lunes, 23 de diciembre de 2019

Câos de lata, de Marta Antonia Sampedro


La zona centro de la ciudad comenzaba a despertar al compás del viejo eléctrico. Conforme éste anunciaba a los turistas su publicidad de patrimonio histórico mediante folletines con horario y fotos antiguas en su quiosco, la zona más viva de la ciudad abría sus negocios, con ese silencioso quehacer constante, aparentemente aletargado, que distingue Portugal de otros países.
Desde las orillas del Tajo hasta la zona alta de Lisboa, se abren callejuelas repletas de comercios, en cuyos escaparates pareciere que el tiempo transcurriera tan sólo en los precios, euros y escudos junto a ropas apolilladas en moda, muebles de anticuario, licorerías y espesos cafés de todo el mundo recién tostados y molidos, pescados en salazón unidos al licor ginjinha, marisquerías alternando con jamón cocido y presunto, y un sinfín de plantas entremezclando los olores con la lejana brisa del Atlántico, vertido de industria naval.
En la Rua da Prata, arteria del comercio de la Baixa Lisboeta, Helena abría la puerta de la perfumería acompañada por el sonido de la campanita avisadora de clientes; llegaba tarde, y sin saludar a la dueña comenzó a ordenar con inquietud los botes de esencia que la noche anterior habíanse quedado desperdigados por el mostrador.
 Era la Alceste una antigua perfumería del siglo XIX, donde el tiempo no hubiere transcurrido y que regentaba por herencia familiar la licenciada en químicas doña Amalia Ferro, una mujer menuda, moderadamente elegante, con lentes de intelectual salpicadas de caspa, entregada íntegramente a su comercio, cuya sabiduría y conocimientos de esencias naturales admiraba profundamente la joven Helena.
            -Rapariga- le dijo doña Amalia señalando su reloj de pulsera en tono de reproche.
           -Lo siento, doña Amalia- le contestó con gestos de no poder evitar aquellos retrasos-. No he escuchado el despertador.
            Lisboa se desperezaba con el café corto y los dulces de frutas confitadas. Los restaurantes para turistas ordenaban ya en las aceras butacas y mesas con los menús bien visibles, combinando comida rápida con platos deliciosamente elaborados, y los escaparates de franquicias europeas eran acicalados en sus puertas con grandes plantas de linóleo por jóvenes estilizadas, cuyo vestuario asemejábase más a los modelos de la maniquíes que a la indumentaria de los portugueses de ciudad.
Un ir y venir pausado resucitaba poco a poco, y un aroma intenso, que nadie podría concretar, emergía de pronto conforme los rayos del sol apropiábanse de la oscuridad. Sin embargo, en la Alceste, todos los olores de la vieja Lisboa parecían neutralizados por los ungüentos y perfumes de doña Amalia Ferro, que a esa hora, y desde el amanecer, aún permanecía en sus libretas como quien no tuviese más vocación en la vida que repasar incansablemente asientos de contabilidad.
           En los estantes de madera astillada, atiborrados de grandes botes de cristal, el misterio de los perfumes permanecía en los posos de madres, especie de neblina adherida al vidrio como una medusa extraña, y que al capricho de clientes se alterase a regañadientes una vida de misterios.
            -Rapariga, violeta.
            -Rapariga, Chanel número cinco.
            -Rapariga, jazmín.
            -Rapariga, Loewe homme.
            -Rapariga, crema para las arrugas; piel mixta.
            -Rapariga, Eau de Rochas...
            Revolvíanse lentamente los posos de las madres de esencias al sacudirlos Helena, llenaba con minúsculo embudo las medidas solicitadas, y con un obrigada cortés de comercio, veía transcurrir su horario laboral como una lisboeta más cuyas raíces resultaran ser como la naturaleza de las esencias aquéllas, dedicada a dar perfume a la piel de jóvenes presumidas, damas de tiempo avanzado cuyo olor de edad rechazaran, amarga vida o amor inoportuno desearan ocultar, y a hombres en búsqueda de huellas atrayentes para mujeres o también para otros hombres. Unas fragancias que agitaban su estómago de pequeña burguesa lanzada a la clase social obrera, despreciándolas una a una en lo más profundo de su corazón.
            -Rapariga...
            Todos los perfumes deseados, imitaciones de un famoso olor de diseño caro de cualquier lugar del mundo, jardines de allende los mares, o combinaciones de todos ellos, doña Amalia los conseguía a precio de colonia vulgar. Enfrascábase la mujer entre su bata blanca y sus apuntes, rebuscaba en sus viejos libros y en los que había heredado de generación en generación de delicados perfumeros, y en ocasiones se adelantaba a olfatearlo en su mente con el simple pensamiento de mezclarlos en la dosis adecuada, con el convencimiento absoluto de ser la causante de que su ciudad oliese como ninguna otra ciudad del mundo, y que a su capricho Lisboa se tornara en bello jazmín sin control de estación, nardo perenne, azahar, lavanda, o en cualquiera de las esencias que ella eligiera de las miles de que disponía.
            A mediodía, al finalizar el horario de la mañana, Helena se dirigía a almorzar a la Rua Augusta, al viejo bar regentado por Toni, un hombre de edad madura de ridículo cabello apelmazado de brillantina que recibía a la clientela como si de la propia familia se tratase. El pequeño negocio rebosaba de olor a bacalao hervido, a garbanzos y mantequilla echada a perder sobre las mesas desatendidas; en las grietas de sus paredes rezumaban mugrientos vapores, manchas de vino tinto y salsas sobre los manteles, que Toni intentaba disimular con grandes pósters de cantantes de fado y toreros que algún día de esplendor conociera y flores de tela colocadas sin delicadeza, que daban al local un rancio aspecto decadente.
         -Cogumelos, espinafres au creme, graos, queijo do Alenteijo, bifes...
            El viejo Toni, con su bandeja de acero abollada por los bordes y el cabello apelmazado, relataba su menú con tanta familiaridad que no importaba en sí la carta que anunciara, sino la melancolía con que su boca los transmitía, bien se tratara de grandes platos como de la sopa del día.
            -Rapariga, ¿queijo?
            -No; queso, no, Toni; un filete.
            -¿Bife?
            -Sí.
            Para Toni, los españoles comían poco y hablaban muy alto. Así veíalo, tras muchos años sirviendo mesas a madrileños, gallegos, andaluces, catalanes, vascos: todos comían poco y hablaban a voces, dejando intactos las mantequillas y quesos que servía para untar con el pan, siempre terminando el vino verde sin dejar ni propina, tan sólo el eco atronador de sus voces y sus carcajadas de poca clase. En cambio, para Helena, cuando escuchaba a los turistas hablar en español, una extraña melancolía le raía las entrañas rechazando la idea de regresar a una vida más cómoda junto a sus padres; pero las palabras su mente ya las traducía, tan simultáneamente, al portugués, que lo creía muy tarde, demasiado tarde para desandar los caminos.
            Los días de Helena transcurrían entre la luminosa pensión de la Avenida da Liberdade, la vieja perfumería de doña Amalia y la taberna de Toni. Una soledad absoluta que decidiera el día en que no supo aceptar que Barcelona se había transformado en una horrible ciudad donde sentíase la charnega, forastera en todas partes, con ese acento suyo portugués heredado de sus padres y su infancia en la bella Sintra; una lengua que ni tan siquiera identificaban con su país de origen, sino con Brasil.
            -Noia, ¿una brasileña blanca? ¿Bailem salsa?- le decían con sorna algunos compañeros de universidad.
            En cambio, ser española en Portugal era tan distinto… Sus gentes no acechaban con palabras hirientes o penosos sarcasmos, sino que siseaban al hablar como quien cuenta al oído un enigma recién resuelto. Ser de ninguna parte era lo esencial de aquel país distinto, y las patrias sólo eran cuentos que a nadie que sienta la inmensidad del mundo consigan impresionar. Aquellas personas con quienes decidió compartir raíces pasadas, observaban con las pausas debidas el preciso transcurrir de la vida, como quien se sabe inmortal y mira a los demás como si también lo fuesen, haciendo innecesaria la batalla.
            Una vida del hogar prestado al trabajo y alguna vez el capricho del océano en las playas de Cascais, tan distinto al mar Mediterráneo… Sentía Helena el océano como un volcán de olas y vientos indomables, desobediente a los imperios, con espumas de gigantescas barbas acumulando millones de años y que jamás se dejaran controlar en las dimensiones… Agua y sus visitas al Botánico los domingos muy temprano, a sólo unos minutos de la perfumería, justo para atestiguar que las plantas despiertan, abren los ojos y bostezan al ser rozadas por la luz de febrero. De ese modo Helena, domingo a domingo, en su contemplación sin prisas, despojaba su mente de tanto estímulo falso creado por manos humanas, conseguía limpiar su olfato con el latido de plantas, menos presuntuosas para las esencias que el capricho y las pasiones del ser humano.
            Miraba a los comensales como quien examina marionetas que no interesen al espectador menos exigente; todos comían aprisa, sin detectar, tras el cristal, que febrero es un mes que pareciera posarse en las calles de Lisboa como invisible piel de acera, discretamente despertando la vida de plantas en su multitud de parques; la respiración animal sobre la tierra, por debajo de las aguas del Tajo y por el cielo dominado por los vientos que Las Azores como un saludo a los mundos que no desean patria.
Manuel abrió los ojos con dificultad, se revolvió entre las sábanas y balbuceó maldiciones que hacían referencia al ruido. Todas las madrugadas, antes de acostarse a la salida del sol, repetíase insistentemente no olvidar pisar nunca más aquel cuartucho de alquiler con vistas a la Praça Rossío. El sonido de los motores de los autobuses urbanos y el volar de los aviones de pasajeros rozando los edificios más altos de la ciudad, era la justificación de una terrible jaqueca que achacaba a aquel trajín del transporte, y no a sus juergas tras beber ginjinha noche a noche en el Café Rodrígues, centro de trasnoches y fados junto al puerto lisboeta, donde Manuel acudía a alternar con turistas ebrios negociando la compra de cualquier enser personal salvador de apuros y deudas imprevistas, que adquiría a bajo precio, en euros y tocateja, para revenderlos en locales de dudosa legalidad. La luz de aquella mañana de febrero le devolvió, una vez más, el recuerdo de otro febrero no distinto a aquel. La monotonía de sus actos acecha sus pensamientos en regresar a ninguna parte. No tener pasado alguno era la constante en la vida de aquel hombre maduro, de pelo cano, ojos de águila, alto y robusto, con aspecto de gran señor en decadencia que resistiérase al tiempo como un rompeolas a ser derribado por las tempestades.
El teléfono móvil lo arrebató de sus pensamientos, clavándosele, en las sienes, el sonido agudo de “Para Elisa”, de Beethoven.
-¿Sí?...
Sus negocios de adquisición de premuras, chatarra por oro, diamantes acordados a precio de baratas zirconitas, pasaportes, perlas auténticas por diminutas bolas de plástico taiwanés falsificadas con profesionalidad por estafadores cualificados, cazadoras de plástico por cuero español, tarjetas de crédito… Mercaderías, en definitiva, cuyo origen desconociesen todas las manos por donde aquellas hubieran estado, vendidas con urgencia, luces tenues, alcohol y tristes canciones; sus asuntos de comerciante oculto y rapiña de confusiones, aportábanle a Manuel muy buenos resultados económicos y no demasiados riesgos. En todas las ciudades encontraba gente desesperada, cuyos límites transgredidos le beneficiaban sin que nadie sospechara nada raro.
-Bien, bueno… Después haremos las cuentas… Según las que yo tengo no son esas…, luego hablamos, chao chao...
Caminar por la Baixa Lisboeta sin apenas comercios abiertos a esa hora de la tarde, el placer de su vida errante desde Londres, Madrid, Roma o Moscú. La torre del Castelo Sâo Jorge apreciábase Hércules vigía de la ciudad atisbando los límites del Tajo. Tan sólo esos malditos autobuses, conducidos por audaces suicidas con carnet oficial, y los aviones, despegando del aeropuerto enclavado dentro de la ciudad, sobraban en sus cálculos para que la vieja Lisboa alcanzase el esplendor de un paraíso, donde la vida parecíale tan sencilla a Manuel para vivir sin complicaciones.
Un gran señor paseando por las estrechas callejuelas de la Universidade das Ciéncias, desde cuyo centro la vida del Botánico, y el capricho del aire, acariciánbale unos pensamientos semejantes a las letras más nostálgicas de los fados que noche a noche se escapaban de sus oídos, inmerso en el regateo de sus negocios.
Hombre sin amor presente, sin mayor pretensión que el de lograr recordar los nombres de quienes compartieran con él sábanas de olvidadas pensiones; corazón desierto donde las mujeres tan sólo representaban ya alguien a quien regalar mercancías sin óptimos resultados, que solamente le dijeran muy sonrientes obrigada, thank you, danke, merçi… Claro, sí, las gracias por nada, por falsificaciones, baratijas, donde su orgullo de hombre apuesto no encontraba sino la satisfacción de no ser aún cadáver de sus recuerdos. El intenso perfume de las plantas del Botánico asomaba en el atardecer por los muros sin impedimento. Perseguía Manuel con latente inquietud el misterio de todas juntas, de todas ellas sin excepción; una vez localizadas, el aire límpido de una áurea Lisboa filtrábalas por su nariz finamente, después las derramaba en sus pulmones con un vaivén de dulces recuerdos inventados, y posábalas dulcemente entre sombras de sueños que jamás tuviera enteramente suyos, unidos a la brisa del agua dulce del Tajo y la salinidad violentada de un Atlántico intuido negándose a renunciar.
En esta seguridad de hombre solo que se proclame invencible, deambulando por las callejuelas colindantes a la Baixa Lisboeta, acompañado por el aroma de plantas y la visión de ropas al viento en los tendederos de arruinados edificios, Manuel sentíase el hombre más solo de la tierra, sin necesidad de desamar o ser odiado, amar o saberse sentido, o qué más tristes historias de las que el ser humano pudiera disponer para su desgracia e infortunio.
Obediente al rastro del aroma como quien persiguiera con insistencia a un enemigo para destruirlo, arribó Manuel a la vieja perfumería de la Rua da Prata. Tras el sonido de la campanita del negocio, Helena vio ante sí a un hombre hecho trizas en miradas; a un hombre que, tras el mostrador, no olía a nada sino a hombre, y que de pronto aniquilara todo lo creado artificialmente en el negocio de doña Amalia.
-Busco un aroma…- le dijo cortésmente en portugués, con ligero acento del sur.
-¿Alguno en especial?- preguntó Helena, aún despejada del intenso perfume de la tienda.
-No sé… Creo que todavía no lo sé muy bien…
Con tal mal momento elegido para atenderlo como cualquier cliente se merece, ante aquel hombre qué aconsejar, qué materia escoger entre tantas alternativas, si a ella le sobraban todas para inspirarse en cualquiera de ellas sin la intensidad de las fórmulas sabias de doña Amalia ni sus libros antiguos de potingues y ungüentos perfumados… Y, ¿por qué el deseo de oler distinto en este hombre? Los olores confunden las mentes, pensaba Helena observando aquellos ojos de águila rotos, confunden el corazón, anudan los recuerdos y después no pueden ser desmenuzados, sino que el perfume impone las pautas que deben ser obedecidas, compuestas, resucitadas al placer de su ocaso…
-Busco algo especial que deben tener en el botánico; ya sabes, ese que hay junto a la universidad de ciencias; debe tratarse de alguna planta exótica, o flores nuevas…, no sé…, porque encuentro que aquí también hay un olor similar…
-Será porque está cerca. Febrero es un mes extraño para las plantas. Para ellas, cada estación tiene sus secretos.
Dedujo Helena que aquel hombre perseguía un imposible. ¿De dónde conseguir el perfume de todas ellas, para apresarlas en líquido? Ni siquiera doña Amalia podría conseguirlo. De ello estaba completamente segura.
-Doña Amalia, la dueña, no está; si quiere volver luego… Tal vez ella pueda conseguirle lo que estás usted buscando.
-Puede ser. Volveré más tarde. Gracias, muy agradecido.
Un hombre en quien de inmediato encontrárase reflejada Helena en sus ojos de espejos hechos añicos que recordábale antiguos retratos impresionistas que había contemplado en el museo Calouste Gulbenkian; caras de hombres con gestos afilados y que sin embargo conservaban una expresión romántica justo ahí, en la línea de sus ojos: alguien que buscaba lo que ella deseaba dejar atrás y que sin embargo sentía en un común punto de encuentro. Al marcharse el hombre, Helena volvió a inspirar las miles de fragancias unificadas en el ambiente de la perfumería, regresando en ella, de pronto, las mismas leves náuseas que le ocasionaron los primeros días de su empleo de dependienta.                                    
Al bajar la persiana de seguridad, las dos mujeres se despidieron en la puerta de la Alceste. La noche, enraizada ya en las calles y el cielo de la ciudad, dirigía a doña Amalia a su casa de la Praça Marqués de Pombal, la zona privilegiada de la ciudad, junto al parque de Eduardo VII. Oscurecido el cielo, las luces de los aviones parecían rozar las grandes copas de los más altos árboles y el tejado del hotel Fénix, dejando un rastro sonoro similar al de las tormentas. Doña Amalia caminaba despacio; parecía agotada, destruida por la sempiterna compañía de sus silencios y esa terrible soledad que acechara a quien sólo vive para el trabajo. Sentíase ya, en la edad madura, sin metas adonde arribar. Nadie la esperaba en casa, y sus sentimientos habían tocado el fondo de que jamás nadie la esperase ya.
Helena caminaba en busca del consuelo en la voz quebrada de la ciega Branca, una mujer que al caer la tarde colocaba un cartón sobre las aceras y echábase en las paredes de los comercios ya cerrados y cantaba con un sentimiento profundo, estremeciendo sus ecos a los más solitarios transeúntes. Interpretaba antiguos fados como nadie lo consiguiera en la vieja Lisboa, al compás de un triángulo que tocaba torpemente con un temblor de alcohol y trasnoches. Con sus ojos fijos en la nada, la voz de Branca ofrecía al corazón de Helena una nostalgia que no sabía situar en el tiempo. Todas las noches, sin que ella pudiese sospechar de su presencia, Helena quedaba inmóvil frente a ella, escuchando a la mujer aquella con vestimenta de mendiga transmitir lo incierto de la vida y la pesadumbre de no recoger a tiempo todo cuanto al alcance un día se haya tenido y se sepa irrecuperable.
Pero las calles, una vez cerrados los comercios, quedaban en poder de los solitarios câos de lata, perros vagabundos, almas solitarias que escarban en sinrazones guiándose por el amargor del pasado. Por esa razón, y con temor a que a su voz acudieran almas turbias abandonadas a la noche, Branca tan sólo cantaba dos o tres fados incompletos, lo justo para un par de tragos en la licorería Ginjinha, que la hicieran olvidar, y tal vez recordar, su lejana Nazaré, al norte del país, sus tiempos de recogedora de percebes, y los días de cuando cantaba fados frente a las indómitas olas de un Atlántico que entonces podía admirar.
Cuando Helena desvió su mirada, entristecida por la voz de Branca, sintió que era observada. Bajo la tenue luz de una farola unos ojos quebrados de águila perseguían sus pasos, provocando que acelerase el ritmo de sus pies. Antes de cruzar la calle, escuchó:
Rapariga!
Manuel se le aproximó con gesto abierto.
-¡Muchacha! ¿Le has preguntado a la dueña?...
-No... Lo siento, pero se me ha olvidado.
La proximidad a Helena sobrecogió al hombre. De pronto, ante ella, la fragancia del Botánico inundaba su olfato; y al parpadeo de sus ojos el intenso perfume manteníase intacto.
 “Las mujeres”, pensó Manuel, “son un misterio para los hombres. El recuerdo de mis paseos por el botánico se centra en esta rapariga por qué. Qué motivo puede hacer que lea mis pensamientos esta joven con acento español”.
-En realidad- dijo Helena serenamente, evitando esos ojos en cuyos espejos temía identificarse-, no sé qué perfume busca usted. No comprendo, pues, qué podría preguntarle yo a doña Amalia. Usted mismo lo reconoce; que no sabe cuál desea. Será más fácil cuando lo tenga claro. Vuelva otro día.
Helena comprobó que aquel hombre la desnudaba de las esencias de la Alceste; frente a él, sentíase mujer desprendida de recuerdos cuyas visiones estuvieran unidos a los perfumes que caprichosamente elaborase doña Amalia. Una mujer a merced de un hombre que no podía relacionar con ningún otro olor conocido anteriormente y que la invitaba a seguir con él.
-Tomemos un café; charlemos…
Dejándose llevar por la fragancia de nada, por la huella de nadie; sólo hombre junto a ella, ojos, cuello que bajo la camisa ábrese a sus labios, manos, boca, cuerpo que no renuncie a aquello que es, sin más pretextos que sí mismo y que jamás volviera a ella en frasco de vidrio etiquetado con Herrera, Boss, Rabanne, o las perfectas falsificaciones de doña Amalia. Para Helena, ningún nombre comercial debiera dejar al antojo de los perfumistas los recuerdos de estar con alguien compartiendo lo que fuere.
-Me dedico a los negocios.
Sorprender a una mujer con esas palabras, entraba en sus cuentas de hombre seguro con solvente economía.
-… Intermediario de grandes valores bursátiles. Nueva York, Tokio, Wall Street…
Una edad en la que los hombres lanzan ante las mujeres su tela de araña con la pasión de la economía, como si ya su cuerpo fuera incapaz de conseguir ser amado por sí solo, y hayan de acompañarlo, para hacerlo apetitoso, con materias de compraventa.
-Dependienta no es mi profesión. Estudié biológicas en la universidad de Barcelona.
Unido a la belleza, para una mujer ser inteligente era para Helena un valor al alza ante los hombres apasionados, un complemento extremadamente importante que háyase de especificar cuando se ocupa un oficio menos remunerado.
-Aunque es un trabajo como otro cualquiera. Digno, quiero decir. Hasta que encuentre mi lugar.
La excusa cuando no se siente aquello que se realiza.
-¿Barcelona? Conozco bien la ciudad, debido a que, por mis negocios, viajo con frecuencia. Me gusta visitar el Parque Güell en las tardes de otoño. Gaudí es un mundo aparte.
-Yo también paseaba en ese parque; los domingos por la mañana.
Helena sentíase atrapada en su mirada. Los ojos de Manuel traspasaban los suyos como si en el iris estuviera escrito el libro de su vida, advirtiéndola que no lo engañara, porque de ella lo sabía todo, absolutamente todo. Su semblante era tan hermoso, un ejemplar de hombre tan delicado, que todos los hombres a quienes un día amara desaparecieron de su alma.
Manuel temía que sus palabras lo delataran, y en sólo una sílaba Helena descubriera un historial de engaños y estafas, tal vez la edad, que a sus cuarenta y seis años los pensaba catástrofe que no pueda impedirse con el fuerte carácter. Porque los rasgos de esa mujer eran tan ardientes, tan provocador su aroma, que comenzó a recordar nombres de mujeres que habían pasado por su vida.
-¿Te gustan las perlas?- le preguntó, como recurso ante aquel temor de no estar a la altura de las circunstancias.
-No demasiado.
-Toma; esta te gustará, Helena. Cógela. Es auténtica. Un regalo para ti.
Los salvavidas de Manuel batiéndose en el mar para atraer a las mujeres, y de nuevo escuchar:
-Obrigada.
En esta ocasión, con un beso en la mejilla, un extra inesperado producido por una perla made in Tailandia, mercancía inservible que no había conseguido colar, y el rostro de Helena tan cerca del suyo, que continuó recordando nombres que daba por extinguidos.
Paseando por una Baixa Lisboeta ya solitaria, donde los câos de lata arrebatan el dominio de las callejuelas a las gentes diurnas. Con el perfume del Botánico en Helena desesperándolo, cautivándole, envuelto en un deseo que resucitara de las cenizas. Y ella con la ausencia de fragancia falsificada en él, despejándola de vértigos, con ganas de él. En esos segundos, al amparo de aquellos callejones a las faldas del Castelo, donde los gatos resguardábanse bajo los coches al refugio de sus panzas, ambos desconocían el valor de cuanto vivían entregados en sus aromas y urgentes besos a la luz de la licorería don Cesáreo Crisóstomo, en cuya pared, a tinta roja, leíase “Capacidade para 15 pessoas”.
Doña Amalia charlaba en su oficina con un viajante nuevo. Este, a pesar de ser instruido por la empresa del historial burgués de su familia y del exquisito trato con el que debía tratarla, charlaba con ella con una confianza a la que la licenciada no estaba acostumbrada. Era un hombre joven, con esa vitalidad de lanzarse a vender convencido con la personalidad. Su espontaneidad era torrente de energía y llamaba la atención de la mujer, a pesar de haberse rociado, según su olfato de experta indicábale, con una pésima eau de toilette que incluyera proteger da luz solar e nâo êxpor a temperaturas superiores a 50º C. Qué tiempos de basuras con los sprays, pensaba doña Amalia, identificando la composición; con lo inalterable que es el vidrio para la naturaleza de las plantas y éstas a la luz del sol.
-Los negocios deben ofrecer lo que los clientes reclaman con los tiempos. Con mis respetos, doña Amalia, que la mirra, las rosas, el clavo, maderas de oriente, espliego…, todo eso está bien, sí, por supuesto que en la perfumería y la cosmética tradicionales tienen, y deben permanecer… Pero la baraja de sus posibilidades han de ser más amplias, con vistas a las nuevas exigencias de los tiempos…
Doña Amalia, pacientemente, escuchaba al joven viajante, y en sus adentros comprendía que alguna razón tendrían sus argumentos, pues sus datos estarían basados en importantes estudios sociológicos de la empresa. Sí, algo debía de ocurrir con los perfumes tradicionales; quizá por ello su contabilidad no fuese tan óptima como en otros tiempos.
-Le aseguro, doña Amalia, que estas muestras de nuevas esencias le servirán de ayuda para abrirle nuevos proyectos… No se cierre al progreso…
Relacionándolo con la contabilidad, al marcharse el joven vendedor doña Amalia estaba convencida de la urgente renovación de su viejo negocio, y enfrascándose en sus tratados de perfumería y cuadernos comenzó a experimentar olores nuevos que le diesen la oportunidad de mejores ingresos. Alcanzar los más vendidos, los más solicitados por las nuevas generaciones, dispuestas a pagar cifras altas por excitantes aromas.
Cuando Helena abrió la puerta, doña Amalia no la miró con gesto duro, ni le reprochó nada por su tardanza. Tan sólo dijo:
-Hay mucho trabajo. Hoy almorzaremos aquí. Helena, cierra y pon el cartel.
¿Cerrar? ¿Y, por qué hoy?, pensó Helena. Precisamente hoy, que llevaba los ojos de Manuel fundidos en los suyos, su piel de bálsamo a nada más que a hombre plasmada en la suya, haciéndole olvidar el repugnante agobio que producíale ahora, tan segura ya de ello, la Alceste. ¿Dejarlo todo con un “Disculpen las molestias”?
Un día de náuseas a las órdenes de doña Amalia y sus nuevas obsesiones de mujer sin más inspiraciones que las genéticas, las cuentas y ocultar el olor natural de las personas. Revolviéndole el estómago todas aquellas nuevas elaboraciones para qué, pensaba Helena rabiosamente, sino como castigo por haber conocido el misterio del mejor perfume en la piel de Manuel, que tal vez notara en sus ojos sin ella saberlo, sí, los trazos de sus ojos de águila plasmados en los suyos, fundidos por tanto traspasarlos, ovillo de hembra en una fragancia del alguien ajeno a la empresa, y que la experta de perfumes, con su olfato, detectara, envidiase, sospechara y alarmada quisiera aniquilar para que Helena retornase a su sitio, al envolvente e intenso mundo que ella dictaminara a cambio de un mísero sueldo de sirvienta.
Al anochecer, Manuel la esperaba escuchando a Branca, echada en la pared del Café Caetano, en la rua Augusta. La luna asomaba ya por las faldas del imponente castillo, y el eléctrico reposaba de sus vaivenes como reliquia abandonada ante un incierto destino. Una fría brisa había precipitado la soledad en las calles, y apenas viandantes cruzaban las callejuelas de la Baixa Lisboeta.
Cantaba la ciega Branca aquella noche penosamente, con la voz aún más quebrada, susurrando desmemoriada, las letras de viejas canciones del norte portugués. Tocaba con gran descompás su triángulo, y daba pausas para tragar su saliva espesa. Manuel observábala sin asombro junto a la taberna de Toni, preguntándose qué razones tan secretas podría abocar a las personas a no sentir que los demás los inquietaran, como se mira los câos de lata, revolver en los contenedores de desperdicios todo cuanto otros desechen por inútil.
 Pensando en Helena, nervioso por recuperarla; oliéndola en su pensamiento como quien retornara a un perfume para atraer la sexualidad que diera por perdida. Porque, con ella, su piel abierta, cubierta con todo el Botánico al alcance de su boca, que conquista la suya, el enigma de la misteriosa Lisboa en su cama revuelta, entregado al placer, olvidando, por una noche, sus negocios, el regateo, la furia que le despertaba el ruido del tráfico, el Café Rodrigues y esa terrible soledad que lo acechaba día a día como lobo hambriento para devorarlo en cualquier esquina de la edad. Portando en su bolsillo un viejo reloj rechazado que pasaría por buen oro, con la hora oficial de Lisboa, para no caer en errores. Un regalo para Helena, diseño suizo.
Sobre la acera, el cartón de Branca mezclaba ya algunos escudos y céntimos, que al término de interpretar el segundo fado recogió con urgencia como quien acabara de atracar un imperio, dirigiéndose a pie ligero hacia la licorería Ginjinha.
La proximidad de Helena la percibió muy distinta a la noche anterior. Al verla frente a él, una envolvente mixtura le trajo al corazón viejos otoños vividos al unísono en diversidad de lugares, y sintió miedo.
-Hola…
Ser besado con su ternura lo confundió aún más, y lo estremeció sospechar que el aroma de aquella mujer solamente hubiera vivido en su más alucinante fantasía, en los más olvidados recuerdos, como otras muchas otras mujeres pensadas en las noches solitarias.
Helena, por su parte, al besarlo olfateó que su piel no era la piel del hombre que traspasábale los ojos con sus espejos entre los poros ausentes en falsificaciones, y un grosero perfume de after shave inundaba el cuerpo de un Manuel que de pronto no reconocía Helena y que provocábale un vacío de recuerdos frescos y aversión.
-Hola.
Los dos, ignorantes de aquel contradictorio punto en común, guardándose los suspiros y razones de un amor que apenas reconocían nacido y que, al callarlos, tomados por muertos, entre la fría brisa de la noche surgieron las excusas, falsos motivos y los deberes por cumplir.
-He de marcharme; ya sabes: los negocios. Te iba a llamar, pero me lo acaban de comunicar por el teléfono móvil.
Palpando en su bolsillo el reloj puesto en hora, valorando a cuán ridículo punto de encuentro puede llevar la miserable pasión cuando no se ama. Concluyendo, al instante, no regalar, sin necesidad de más obrigada, aquella mentira.
-Yo me siento muy cansada…, y doña Amalia estaba hoy tan rara…
-Mañana nos vemos.
-Mañana.
-¿En la taberna de Toni?
-Sí; aquí mismo.
Sin rozarse las manos por no volver al encuentro, para dejarlo intacto, con la esperanza rota, sabiéndose lejos. Manuel, olvidando los nombres de todas sus mujeres porque ya eran Helena, y ésta recordándolos a todos ellos en la lejana playa de la Barceloneta, entre guitarras y voces que cantaban, con infantil acento francés, las más conocidas canciones de George Brassens.
Sabiéndose dos, aquella noche de febrero en la Baixa Lisboeta los introdujo de nuevo en sus caminos sin melancolía ni pesadumbre, lanzados a la continuidad de ser câos de lata, almas de fado, ajenos a los días venideros, cuando Manuel, sin saber que buscara a Helena, recordara en cualquier ciudad del mundo también su gesto de inocencia en la lucha con la altivez, su piel propensa al sabor y jamás, a pesar de sus esfuerzos, jamás aquel aroma de la perfumería y el Botánico, negándose las dudas de no poder vivir sin ella.
Helena, tras el mostrador de la Alceste, indagaría con urgencia en los ojos de clientes apuestos la mirada partida en vuelos de Manuel; odiando que, entre tantas esencias al alcance de sus manos y las posibilidades de conseguirla, no conservaba ninguna fragancia suya, para rescatarlo en la memoria justo en el punto de la noche en que ambos creyeron no amarse.
Ignorando que, a mayores días perdidos, su deseo de reencuentro conseguiría enturbiar sus corazones de una pasión desechada que dieran por falso punto en común. Pero ya sería tarde y, tal vez, alguien como Branca, en alguna calle de la bella Lisboa, los trajera al recuerdo en compases de un fado, convertidos ya en câos de lata, entre los brazos de nadie.

© Marta Antonia Sampedro Frutos (2002)
Obra Finalista, premio de Relato corto "Entre Libros", 2002.

Dios de la arena, de Marta Antonia Sampedro


En la primavera de un año olvidado, el calor canicular del desierto, más que una alucinación, se asemejaba a una premeditada tortura. Unos meses atrás, dos jóvenes amigos, Habigade y Ali, acordaron la promesa de centrar sus rezos para que lloviera. Miraban al cielo; miraban y acechaban las ardientes dunas del desierto, el lomo de pelo reseco de los camellos sedientos, y volvían a rezar a sus dioses sin que el cielo se alterase más allá de la intensidad del sol encharcándoles de sí mismos las ropas.
 Sus plegarias, en vano, perdieron la fuerza que en un principio intuyeran por la fe de la necesidad. De modo que una noche, a la luz de la luna y un cielo añil, en una remota emisora de radio sonaban trompetas y tambores, al tiempo que un locutor extranjero retransmitía con fervor frustrado que la pena de aquella rogatoria era que al sacar los santos llovía sin parar, y que los trajes de gala se estaban embebiendo, malsonantes las trompetas entre grandes salivas y súbitos chaparrones. Habigade y Ali se miraron con ojos despiertos, diciéndose que ahí podría hallarse el error de sus oraciones antiguas: en la carencia de un ritual tan necesario para la ley de la lluvia. Sin mediar más que sus miradas, creyeron encontrar el misterio del agua, y cuando apenas había amanecido, olvidando su fe heredada y apartados del poblado, sobre dos troncos podridos de palmera muerta colocaron una lona carcomida verde militar y encima un minúsculo dios de plástico con el dedo alzado que un tiempo atrás dejó olvidado un sacerdote, antes de regresar a España, hastiado de la arena. No llevaban trompetas, ni tambores para espantar las nubes secas. Tan sólo sus cantos de pueblo abandonado, voces de jóvenes gargantas y una esperanza como un pellizco en el alma por transgredir sus credos más profundos.
En el suave movimiento del aire, las dunas transformaban su piel de ola seca. A lo lejos no había nada excepto cielo y arena. Sus pies equilibraban los movimientos de aquel cuerpo sin vida que no obstante traía la lluvia en el mundo privilegiado.
Murmuraban sus rezos, confusos, lejanos y próximos a dioses en aquel rumor de tierra. Lagartijas y huesos se desenterraban a su paso. Y cuando el sol, como un globo izaba su cuerpo ardiente sobre las cabezas de los dos amigos, una gran ola de arena tomó cuerpo frente a ellos. Primero surgió una cabeza oscura con espinas de cactus, seguidamente un gigantesco hombre desnudo que rápidamente se desplomó, retornando su estampa a la arena en un gran remolino sin huella y silencio. Habigade y Ali se miraron asombrados: de aquella aparición, comprendieron que el sol traspasaba ansiosamente sus ropas, los ojos muy calientes, sin aire sus pulmones. Miraron al cielo. Nada hacía presagiar que llovería. Observaron atentos el horizonte, la terrible hora de los escorpiones y con temor abandonaron el ritual, desolados por la advertencia de aquel terrible pecado.
Qué habría sido aquello. Por qué en vez de lluvia presenciaron a un hombre de arena. Enterrados en las dunas, palos y figura quedaron atrás. Dos amigos decididos a despertar cualquier dios de cuya omnipotencia carecerían los demás. Regresaron tristes al poblado.
Los niños jugaban. Mujeres y hombres adultos estaban recostados a las sombras de las lonas charlando en paz. Nadie debía descubrir el secreto, el atrevimiento de comprobar si otros dioses servirían para otros deseos y necesidades. Porque esos dioses lejanos ya tenían lo suficiente, quemado en estercoleros, pescado y dulces manjares entre nubes negras, así lo decía siempre por radio el satélite, y esos absurdos regalos de parientes ya europeos. En su afán de aniquilar el recuerdo de la certeza de la escasez de agua, habían negado la fe del desierto.
Aquella última primavera de un año olvidado, Habigade y Ali comprendieron la huida del sacerdote. Se habría marchado adonde los milagros son posibles. Un dios de la arena que decida dar paso a la lluvia, no es más que una alucinación; que da cuerpo el astro de la extrema desesperanza, en dos jóvenes corazones.

© Marta Antonia Sampedro Frutos (2000)

jueves, 19 de diciembre de 2019

Y si no te gusta Jaén, de Marta Antonia Sampedro


             Hace unos días, tuve la suerte de charlar con un cargo político de nuestra provincia, a la que no veía desde hacía tiempo. Sobre cómo va Jaén, mi opinión era que esta provincia está fatal, última de España en renta per cápita y otras opiniones adversas a que “Jaén va bien”, que no gustaban nada, y ella me contestaba que siempre me quejo, para luego insistir en que por qué no me marcho de aquí si no me gustaba. Fuera de Jaén. Es buena idea, ¿no creen? Lo malo de inyectar la idea de marcharse de la tierra de uno, es cuando se dice a quien de niña ya lo hizo por el mismo motivo: a mis padres, al parecer, tampoco les gustaba Jaén, y emprendieron, como millones de andaluces, la ruta resignada de la emigración. No les gustaban los caciques, ni que no pudieran dar jornal por no ir a misa, ni ver a sus hijos carne tierna de explotación en los olivares, cuidando marranos ni fregando de rodillas las casas pudientes a cambio de un mendrugo de pan y agachar la cabeza. No les gustaba ser carne de explotación para alimentar más miseria y corrupción política. Ahora, nada de eso ocurre. Al fin Jaén es la maravilla que Alicia pregona, y cómo se nota en todas partes. Cuando este cargo político aún ni sabía cuántas sílabas, ideas y consecuencias lleva la palabra “socialista” -desconozco si aún lo sabe-, muchas familias analfabetas sabían, fuera y dentro de Jaén, cuántas tintas de sudor y llanto lleva la palabra “injusticia”. La política, al parecer, le ha dado a ella la visión ante la crítica, que el franquismo ya de sobras nos enseñó. Para eso, no hace falta ser sino una cara y una firma en una lista cualquiera, donde ponga lo que ponga una se alista y prospere su casa y su familia sin necesidad de atar una maleta. A los que no nos guste cómo marcha Jaén, ya no es necesario que emigremos a Alemania, Cataluña o Madrid: podemos irnos a La Mancha, que está más cerquita. Es lo malo de creer a los ciudadanos un voto por sonrisa, salir en el Diario Jaén o Canal Sur todos los días, y creerse toda ella Jaén: que se cree lo que diga por repetición de anunciarlo. Sí, me alegró mucho charlar con ella. Me confirmó que Jaén, a pesar de sus políticos, aún sigue siendo casi una pesadilla, que salva por los pelos un pueblo que sí la merece mejor. Sin tener que abandonarla. 

© Marta Antonia Sampedro Frutos (2005)
Publicado en la revista "Siempre a mano".