domingo, 31 de enero de 2016

Sara Pintanubes, de Marta Antonia Sampedro

               
               Esta es la historia escolar de Sara, la niña que más sabe de las formas fantásticas de las nubes. Sara es muy morena; su piel es como el desierto al atardecer, cuando el lomo de los camellos parece una suave duna. Sus ojos, negros, merodean las miradas, esquivan el suelo enfrentándose a las miles de alboradas que la observan, preguntándose qué origen raro abriera un día la puerta por donde vio la luz de la vida. Son sus manos las manos más ágiles de toda la escuela para coger lápices de colores, y su pelo un abanico oscuro, brillante, que balancea el viento rozando en miles de caricias las mariposas que a su alrededor vuelan invisibles. “Aquella tan amarilla, es la más pequeña. Sí, aquélla que vuela juguetona”. Pero nadie ve mariposas y ni tan siquiera abejorros, sino cemento gris, cal blanca y negras rejas que al paso de Sara continúan inmóviles, quietas. Por eso los niños que la conocen, dicen de ella: “Sara dice muchas mentiras”. Sabe escribir, pero en la escuela nadie entiende que las líneas, caprichosas y traviesas, busquen otros destinos para indagar. “La letla me se tuelce, como me pasa con los dinbujos”. Son dibujos de líneas que a su antojo visitan el papel. Un día, por ejemplo, uno de los trazos que guarda Sara en su carpeta quiso bajar del pupitre, y toda la clase dejó de atender a don Antonio, quien estaba bastante acostumbrado y no se dio ni cuenta, porque la tilde corpulenta y tan preciosa, de color verde lechuga, se dirigía hacia la puerta, por donde desapareció, dejando a todos boquiabiertos; más tarde, en la hora del recreo, la encontraron en el patio, y Calcetines, el perro de Manoli, la portera de la escuela, la olisqueaba con gran interés.
               -Parecen hilos de plastilina- dice Encarnita, que es la más seria de la clase y quiere ser detective-. Veamos si la sustancia que tenemos frente a nosotros, se derrite; esperemos a que le dé el sol… ¿Estás segura, Sara, de que esto era la tilde de víbora?
               -Sí, eso mismo es- confirma Sara a la especialista en desapariciones y hechos paranormales.
               -Pues esto sin duda es cosa de mi incumbencia, claro que sí, ya que esta tilde tan importante es parte de una palabra y no podemos dejarla mal compuesta.- Calcetines opina que ese olor tan extraño del gusano tan largo, merece ser de alguien; de modo que levanta su pata trasera y antes de poder marcar la línea, Encarnita le grita: “¡Vete Calcetines!, ¡no pongas impedimentos a la ley!”. Pero los rayos del sol no alteran el trazo, sino que lo hacen desaparecer, como si antes sólo hubiera sido un reflejo de algún astro de colores.
               -Parece de una misteriosa galaxia- dice Almendra, la más fantástica de la clase, y que de mayor quiere ser escritora. “Ir por los pueblos chicos, escuchando contar a los abuelos y a las abuelas historias del año catapún, y luego escribirlas sin faltas de ortografía en un libro con un gran lazo de oro”, fantasea a doña Clotilde, la profe de lengua, y ésta cabecea no muy conforme, diciendo: “No sé, Almendra… A lo mejor los lazos de oro le van mejor a un hermoso y ceporro loro…”. Por eso, no creas que es tan raro que los amigos de Sara se pregunten: “¿De dónde sacará Sara, las cosas que pinta?”: caballos mansos que bailan música de Falla, mujeres de cabello largo que de pronto lo tienen corto;  mochuelos que vuelven los ojos en la cartulina clara y luminosa; figuras que sobre el papel taconean flamenco sacándose del bolsillo un mantón de Manila…, haciendo de los personajes del mundo un mundo aparte donde todo es posible con un lápiz en la mano.
             -Yo no lo he pintado, señorita- encoge el hocico ofendida por la regañina de doña Clotilde-, que lo tenían ahí guardado y lo han sacado del mandil. Toda la noche han estado con jaleo, palmeando rumbas y alegrías, y apenas he podido pegar ojo; por eso tengo hoy tantas onjeras.
               La profe la escucha con atención, preguntándose la procedencia de su increíble imaginación, y para reprender sus mentiras la saca a la pizarra.
               -Escribe: debo ser responsable coma consecuente coma obediente coma ejemplar coma aplicada coma íntegra coma estudiosa coma insuperable coma laboriosa coma…
             -Dembo ser renponsabebe… ¿Y qué más has dicho señorita, que no macuerdo?
             La tiza le embadurna la mano como el magnesio los dedos de los trapecistas. Doña Clotilde la mira torciendo sus labios, hincando sus ojos en las dos lunas de Sara, mientras piensa: “Hay niños que no saben nada más que bailar. Jaleo es lo suyo, jaleo y más jaleo, bailar hasta reventar”. La trapecista escolar se limpia en la ropa la tiza, y vuelve a su pupitre con el pelo electrizado de sonrisas. “Con vosotros”, dice la profe mirando a Sara, “con vosotros es imposible. Sólo pensáis en jugar, chismorrear de amores… y bailar”.
               -Pues yo no bailo, señorita- contesta Sara muy seria-. Yo, sólo muevo los brazos para coger mariposas. Mira, profe, mira… así los muevo yo entre las nubes, que se van de un lado para otro porque son muy revotosas.
             La clase carcajea el movimiento de sus brazos, notando los humos transparentes de la profesora, que se sienta en su mesa apuntando ceros como lunas llenas en su libreta.
               -Sara, por tu salero comportamiento cero… Y tú, Andrés, tendrás que aprender las palabras del revés. Mariquilla, no te escondas debajo de la silla…, que siempre andas haciéndote la graciosilla. Almendra, cara de hoja, tendrás que escribir diez veces que el femenino de ojo no es oja… Y tú, Julián, cara de lucero…, deja ese gesto de choteo… Ana, ya tienes otro cero, ea, porque te da a ti la gana… Y Encarnita, guerrera con arco, cuando acabe el curso ya veremos cómo queda el charco.
             La profesora de lengua, siempre aprovechando para dejar bien claro que es aficionada a la prosa poética. Cabizbajos, apagando las risas como cuando se echa un cubo bien lleno de agua al fuego, piensan en el recreo, mientras doña Clotilde, apuntando con el dedo a cada uno de ellos, les dice:
             -Para mañana, noventa y nueve veces muy requetebién escrito: “La escuela no es un lugar para divertirse, sino exclusivamente para estudiar”.
             Todos ponen cara de fastidio, menos Sara, porque ella nunca cumple esos castigos, pues piensa que es perder el tiempo eso de escribir muchas veces lo que de sobras ya se sabe. Prefiere dibujar olas. Cuando las colorea, la espuma blanca se sienta sobre ella como en un columpio colgado en el cielo, y al cerrar sus ojos Sara recuerda su tierra, porque allí no hay olivos, ni trigos ni vides, pero sí mucho mar. El mar tiene un enorme salero y bendice a los que lo aman. Por eso Sara, cuando añora su movimiento, lo pinta una y otra vez, y así, cuando se derrama sobre sus hojas para pintar, lame las gotas saladas; para que sepa que piensa mucho en él.
               Pero ¡cuántos balones hay perdidos entre los geranios de Manoli, la portera! Algunas veces, hasta de balonmano. Pero son del otro colegio cercano, que es colegio para niños ricos. A ellos no les importa, porque todos los balones sirven para lo mismo si no están pinchados. ¡Y cuántos pajarillos encerrados en casas de alambre colocados en su pared! ¡Pobrecitos pajarillos! Manoli es rechoncha, y ellos creen que todas las porteras de todas las escuelas también lo son, y que visten una falda de tablas que al caminar les dé aspecto de gigantes. Manoli los vigila, no se fía de ellos, porque si se despista abren las jaulas de los pajarillos para verlos volar. Por eso, durante el recreo, algunas veces coloca a Calcetines de feroz vigilante, atado a su puerta con un largo cordón de sus zapatos, para que al verlos llegar la avise, si es que ella está con sus pucheros. Ellos saben que Manoli les tiene el ojo echado, y reúnen golosinas para entretener al perro, pues le gustan mucho, sobre todo las gominolas y los bollicaos blanditos, y los pajarillos vuelan y se pierden sobre los tejados, dejando a todos los niños también alegres y contentos.
               Y ahora están inquietos porque suene la alarma, para acallarla con su escandalera de risas y carreras. La alarma de la escuela es muy buena: sobresaliente en música, si suena pronto para el recreo; al regreso no es lo mismo: aprueba por los pelos, envuelta en fastidios: “¡Qué rollo! ¡Calla, calla! ¡Gritona! ¡Chalá!”. Pero, en vez de la alarma, cuando doña Clotilde desaparece por el pasillo como una mota de polvo arrastrada por un huracán, se oye la voz del maestro. Piensan que no está mal su voz, pero, comparado con el recreo, don Antonio es una china de río.
           -Buenos días, niños y niñas- dice al entrar, convencido de que su presencia los adormece en tres minutos.
               Todos sonríen, después de hacerse entre ellos la peseta y tirarse papeles hechos pelotas de tenis. El profesor de sociales deja sus carpetas sobre la mesa, y pregunta a Sara:
               -¿Qué te ocurrió ayer? ¿Por qué no viniste a la escuela?
               -Estaba muy mala, profe- contesta Sara poniendo cara de apenada.
               -¿Y ya estás mejor?
               -Sí…, pero sólo un poco mejor.
             Todos piensan: “Qué mentirosa. ¡Se está mucho mejor cuando se está malo! Todo el día despanzurrado, tomando caldos, puaf, de gallina y apio, tapándose la nariz, y viendo los mejores dibujos animados de la televisión, que siempre los ponen a la hora del colegio”.
            -¿Y te han dicho que hoy tenemos un control?- le pregunta el profesor.
               -Noooooo…- responde Sara, sorprendida.
               -Pues hay uno.
            “Las sociales son un rollo”, piensa ella, indiferente. “Se ven los pueblos muy abajo en esas afotos, y me mareo. Los ríos parecen hilillos secos y a mí me gustan los hilillos pero entre las tlenzas, como en los peinados que les hago a mis amigas. Y se pelean todos. Los moros, los cristianos, los que no creen en el señor, todos se pelean y tenemos que escuchar y aplender sus guerras.
               Don Antonio borra la pizarra y desparecen las letras torcidas que Sara había escrito en la clase anterior. Pero aparecen otras nuevas y grandes indicando la fecha del día subrayada con preciosas veredas de las montañas solitarias. Don Antonio no dice nada. Está acostumbrado a la magia social de los niños y Sara es así, no tiene remedio. La clase permanece en silencio, un silencio sospechoso de querer dormir, pero responden a las preguntas del control y muerden las puntas de los bolígrafos.  Sara también contesta las dudas de sus mariposas, mientras recorta los rostros de un grupo musical de moda entre los niños de su edad.
           -¿Quién es este?- la sorprende el profe, embobada con las tijeras, perfilando a un rubio teñido y rosado como un peluche-. ¿Es tu novio?
               Alboroto, sonrisitas, secreta juerga, cuchicheos, melladas descubiertas, codazos.
               -¡Silencio por favor, niños!- reprende el maestro.
            -¿Cómo va a ser mi novio, si este habla ingrés y a mí el ingrés siempre me lo suspende el profe Curro?
         -Pues entonces, puesto que no tienes ningún compromiso con este muchacho, ni con los demás retratos, haz el control. ¿No te parece?
               -En después- responde ella, con tranquilidad.
             Don Antonio suspira, da la espalda a la clase y de pronto se gira, porque, como siempre, cree que se le va a olvidar decir: “Los controles, niños, serán firmados por los padres y madres”. Todos resoplan, hartos de oírlo decir. Pero, como son una clase muy aplicada, contestan al unísono: “Síiiii, profeeee…”, excepto Sara, quien, también como siempre y a pesar de no realizar el control de sociales, pregunta:
               -¿Y a mí pueden filmamelo las monjas?
           Sara vive en un colegio hogar, donde sus madres son las monjas. Y cuando regresa del colegio, al abrirle la puerta la palabra mamá debe pensarla en plural, madres. Las monjas la quieren mucho, a pesar de que en ocasiones se porta regular, y no siempre se hace la cama y ordena su habitación y va dejando sus dibujos desperdigados por la casa haciendo travesuras dependiendo en qué dibujo se haya inspirado. Ella también las quiere porque son mujeres muy valientes, hacen de la vida de Sara una vida sin tristezas y le consienten que dibuje vidas por muy extrañas que éstas sean. Por las blancas paredes de la casa hogar, asoman grandes ramas de galán de noche, y sus flores, de olor intenso en los veranos, invaden su alma de recuerdos. Porque su humilde casa, donde viven sus padres y varios de sus hermanos bajo un techo de uralita, está separada por un gran muro, junto a un enorme chalet de ladrillo visto y mármol, decorado por esa planta. Ese olor tan perfumado le trae sus caras al pensamiento, sus respiraciones al corazón, y alguna vez, durante los sueños de la noche, lágrimas a sus ojos que se escurren hacia sus orejas humedeciendo la almohada.
           Al abrirse la puerta de la clase, un río de niños sale en tropel, derramados como hormigas por los peldaños de la escalera. Al fondo está la luz del sol, relumbrando la pared encalada. Sara se sienta en un banco de madera; a su lado está su fiel amiga Ana Belén, que asiste a otro curso superior. Ana Belén es una niña dulce y tierna. Algunos niños no lo saben, pero ella habla como las gotas alegres de las fuentes que las hadas guardan en los caminos, mientras sus ojos de estrella viva inspeccionan los sentimientos que se esconden detrás de las palabras. Y ninguna gota se parece a otra, tampoco las palabras. También ella vive en el colegio hogar, y tiene padres y hermanos, pero no pueden ocuparse de ella por motivos de adultos que no puede comprender. En silencio, Sara la mira; Ana Belén la espera en su mirada. Próximo a ellas está el bullicio de pelotas, cuerdas y juegos electrónicos. Calcetines atrapa un bollicao recién caído y corre a buscar a Manoli, para refugiarse del grupo de segundo de primaria, que lo persigue. Después de observar el alboroto, Sara mira una por una las nubes, dispersas en el cielo como callados borreguitos que andan muy despacio. Saca sus lápices de colores, desgastados todos menos el color blanco, que está entero porque a ella no le gusta pintar sobre fondos oscuros. Ana Belén continúa mirándola en silencio, y Sara comienza a trazar figuras conocidas. Pronto Ana Belén distingue caras de seres queridos: la de su madre, que al enviarle un beso con forma de corazón sus arrugas parecen atravesadas por las cuadrículas del papel; las de su padre, que en el dibujo ya no tose y tiene una nube sobre su cabeza, formándole blanco el cabello; las caras de sus amigos y primos del pueblo, que tocan los timbres de las casas y salen corriendo por las calles perseguidos por nubes que los envuelven en sonrisas pintadas. Al ver toda la maravilla, piensa cómo Sara puede saber todo eso, qué misterio de amiga esa amiga tan amiga suya. Y piensa que las nubes saben muchas más cosas de las que enseñan en la escuela, pero que seguramente las nubes son seres que no se dejan preguntar.
            -¿Hoy tú no quieres ver a tu familia?- pregunta Ana Belén, extrañada porque no se aligere en pintarlos antes de que la sirena finalice el recreo.
             -No, hoy no- contesta Sara, con los ojos alegres-. Mañana lo haré, porque estas nubes dicen que plonto los voy a ver de verdá.
                Sus amigas Almendra y Encarnita se acercan a ellas; Sara esconde su cuaderno, para que nadie más conozca su secreto.
           -Sara, que dice Andrés que tú no pintas lo que pintas- anuncia Encarnita-. Que las pinturas te las hacen las monjas. Que dejes de hacerte la chula y de parecer que sabes lo que no sabes. Hum, esto merece una importante investigación.
              Sara sonríe mirando a las niñas. También ellas sonríen a la espera de su respuesta. Pero se levanta decidida y acompañada por las niñas va en busca de Andrés. Lo encuentran celebrando un gol entre protestas de los demás, que dicen que no ha sido gol. Y lo toma por el brazo.
             -Eres un tonto peldío Andlés, y por eso esa nube que ves anllí te va a mear encima.
               -¡Suéltame tonta, que eres tonta!- refunfuñaba Andrés.
             Los profesores, que charlaban entre sí, percibieron la riña. El patio quedó menos ruidoso de lo habitual y Calcetines se fue huyendo con urgencia a refugiarse bajo la cama de Manoli. En ese mismo instante un nubarrón anaranjado se formó sobre el patio del colegio, y ante el espanto ningún niño corrió y permanecieron sujetándose los cuellos de los abrigos para cubrirse las cabezas, a la espera de que algún rayo apareciese y reluciera toda la escuela. Todos menos Juan, de segundo de preescolar, que intentó darle con su tirachinas hasta que su maestra se lo llevó a regañadientes. Las Antoñas, un grupo de niñas todas de una misma familia y que eran muy valientes, se acurrucaron tomadas de la mano debajo del hueco de la escalera pues quedaron maravilladas por su color, diciéndose que jamás habían visto una nube tan rechula ni siquiera en sus sueños más raros. Sin embargo, nadie quedó cegado por su luz, o sordo por su estruendo; nadie se mojó, tampoco Andrés, pero quedaron sus ropas y sus zapatos rebosados de confeti de colorines por la lluvia que aquella nube ordenada por Sara le hizo saber por su enojo.
           -¡Se lo voy a decir a mi padre!- lloriqueaba Andrés escupiendo papelillos.
          Todos habían quedado maravillados, qué suceso naturalmente artístico había ocurrido en el patio del colegio. Doña Clotilde fue enseguida hacia Sara, para comunicarle con voz muy serena que en los alrededores de la ciudad andaban buscando domadoras de nubes, y que tal vez la quisieran a ella para esas labores tan importantes.
              -No me gusta ese oficio-. Que a mí sólo me gusta pintal- contestó Sara, rechazando tan buen empleo ofrecido.
             Don Antonio, asombrado por los hechos tan fabulosos que Sara había provocado, dijo al profe Curro:
           -Esta niña es cierto que no sabe bailar ni la jota de jota, y que a los militares más importantes de la Historia les pone en sus líneas cucuruchos de papel con dibujos de jilgueros, en vez de gorras con hojas secas. Pero la aprobaré en sociales, porque nunca se sabe si las notas del boletín indican bien la realidad de las nubes.
             -Y yo la aprobaré en inglés- dijo don Curro, convencido de que aquel confeti visto despachado por las nubes aún era un sueño formado en las sábanas de su cama-. No está bien que las nubes deban entender de léxicos, gramáticas ni de príncipes que lleven falda. ¡Qué gaitas!
             Manoli, enojada porque le darían las tantas de la tarde barriendo todos los papelillos que había en el patio, quedó muy sorprendida, porque al tocarlos con su escoba, desaparecían.
          -Esto lo cuento, y me dicen que es un cuento- decía a Calcetines, acariciándole las orejas-. ¿Verdad que sí, primoroso lobo?
             Desde entonces, en la escuela a Sara se le permitió hacer todo cuanto ella deseara. Y como era su ilusión pintar libremente, con el permiso oficial de la asociación de padres y madres y pintores raros de la provincia, Sara dedicaba su tiempo escolar en darles vida a los dibujos que a su imaginación le venían a visitarla, al antojo de su creación artística. Un día, le dio por dibujar animales, y del papel saltó un canguro minúsculo hacia al patio de la escuela; todos los niños de la clase, desobedeciendo a doña Clotilde, que chillaba sin ser oída subida en una silla, corrieron tras él provocando una tremenda algarabía. Pero Calcetines, siempre atento a su oficio de defensor, lo persiguió hasta el agotamiento, jadeando y ladrando todo de cuanto de su boca se escapara hasta no poder más; finalmente, al ser atrapado por los dientes del perro, el canguro desapareció, y Calcetines miró a Sara con cara de desconcierto; ésta, para conformarlo, pintó una golosina con sabor a fresa y se la dio. Otro día de primavera, como Sara veía que ella y sus compañeros se aburrían con soporíferas rimas y poesías en castellano antiguo, dibujó árboles pequeños, llamados bonsáis, para que los niños colocaran sobre sus cabezas el papel, y tomaron el fresco bajo sus diminutas ramas. Para Almendra pintó un naranjo, y su aroma adormiló a la niña, que cerrando los ojos soñó que estaba en el campo, recogiendo margaritas, mientras pensaba en el título de su próxima novela que aún debía escribir. A Encarnita le pintó un bonsái de ciruelo, para que las flores le diesen pistas sobre los panales de la zona y la extraordinaria miel de las abejas asesinas que tanto ocupan las investigaciones policíacas. A todos sus compañeros dibujó Sara árboles menudos, asombrado a todos. Doña Clotilde le pidió con cierta timidez que le pintase un ramo de rosas rojas, solicitud que Sara correspondió con las rosas más hermosas que hasta entonces la profesora hubiera visto en su vida; recortó una, colocándola en su pelo, y al ser mirada por los alumnos éstos le dijeron lo bella que estaba comparada con la flor, y las mejillas de la maestra tomaron el color de la rosa, abriendo las hojas del libro por donde se hablaba del poeta Gustavo Adolfo Bécquer, a lo que Sara dijo:
             -¿Quieres que te pinte una golondrina, seño? A ese hombre, dice la henmana Juana que le gustaban mucho el velas en los barcones.
           Todos aplaudieron aquella maravillosa idea, que fue puesta en marcha de una manera inmediata, y Sara, una vez retocado el brillo de sus alas, haciéndolas más brillantes y zaínas, la hizo volar por toda la clase, siendo celebrado por todos los niños y por la maestra, quien pensaba, con emoción, que nada mejor que la infancia y los sueños, para conocer el recorrido de las nubes que pinta un corazón.



© Marta Antonia Sampedro Frutos

(1.996)

domingo, 24 de enero de 2016

Relu, el grajo blanco, de Marta Antonia Sampedro

            Era un claro día, de esos de primavera donde nadie se entiende por el atronador canto de las aves, felices por tan buen tiempo.
        ¿Abejas? ¡Claro que había abejas! Con su zumbido merodeaban por las flores divisando el mejor néctar. Yo les temo, les temo mucho a las abejas porque son seres de los que no te puedes fiar, son muy valientes y, si les plantas cara, ellas te ofrecen dos, para no ser menos.
            También, desde mi lugar preferido, la entrada de una raja de una enorme piedra en donde vivo, observé los chaparros de siempre, de cuyas ramas sabrosas bellotas, agujereadas por gusanos tiernos, miraban con su puntiaguda forma hacia la tierra; y las matas de romero, de tomillo y madreselva, día a día habían crecido tanto, que desde el último otoño estaban irreconocibles.
            Ante esta visión, que dirás impresionante, y te aseguro que lo es, al asearme como todos los días despulgándome las alas, vi que mi bello cuerpo era deslumbrante, muy claro, menos brillante…, ¡y blanco!, ¡completamente blanco! ¡Incluso mi fuerte pico se había convertido en un pico blanco!
          Tal vez digas que no tiene importancia…, “no hay que tomarse a mal las cosas”…, que ser blanco es preferible a ser negro, y que donde esté la luz que se quite la oscuridad, o que ser azul es mejor que ser verde. Si así lo crees, me gustaría que respondieras a estas preguntas:
           ¿Es mejor el agua turbia que la limpia?
         ¿El carbón puede ser blanco después de haber sido quemado?
           ¿Te atreverías a revolcarte en nieve negra?
      ¿Dormirías bajo los rayos del sol, las mismas horas que duermes durante la noche?
         ¿Te imaginas que la lluvia, en vez de transparente, fuese de algún color que tú elijas?
        Y tus dientes…, ¿te gustarían que fueran de color? ¿Rojos,quizá?
         Si lo has pensado detenidamente, y tu respuesta es sí, confieso que nuestras opiniones no son muy distintas, porque pienso que llevas toda la razón, y no hay nada mejor, para ser completamente felices, que vivir con diversidad de opiniones, colores, picos y patas, según el gusto de cada cual, y aun así podamos ser amigos. Sin embargo, a pesar de nuestras diferencias, quiero que pongas atención a la cantidad de cuestiones que me surgieron por creer que para todas las preguntas que te he formulado, mi respuesta sea, como la tuya, sí.
           Después de graznar desesperado, sin saber qué hacer ante aquel cambio, intenté por todos los medios volver a mi color negro. ¡Cuánto echaba de menos aquel brillo luminoso de mi manto oscuro! Y por más que lo pensaba, no sabía si es que alguna vez había solicitado a alguna estrella fugaz aquel deseo, pues has de saber que yo a veces soy un poco romántico, y le doy las vueltas a cosas a las que después quiero darles otra vuelta que no tiene nada que ver.
            Me bañé en el pantano, sin resultado alguno en la batalla por desprenderme de aquel horrible color, más bien adecuado para las cigüeñas, pero aproveché para hacer ejercicios, porque soy uno de los grajos más fuertes de toda la sierra, y no nado, pero lo parece, y todos los patos se quedan boquiabiertos, aunque para ser sincero, aquel día todos salieron volando al verme llegar.
            Tras comprobar que ni el agua, ni restregándome en troncos de higueras, encinas y robles, aquel horrible color dejaba de ser blanco, quise consultar a mis amigos Hur, Liya y Opin, a los cuales sorprendí junto a unas rocas divisando el horizonte, y a pesar de intentar decirles con grandes graznidos que era yo, “Pero, ¿es que no me conocéis? ¡Soy Relu, el que siempre os gasta bromas!”, les aclaraba con más pistas, volaron tan rápidos que apenas recuerdo por dónde se marcharon. De modo que me acerqué a la casa de los hombres, pues tienen cerdos muy hermosos sobre un lodazal oscuro.
            -Aquí mismo me meto- me dije para mis adentros.
          Los cerdos me observaban incrédulos, porque conocen que, al igual que ellos, los grajos somos seres muy limpios, y después de ver que su presencia me era indiferente, volvieron a gruñir comiendo restos que olían peor que yo, y me vi obligado a regresar al pantano, más oscuro, eso sí, porque aquella pestilencia era un suplicio que no podía soportar por más tiempo.
            En el pantano ya estaban las ovejas de todos los días; el hombre que va con ellas, es un humano que no se fija en cosas sin valor, y permanece echado sobre la hierba viendo amodorrado cuántos matices tiene el cielo de la primavera. Su perro lo acompaña; él parece opinar como su compañero amo, y también se echa para ver cómo no se cansan de balar las ovejas, aunque no haya más peligro que el de despeñarse mientras ellos duermen. Aprovechando que nadie me acechaba, me dejé llevar por la fiambrera del hombre, tan brillante su metal como algunas hojas cuando llueve, y aunque aquella mañana no tenía demasiadas ganas de comer por el disgusto que me había llevado, escarbé entre su comida, dejando a un lado las patatas, porque él también se las deja casi todos los días, y eso seguro que debía ser por algún misterioso motivo que de momento no sería yo quien intentara resolver, por si acaso. Pero de pronto, ensimismado en mi labor, escuché una voz aguda que me dijo:
            -¡Echa para allá, chiflado tragón! ¡No te fastidia el tío…!
         Miré muy silenciosamente para atrás, pero nada, todo tranquilo, y el pastor tocaba las orejas a su perro, que roncaba; luego, hacia el frente, y tampoco nada, solamente agua dulce y burbujas creando grandes ondas que arribaban a la orilla. Y continué comiendo, apartando primero un hueso que me molestaba en los ojos, y diciéndome, que sin duda alguna, aquel horrible pico blanco sería la risión de todos cuantos me conocieran.
            -¡Que eches para allá! ¿Estás turuleta…, o qué?- volví a sentir la misma voz zumbadora de mosquito-. ¿Pero es que estás sordo?
            Frente a mí, sobre una patata, vi un garbanzo. Claro que era un garbanzo negro y por eso lo vi mejor, y porque además daba saltos, cosa extraña en los garbanzos, pensé, quizá porque era la primera vez que yo veía aquello tan extraordinario.
            -¿Qué estás diciendo, legumbre rebotada?- intenté ser educado, largándolo con mi pico de encima de la patata, desde la cual cayó sobre los demás garbanzos, aunque pronto se repuso y lo único que conseguí es que aquel garbanzo protestón chillara más.
           -¿Es que no ves que soy el garbanzo negro? ¡Cómo te atreves a atacarme, grajo…, blanco!
           Por supuesto, que quiso decir negro; por eso quedó pasmado. A veces, ciertas especies, animales o vegetales, olvidan el adecuado léxico o modo de hablar, y como les cuesta reconocerlo pasan alguna vergüenza que empeora su situación cuando quieren arreglarlo.
            -¡Un grajo blanco!- exclamó sin haberse dado cuenta de su error.
           -¿Sí…? ¡No me digas, garbanzo negro… y parlanchín!- le dije con otro empujón hacia el extremo del recipiente y se impregnó la cara de aquel pastoso caldo.
           -¡No me enfades, que mira que soy el garbanzo más temible que nunca hayas visto!- replicó con un tono un tanto amenazante-. ¡El negro, entre todos los blancos de la última cosecha! ¡Mira que cuando yo me pongo…!
        -Pues vale…- contesté para que no tomase más alas-. ¿Y qué pasa?
        -¿Qué pasa, dices? Pues que otros, antes que tú, lo han intentado conmigo. Pero de nada les valió su lucha, ni cuando nací, pisándome, maltratándome sobre las matas, ni cuando me recogieron…, ¡no sabes el trompazo que me dieron lanzándome sin piedad a un trigal y a duras penas regresé pero que muy malito!..., que desde entonces he ido de dedo en dedo para que me largara de la multitud por si mi color se contagiaba… Pero ya ves: después de tantas aventuras, de tantísimos enfrentamientos en batallas que ni puedes ni imaginar… ¡aquí estoy, metido en un cocido como los demás!- concluyó con orgullo.
            -Pues qué bien- contesté para darme por impresionado-, ya veo que eres un garbanzo muy valiente, además de instruido.
           -¡Más de lo que te piensas! ¡Y echa tu pico para otro lado, grajo blanco…, que todavía quedan las patatas! Come…, come…, que tienen mucha energía…
           Me hice el disimulado, por no ser descortés, y piqué en una; no estaba mal, pero demasiado blanda.
            -Y… ¿cómo es eso de que eres blanco? Yo tenía entendido que todos los grajos erais negros. ¡Lo que le queda a uno por aprender!
          -¡Eso quisiera saber yo!- me sinceré, la verdad sea dicha, porque de nada sirve hacerse el listo cuando las cosas nos vienen del revés-. Pero, al contrario que tú, yo no nací blanco; yo antes…, aquí donde me ves haciendo el fantoche por la sierra…, antes yo era negro.
            -Mal asunto ese- vaciló el garbanzo negro ante la noticia-. ¿Y cómo lo llevas? Por tu hambre, yo diría que muy mal no te ha sentado el disgusto… Pero come, come patatas…, que tienen muy buena pinta…
            -Que no me gustan las patatas…
         Su cara se descompuso, y el pobre de aquel garbanzo peleón pensaba sin duda que el siguiente en mi gaznate sería él. Pero como soy un grajo negro, ahora blanco, comprendí su delicada situación.
          -Encantado de conocerte- le dije para despedirme, porque sentí que el hombre de las ovejas comenzó a estirarse, dando, como es habitual, un largo suspiro que resuena entre los árboles como un rayo con sueño.
           -Lo mismo digo- contestó con mejor cara el garbanzo negro, al ver que ya me marchaba-. Y no dejes que te metan en la olla, que allí hay un gentío que para qué decirte. Mientras menos te vean, mejor; y si te ven, ¡qué le vamos a hacer! ¡Valor!
        -Gracias por tu consejo. Nunca antes había conocido a un garbanzo tan interesante. Y que conste que no te lo digo porque seas negro, sino por lo bien que te expresas.
          -De nada. Son cosas que se aprenden cuando uno es apartado de los demás por ser distinto… ¡y hay que ver lo bien que sienta el hacerse valiente! Al principio cuesta un poco, porque todos se echan a un lado cuando te ven…, pero lo vas superando, eso lo sé en los garbanzos, pero estoy viendo que en los grajos también hay diferencias…, qué vida esta…, y bueno…, aprenderás como yo que todo es válido si tiene valor y lo piensas bien pensado…, y llévate las patatas, anda, grajo blanco…, que así tendré más espacio para recrearme.
         -¡Ya te he dicho que no me gustan las patatas!- refunfuñé para darle a entender que sólo mi madre tenía derecho a insistir en que comiera.
         -Pues adiós, grajo blanco- dijo con prisas y se ocultó en el caldo.
            -Hasta otra, garbanzo negro- contesté volando.
         Con la panza llena, descansé en el primer tronco que encontré adecuado, para reposar tanto volumen. Un fresco airecillo, que por un instante me hizo olvidar mi nuevo aspecto, acudió en mi ayuda ese día fantástico, plumas blancas aparte. “¡Ay, qué vida esta de salvaje acecho!”, pensé con los párpados a medio cerrar. Pero mi gozo duró poco, porque unos sonidos desconocidos me inquietaron, y no parecían de jilgueros, ni de golondrinas o vencejos; tampoco de cernícalos, de cigüeñas o de tordos; y, ni soñarlo, a esas horas tan tempranas y soleadas, de mochuelos, búhos o lechuzas.
         ¿De qué, o de quién podría tratarse, si descartaba todo lo que hasta entonces yo había aprendido? Los sonidos eran disparatados: a veces decían “Pi…,pi…”, como decían “Moooo…, moooo…”. En otras circunstancias, yo habría graznado a la primera de cambio, pero mi plumaje blanco me impedía hacerlo, hasta que pensé: “¿Tú mismo te vas a creer que eres distinto porque tengas las plumas blancas, pánfilo Relu?”. Así que actué como otras veces lo había hecho: con gran valor y seguridad de grajo. Y dije bien alto:
            -Seas quien seas…, ¡deja de hacer el tonto!
          Hubo silencio. Un silencio que me confundió más que los sonidos anteriores. Pero pronto se aclaró todo, cuando encima de unas ramas de un hermoso pino se posaron mis amigos. Primero habló Opin:
            -¡Vete de aquí, grajo raro!
            Luego, lo hizo Liya:
            -¡Fuera! ¡Por aquí no queremos gente como tú!
            Por último, habló Hur:
            -¡Vete, esperpento blanco!
           Yo, me quedé mudo. ¿Cómo era posible que mis amigos no me reconocieran, solamente por la insignificancia de mi plumaje blanco?
            “¡Ya está!”, pensé de pronto. “¡Es porque no han oído bien mis graznidos!”. Así que les dije muy contento:
          -¡Pero si soy Relu, vuestro amigo Relu! ¿No me reconocéis? ¡Relu…, el que os lleva de vez en cuando a ver los panales para enfadar a las abejas!
        -¡Vete de aquí!- contestó Hur antes de que los tres se marcharan a toda prisa.
            Detrás de ellos, en el aire, insistí en mis graznidos. “¡Soy Relu!, ¡soy Relu!, ¡Relu!”, repetía, hasta que Opin me dio un picotazo. Aquello me dolió; también la pequeñísima herida, que ni siquiera sangró, pero eso era lo de menos comparado con el rechazo que sentí de mis mejores amigos. ¿Por qué ya no me querían con ellos? ¿Es que ya no éramos la misma pandilla de cuatro jóvenes grajos que merodeaban los campos haciendo rabiar a los campesinos, y que competían en lanzamientos en picado? ¿Por qué? ¿Por qué yo era blanco y ellos negros? ¿Dónde estaba la diferencia que en poco tiempo yo ya no sentía?
          “¡Pues no quiero este cuerpo blanco, que me quita a mis amigos!”, me lamenté en la rama, antes de que la brisa anterior volviera a hacerme cosquillas en las plumas, donde un brillo pequeño resaltaba en tan bellas plumas blancas.
        Después de resolver el asunto pesado de mi buche y de la decepción de mis amigos, fui a darme un garbeo por una de las casas humanas. Es una casa muy bonita, hecha hacia arriba, y no hacia adentro; y tiene ventanas, puertas, tejado y más cosas raras que yo jamás pondría en la mía; y en esa casa no temen al fuego, porque en invierno sale humo y cuando eso ocurre nadie sale huyendo. Allí vive una niña que a veces me echa trocitos de comida muy dulce, que en la sierra, por mucho que yo la busque, jamás la encuentro, y cuando ya no le quedan más trocitos me marcho diciéndole cosas que parecen gustarle, porque sonríe dándome grandes gritos con una escoba en la mano. Aquel día estaba asomada a la ventana, y al verme, en vez de estar pendiente de un invitado tan agradecido como yo, dándome de comer, quedó maravillada por mi nuevo plumaje, y agarrándome por el pescuezo me colocó sobre un mueble de la casa.
          -¡Oh…, un grajo blanco!, ¡como la nieve que se ve en algunos inviernos! ¡No te muevas de ahí…, y pon mucha atención!- me dijo metiéndome en una caja por la que sólo pude sacar la cabeza. Y de buenas a primeras, se puso a emitir estos sonidos:
          -¡Doooo..., Ree…, Miii..., Faaa…! ¿Te vas quedando con la copla, precioso grajo? ¡Repite conmigo! ¡Doooo…, Reee…! ¡No, no, no! Es: ¡Doooo…, Reeee…! Tienes que fijarte bien en mi boca, para llegar a ser un extraordinario grajo que llene salas de conciertos… ¡Verás!..., verás cuando ganes muchas monedas y lleves anillos en las patas… Anillos de diamantes…, no creas que serán de chatarra, no…, no… ¿Ves éste? Este es de mi muñeca Rici, y costó muy caro porque brilla mucho. Pues los tuyos van a ser así, así de bonitos si aprendes a decir bien Dooooo, Reeeee, Miiii…, ¿comprendes? ¡Un grajo blanco! ¡Qué maravilla! ¡Verás el mundo…, aprenderás que tiene por lo menos veinte mares y muchos, muchos montes que tocan las nubes! ¡Dicen que hay el doble que en la sierra! ¡Venga!, ¡repitamos! ¡Dooo…, Reeeee…, Miiii…, Faaaa…, Sooool…!...
        Eso mismo pensé yo: el sol, ¡menuda insolación, y sólo estábamos en primavera!, porque aquella niña, siendo ahora blanco, me quería más que nunca, y eso…, eso también me extrañó. La dejé que continuara canturreando, espantando moscas. Y mientras tanto, yo miraba por todas partes para ver por dónde podrían estar los trocitos de comida dulce. Pero…, nada por aquí…, nada por allí…, y yo aguantaba con mucho valor las lecciones de mi amiga humana, a la espera de que al primer descuido se olvidara de mí.
         -¡No…, no…! Tienes que fijarte en mi boca- seguía insistiendo-. Así…, así… Tienes que ser aplicado si quieres ser un artista… Cantemos juntos… ¡Doooo…, Reeeee…, Miiiii…..!
        Poco a poco, al comprobar que aquella caja pesaba sobre mi robusto cuerpo menos que un moscardón mediano, hice que tomara más confianza…, más…, más… de modo que me puse a graznar: “¡Juaaaahhhh!... ¡Juuuuaaaaahhh!”. Al ver ella que yo no parecía muy listo, cuando sus gritos de enfado la despistaron de mi presencia, taponándose los oídos, me largué por la ventana, diciéndome que, comparada con aquella humana, no había en toda la sierra quien supiera chillar mejor que un grajo, ya sea blanco o sea negro, violeta o naranja, y que no había conseguido la comida dulce, pero al menos me había escapado de parecerme a una muñeca.
        “Voy a darme un garbeo por el pantano”, pensé en un momento. Y es que yo soy así, que lo mismo digo esto, que digo lo otro si veo que lo otro puede ser aquello o esto. Por eso no me extrañaría, como te dije al principio, que alguna vez le haya pedido a alguna estrella fugaz ser más blanco que las nubes sin lluvia. Si ha sido así, pues me alegro mucho, porque se demuestra que las estrellas tienen oídos, contrariamente a lo que algunos puedan pensar.
          Las ovejas comenzaban a trasladarse de lugar; también el humano y su perro, al que se le veía muy contento moviendo su largo rabo junto al amo, que le ofrecía de vez en cuando un cariñoso puntapié, para que despejara de ovejas los sembrados y dejaran de hacerse las bravas burlándose de los toros, que las observaban parsimoniosos al otro lado de las alambradas. Pero lejos de ellas se hallaba una de las ovejas, que indiferente comía arbustos. Tenía cuatro patas; ya veo que me sigues; un cuerpo regordete que estiraba al balar; también que no te pierdes, y que alguna vez en tu vida has visto ovejas; su balar era como el balar de las demás, cansino y algo escaso en recursos lingüísticos, propio de su especie; y estiraba su cuerpo negro cada vez que… Sí, la oveja era negra. ¿Por qué te extraña? ¿No habías pensado que el color de una oveja podría ser de un color distinto al blanco? Pues reconozco que yo tampoco…, hasta que la vi.
         No insistas; que sí: que he dicho negro. No, no… Veamos: el blanco era yo; y ella era la negra, como el garbanzo temible y sabiondo. Aquella oveja era negra. “Interesante, Relu”, pensé perplejo. “A lo mejor todo se vuelve distinto a como es, y los prados serán turquesas, ¡menudo color!..., y el cielo marrón con tonalidades lilas…, ¡vaya, si así fuese! No está mal eso de ver cosas que nunca antes me había planteado al estar siempre de la misma manera desde que salí del huevo”.
           -Ejem…- dije al acercarme a ella, que no pareció asustarse; más bien dio un balido suave, casi inapreciable, mientras se echaba sobre la hierba con las patas hacia arriba.
       -¿Tú eres un grajo?- me preguntó una vez repuesta por mi inesperada visita.
            -El mismo- contesté colocando adecuadamente mis plumas.
            -Pero si eres…
        -Ya, ya sé que soy blanco… Pero eso a ti no creo que pueda sorprenderte, pues veo que eres una oveja negra, además de muy valiente, pues al verme sólo te ha dado un pequeño síncope, pero no has salido corriendo y eso demuestra mucho valor. ¿Qué haces por aquí? Las demás ovejas ya van con el humano dando resoplidos de cansancio mientras muerden al perro.
           -¡Bah! No me importa… Yo voy a mi aire, porque mi pelaje no lo quiere ese humano…, ese cretino de pastor, porque es distinto a los demás.
          -Pues a mí sí me gusta tu lana… oveja negra… Parece calentar mucho. ¿De verdad que es tuya? No lo parece, por lo preciosa.
       -¡Claro que es mía! ¡Y calienta mucho! ¡Menudos inviernos paso! Y cuando las demás están sin apenas nada de lana, yo me pongo muy orgullosa, pues bien mirado, esto de ser negra, es mejor que ser blanca. Lo malo son los veranos, qué calor, pero como son más cortos que los inviernos no me importa demasiado.
            -Ya veo que estás contenta, oveja negra, y que no te importa el ser distinta; pero en cuanto a mí no puedo decirte lo mismo, pues de momento, por convertirme en blanco ya he perdido a mis mejores amigos.
          -¿Has perdido a tus amigos? ¡No sabes cuánto lo siento, grajo blanco! ¡Qué espanto! Dicen que los amigos es lo mejor que le puede pasar a alguien. Al menos en eso yo he tenido más suerte que tú, porque nunca he tenido amigos de mi misma especie, pues ya nací así, negrita y linda como el picón suave, y no dejaban que sus corderitos se acercaran a mí.
        -¿Por qué no? ¡Pareces una oveja muy alegre! ¡Y muy dispuesta para todo! No hace falta sino ver qué forma tan bonita has dejado al comer de este arbusto, que parece una nube verde.
          -Es sólo por mi color; y a veces, cuando comprueban que las demás no las ven, alguna oveja viene a mí para decirme que lo siente mucho, pero que tiene miedo a que la aparten del rebaño y puedan dejarla como a mí, sin derecho a compartir los buenos pastos de los montes altos.
          -¡Qué tontería! En los montes bajos también hay manjares; y agua.
          -Eso mismo les digo yo. Pero tampoco quiere el humano que me mezcle entre ellas, y me deja suelta por si viene un lobo me coma primero a mí, que soy la de peor lana. ¡Será…, o no será mala gana!
            -¡Qué crueldad!
            -… Pero lo que no sabe el pastor, es que el lobo que acecha por esta sierra es un lobo muy bondadoso… Tuvo la desgracia de convertirse en un lobo azulado, parecido al color del agua.
            -Permíteme, oveja negra, que te corrija tu falta de preparación en la materia; pero es que el agua no tiene ningún color- le expliqué para no llevar las cosas fuera del conocimiento físico de las cosas-. Si la observas gota a gota, el color se pierde. Si no se bebe demasiado aprisa, eso se ve al momento si colocas bien bizcos los ojos.
         -No lo sabía…, y te agradezco tu interés por hacerte el listillo…, pero es que a mí me gusta que el agua sea azul.
         -Siendo así, te contesto que de nada. Pero son cosas que sé por tanta contemplación. Y ahora, continúa.
            -… Pues a veces, ese lobo, me da sustos, pero de broma, y nos contamos cosas que estoy segura de que todos dirían que se tratan de boberías y tonterías. Y dice que con los suyos no se entiende muy mal, porque creen que por su color azulado aúlla más que los otros, pero que la soledad le gusta más que nada.
           -Es posible, oveja negra. Si lo piensas bien pensado, ese lobo, al estar solo, tiene mucho tiempo para entrenar. ¡Menuda ventaja!, ¡todo el día despanzurrado!
            -¿Y tú, cómo es que eres blanco? ¿Te has bañado en clara arena de algún sitio que por aquí no conozcamos?
           -No… ¡qué va! Al parecer, estoy así por cosas de las estrellas, aunque no recuerdo si es por eso, porque lo que más me gusta hacer por la noche, es dormir a pata encogida.
        -¡Ay…, las estrellas…! Las estrellas, grajo blanco, son muy caprichosas. A veces me visitan en la noche fría, y siempre les pido seguir siendo oveja negra, para estar bien calentita sin tener que usar mantita de hierba. De momento no me puedo quejar, porque me hacen caso. Tal vez porque las ovejas negras tenemos fama de no tener muy buen humor y educación, y teman represalias con canciones nocturnas.
            -¿Y tú, que pareces conocerlas mejor que yo…, crees que si yo les pido volver a ser negro, me harían caso?
        -¿Por qué quieres ser negro? ¡Tienes un plumaje espectacular!- opinó de mi bella estampa y estiré las alas para que las viera mejor-. ¡Menudas plumas de rocío menudillo recién posado!, ¡flor de almendro florecido que vuela fuera del árbol!, ¡nube que en la tierra esconda su natural manto con ese encanto!- me sorprendió la oveja negra con versos de poeta chiflada aunque maravillosa-. No hagas caso más que de ti mismo y de tus emociones…, deja a un lado los malos sermones… Y si tus amigos no te quieren tal y como eres ahora, es que no son buenos amigos.
           -¿De verdad crees, oveja negra, que es porque soy blanco por lo que ahora me desprecian? Yo diría que su enfado es debido a que la última vez que los llevé a ver a las abejas, éstas de veras los asustaron.
            -¡Claro que sí! No todos los seres aceptan que la diferencia sea lo más adecuado para compartir las mejores cosas. Además, algo les harían a las pobres abejas, para que se enfadaran.
          -Entonces, oveja negra…, ¿de verdad piensas que mi cuerpo es…, espectacular?- le pregunté para alegrarme el día escuchándolo de nuevo.
          -¡Por supuesto que sí! ¡Espectacular, como un buen balar!
      -Pues desde esta mañana cuando aparecí completamente blanco… a mí también me lo va pareciendo. Además, he conocido cosas que antes no conocía.
         -¡Y las que te quedan por conocer! Verás el mundo de otra forma. El aire a veces olerá a flores y otras veces olerá a flores marchitadas… Pero de todo eso, aprenderás más que oliendo solamente el mismo olor de las mismas flores conocidas… Y te aconsejo que te marches ya, porque escucho el aullido del lobo azulado, y no te molestes, grajo blanco, porque es que a ese lobo no le gustan los grajos sean del color que sean. Quiero decir… que no es porque seas blanco; si fueses verde, celeste o amarillo, tampoco le gustarías.
          -¿Y eso por qué? Los lobos y los grajos nunca queremos saber nada entre nosotros. Es más: algunas veces, los grajos les servimos de guía, siendo sus ojos en el aire, así que no entiendo el motivo.
            -Porque el lobo azul, que es muy sabio, dice que donde estén las aves siempre acuden humanos para dar grandes truenos y matar.
         -Comprendo, oveja negra. De todas maneras, ya me marchaba. Hoy el día ha sido para mí un poco ajetreado y estoy algo cansado. Adiós.
            -Adiós, grajo blanco con ese manto.
            -Adiós, oveja negra.
            -Que viene el lobo azul, diciendo “uuuuhhhh”.
            -Ya me voy, voy.
          Salí de allí pitando, sin volver la vista atrás. Con su presencia, también los lobos traen detrás humanos que los persiguen para matarlos.
            “Qué color tan complicado tiene ése”, pensé al ver volando a otro grajo. “¡Pero qué dices, Relu! ¿Es posible que estés acostumbrándote a ser blanco?”, me dije justo en el momento de ver una rara mariposa. No, no era de ningún determinado color; bueno, quiero decir que no era de un solo color, sino de diversidad de colores, todos combinados como sólo Madre Natura, y las estrellas, saben crear. Fue su forma lo que hizo que me fijara en ella; de modo que la perseguí hasta una encina próxima, donde al posarse le dije entusiasmado:
            -¡Vaya alas!, ¡ya las quisiera para mí!
            -¿Y se puede saber qué tienen de bueno mis alas?- preguntó un poco triste.
          -Pues que son las alas más bonitas que jamás haya visto- le aclaré a la mariposa.
           -¿Te parece a ti que unas alas de la misma forma que la del rostro de la luna, tengan algo especial?
           -¡Ya lo creo que sí, mariposa circular!- contesté incrédulo porque ella no pensara lo mismo.
           -Pues yo no lo creo, grajo blanco… Por cierto, ¿eres de verdad blanco, o es que a mí me lo parece? Hoy no tengo muy bien las antenas, y se me bajan a los ojos porque tengo mucho sueño, con este solecito que hace.
           -Sí, soy blanco, antes Relu negro; el más veloz de todos los grajos de la sierra entera.
            -Pues muy bien… Adiós- dijo de repente, para despedirse.
            -… Adiós- contesté a la mariposa circular al verla marchar.
           Viendo las cosas de las que anteriormente no me había fijado, mis pensamientos estaban como locos. ¿Cómo era posible que antes de convertirme en blanco, no me hubiese percatado de la diversidad de seres distintos que habitan nuestro espacio? Posiblemente, porque nunca había vivido con otro aspecto, y tal vez llegué a creerme como derecho único el ser igual a como todos fuesen, o como todos quieren que seamos, sin contar con nuestra opinión.
      Al atardecer, aún me hallaba sobre una rama de un pino, investigando cosas que la cabeza nos ordena investigar. El sol se marchaba para ocultarse detrás de un horizonte, y pensé que este ser, durante el día, toma distintas formas de luz que a nadie extraña… a no ser que su color se volviera gris, como así estaba ocurriendo. En la sierra, un alboroto de canto pareció surgir de todas partes; todos los seres querían decir lo que pensaban al respecto. Y es que no hay derecho a que las cosas se hagan sin permiso, como ese día hizo el sol, quién sabe por qué motivo. Era gris…, gris… Y en la sierra, el sonido de alarma era una algarabía que no puedo recordar bien, porque eran muchos sonidos que juntos no se entendían. De pronto, mientras el sol continuaba con su color gris, de todas partes aparecieron seres a los que nunca antes había visto:
        Jilgueros de lunares y picos verdes; ranas blancas que croaban al mismo tiempo; lindas cigüeñas violetas y pico chato; lagartos sin rabo andando a tres patas; lirios que se abrieron y eran de flor transparente y bella luz; caballos salvajes de largas crines doradas; liebres azules con sus crías de bigotes plateados; diminutos ratones amarillos… y un sinfín de seres extrañados porque el sol hubiese cambiado sus gustos de siempre.
            Yo, patitieso, no me movía de la rama, por si acaso seguía siendo el ser más raro que mis amigos hubiesen visto nunca, hasta que el sol volvió a su color rojo, escondido detrás del gran monte, y quedamos al descubierto todos los seres a quienes las estrellas habían concedido otros dones diferentes a los de la mayoría. Pero nadie me miraba con atención, y poco a poco fueron desapareciendo todos de mi vista, opinando entre ellos que qué caprichoso se había vuelto el sol, vaya color más bonito ese nuevo color, le queda de rechupete, decían, y que estaban muy contentos, porque si volvía a hacerlo ya nadie se sorprendería de su cambio, y que gracias al sol, soberano de las estaciones, sabían que todo es posible si se desea, aunque los demás se aparten de nosotros o nos digan que estamos majareta, y que a partir de esa tarde quedaban para salir juntos todos los atardeceres, para verlo.
          Yo, estaba de piedra. Bueno, no sólo de piedra, sino de pico y plumas blancas, viendo con cuánta suerte las estrellas me habían elegido a mí, entre tantos grajos negros, para sentir cosas que los seres aburridos por su aspecto no pueden conocer si sólo se miran a sí mismos.
            Desde entonces, por supuesto que sigo siendo un grajo. Un grajo veloz, que de vez en cuando ve a sus nuevos amigos, porque aprecia las cosas importantes. Al garbanzo negro, la última vez que lo vi fue anteayer, tomando la sombra bajo un limonero junto a unos restos de patata, y comí algunas, porque es muy cabezón ese garbanzo parlanchín, y lo cierto es que yo tenía un poco de hambre, que si no… A la niña humana, la vi el otro día, escondido en su ventana: ensayaba con un hermoso sapo que ella era una elegante princesa, y él debía lucir un sombrero de príncipe, ¿quizá transparente?, le preguntaba, de modo que hiciera el favor de quitarse el disfraz que tenía, que ya se estaba hartando de esperar; el sapo le contestaba que sí con la cabeza, pero que antes le diese un beso, y ella le respondía que ni soñarlo, que ella había hablado primero y que después ya vería qué hacer con su relación.
            A la oveja negra y poeta la veo todas las tardes, a la espera de su amigo el lobo azul y solitario, mientras las ovejas persiguen por los montes al perro del hombre, y éste sigue gritando que dónde está su comida, que yo ya he procurado zamparme en silencio mientras él observa cosas del cielo tumbado sobre la hierba; ayer, llevaba arroz, y me puse morado. A la mariposa circular, siempre que la veo nos saludamos y ella continúa volando a su aire, un poco adormilada, porque no le gustan demasiado las charlas, aunque a veces me pregunta:
            -¿De verdad que te gustan mis alas, grajo blanco?
            Y yo le contesto:
            -¡Son más bonitas que todas las que vuelan por este aire!
          En cuanto a mis amigos Hur, Opin y Liya, también los saludo, y ellos me contestan:
      -¡Adiós Relu…! ¿Ya nos has perdonado la broma que te hicimos?
           -¡Claro que sí!- les digo de verdad, porque perdonar nos protege de ser presos del rencor, que es mal asunto para cualquier ser.
        Y de vez en cuando vienen para preguntarme cómo hay que hablarles a las estrellas, no porque quieran ser blancos, rosas o granates, sino porque dicen:
            -Queremos ser abejas grandes, para que no se enfaden cuando nos ven.
            Yo, les digo:
            -No lo sé; ya me conocéis: ¡tengo muy mala memoria…!
          Y todos los atardeceres estoy muy ocupado charlando con mis otros amigos, mirando qué caprichoso es el sol, que ha decidido rodearse de muchos colores, mientras sin decir ni mú observa tantos seres distintos que andan o vuelan por su vida como pueden o desean, acompañados de un grajo blanco que no desea más que ser libre y feliz en la libertad y felicidad de los demás y en la suya propia, sea cual sea la forma o el color elegido por las estrellas.


© Marta Antonia Sampedro Frutos.

(1.996)

domingo, 3 de enero de 2016

Alas de escarcha, de Marta Antonia Sampedro

       
A Ana López Valverde, siempre en el corazón.
               
              Aquella noche, víspera de Carnaval, Anita soñó que el tiempo de sus risas quedaba en la lejanía, anclado en los hierros de la vía del tren. Dentro del sueño se reconoció distinta, y los aros, las muñecas de trapo que sujetaban sus amigas estirándole los encajes renegridos, su cuerda para saltar y sus lazos para el pelo, permanecían inertes entre la neblina de sus ojos. Deseaba despertarlos, para hacerlos revivir dentro de la ensoñación; sin embargo, todos sus gestos se desarrollaban con lentitud, continuaban aletargados en su extremo cansancio, dormidos en su propio reposo.
           Aún no cantaba gallo alguno, pero a las cuatro y media, antes de levantarse para iniciar la dura jornada, tocó la cabeza de su hijo, junto a su cama. “Angelico del cielo, que Dios también nos ayude hoy”, le dijo al tomarlo en brazos, dispuesta para amamantarlo. Pedro, su marido, aún dormía, envuelto en cobertores. Desconocía a qué hora había regresado, porque tenía la costumbre de volver a casa caprichosamente, y a esas horas Anita ya dormía completamente agotada por la labor diaria. Sentada en la silla de enea, a la luz de la vela las sombras se dispersaban al antojo de su llama; el balcón, ante sus ojos, era un fantasma espantado con una humilde cortina, ahora nube de lluvia, después agua en cascada sucia, y los desniveles de la pared, ennegrecidos por el picón del brasero, le daban a la estancia un aspecto sombrío, donde cada mañana, en sus ondulantes tonos, creían verse reflejadas sus alas.
            Cobijado por la toquilla mamaba la criatura; sus ojos, apenas abiertos, se asemejaban a los de un niño jesús, ajeno al esfuerzo que apremiara la escasez de alimento. “He soñado, hijo, que ya nada vuelve a ser nunca lo mismo”. “Vuélvete a dormir, para que tus sueños vivan y vuelen por donde quieran, ahora que puedes”.
               La luna huía por los cerros cuando Anita, resguardada del frío por sus ropas raídas, atravesaba el camino en busca de los muleros. Eran hombres fuertes, rudos, que recorrían diariamente en sus bestias los pueblos de la comarca para realizar las labores del campo.
               -¡Anita!- la reclamaban a voces-. ¿Hoy no vienes cantando? ¿Pues qué es lo que te pasa?
              -¡Hoy no tengo muchas ganas!- contestó sin saber de dónde procedía el vocerío.
               -¿Es que anoche hubo tela?
               -¡Y a mí, qué! Que yo me acosté pronto, por si acaso.
               Los hombres reían a carcajadas. Aparecieron ante ella surgiendo de la oscuridad de la noche. Estaban acostumbrados a sus coplillas.
               -¡Anda, y cántate alguna!
               -¡Que no, he dicho!
           -¡Algo hubo anoche, que mira que vas muy tapá! ¡Que cuando amanezca ya veremos si es que tienes marcá la cara!
               -¡Bah!
           Como aquella mañana la vieron muy seria los hombres no insistieron. “¿Qué le pasará hoy a la Anita, si no cobró anoche?”.
              El camino adormecido lo alteraba el sonido aún débil de los pájaros, los pasos de las bestias y las órdenes firmes que los hombres les demandaban, enfilados como si fuesen lombrices desbocadas hacia la salida de la tierra.
           El sol anunciaba un esplendoroso día de final del invierno y la cosecha de aceituna. Anita, mirando las nubes finas, sintió que su corazón le rogaba una canción que espantara las horas que aún quedaban por vivir. Al fin su voz aguda resonó en los cerros como ave escapada de una jaula desalambrada misteriosamente, tocaba las hojas de los olivos retornando a la hierba del camino, acariciando raigones, y aun así resultaba copla cargada de pena, rapsodia de hondo sinsabor, hechizo acuchillado por una cuerda vocal de sueños rotos.
            -¡Que ya se ha lanzao la Anita!- se decían alegremente los muleros-. ¿Véis cómo anoche tuvo que haber palos? ¡El desgraciao del marío, que no sabe que esta vale lo que vale! ¡Así me gusta, Anita! ¡Cómo cantas!
               Cantar para retener, en su alma, su infancia dormida, y no saberse sino viva, apartando de la vida el todo, comienzo y fin, y no añadiendo sino día por día las horas, los segundos del duro trabajo, para recuperar a su dignidad medio pan y alguna cosilla que a los muleros se les fuese a echar a perder. Cantando y cantando coplas solicitadas por aquellos hombres, quienes le sugerían letras que les hicieran renacer el aliento, hasta que, al no escucharla, una voz gritó: “¿Por qué ha dejado de cantar la Anita?”.  Y ella estaba sobre una piedra amamantando a su hijo.
              -¿Cómo es que hoy te has traído a la criatura?- le preguntó Agustín, el más viejo de los muleros.
               -Mi suegra está mala, tiene calenturas, y no se lo he podido dejar. ¿Es que pasa algo?
               -Que no, mujer…, ¡que va a pasar! Pero teniendo a tu marío en la casa, que se pasa el día acostao, y el crío ya tomará harina, pues digo yo que…
              -Mi marío no tiene pechos que sirvan y gracias a dios que no porque ese es otro mamón, y yo la harina no la puedo comprar que está muy cara.
               El hombre quedó en silencio unos minutos, observando la estampa de Anita acurrucando al niño. Y dijo:
              -No es que yo quiera meterme en vuestras cosas… pero con el crío andas más despacio y además no creo que con él puedas varear.
             -¿Ahora que has visto al crío escondío entre mis ropas, me dices eso? ¿Pues sabes qué te digo? ¡Que te vayas a freír leches, y que si hoy no cobro na más que el pan, pues el pan!
           -No te lo tomes a mal, mujer… - se disculpó Agustín-. Que algo sobrará. ¿O es que no sobró na cuando tuviste el último parto echao a perder y tuvimos que ir a buscar una comadrona al pueblo?- Anita asintió con la cabeza-. Ea, pues en cuanto acabe el crío, andando, que al destajo se hace corto el día.
               Cantar, hacía su espíritu libre de sombras; la sumergía recreada en dos, en un pensamiento paralelo: las palabras de las coplas volaban a su antojo, y sus pensamientos sellaban repetitivamente su corazón, como si en los latidos éste retoma el compás, sin apenas percibir, o quizás olvidando, el estar marcado por su destino.
               -Estate ahí tranquilo, hijo, que tengo que trabajar más duro. Mira ese pajarillo, qué bonico es y qué cerca lo tienes, casi lo toco con la vara. Él te cuidará en los aparejos mientras yo trabajo.
              Tras la dura jornada, después del mediodía, ya de regreso al pueblo mordisqueaba el medio pan ganado de jornal y una sardina arenque que los muleros le habían regalado. Se dirigió a la casa de los López-Jiménez, a hacer las faenas domésticas: lavar en la pila, planchar las ropas, barrer los corrales y las cuadras, portando con ella atada por las mangas del casaco a su hijo, para recibir un quilo de patatas y un puñado de arroz.
            La noche se determinó cuando Anita regresaba a su casa adivinando qué noche sería aquella noche. El olor de las calles traía aroma de fiesta y guasa popular. Ella ajena por completo de las risas del presente, el Carnaval era ya en ella un esbozo del pasado, pasos trastocados en el defecto, retratos de los espejos que la hacían recordar que ya jamás fue ella.
               -Buenas- la saludó por la calle su primo Antonio, que regresaba de la mina-. ¿Ya vuelves para tu casa? Allí no hay nadie, prima, porque acabo de ver a tu marío que va con dos fulanos vestíos de payasos a festejar el carnaval; uno, lleva una guitarra. ¡Qué hermoso que está ya el nene!, ¡vaya, qué coloretes de estar sano!
              Anita, entre las comparsas callejeras que se les acercaban con gritos y ademanes de fiesta, rumió palabras que nadie escuchó, aunque habría jurado que sí fueron oídas, debido al enfado que había sentido al pensarlas. Le dijo a Antonio:
               -Pues he pensado que me voy a vestir de máscara. ¿Quieres, primo, que nos vistamos los dos y nos vamos por ahí?
             Antonio permaneció indeciso, pues conocía bien a Pedro, y temía que culpase a Anita de su propio desprecio, acusando su falta de hombría arremetiendo contra una mujer que, con tal de no perder el horizonte de sus sueños, entregaba hasta el alma. “¿Estás segura, prima?”, le preguntó finalmente.
               -¡Pues claro que estoy segura!- le contestó emocionada-. Mira, me voy a tu casa contigo,  y tu madre se queda con el nene. ¿Qué te parece?
               -¿Y de qué vamos a vestirnos?
               -¡De lo que sea, chiquillo! ¡Ya se nos ocurrirá algo!
         Aquella osadía echada por Anita al azar, no era cantar, sino arriesgarse a recibir de Pedro más golpes que acallar con nuevas voces. Sin embargo, aquella idea trajo a su espítiru un bálsamo, y que la máscara podía permitirle observar la vida en los juegos de cuando era una niña inocente, y comprobar si era cierto que esa niña aún vivía en ella.
         Bajo las farolas, Antonio y Anita reían por las calles del pueblo, canturreando desordenadamente pachangas tradicionales. Él vestido de fantoche, con ropas de su abuelo, acompañándose de un bastón torcido, una gorra apolillada y la cara embadurnada con picón húmedo. Ella, de mujer preñada, luciendo un enorme vestido de lunares que hacían invisibles sus múltiples descosidos; una gran pamela cubría su moño alto; sus labios pintados hasta el bigote recordaban una tajada de sandía, y su mirada tintada de azulete convertían en enormes sus ojos de jilguero. Asesorada por su primo, se sujetaba el vientre dando pequeños gritos de desesperación. Saludaban a otras personas disfrazadas, animándose a bailar.
            -Prima, ¿quieres que nos vayamos al hospital?- sugirió Antonio, dispuesto a continuar la vida en la burla-. ¡Se me acaba de ocurrir una cosa!...
               -¡Venga!
            Sus gritos y sus andares, conocedores de aquellas posturas de caderas abiertas, parecían ciertos. A ellos comenzaban a unirse niños y jóvenes dispuestos a no perderse detalle de aquel alumbramiento que parecía ir en serio alterando el día de carnaval.
           -¡Ay qué dolores me vienen!- chillaba Anita, riéndose en sus adentros como creyó que sólo de niña se había reído.
              -¡Asujétate por el amor de Dios!- decía el primo-. ¡Asujétate to lo que puedas que ya llegamos!
          En la puerta del hospital un grupo de gente se arremolinaba a su alrededor y Anita, echándose sobre el suelo, comenzó a parir lo que no eran sino trapos viejos hechos una pelota absurda, deshilachados conforme Antonio los iba sacando y mostrando a los presentes, provocando que el gentío escurriera carcajadas que se unían a las suyas tras el fingido dolor, sainete que no aceptaron del mismo modo los enfermeros, quienes de inmediato solicitaron la presencia de la guardia civil, sujetando a los primos para que no huyeran de su desvergüenza.
               -¡Al cuartelillo los dos! ¡Andando con ellos!
               Esposados ante el bullicio y el recurso de las risas para sobrellevar la dureza se tornó en preocupación y palabras de enojo, presentimiento de mayor mala suerte de la que ya habitualmente sospecharan.
             Pero tras las rejas del calabozo, Anita y Antonio recordaban con alegría la representación teatral, como cuando eran niños e invitaban a los vecinos a verlos actuar: Antonio imitaba ser un gran bailaor, conocido en todo el mundo. Ella, una princesa que había venido de muy, muy lejos, para aprender a bailar.
               -¿Te acuerdas, prima, el día que te pillaron vestía con el traje de novia de doña Manuela? ¡Menudo embrollo se lió!
            -¿Y tú te acuerdas de cuando te measte en la puerta de Juan, el que siempre nos tiraba piedras? ¡Se llenó la puerta de perros!
              Una infancia donde los recuerdos resurgían de las cenizas y ninguno de los dos se supo emisario de nada; esas cenizas conservaban el hechizo de la alegría, porque los juegos fueron una vereda enlazada.
               -¿Sabes lo que te digo, primo? ¡Que nunca he parío tan a gusto!
           Las risas sustituían las edades y los cantes de los sabores agrios. La estrella que en ellos llevaban brilló por unas horas y la supieron aún viva. La detención les resultó poco tiempo para recuperar los días largos, pues solamente duró tres horas, las necesarias para que, por orden de la familia López-Jiménez, dejasen marchar a esos dos pobres pues ella limpiaba la importante casa y los corrales de esa familia.
            Y había valido la pena, pensaba Anita a medianoche entregada a la humedad de sus alas de escarcha. Fundida en sueños amamantando en soledad a su hijo. Aunque sólo hubiese sido un segundo, el segundo exacto para comprobar que a veces los sueños mienten si no se conciben desde el ayer en los momentos que damos por perdidos. Para que mañana, esa ardua labor por hacer, la sintiese Anita entre ilusiones de un juego de la vida, recuperado.


© Marta Antonia Sampedro Frutos
(1.998)