En la primavera de un año olvidado, el
calor canicular del desierto, más que una alucinación, se asemejaba a una
premeditada tortura. Unos meses atrás, dos jóvenes amigos, Habigade y Ali,
acordaron la promesa de centrar sus rezos para que lloviera. Miraban al cielo;
miraban y acechaban las ardientes dunas del desierto, el lomo de pelo reseco de
los camellos sedientos, y volvían a rezar a sus dioses sin que el cielo se
alterase más allá de la intensidad del sol encharcándoles de sí mismos las
ropas.
Sus plegarias, en vano, perdieron la fuerza
que en un principio intuyeran por la fe de la necesidad. De modo que una noche,
a la luz de la luna y un cielo añil, en una remota emisora de radio sonaban
trompetas y tambores, al tiempo que un locutor extranjero retransmitía con
fervor frustrado que la pena de aquella rogatoria era que al sacar los santos llovía sin parar, y que los trajes de gala se estaban embebiendo, malsonantes las
trompetas entre grandes salivas y súbitos chaparrones. Habigade y Ali se
miraron con ojos despiertos, diciéndose que ahí podría hallarse el error de sus
oraciones antiguas: en la carencia de un ritual tan necesario para la ley de la
lluvia. Sin mediar más que sus miradas, creyeron encontrar el misterio del
agua, y cuando apenas había amanecido, olvidando su fe heredada y apartados del
poblado, sobre dos troncos podridos de palmera muerta colocaron una lona
carcomida verde militar y encima un minúsculo dios de plástico con el dedo alzado
que un tiempo atrás dejó olvidado un sacerdote, antes de regresar a España,
hastiado de la arena. No llevaban trompetas, ni tambores para espantar las
nubes secas. Tan sólo sus cantos de pueblo abandonado, voces de jóvenes
gargantas y una esperanza como un pellizco en el alma por transgredir sus
credos más profundos.
En el suave movimiento del aire, las
dunas transformaban su piel de ola seca. A lo lejos no había nada excepto cielo
y arena. Sus pies equilibraban los movimientos de aquel cuerpo sin vida que no
obstante traía la lluvia en el mundo privilegiado.
Murmuraban sus rezos, confusos, lejanos
y próximos a dioses en aquel rumor de tierra. Lagartijas y huesos se
desenterraban a su paso. Y cuando el sol, como un globo izaba su cuerpo
ardiente sobre las cabezas de los dos amigos, una gran ola de arena tomó cuerpo
frente a ellos. Primero surgió una cabeza oscura con espinas de cactus,
seguidamente un gigantesco hombre desnudo que rápidamente se desplomó,
retornando su estampa a la arena en un gran remolino sin huella y silencio.
Habigade y Ali se miraron asombrados: de aquella aparición, comprendieron que
el sol traspasaba ansiosamente sus ropas, los ojos muy calientes, sin aire sus
pulmones. Miraron al cielo. Nada hacía presagiar que llovería. Observaron
atentos el horizonte, la terrible hora de los escorpiones y con temor
abandonaron el ritual, desolados por la advertencia de aquel terrible pecado.
Qué habría sido aquello. Por qué en vez
de lluvia presenciaron a un hombre de arena. Enterrados en las dunas, palos y
figura quedaron atrás. Dos amigos decididos a despertar cualquier dios de cuya
omnipotencia carecerían los demás. Regresaron tristes al poblado.
Los niños jugaban. Mujeres y hombres
adultos estaban recostados a las sombras de las lonas charlando en paz. Nadie
debía descubrir el secreto, el atrevimiento de comprobar si otros dioses servirían
para otros deseos y necesidades. Porque esos dioses lejanos ya tenían lo
suficiente, quemado en estercoleros, pescado y dulces manjares entre nubes
negras, así lo decía siempre por radio el satélite, y esos absurdos regalos de
parientes ya europeos. En su afán de aniquilar el recuerdo de la certeza de la
escasez de agua, habían negado la fe del desierto.
Aquella última primavera de un año
olvidado, Habigade y Ali comprendieron la huida del sacerdote. Se habría
marchado adonde los milagros son posibles. Un dios de la arena que decida dar
paso a la lluvia, no es más que una alucinación; que da cuerpo el astro de la
extrema desesperanza, en dos jóvenes corazones.
© Marta Antonia Sampedro Frutos (2000).
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