A mis padres
He llegado de la consulta de mi
terapeuta. Una sesión corriente. Cada vez salgo más confuso. Ya no sé qué más decirle.
Mientras hablo, no para de mirar la hora en los números romanos del reloj de la
pared. Pensará en lo cargante que soy. Su consejo profesional siempre es el
mismo: tú escribe, escribe todo lo que te apetezca, ponle nombre a tus emociones,
escribe, analiza los recuerdos e intenta darle respuesta a tu ansiedad… Tienes
que despegar de ese vicio de agujero, tienes que salir de ese malestar…
Malestar, dice. Que lo que siento tiene
nombre, ya lo sé desde hace tiempo. No me hace falta ni terapeuta ni rollos, ni
reescribirlo hasta la saciedad en un cuaderno para saber que no es malestar, no
es malestar: es rabia lo que siento. Rabia. Y es lo normal, después de que a
uno lo abandonen igual que a unos zapatos que ya no sirven… Así es cómo me
siento, desgastado y cansado de rodar las suelas, siempre pidiendo caridad de
amores. En qué parte llevaré marcado que tengo falta de amor. Si se me
presentara el mismo demonio en forma de corazón sangrante, tal vez accedería a
su pretensión de perdición. Y, ahora que lo pienso, algo tendrá que ver esta
mujer con las fuerzas sibilinas que andan pululando por ahí, buscando infelices
como yo, para enamorarlos primero y luego fustigarlos con el látigo de la
indiferencia…, o con la daga de la negación, hasta la sepultura en vivo del
olvido sin lápida. Es cuestión de principios y, por dramatizarlo, hasta se
diría que de justicia. No es posible que este tipo de personas vayan haciendo
daño por ahí a diestro y siniestro, sin que nadie los delate y los ponga en una
evidencia.
De modo que tengo listo mi manual de desamor. Porque en este punto de
desamor estoy ahora, que no sé si quererla más allá de todo, platónicamente y saturado
de sombras, si apretar su recuerdo en mi gruesa carpeta de olvidos, o liquidarla
de personaje, simple y llanamente, matarla y que me deje mentalmente respirar.
Y a decir verdad esta última idea es la que más me seduce: desaparecerla.
Fraguar el momento del crimen retórico, para ver su rostro sorprendido, “tanto
no me quería si me está matando, punto final del último capítulo y todo se ha
olvidado”, su crudeza de pensar “qué equivocada estaba, este no me quería ya no
existo en sus letras”… Sí, es lo que más me apetece en este mundo… Y en él, en
el asesino impune, su cara relajada, y lo tranquilo que se queda.
Es lo que más me apetece en este mundo.
El bosque, claro.
Ya me lo imagino:
La cabeza erguida tras su detención por
el horrible asesinato perpetrado horas antes. Ahora saliendo del juzgado de
prestar declaración, con la consiguiente orden de ingreso en la prisión
provincial. En su cara relajada se posa una belleza altanera, como recién
librada en las páginas, que siente alivio y descanso… Pareciera que en vez de
un horrendo crimen, hubiese gozado recientemente de un placer de campeonato de
novela negra… Los periodistas lo fusilan a preguntas, pero él ni parpadea ni
quiere página siguiente, los policías custodios le cubren el rostro con el
brazo… debajo de la lluvia de flashes con ilustraciones, protegido como un
maleante… Mientras que aquel joven inestable, impasible, de inaudita postura de
justiciero, camino del furgón, en la noche con luces alarmantes, ha pasado de
secundario a principal actor… Es más, mejor yo aun diría: caminaba con impúdica
arrogancia, de rockero estrella. Incluso los gritos de una asociación vecinal
venida a resultas del crimen, gritos fanáticos, gritos, gritos, asesino de
personajes principales, sujeto inmundo de ficciones, nunca hubiéramos sospechado
de ti que serías capaz de asesinarnos a tantos...
Hasta me acaban emparedando. No sé, pero
es que se me da fatal el crimen y tengo poca práctica, pero lo he planificado
muy bien. Jamás sospecharán de mí. La literatura es un consuelo enorme; mejor,
imposible. Porque ya se sabe: que en esto de la literatura, todo vale.
Sí, lo haré. En la próxima sesión al
terapeuta, se lo consultaré. Que he decidido matarla…
-Literariamente, claro está.
Pero, mejor pensado, no debo ni comentarlo. No dejar testigos que puedan ser interrogados. Mal empezamos si ya al principio de la trama he pensado en consultarle al terapeuta. Nunca aprenderé.
Introducción de un desamor:
Una voz era llevada por el viento.
Recorría las calles… Rodaba en las
aceras y las plazas;
las esquinas rezumaban sutiles silbidos;
era la noche un aliento… abriendo su roída
puerta.
Por allí se coló –tenebrosa elocuencia-
la infalible sílaba de la tristeza.
Desamor era la queja, de llanto guardado,
que dejaron los ventanales empañados…
Ya en los callejones, se elevaron hasta
el cielo los tejados;
hojas vacías los acompañaron en su eclipse;
azarosa veleta de los vientos…
En las alturas la bóveda azul del firmamento,
el sonido pronunció un infinito verso,
ya más cercano al universo.
Círculos se volvieron las palabras, de tanto errar por
el suelo.
Venían de muy lejos…, de tan lejos, que
no guardaban conciencia de haber nacido. Pero sucedió, hace tanto tiempo… en el
principio del tiempo, en la gran explosión.
Llegaron allí, acompañando a los
elementos en su retroceso.
Por fin, el fin… reventó de aullidos y
lamentos.
Se expandieron los astros; confusos los
destinos, jugaron partidas entre ellos…
Un llanto amargo… una carta vacía… y
sobre su almohada, las solas poesías.
En este atolladero, los vidrios lánguidos de una estancia húmeda, un corazón duradero hacia un nombre de mujer… se derretía sin remedio.
Me vuelvo corriendo para la casa. La
lluvia ha irrumpido en mi paseo matinal y algún poderoso trueno hace aviso por
todo el horizonte de la llegada de la tormenta. Me río como un niño al que el
cielo le chapotea, entro a casa y me acerco a la chimenea para entonarme. El
fuego, mi gran compañero, todavía prende con las ascuas de la noche anterior;
lo atizo y le añado otro tronco de encina. Es como si aquí, mi viejo amigo el
fuego hubiera encontrado su lugar permanente.
La casa está montada entera, hasta el
punto de sentirla ajena. Es como si invadiera un espacio que el dinero no llega
a comprar. Pero no me molesta la sobriedad con que todo está colocado; las
lámparas de forja que caen desde el techo con hileras de cadenas, ni esos
muebles robustos de madera, ni tan siquiera los cuadros de motivos rústicos que
cubren las paredes.
Parece que será un largo día de lluvia,
de tiempo inestable como mi alma. Me dirijo por la escalera hasta la planta de
arriba; es un altillo amplio, con una claraboya mojada. Aquí tengo mi
ordenador, delante de un ventanal; sobre la mesa de roble es donde escribiré.
Por cierto: desde que he llegado a esta casa, no me he puesto a trabajar.
Porque mi trabajo es ese, escribir. Hoy ya no puedo rehusar más el compromiso.
Enciendo el ordenador y mientras se conecta observo caer la lluvia, que tras el
cristal parece fundirse con el bosque.
-Tengo que matarla. Por supuesto, me repito:
literariamente hablando.
Cómo me llena de emociones verme aquí
sentado ante la lluvia, sin que ninguna obligación me encadene el pensamiento a
la tierra. Porque mi pensamiento es la avanzadilla de la escritura, doy
machetazos contra la maleza de las palabras para abrirle camino a la razón; y
sin embargo, nuevos brotes del corazón enseguida reforestan los cortes a mi
paso y se pueblan de zarzas y alimañas, que me estiran y sujetan en el mismo
punto. Puedo quedarme aquí todo el día y todos los días hasta agotar la
despensa, hasta desembocar en alguna historia que valga la pena o simplemente
acabar siendo mi enemigo y hacerme trizas.
Tiempo de entrar en un remolino, ese
mecanismo que ya conozco y me eleva a las nubes y que luego de golpe me resitúa
en esta caverna interior en la que apenas palpo las palabras. Tiempo de salir,
ya al límite de mi delirio, venido de otro tiempo o de otro mundo, pues apenas
quedan ya perfiles de caracteres de este personaje que sin quererlo se ha
convertido en ti mismo.
Tiempo de lamentos, cuando los
sentimientos asoman un poco más allá del camino señalado y se te rebelan, y te
clavan sus bisturíes envenenados por el recuerdo, para después dejarte tirado
en despojo, bien entrada la mañana, con una extraña emoción albergada en la
garganta y que te pide para desayunar oxígeno con mermelada.
Repaso mis carpetas virtuales, el caos
de mis apuntes. Me dan ganas de apagar el ordenador y regresar a mis libretas y
sus tachones y a esa letra nerviosa mía donde me reconozco mucho más que en
cualquier fotografía reciente. Pero recuerdo que desde los trenes y la juventud
ya no uso libreta, y desde los traseros de las guitarras, o las camas apoyado
sobre un colchón con bolígrafo y unas hojas, murieron las libretas. Estoy
condenado a este ruido nuclear, impulso de máquina, que con el tecleo resuena
en la noche como un pajarillo hambriento picando alpiste. Voy y vengo, días y
noches, camino y huídas en torno a este aparato odioso, buscando la salida de
algún callejón literario en el que de repente uno se halle bienvenido a este
lío de escribir.
Me ha costado mucho la decisión de dejar
el trabajo. No me sentía seguro subiendo por las angostas escaleras para llegar
a los depósitos de piensos para animales y rellenar sus cuellos monstruosos metálicos
hasta los camiones donde yo, un día, también casi caigo, como si de una especie
de suicidio inconsciente se tratara. En aquel empleo los compañeros me miraban
con desdén, pues mi cabeza la tenía muy lejos y no es faena para un despistado
como yo. Me he tomado unos meses de convalecencia, he alquilado una casita en
el campo y aquí estoy. Mi plan se lo conté al terapeuta.
-Estoy de acuerdo en tu decisión. Pero
no vayas a irte mucho más allá de lo puramente literario.
Es como si la corriente de un río bravo
me obligara; una sacudida de emociones desbocadas me condujeran sin remisión
hacia un abismo de palabras.
Por un momento mi espíritu vuela llevado
por el agua, se alía con el viento y con la música… le arranca al aire un
suspiro.
Después ya puedo hundirme, después del
batacazo, en las profundidades de la memoria.
Por fin un sitio donde poder escribir y
recuperarme un poco, en esta casita del bosque.
Es maravilloso amanecer cada día en este
paraje de ensueño. Hoy no llueve y la neblina levantó sus alas hacia las
alturas.
Me doy una vuelta por los alrededores.
El camino está en el centro de dos hileras de abetos que delimitan el bosque, y
en pequeñas parcelas ganadas a la montaña me saludan los árboles frutales, con
flores de primavera que va llegando apresurada.
Mis pulmones se estimulan con el frescor
de la mañana. Hago respiraciones fuertes y sigo caminando por una ruta que
rodea la montaña y luego se va estrechando hasta convertirse en sinuosa.
Entonces observo, emocionado, que los destellos del rocío son perlas
relucientes.
Hay una piscina enclavada en las rocas.
El agua cae libremente como una construcción caprichosa de la naturaleza con
cemento y piedras de otros lugares. Tengo ganas de retozar sobre las hojas
húmedas entre la hierba tierna; abrazar la tierra que me permite su regazo para
descansar… Y me echo al lado del agua, dejando muerta mi mano en la suave
corriente, para que la despierte, y sobre mi cabeza entre las copas de la
arboleda observo el cielo azul y cómo las nubes se desplazan en gigantescos
galeones de algodón puro.
Es el sitio ideal para rendirse a
escribir.
Escribir algo distinto, para engrosar el
historial de mi obra: Tachones de sangre, poesías incandescentes en
habitaciones atestadas de miseria, en la cresta de un aullido, traspasar el
precipicio de las lágrimas; palabras… que solamente al ser pronunciadas adoptan
un sentido. Abracadabras, códigos secretos que no acabo de entender, jabón en
pompas que revientan y regresan en blanco, papeles de inopia bajo el cielo.
Siento entonces cómo palpita la tierra.
Las palabras adquieren la propiedad de las eras. Se luce la razón, el pensamiento
conquista un claro de selva…
Y sin embargo, nuevos brotes de fervor,
enseguida reforestan los cortes a mi paso y se pueblan de alimañas y espinos,
que me estiran y sujetan en el mismo punto. Es entonces que la tristeza utiliza
al llanto como la expresión más pura; la ira, su gesto violento, y el dolor, en
su cenit, enfatiza el grito que desgarra.
Las palabras quedan esclavizadas en los
márgenes, aún deformes, y tan sólo con el paso del tiempo nos concentramos para
liberarlas… y reconstruirlas igual que rompecabezas… La misma historia
rebobinada mil veces, a cámara lenta, y así determinar aquella tristeza que
dejamos en el alma algún día, aquella rabia, ese dolor incalculable.
Mentalmente repaso los archivos de mis
personajes. Los reconozco porque son mis criaturas nacidas de la realidad
existente, que son los vecinos, los amigos, familiares o el último de los
amores frustrados a los que les he cambiado el nombre y poco más.
Si ellos, mis personajes, supieran de mi
vocación de escribir, de escribirlos, de ser escritor a costa de sus vidas
prestadas para las narrativas... Si les confesara ese secreto, algunos verían
la terrible fotografía que les hago en mis escritos y conocerían la realidad de
lo que pienso de ellos; farsante, embustero, me dirían ante mi indiferencia;
aunque ciertamente me quedaría sin el recurso de no tener que inventarlos. Otros,
sin embargo, se alegrarían… Pero continuaré en la retaguardia, detrás de esa
mirilla por donde la vida parece un cuento sin final de realidad destilada,
alargada, obtusa, vida de caricaturas.
Y en esta labor por destacar los
perfiles acentuados, a veces jugando, otras con cierto rencor aún, me sobrepaso
con ellos y los dejo encausados en los folios, hacia un final que les llega
trágico y penoso. A otros también los premio por sus difíciles vidas; y, aunque
sigan sufriendo, al inventarles otras vidas mejores sobre el papel, son lo
felices que nunca han sido, la sensibilidad a sus realidades.
Un buen ejemplo: un viejo conocido mío
que se ha quedado colgado de la medicación del psiquiatra. Siempre anda por las
calles como una sombra que nadie percibe. A veces lo saludo.
-¡Qué… Cristóbal, qué pasa!- le digo
desde lejos.
Y él siempre me responde con un tic
nervioso:
-¿Me das un cigarro?
Con dos dedos señalando la boca y esa
mueca de ansiedad, los ojos desquiciados, el cabello grasiento y peinado hacia
un lado causándole dos trompetillas burlonas sobre las orejas. De sus hombros
huesudos cuelga una vieja camisa a cuadros de leñador, y a juego un pantalón
negro, dos tubos de telón. En sus andares tiene algo de marioneta, balancea los
brazos con soltura, y cuando llega se amilana con gesto de perrillo…, encoge el
cuello y me mira con una sonrisa de resueltas mandíbulas, pidiendo un perdón
que de nadie le llega. Al despedirse, ahora devorando el cigarrillo entre los
labios, lo veo alejarse con aspavientos y ese caminar sobre el suelo.
Y entonces pienso que sí, que tal vez
sea un dios quien lo maneja, con su gigante mano perdida entre las nubes del
cielo.
Aquí tengo su ficha técnica. Cristóbal será
el principal personaje de esta historia, pues le voy a encomendar una importante
labor, que en otro argot o favor se llamaría… encargo.
Él y su madre vinieron a la gran ciudad desde
un pueblo del norte perdido entre montañas. No fue la falta de pan lo que hizo
a su madre, joven y ya viuda del esposo, decidir emigrar con el niño de ambos.
Había en su pueblo un gran índice de suicidios; porque rondaban los fantasmas a
sus anchas hasta en los establos y las vacas producían leche agria y morían los
terneros; y entre esto y las pulmonías, poco a poco se fueron quedando sin
familia y el pueblo sin habitantes. La madre vendió los terrenos heredados de
tanto familiar fallecido y se compraron la vivienda humilde que desde entonces
habitaban; ya en soledad Cristóbal, pues cuando él era un joven raro, pero sin
resaltar en nada, agobiada por sentir que algunos fantasmas también se habían
marchado con ellos a la ciudad, se lanzó desde un puente que une varias
autovías. A partir de ese trágico suceso, comenzó Cristóbal sus andanzas con variedad
de píldoras para la depresión, la marihuana y los pequeños hurtos. Ha entrado y
salido de varias prisiones por condenas leves, pues jamás ha tenido delitos de
sangre, aunque sí una diversidad de problemas por meterse donde no le llaman en
los pasillos del metro y con turistas en algún que otro museo. De su estancia
en la trena guarda buenos recuerdos, porque siempre que lo pedía todos le daban
tabaco; con esa mirada de principiante de psicópata conquistaba fulminante. Hasta
que alguien de una prisión más innovadora le hizo unos test de inteligencia y
pruebas de enfermedades mentales. Desde entonces, Cristóbal es impune a los
delitos y los penales. Le quedó su paga de enfermo y entra y sale del
psiquiátrico; allí se siente en el hogar familiar.
De modo que Cristóbal me viene genial para el
encargo de matar a otro personaje. Tampoco es plan de hacer que un intérprete
inocente, sufra graves consecuencias por causa ajena y caprichosa debido a la
rabia del orgullo de nadie.
Siempre
le estaré agradecido; en vez de un viejo conocido, sin saberlo se convertirá en
un gran amigo. Está claro que desde el anonimato.
Porque se trata de escarmentar a
culpables. Y ella es mi única intención, desaparecerla de personaje.
En los hechos de esta obra, Cristóbal sobrepasará
los cuarenta años.
Y aquí también ya me sale la ficha de
ella: Debe tener los treinta y tantos años, pero conserva un cuerpo esbelto y grande
y unos andares inseguros de mujer muy resignada. Ahora no viene a cuento su
nombre auténtico, pero yo la llamaré Hízara. No me extiendo en su perfil de figura,
pues no deseo recordar sus orígenes, ni familia, nada. Sólo me interesa ella.
Además en esta historia va a ser asesinada. Mejor no tomarle cariño.
Voy a tomarme un descanso. Para mirar
por la ventana y recordarla en mi nostalgia. La lluvia me ayudará a diluirla
con mis lágrimas.
El primer día que me acosté con ella, sentí
fundirme en su piel blanca, suave como un mármol cálido, pero como la más agria
de todas las frutas prohibidas. Porque su carácter era tosco, de volcán al roce
de piedras, y presumía de su altanería espontánea. No es que viniera de una
estirpe de burgueses rancios; más bien escondía cierto complejo de robusta
campesina, y con su griterío sofocaba cualquier asomo de ternura. Ella es un
proyecto de mujer bandera para mediocres, por un lado, y de mujer fatal para
poetas sin musa, por el otro. Por esta razón, su cara en mi memoria, hace el
largo recorrido de los extremos confusos, si desagradable o hermosa, no sabría
qué decir.
El caso es que con estos dos personajes,
he de escribir una historia de… crimen.
En menudo lío me estoy metiendo. Parece
que sí, que lo tengo todo bajo control, que dejo el trabajo de un día para
otro, lo que he ido haciendo durante tantos años, para ponerme a vivir en medio
del monte, con todo el peso que llevo encima, a escribir y a escribir como un
obseso ermitaño. Es normal que luego tenga malos sueños y demás, porque estoy
cómodo removiéndome en este fango.
La novela podría empezar en la estación
de tren de una población limítrofe a una
gran ciudad. Ella sentada en un banco; a su lado la maleta. No había
suficientes trenes en la compañía ferroviaria, para poder llevarse todo el
desaliento que Hízara mostraba en sus ojos. Aquella misma tarde, al venir de
limpiar casas, descubrió con disgusto que su marido se había llevado todos los
enseres del hogar, dejándola tan vacía, que su llanto resonaba hasta en la
escalera del portal del bloque. Tomó la poca ropa que tenía tirada por el suelo
a falta ya de armarios, y se subió en el primer tren que pasaba. Sin ser ni
percibida en la pena, porque cada pasajero va a lo suyo y hay costumbre en ver
llorar sin que a nadie le preocupe. Superados los cincuenta kilómetros, el
revisor la echó del tren, con la promesa de no denunciarla por no llevar
billete.
Y aquí entra en acción Cristóbal, justo
el día en que había cobrado su pequeña pensión por incapacidad; duchado y con
ropa limpia, el Cristóbal de hace unos años. Aunque su plante de antaño ya
apuntaba cierto aire neurótico, y sus mandíbulas sobresalientes lo incriminaran
de persona fácil para la ira, aquel día tenía lustre y equilibrio en la mirada,
disimulando muy bien el inicio de su demencia.
Tras sacar en la ventanilla el billete y
guardarse el cambio, justo fue a sentarse en el mismo banco que ella. Él
mirando de ella el cabello en su cogote, ella las vías del tren y al
guardagujas.
El tosió varias veces sujetándose las
mandíbulas, hasta que ella volvió su cabeza y también lo miró. Y más o menos sus
ojos se cruzaron y cuatro palabras de lo más corriente: que si por cuál vía
pasa el tren, que si tú adónde vas, yo a ninguna parte qué más da, y cómo es
eso, que si lo demás.
Fue la necesidad de ella y la penuria sentimental
de él, lo que permitió que en tan poco tiempo llegaran a hablarse tan de tú,
que Cristóbal le pagó el pasaje del tren y se la llevó tan contento a su casa.
Aquí tengo también la descripción del
habitáculo: réplica de viviendas protegidas, y que nadie sabe de qué, proyectos
tipo hormigueros, y donde se muestra la España de pandereta zurcida, muñeca
legionaria sobre el televisor y tapetes de ganchillo, es decir la España obrera,
sufrida y trabajadora.
Quiero dar así a la novela un aire de
pueblo llano, repleto de olores a pescadito frito, a sopa de cocido y ropa
limpia.
El caso es que llegaron al barrio. Los
vecinos curiosos saludaron a Cristóbal cargando con una maleta como era
habitual entre sus ingresos y altas en el psiquiátrico; y miraban de arriba
abajo a la mujer tan grande y él respondía con la mejor de sus sonrisas, pues
enseguida su corazón sintió cómo el amor revoloteaba ya nervioso hacia esa divinidad,
en aquella gran oportunidad de trenes que el destino le había otorgado al fin.
También tengo archivados los paisajes de
mi obra; una calle sin aceras y serpenteante que sube desde un río, donde
Cristóbal asesta dos puñaladas a su querida Hízara, dos puñaladas de respuesta,
para cerrar un círculo kármico merecido y acabar con el sufrimiento que causaba
a los demás… Mi afán es matarla, literariamente asesinada. Que deje de existir
Hízara. Es una decisión egocéntrica, he de reconocerlo, pero no puedo pasarme
la vida escribiendo sobre ella. Ha de tener su punto final.
Con la cantidad de temas que tendría
para escribir, y mi manía es acabar con su presencia.
Tengo aquí recortes de periódicos. Un
cajón lleno. Podrían ser tema de novela. Muchos sucesos. Muestran la cruda
matanza de cadáveres abiertos, zapatos perdidos sobre los asfaltos, vísceras,
asesinos altivos, asesinos cabizbajos, fulminantes o incendiarios, donde el
criminal establece que es dios con espada castigadora, y como es dios no
comprende que vaya a prisión. A dios nunca se le encierra. O podría elegir
también temas de política. Tierra y libertad. La tierra para quien la trabaja. Si
todos ya sabemos que la tierra es de las multinacionales.
Nadie conoce dónde tiene la batalla. El
enemigo está fusionado. Es como un fantasma mediático. Muertos y más muertos
entre anuncios de refrescos de cola y chicles para la caries.
Personajes variopintos, llevados por la
ira, el deseo de venganza… el desamor maldito y que los lleva a un día
señalado: la tarde aquella de nieve.
Tantos temas, para acabar siempre
tropezando con ella.
En el cajón tengo varias fotos suyas. Lo
único que quedó de nuestra relación. Una tiene en el reverso unas palabras.
No voy a leerlas. Las recuerdo muy bien.
Ella, indiferente, ni supo que estaban. Insistí.
-Mira por atrás; hay unos versos.
-¿Eso qué es?
-Una poesía para ti.
-No entiendo tu letra.
En tinta azul.
No creo que ahora esté tan agraciada; el
tiempo no pasa en vano para nadie. Y a pesar de decir que sus separaciones
constantes de su marido le causaban traumas, su cara se tintó de primavera.
Estaba más guapa, todos se lo decían.
Recuerdo cuando llegaba con su coche a
buscarme, con los perros alborotados, para irnos de fiesta hasta las seis de la
mañana por los ríos y los montes, los bares nocturnos y como despedida algún revolcón
bajo los chopos.
Ella por entonces era muy divertida y
alegre. Toda propuesta le parecía bien. Incluso aquella primera vez que
tumbados sobre la hierba sin aviso la besé. En aquel tiempo un sinfín de risas,
de canciones y poesías, inundaban las tardes de energía y las noches eran
generosas en estrellas… O así quise yo soñarlo.
La conocí en un bar musical. Ese era mi
lugar preferido. Apoyada en la barra, sujetando su cabeza. El cabello largo y
negro, unas arrugas en la frente de ceño fruncido, las cejas pobladas y una
dureza en la mirada… Pero en su nariz el gesto se endulzaba hasta los labios.
Boquita de piñón, que parecían pedirme un discreto beso, eso me dijeron mis
labios. Sentada y ya se notaba que era muy alta, de hechura rumbosa. Pero seca
en palabras y difícil de conquistar, cuerpo con fortalezas y trampas y de su
cama un campo de batalla, eso vendría después.
La estuve observando desde la estupidez
de mirar un periódico.
La expresión aburrida del desencanto, se
asomaba entre el jersey negro de cuello alto; su mirada perdida fue a dar con
la mía, perdida en la suya. Me dirigí hasta ella y le dije hola, nos dimos dos
besos tras dos nombres que apenas sonaron entre la música y la modestia del
primer momento. Y hablamos para combatir el vacío de aquella barra solitaria.
Por
el brillo espectacular de su mirada, se le intuía un legado de sangre de
antepasados oscuros; tenía ese aire místico y distinguido de los que ostentan
voluntades negativas… pero interesantes. Así pensaba yo, por entonces. Aquella
misma noche, conseguí de ella el número de su teléfono.
Después desapareció unos días, y la
busqué inútilmente. Pero al poco la llamé.
Continuamente busco datos en mi memoria,
para destilar una realidad que aún me desconcierta, empeñado en saber por qué
aceptó mi invitación a cenar y que fuese a recogerla por su casa.
-Tranquilo. Mi marido es muy liberal.
Así que a las ocho pasé a buscarla.
Aparqué mi coche delante de una casa de patios adosados y unos perros alertaron
de mi llegada.
La vivienda, entre coqueta y miserable,
era un chalecito de los que se construían en los años sesenta; la fachada y el
jardín tenían un aspecto gris plomizo roñoso.
Me presentó al marido, que se hundía en
un sofá, al parecer muy cómodo pues no se levantó ni pidió mi ayuda cuando le
tendí la mano. Y nos quedamos solos, porque ella seguía arreglándose. Sentí una
mosca a mi alrededor, presagio de algún gran error que estaba yo cometiendo en
todo aquello.
Dijimos adiós y nos fuimos.
En el restaurante, entre plato y plato
el agobio mío era evidente. Hasta me molestaba al oído. Pero ella seguía, y
seguía… No había más tema que su marido y su relación sentimental enrevesada,
muy difícil…
Ya a los postres quise salir como pude
de aquella conversación y le propuse dar una vuelta por el campo para ver la
noche estrellada en un lugar donde me gusta mucho ir, porque se ve la luna
salir. Pero no desistía de hablar de lo mismo, sin llegar a ninguna parte.
Hablando de ella misma, con ella misma, sin dejar que la noche le respondiera.
Yo entonces proponía el plano sin
fronteras del cielo de luceros.
Porque
el cielo es de nadie.
-No, que me da mucho miedo… Pues lo que
te decía de mi marido…
Y así hasta las seis de la mañana, que la
luna caía ya cansada ladera abajo rodando por las lomas…
La dejé en la puerta de su casa con la
sensación de haber perdido el tiempo. Y me fui todo acelerado en el coche, para
ver si encontraba un último bar abierto para acabar la madrugada tomándome algo.
Al día siguiente, le mandé una carta que
ella me devolvió. La tengo aquí.
“Las estrellas siempre nos cuidan, yo te
las recomiendo. Por eso te llevé anoche, para ver esa luz brillante, aunque tus
ojos bella Hízara superan ese brillo. Te admiro. Soy un hombre sensible que
jamás te haría daño, porque me alimento de la luz de la luna y de las
estrellas. Anoche ellas, las estrellas, te querían decir algo importante”.
Hay un escrito suyo al dorso:
“Ten cuidado conmigo. No quisiera
hacerte sufrir demasiado”.
Qué fácilmente me entrego. El terapeuta
aún no sabe por dónde agarrar ese problema mío. Me habla de Freud y me dan
ganas de salir corriendo de su consulta.
Y luego ves a la gente tan satisfecha,
haciendo cuanto quieran con los demás.
Vuelvo al cajón, a meter todos los
papeles. Ya de buena mañana y me he topado con ella.
Me pregunto si es bueno hurgar tanto. Si
no es demasiado pronto para escribir de ella, aunque le haya puesto otro nombre
y este tiempo transcurra vacío y ajeno a mí. No quisiera echar más leña a ese
fuego que deseo anular dentro de mí; porque, a más palabras, más oxígeno que
eleve la llama de su recuerdo. Para acabar gritando su nombre, su nombre,
maldita sea. Que son como los nombres de las magas que no hay beso ni hechizo
que las convenza… Su nombre de aldea perdida, de cuerpo evaporado, como una
marca registrada, dentro de mi corazón.
-Tengo que matarla. Literariamente
hablando.
Algún día se derrumbarán esas estatuas
erigidas del crepúsculo, hechas con la sal de mis lágrimas; gigante inmolado,
los pedazos de su carne temblorosa y esos ojos de carnero duros como una
piedra, caerán por su propio peso y se ahogarán para siempre morir en el mar de
la memoria. Los poemas que le escribí quedarán convertidos en espejismos,
alucinaciones de los que beben agua del mar y les nubla los ojos, de un
escritor marinero pardillo contra la borrasca, y desvarían hasta no recordar ni
su nombre.
Recuerdo cuando salíamos a tomar algo
por ahí. Mis amigos felicitándome.
-¡Hacéis muy buena pareja!
Y sin embargo nadie sospechaba en el caos
donde estábamos.
Si ella por entonces se apegaba a mí
como una adolescente…, era para ocultar su timidez y esconderse del mundo. O
eso parecía.
Y de nuevo a casa, la falsa pareja
levantaba el baluarte oficial del desengaño. Mi corazón atado a un deseo
siempre inconcluso, hipnotizado por la redonda voluptuosidad de su cuerpo, que
por él la hubiera seguido hasta la muerte, igual que un pescado por el anzuelo
de su piel. Hasta que un día, como solía hacer de vez en cuando, su marido se
marchó con otra, esta vez con una viuda con buen patrimonio.
Ella recuperó su fuerza y su autoestima,
o quizá fue la rabia, y se aferró a un planteamiento de liberación y descargó
sobre mí toda su amargura… Fue entonces cuando reservó sus agujeros secretos,
dividió la cama, se plantó en huelga de amor. Cada día me levantaba un muro de
acero. Y en ese espiral de deseo frustrado, sutilmente aparecía la ira,
respuestas desmedidas y muchas caras largas… Más de una discusión mientras
convivimos juntos. Con la confianza empezó el tanteo, enseguida llegaron las
facturas, los reproches de cualquier detalle no correspondido, la malsana manía
de descargar sobre el otro…
Es una catarsis cómoda, donde los
sentimientos emergían con palabras finalmente ahogadas por el llanto, rotas en
el gesto del rechazo, hinchadas las venas del cuello por grito acumulado… Nos
peleábamos por el dominio emocional del uno sobre el otro. Yo creía que era
cuestión de mujer dolida. Pero me rendí ante la evidencia de que aquello eran
hechos repetidos, cambiando los nombres, los escenarios, algún matiz en la
forma, pero básicamente lo mismo.
Una mañana, tras una noche de sufrida
paranoia y frustración, ambos nos dijimos todo cuanto pueda explicarse en la
más baja de las literaturas. Nos leímos en unos minutos y en voz alta todos los
libros baratunos del mundo. En el recuerdo los tengo perpetuados. Yo, que creía
tener mis emociones controladas… Recorría las calles de la amargura con pasos
que repetían a voces la negativa de su amor.
Mi llanto oprimido era un vacío de gas
inflamable que mi piel rezumaba de rabia. Caminé y sin voluntad alguna hacia el
antiguo parque ruinoso, a comprarme algo, una dosis de extintor, que casi me
extingue la vida también. Me encontró un amigo, tirado en una vieja fábrica y
me llevó hasta casa.
Lo recuerdo como si hubiese sido un
sueño. Ella arrastrándome por el largo comedor. Yo agarrado en el umbral de la
puerta, que no quería salir de allí.
-¡Por favor, déjame dormir contigo!
Perdón, no volverá a pasar…, por favor…
Abstraído en las mitades de las frases, ronquidos sin palabras, ella me agitaba
y chillaba pensando que estaba ido de la razón.
Tirado en el suelo vi que abrió un bote
de pastillas y las desparramó por el suelo, amago de suicidio, tragedia
escénica. Y dormimos juntos esa noche en esa cama de la que me había exiliado
días antes. Con una mujer que jamás me amaría.
Por la mañana las heridas de la batalla
dieron la cara y sus efectos descubrieron en nosotros las consecuencias de las
sobredosis de todo el cenagal.
Qué me pasó, si yo recuerdo que la
quería. Y sin pensarlo decidí que me tenía que marchar de aquella casa. Abandoné
mis escritos, cambié de trabajo en otra ciudad, aposté por la distancia y
sacrificar mis emociones.
Varios meses después, yo estaba
ilusionado. El tiempo habría curado nuestras heridas y nos reencontraríamos.
Esa lección sería el preludio de una nueva etapa donde no se repetiría ni una sola
mala historia. Sin rencores ni odios. Sólo amor y respeto mutuo. Que el corazón
rebosara paz y perdón. En fin, todo lo que uno piensa sobre la felicidad más
idiota y pacífica.
Y un día recibí su llamada. Era mi
cumpleaños. Cuarenta.
-Estoy muy deprimida… Tengo la sensación
de que todo lo que toco lo estropeo, todo lo estropeo… Felicidades…
-Tranquila… cariño… ¿Nos vemos mañana?
Te haré unas croquetas de jamón y queso de las que te gustan… No llores anda…
Me pasé un poco, diciéndole cariño.
Nunca antes la había tratado de ese modo.
Y nos fuimos de merienda al campo.
-¿Y qué es lo que te sucede?- entré de
lleno en la incógnita, después de intentar besarla sin resultados.
-Me tienes que prometer que no te
enfadarás conmigo si te lo cuento- los labios arrugados de malcriada y
engreída.
-Claro que no, Hízara…, claro que no me
enfadaré.- Ante aquella advertencia, lo de cariño ya era para pensárselo
mejor-. Te lo prometo. Que no me enfadaré.
-Me lo estoy haciendo con mi ex.
-¿Pero no estaba con otra?
-Sí. Y esperan un hijo.
Ella tenía la voz atrancada; yo
reconocía esa voz cuando estaba al borde del llanto aunque jamás terminase
llorando. Pero se contuvo con los labios replegados y continuó con su mirada
fija en la mía… a la espera de un enfado que, ciertamente, se fue convirtiendo
en un globo en mi estómago y los recuerdos de su marido. Seguí callado.
La tarde ya declinaba sobre los campos
de las afueras de la gran ciudad. Yo allí solo, a pesar de ella, sobre el cerro
sentado sobre una piedra, inmóvil como un chaparro, pensando en versos
desparramados en tintas de mil colores sobre un corazón que estaba de luto,
paradojas de los escritores más inocentes. Ahora la tarde moría, con el alarde
rosado del cielo. El cielo, que es de nadie.
Hablemos más sobre el tipo ese y el
miedo a que se complicara la relación. Hablemos un poco más de él, solamente un
poco, y apago el ordenador ahora mismo y dejo sin concluir esta historia. Porque
ella hablaba mucho de él. Siempre hablaba demasiado. Tal vez de ese modo huía
del roce que le hice de mi mano en su mejilla, del mirar dulce de amarla, de cordero
degollado, no me sacrifiques si yo te quiero.
Aún sabiendo que todo estaba perdido,
sin momento ni lugar, ni era la mujer apropiada… como para quitarme un dolor
que antes de escucharla no tenía… Le pedí, ante la apertura del cielo
estrellado, que el mejor regalo de mi cumpleaños era que me dejara dormir con
ella.
-Para recordar viejos tiempos… Aunque
sólo sea esta noche…
-¿Tú estás flipando, no?
Y a eso de las ocho me dejó en el mismo
punto donde me había recogido y me dejó solo. Con algo rígido atravesado en la
garganta, un ahogo helado, un desatado y repentino llanto, de: Muchacho,
bienvenido a los cuarenta.
Por todo ello he decidido matarla en
esta emboscada de letras, canjeándole el nombre y poco más. Ella es una gran
fuente de argumentos, de inspiración y de historias para la venganza que supera
cualquier imaginación y criterio literario.
-Tengo que acabar con ella. En la
literatura puedo conseguirlo.
Pero en la escritura me cuesta hallar el
consuelo. Al contrario: la realidad de su abandono, me cierra la tapa de la
olla a presión, donde se cocina un guiso denso y rancio. Así voy condimentando
la crónica del desamor: un poco de lamento, una pizca de aversión, y una brizna
de algún fragmento que aún me salpica de dolor y resquemor. Todo ello bien
mezclado. Y a ver quién es capaz de tomarse una taza. De pasar una hoja sin
numerar y la siguiente, sin ser tentado a mirar el final del resto para
localizar un número, una señal, un indicativo de rumbo.
Tengo que retomar el espíritu con el que
comencé. No puede ser que me deprima a las primeras páginas con este atasco
emocional que me impedirá escribir mi obra literaria. He de subyugar la
escritura a su sentido más terapéutico, ahondar en los personajes sin que
nazcan ya condenados y oliendo a cadáver. Porque tendría que abandonar esta
casa con otro fracaso más a mis espaldas. Y tampoco a mis lectores los quisiera
aburrir.
Volvieron a mi recuerdo, nítidamente,
los pájaros del pantano de mi infancia en Jaén, atravesando en grandes bandadas
el cielo de la tarde.
El fuego se traga la noche. Los sonidos
del bosque acechan a las hojas muertas para que no despierten.
Pero ahí tengo esperando a Cristóbal,
recién entrado a su hogar con una mujer aparentemente desamparada, hermosa y
egoísta, tan contento el psicópata naciente de Cristóbal, al fin una mujer en
su casa. Cristóbal será el verdugo, mi arma de respuesta con la literatura; es
el más indicado, pues tiene suficientes trastornos para justificarse. Nunca
entrará en prisión, a lo sumo al manicomio donde tanto lo aprecian y hace de
jardinero cuando tiene sus crisis. El encargado de aplicar el karma ha de ser
él, es perfecto.
-¿Sabes? Eres muy guapa. Y muy alta.
-Ten cuidado conmigo. No quisiera
hacerte sufrir demasiado.
-… Si sabes guisar tortilla de patatas,
me vale.
-Pues dime dónde están las cosas y la
hago. A mi marido también le gustan mucho las tortillas. ¿Tienes patatas y
cebolla?
-No, no tengo. Pero en la tienda de la
Maruca hay de todo, ella nunca cierra. Y en la cocina hay muchos cacharros. Son
de mi madre, pero están limpios.
-¿Y tu madre dónde está?
-Vive en el pueblo, con mis hermanos.
-La madre de mi marido también vive en
el pueblo.
-Tampoco hay pan, pero traeré. Ya
vuelvo.
Igual que los escritores, los personajes
tienen derecho a mentir.
Y venga, Hízara siempre hablando del
marido, es una incansable. Y me da mucha rabia que para mí ella jamás haya
guisado. Siempre yo el cocinero, para su paladar exquisito, para mi musa
grandota y avinagrada.
Y provoco que se crucen en una estación
ella y Cristóbal, el incipiente psicópata. Para matarla; para que pague por su
mucho daño a mi corazón. Y el personaje, en vez llevar a cabo la misión
comprometida, ya ha entrado en confianza y risitas, nada de versos, sino un mantel
bordado y a comprar a la tienda. Y ahora pondrán la televisión y son capaces de
ver juntos una película de amor. Pero sólo habrá publicidad, venga. O una
película de terror, eso está mucho mejor.
Luego irán a pasear al río, junto a las
farolas amarillentas y mortecinas. A ver las estrellas que conmigo contemplaba
a regañadientes. Cristóbal, para darle confianza antes del crimen, le dará dos
o tres besos en la mejilla y ella no los rechazará, e incluso le dirá mira qué
bonita la osa mayor, ella qué sabrá del tema, si nunca quiso aprender
astronomía básica; y él tampoco sabrá si eso que reluce es Júpiter o Sirio.
Ella por supuesto desconoce que Cristóbal es un tipo peligroso. Imprevisiblemente
peligroso. Que ahora recién conocido lo ve arreglado, diligente y sonriendo
porque tenía consulta con el psiquiatra; pero que espere a mañana, ya verá
Hízara en qué lío se ha metido yéndose con cualquiera que no sea yo.
-¿Y ese cuchillo?- pregunta ella,
alejándose despacio de él.
-¡Qué cuchillo!-carcajea Cristóbal-. ¡Si
esto es un mechero! ¿Lo ves…? Me voy a echar un cigarro. ¿Quieres uno?
Cristóbal encendiendo una lumbre entre
la cara de ambos en la noche. Y se iluminan los ojos y el cerco de su
alrededor, los labios y las mejillas y venga a sonreír.
-¡Uy qué bonito! ¡Si parece una
navajilla de esas para mondar la fruta!
-¿A que sí? Lo compré en la gasolinera. Lo
regalaban con una cinta de Camela. Me gustó mucho porque es de acero plateado.
La voy a matar ahora mismo,
literariamente hablando. Malditos terapeutas. Malestar, me dice. Qué sabrá del
desamor.
Se sientan a la mesa. La tortilla ha
sido un desastre de revoltijos de huevos y patatas; y sin embargo Cristóbal
halaga continuamente lo rica que le ha salido, bien por la cocinera bien, como
en los campamentos de tontos religiosos, y qué maravilla de mujer es ella y qué
cuerpazo de bombera. Qué poco la conoce Cristóbal. Si supiera lo peligrosa que
es. Imprevisiblemente peligrosa. Hoy está suave y tranquila, porque la ha
vuelto a dejar el marido, pero espérate a mañana, espérate a mañana y verás que
todo el día se lo pasará quejándose o volviendo con él.
Luego le muestra su dormitorio de invitados,
agobiante de cortinajes de raso, volantes y pelotillas de algodón colgando
sobre las ventanas, mobiliario de formica y la cama ocupada por muñecas
vestidas de los años setenta; también tiene sábanas limpias y planchadas sobre
la colcha. Ella mira lánguidamente la cara de iluso de Cristóbal y le expresa
emocionada que es un cuarto muy bonito, gracias, qué amable que eres, tienes
una casa muy acogedora…
Será ingrata.
Jamás conseguí de ella un halago. Y los
besos que me dio eran de mendigo; por supuesto el mendigo era yo.
-¿Así que… estás casada?
-Sí; pero no estamos juntos. Se ha
vuelto a ir con otra.
-Qué lástima. Eso no lo hace un hombre
de verdad.
-Gracias por dejar que desahogue mi
dolor...
-Cuenta, cuenta…
Me equivoqué al enviar a Cristóbal a la
estación de tren, menudo patinazo. Anulé su cita al psiquiatra para que
coincidiera con ella en el banco del andén en esa misma hora. Y no se le ocurre
otra cosa que, en vez de asesinarla, que era su destino de personaje, cobijarla
en su casa para que sea feliz; y escuchar todas las quejas que ella va soltando
del ex marido allá por donde vaya, mintiendo y mintiendo. Qué gran traición, la
de Cristóbal. Ahora sólo falta que la invite a tomar un baño.
-Estarás muy cansada. Si te apetece un
baño puedes hacerlo. Tranquila, que sé respetar a una mujer. Hay sales
minerales, te relajarán mucho. Y el aceite de mandarina resucita a un muerto.
Eso pasa por tener de personajes a gente
poco seria.
-Gracias… Qué bien hablas, Cristóbal. Eres
un encanto de hombre, y no como mi marido. Mi marido nunca tiene conmigo ningún
detalle…
-Tú te mereces esto y mucho más…
Ahora ya ha cesado la lluvia en el
bosque. Lloviznó toda la tarde. Se oyen algunos sonidos de búhos y de autillos.
Conforme se alejan o aproximan, puedo adivinar las distancias e imaginarlos de
árbol en árbol, tronco a tronco, tejado a tejado... Lo aprendí de muy niño, en la
sierra y el pantano del Rumblar, de mi pueblo andaluz…
Me dan ganas de llorar; aún me siento un niño
desprotegido de los daños que causan los humanos y las malditas añoranzas...
Pero estoy solo en el campo, con personajes que siguen sus vidas. Una tomando
un baño sin pensar en mí, y el otro viendo la televisión, esperando ver salir de
una laguna perfumada a su diosa… Continúan viviendo al margen de mi frustración
y de mi rabia por el desamor.
Serán pasajeras estas desgracias mías. Quién
sabe si ese ha de ser su misterio de sanación y su milagro natural, vagones en
vías muertas.
No he dicho que este escrito sea biográfico.
Tal vez me estoy volviendo un mentiroso compulsivo. Se trata de eso, forma
parte del oficio de escribir. Mi trabajo en estos días ha sido el de forjar un
crimen literario, de justificarlo, escenificarlo y desarrollar la tragedia.
Obviamente, me la han jugado los personajes. El resultado ha sido espantoso. En
sus fichas técnicas no calculé la capacidad mutua de energías cinéticas de dos
seres que al parecer están hechos el uno para el otro, que eso todavía está por
ver; tampoco mi escaso riesgo para la criminalidad efectiva lo tuve en cuenta.
Todo ha ido pésimo en esta trama, asesina, de un desamor. Qué desastre. Y qué
pesar.
El fuego ilumina y calienta. Chispeantes
y diminutos astros revientan sobre las cenizas.
-Despierta, hijo. Despierta.
La llama no cesa.
-Despierta, hijo. Nosotros te amamos.
Eras nuestra riqueza. Aprovecha tu genio. No lo dejes morir por el desamor.
Despierta hijo, despierta.
-Lo sé, que el cielo es de nadie. Puedo
entrar y salir cuando me lo proponga. No depende de la voluntad de un dueño.
-Despierta, hijo. ¡Despierta!
Rojo frente ardiendo la leña. Y
despierto.
Esta oscuridad a medias, alargada como
una mala agonía, expande la melancolía en mi pecho, y en mi mente afloran ecos
del ayer, los susurros que llevo dentro y me traen sus fortificaciones; otros
sin embargo se gritan y pelean, se hieren mutuamente, me faltan al respeto y he
de apaciguarlos. Porque estoy seguro de que algún día desaparecerá, por sí
sola, la tarde aquella de nieve.
Mañana llamaré por teléfono a mi
terapeuta. Le diré que he comenzado una novela de ciencia ficción, por ejemplo,
donde no está ella. Se alegrará y me colgará enseguida con alguna excusa. Y para
que sepa que el bosque me está sentando bien, que estoy mucho mejor. Mejor de
mi alma de olvido.