así imaginando formé la idea
el amor es una puerta o un portazo

el amor es una ventana o un ventanal
el amor es un libro anónimo sospechoso

nada de cuanto pensé me sirvió de mucho

cuando tuve vida de amor en mis pasos
y me mordieron mejor dicho me arrancaron
ni me pensaron por no sentirse humanos
las noches que me desvelaron sus miedos
las inventó el amor ese malvado
ni en todas las calles que anduve a salvaje salario
quedaron en mi no existencia es extraño

resumiendo la vida nunca me había pasado

y el amor común dejaba de ser misterio
era una enfermedad nada contagiosa

a pesar de todo escribí de amor por si acaso

tomé de las cucharas todas mis lágrimas

el amor tendría cuerpo y se enfadaba
o perdiera mis señas de los buzones de su tiempo

y un día mientras contase nubes me atizara

sigo diciendo el amor formó mis pasos
no en sentido figurado sino el amor
en persona fugaz de estrella digamos
y me envolvió en los atardeceres y los campos
de mi más imprecisa infancia con perros y grajos
en las calles empedradas y niños cantando
en las fábricas heladas con obreros sindicados
en los libros de letra chica de gente que amó
a besos a pedradas a infiernos ellos amaron
y en los malos sueños el amor un bálsamo
venía el amor a zancadas a decir algo 
y pedirme todos mis más antiguos datos
o pintarrajearme las arrugas de los labios
y al rendirme a sus evidencias
a punto estuvo de arrestarme en sus calabozos
y llevarme lejos de mis pesares y daños
robarme toda memoria de las sonrisas adicionales
que magnifican todo engaño
y borrar hasta mis morales y éticas

me costó no mucho afrontarlo

por el qué dirán por a quién le importará

tener amor a cada paso

fue deshelarse el corazón por los desiertos
más iluminados y densos.

Con cuánto amor recuerdo esos fracasos.



(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (2018)

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Qué me pedirías, de Marta Antonia Sampedro



Qué me pedirías.
Si que yo ría
como cuando era niña;
reiré.

Qué me pedirías.
Si que llore
como cuando yo muera;
lloraré.

Qué me pedirías.
Si que olvide
como cuando te amé;
olvidaré.

Qué me pedirías.
Si que yo no sea
como cuando no estás;
y no seré.

Qué me pedirías.
Si que atrape lunas
como cuando soñé;
y las atraparé.

Qué me pedirías.
Si yo te siga
como cuando te escribí;
y te seguiré.

Qué me pedirías.
Para tenerte otra vez.

Qué me pedirías
Por dormir sobre ti.

Qué me pedirías.

Te lo entregaré.



© Marta Antonia Sampedro Frutos (2006)