jueves, 29 de octubre de 2020

La vida entre la guerra, de Marta Antonia Sampedro

 

Conocí hace muchos años a una gran mujer... de novela. Ya era muy mayor cuando la vi tan sonriente y amigable, acercarse a mí. Enseguida conectamos. Me contaba una y otra vez cómo sobrevivió a la guerra civil española. A su madre, ya viuda, y a ella, aún niña, les sorprendió la vida entre la guerra. Y un día, todo el dinero que tenían, timbrado por la II República, perdió todo su valor. Su madre le dijo Puedes tirar todo el dinero, ya no vale nada, nosotras tampoco valemos ya. Y ella, que lo llevaba guardado en el calcetín, rápidamente lo echó a las vías del tren, por no ver que era su madre quien se lanzaba. Mendigaron durante un tiempo en un Madrid destruido por la guerra. Vivieron durante años sin casa, sin hogar ninguno, en la posguerra, en las calles. Pero su madre recordó que tenía una gran habilidad: jugaba al póker y era buena. Y así poco a poco, esa madre jugando al póker en hoteles con las ricachonas fascistas de Madrid, con su hija durmiendo en sofás de habitaciones llenas de humillación, esas dos mujeres fueron saliendo adelante y consiguieron recuperar el dinero perdido y una casa. Aquella madre nunca quiso decir que jugaba al póker mejor que las ricas y que los hombres. Entre esas ricas esa joven conoció a su esposo, de título nobiliario. Muchas personas quisieron novelar su vida y ella jamás quiso. Yo paseaba orgullosa por Linares con ella, tan anciana y tan humilde en mi coche sencillo, en mi humilde vida, sabiendo que ella era multimillonaria, pero aún era una niña por las adversidades que había vivido. Continuaba siendo pobre, porque necesitaba contarme una y otra vez cuánto sufrió de niña, mientras tiraba el dinero a las vías, para evitar quedarse sin madre. Me decía Ojalá fueses mi hija. Y yo le contestaba que mi madre no querría. Nos reíamos tomadas del brazo y toda palabra quedó sellada de un modo auténtico. Siempre la recuerdo con gran cariño y en sus memorias de tristezas algunas veces me parece escucharla de nuevo. Tan soñadora y valiente, con ese aire de mujer de novela, intentando olvidar su niñez y juventud vivida entre la guerra. Tanto fue lo que me dio ella.

(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (2020)

jueves, 15 de octubre de 2020

Ropa negra y un jazmín, de Marta Antonia Sampedro

 

Se puede morir de muchas cosas, el caso es que la vida viene de ese modo, bien mirado morirse es más probable que nacer.

Una vez y muy lentamente yo enfermé por tristeza.

Y como siempre tenía una sonrisa nadie me hacía caso.

Aunque a nadie le parecía extraño que sonrías y llores al mismo tiempo que cuentas cosas malas no es normal ni siquiera como una extravagancia de poetas.

Habría sido interesante y sobre todo ventajoso ser víctima en vez de valiente. Pero las tristezas jamás nos dan opción cuando ya se han mudado del todo. Y de todos modos habría quedado de vocacional escritora con las tristezas exclusivamente necesarias conseguidas. Se consiguen más inspiraciones espantando tristezas que acumulándolas, no porque se marchen definitivamente, sino porque se renuevan e incluso en ocasiones ya no saben regresar.

Nunca estuve quieta.

Lloré mientras corría trabajando pero no podía dejarme verme llorar por la clientela.

Lloré cuando descansaba de trabajar.

Lloré en sueños muchas veces a falta de poder soñar despierta.

También lloré escribiendo que es un modo de llorar a gusto.

Lloré por mis hijos y por los hijos de otros porque llorar por los hijos es un modo solidario de madres decepcionadas y olvidadas en sus fortalezas y desgastes.

Entregué mi vida al trabajo comercial y a empresas a las que yo debía siempre sonreírles aunque tuviera ganas de llorar. No trabajé nunca por deseo monetario, sino lo justo por mantener una vida sencilla, pues mi ambición jamás me hizo sentir tristeza ni alegría ni sensación alguna de necesidad de prosperidad. Tampoco a los demás mi excesivo trabajo les consiguió lo que ellos jamás vieron: que la codicia jamás se deja matar.

Envidié la vida sencilla de quienes tienen tanto que nada necesitan sin tener nada. Que el mundo es un entresijo de mentiras envidias y avaricias y que no hay más valor que el de la conciencia ni más pérdida lamentada que el de haberla perdido a conciencia.

Ahora dependo de una pastilla que me controla si he de reír, comer, llorar, caminar o sentarme a ver la televisión, poder fotografiar los campos o leer un buen libro sin que me cueste concentrarme y escribir que es mi pasión desde que nací y me crié sin libros ningunos pero con un fundamento que me sostiene a las buenas y también a las malas. Porque todas las tristezas se quedan hechas piedras y no siempre las piedras son para poder sentarse. Estar cómodamente feliz y contarles a las tristezas cosas tristes las hacen también darse cuenta de su naturaleza.

Visto así la vida, en la nube inmensa que te cuida tanto que parece perseguirte, no es extraño que un día aparezca una mujer en tu dormitorio registrando tu armario. Una mujer intrusa que no conoces de nada.

Quién es usted y qué hace aquí en mi casa.

Espera; primero la miro desde la cama. Aún no se ha dado cuenta de que me he despertado y ya tengo los ojos abiertos.

Tiene ajetreo de estar buscando algo. Registra con urgencia.

No temo por mis joyas. No poseo alguna. Ni temo por dinero. Tampoco tengo.

Las perras no le ladran.

No sirven de guardianas.

Tal vez la reconozcan.

O quizás esté soñándola.

Hasta que desde el armario va lanzando prendas a la cama y por la mecedora y me incorporo.

Ella me ignora. La visita extraña parezco yo. En sueños me habré metido en alguna casa ajena.

Tantas he visto en mis años, que no sería raro.

Me levanto y voy hacia ella, con cautela.

Continúa rebuscando entre la ropa, apresuradamente.

Es de mi estatura, de cuerpo rechoncho y cabellos castaños, la veo de espaldas pero calculo sus setenta y largos años por su aspecto en general.

Continúa lanzando mi ropa.

-Tienes que tirarla, tienes que tirarla…- balbucea apresurada, aún de espaldas.

No le pregunto quién es. Porque aún no sé si estoy soñando. Y porque desconozco si es una perturbada que se ha escapado de alguna parte.

-¿Me oyes bien? ¡Tirarla toda!- se le nota enojada.

Cuando me mira veo sobre todo sus ojos. Su mirada. De mando. Su tez es blanca y de rasgos delicados. Su cabello canoso es de plata limpia. Va vestida de una sola pieza de confección, tipo camisón o similar, color marrón arena. Me observa como si me conociera de algo y esperase mi obediencia. Retrocedo un paso.

-¡La ropa negra, fuera! ¡Hay que tirar toda la ropa negra que tengas! ¡Toda!

No le pregunto quién es. A lo largo de mi vida he vivido en muchos lugares y por mi trabajo conocido a tantas personas, que de momento es mejor esperar a ver si la memoria quiere hacerme el favor de ser más rápida.

A veces no valoramos lo que otros perciben nuestro. Pero los demás también lo hacen, memorizarnos.

Prefiero unirme a ella y buscar mis prendas negras.

-Una, tres, cuatro, cinco… No tienes muchas, no. Esto también parece negro. Fuera… Otra veo aquí…

-Es color azul marino- contesto con temor viendo una falda.

-Pues entonces puede quedarse- da su aprobación y sigue rebuscando.

Toda mi ropa está desparramada, excepto la seleccionada, que sujeta sobre su brazo. Blanca, roja, verde, todos los colores desechados hacen de la estancia un bonito rompecabezas excepto en los laterales del cuarto, donde mis perras ni se han dado cuenta de que una desconocida ha entrado en nuestra casa y me está dando órdenes y ellas venga a dormir.

-Te dije que no tengas ropa negra. Te lo dije.

Me lo dijo. Yo le asiento con la cabeza, sí, sí, me lo dijo cuándo.

Con las tristezas no se juega. No dejan que las traigamos a capricho ni les asignemos el lugar que no quieran.

-Te lo dije. Así que ahora mismo las tiras a la basura. Recuerda, que ropa negra en tu casa, no. No.

Me lo dijo, a saber.

Me ordena:

-Trae bolsas para ponerlas y tirar esta ropa negra enseguida.

Abandono el cuarto a por las bolsas, con la esperanza de que al regreso sea un sueño.

Y lo es. O lo ha sido. Y sigue siendo. O lo fue.

La mujer no está en ninguna parte. Y yo que venía decidida a preguntarle con determinación quién es usted, qué hace en mi casa, de qué me conoce, cómo sabe si me gusta el color negro o los colores chillones, y a usted quién le ha pedido opinión, la ropa negra es elegante y se usa para acudir a fiestas, ya nadie se pone luto señora usted se confunde…

Pero no está.

Este retardo del que ya tengo conciencia desde hace unos años, me ha impedido saber más sobre ella.

Ordeno la ropa y echo en las bolsas las prendas negras.

Salgo a la calle con todo.

Aún es temprano, hay poca vida y movimiento.

Los gatos se relacionan todavía, antes de regresar a sus casas abandonadas y a las ermitas con fuentes y verdín o con sus ancianos dueños que los miman igual que a niños.

Pasan algunos coches, abre la frutería y el repartidor del pan me observa y lo saludo.

Obediente al encantamiento, echo al contenedor de la basura los trapos negros. En realidad poco uso han tenido. Me he pasado los días trabajando, poca fiesta tuvieron.

Me vuelvo para el regreso, pero llama mi atención lo que hay junto al contenedor de la basura. Un tiesto de barro de maceta vieja. Tiene plantado un jazmín con ramas largas que cuelgan hasta el suelo y muy desaliñado.

 Me agacho para verlo mejor y compruebo su estado lamentable que a simple vista se percibe. No tiene ni un jazmín, qué desastre de planta. Me parece el jazmín más triste que jamás haya visto. Nunca lo habrán podado y seguro que ha estado a la sombra, sin recibir la luz del sol, por sus hojas pequeñas y asustadas.

Cargo el jazmín hasta la casa, lo dejo en el patio y tomo una de mis lupas.

No tiene insectos de momento.

Tampoco observo otros bichos.

Calculo la hora porque todas las mañanas a esta hora se relacionan los tordos. Están cantando o hablan entre sí posados en la antena del tejado.

Yo miro el jazmín. Y al echarle tierra nueva sobresale algo en su tronco principal. Es un lazo negro atado con un solo nudo.

Lo extraigo. Parece un cordón de zapato.

Qué extraño. Un jazmín atado. Habrá estado en alguna guía.

Se lo dejo, aunque menos apretado. Lo riego.

Y espero que si no da jazmín alguno, al menos no muera sin poder disfrutar de los rayos del sol de otoño.

En qué lugar de las tristezas habrá compartido los días, sin flores ni luz, viendo cómo su vida se venía abajo.

Luego salgo de nuevo a la calle, hacia el campo con las perras, para fotografiar los olivares y los horizontes y respirar el aire limpio de la sierra de Jaén.

Al pasar por la cafetería se ve otra nueva esquela mortuoria.

Llevamos meses de pesadumbre.

Hasta las golondrinas este año se marcharon antes de lo habitual.

Una esquela nueva.

No me acerco a mirarla.

No quiero mirar su nombre.

Al fondo de la calle se ve a un grupo arremolinado en la puerta de una casa. Están sacando algunos muebles y enseres y cargándolos en un pequeño remolque. Algunas personas van vestidas de negro.

Desvío la mirada y pienso en cómo irá creciendo el jazmín, ahora que le dará luz en el patio.

Tal vez sea de esa casa, de alguna anciana que ha fallecido.

Todo es pasajero, alegrías y tristezas, tienen su recorrido.

No quiero pensar en ello.

Hoy fotografiaré los membrillos y los colores del otoño en los árboles.

No quiero pensar en nada más.

 

© Marta Antonia Sampedro Frutos (Octubre de 2020).


lunes, 12 de octubre de 2020

Breve historia de mis 14 años, de Marta Antonia Sampedro

Ya tengo muchos años.  Digamos que soy de riesgo de todo. Tengo dos hijos que no desean saber nada de mí, soy su madrastra malvada de los cuentos más siniestros, y sus madres las mujeres extrañas a las que todo aguantan, aunque yo los parí y crié hasta ser adultos no quieren que sea su madre y no lo soy ni ellos hacen de mis hijos. Tengo tres nietos que no saben que existo o tal vez les han dicho que estoy muerta y enterrada por ahí. También tengo dos perras mayores ya igual que yo y vivimos juntas y felices.

Pero una vez tuve 14 años. Un año entero, tuve 14 años.

Un año antes de mis catorce años, toda la familia nos fuimos a vivir a Vic. Imaginaos que un ovni os lleva a Saturno. Así era Vic.

Jaén, para mis catorce años, era la Tierra.

Yo trabaja en la fábrica. Claro que había más fábricas. Pero sólo era esa.

Hacía turno de 5 de la mañana hasta las 6,30 de la tarde. Los sábados sólo de 5 a 13,30 horas. Tuve una labor importante en la fábrica: procurar que los ratones y las ratas no estropearan los retales de tela para las máquinas. Y así, echando veneno, todas las madrugadas mi labor primera debía ser retirar los cadáveres. Recuerdo ese tiempo de trastorno industrial y ruidos, sólo ruido, todo era ruido de máquinas y un olor terrible a pelo de ratones.

Decía, al principio, que tengo tres nietos que igual creen que estoy muerta y me he dedicado a vivir del cuento. Pero es posible que a los 14 años yo ya estuviera muerta. Sólo pareciendo estar muerta pude soportar ese tiempo en mis catorce años.

Yo dormía con mi abuela Antonia, con ella en su cama, desde los cinco años.

Ella era mi madre más jerárquica.

Un día, murió en su cama, que era el mismo lecho mío. Repasando en voz agonizante versículos de la biblia. Los recuerdo. Pero la biblia y yo mantenemos malas relaciones. Nunca antes había visto morir a nadie. A ella sí la vi morir.

Y ella durante un tiempo se llevó mi espíritu.

Lo sé porque me quedé vacía.

Y así ya las cosas pasaron de turbias a oscuras.

Le tomé rabia a todo el mundo.

Porque había muerto mi abuela Antonia.

Y hasta a mi novio, le tomé rabia y me dejó por una puritana de la iglesia evangélica, porque se había muerto mi abuela y yo no dejaba de llorar fuera de horario laboral. A los muchos años se ahorcó, pero bueno eso es otra historia aparte, no fue mi culpa, si se hubiera quedado conmigo seguiría vivo y amado.

-Nena anda y haz las camas, que si no te castigo a no salir- me ordenaba mi madre.

-No quiero.

Porque se había muerto mi abuela Antonia.

Le tomé rabia a mi madre, y mi madre me tomó rabia a mí.

A mi padre le tomé menos rabia, porque era un hombre y los hombres no parecen querer a sus abuelas como las aman las mujeres.

De modo que a las 6,30 de todos los días en sus tardes al salir de la fábrica, en vez de irme a mi casa de Vic yo me iba al cementerio, a estar con mi abuela Antonia sobre las siete, un poco antes, de las tardes.

El cementerio de Vic está entre los bloques de viviendas, te deja en su puerta el autobús urbano.

En mi pueblo Baños de la Encina, íbamos al cementerio andando entre olivos y membrillos y almendros, porque está en el campo, fuera del pueblo.

Este no.

Me bajo del autobús, aquí está el cementerio.

De la rabia que le tomé a la vida al estar huérfana de tal magnitud, allí me sentaba fuera de su horario de abierto al público, en la oscuridad bajo los cipreses y los ángeles de piedra haciendo sombras en el suelo ahí estaba Antonia por abuela por su abuela Antonia.

Me ponía a llorar restregándome en los ojos el olor de ratones muertos y los tintes de las sábanas y los manteles.

Pensando por qué me había dejado mi abuela en esa ciudad llena de nieblas y frío. Por qué se había ido con su Jehová, si tantos tendría ya en el cielo y en cambio yo sólo tenía a mi abuela. Acaso la tierra es menos grande que el cielo para una niña de 14 años.

Le tomé rabia a Dios.

Y Dios me castigó.

Yo lo castigué a él.

Y él me castigó más aún.

Un pulso perdido eso tuvimos.

Mi novio se buscó a una que usaba colonia y era de ciudad grande y además se sabía todos los nombres femeninos del antiguo testamento.

Y yo para él era sólo una pueblerina.

-¿Se dice te quiero?

-Será en tu pueblo. ¿Sabes qué es je taime?

-No.

-Pueblerina.

Ante esa competencia no pude responder.

Unos días estaba sola, en el banco de piedra. Allí llorando a las puertas del cementerio de Vic, adonde habían apresado a mi abuela.

Y otros venía a mi encuentro mi amiga Pilar del sindicato de la CNT a hacerme compaña. Ella me hablaba en catalán y yo a todo le decía que sí porque lloraba conmigo y yo en andaluz llorando sabía que era comprendida. Algunas veces venía acompañada por su novio Toni el anarquista y me decían que ya mi abuela no estaba allí pero yo no los creía.

-A la entrada, a la derecha, allí en el suelo está mi abuela-les insistía.

Los días pasaron y cuando las noches fueron tardes por la luz, acercándose las siete de las tardes fui comprendiendo que a mi abuela nunca la dejarían salir de allí o no querría salir por algún motivo de sus cuestiones religiosas o su esposo mi abuelo Mateo al que siempre recordaba se habría ido a Vic, lo cual era imposible pues murió en nuestro pueblo cuando mi madre era muy pequeña.

Y así en vez de todos los días fui cada ciertos días al cementerio, para que mi abuela no olvidara que yo seguía allí a su espera y adonde ella dijera allí nos iríamos juntas, preferiblemente a nuestro pueblo eso pensaba yo.

Pilar me apuntó en el convento a clases nocturnas para niñas obreras inmigrantes que no tenían título de saber leer y escribir. Un sacerdote en catalán nos hablaba cada tarde de siete y media a nueve, se le notaba hombre de campo y animales, mientras escribía en la pizarra palabras blancas. Y a mí me importaba poco lo que dijera, no entendía nada sólo los números dibujados, y además yo ya guardaba bajo mi almohada un gran secreto: un libro de poemas de un hombre llamado Miguel Hernández.

 

© Marta Antonia Sampedro Frutos (Octubre de 2020)

miércoles, 7 de octubre de 2020

Equipajes pesados, de Marta Antonia Sampedro


Van muriendo vuestros hijos

más jóvenes que vosotros

hijos de la posguerra más jóvenes

vuestros hijos de la necesidad

van muriendo unos de enfermedad

otros queriendo morir hartos

van muriendo sin vosotros

verlos morir porque ya estáis muertos

y aquí nos habéis dejado testigos del dolor

para enterrarlos en vuestro nombre

verlos morir con sus equipajes pesados

la infancia una desgracia

la juventud una rebeldía

una frustración la madurez

van muriendo todos uno a uno

una a una las muchachas también

y aquí estamos con vuestras cargas

con sus cargas de desamor

que nos dejaron para llevar

esa herencia maldita de las tristezas

esas malditas incoherencias

el miedo a ser valientes al qué dirán

y qué precio se paga por el pasaje

a vosotros mismos qué diríais si estuviérais vivos

pero no estáis vivos sino muertos

y aquí recogemos a los muertos vuestros

el legado de las cobardías y los enfrentamientos

aquí los tenemos todos juntos

como si pudiésemos soportar tanto sufrimiento

aquí nos tenemos y nos mantenemos

quién será el siguiente pensamos

unos a los otros, enloquecidos.


Marta Antonia Sampedro Frutos (2020)