miércoles, 2 de enero de 2019

Las doce y media, de Marta Antonia Sampedro



                                                    A José Joaquín


            Fue al salir a la calle cuando comprendió que ya había llegado el invierno. La nieve estaba dura, aún blanca en las aceras. Había dormido tanto aquella noche, que no recordaba el día que era.
          Invierno. Así, de golpe, igual golpe que le comía el deseo por aligerar el camino. Si la estación que hace que las hojas de los árboles se caigan ya pasó, y la nieve estaba ya en las aceras, sí: era invierno. Otro invierno, como llegaba otra primavera o el verano la sorprendía con la humedad del barrio chino. Cerró los puños, como su padre le había enseñado de niña para mantener las manos calientes. Se miró las muñecas, observando aquellas manchas y morados que parecían crecer por minutos.
            Encendió un cigarrillo. Viendo su propio vaho parecía que el humo no existía, que sólo era fruto de su propia respiración. Ajustó el gorro de lana que se había comprado en las rebajas de invierno el año anterior. Los labios querían unirse intermitentes ante las bajas temperaturas. Comenzó a tiritar.
         Atravesó Las Ramblas. La ciudad parecía dormir el plácido sueño de los reyes magos. Las bombillas de colores que adornaban las calles exhalaban calor eléctrico, como si estuviesen a punto para estallar. Las aceras, testigos ya de la última fiesta de Navidad, demostraban la dejadez de la alegría con tiras de colores y serpentinas abandonadas y sucias.
            Se dirigió a la dirección que llevaba apuntada en un papel que había arrancado de su agenda. Vio un número impar y cruzó la calle. “Sí, es este. Número ochenta y seis”.
          Era una pensión antigua. En su fachada, podía leerse aún en la piedra el año de su construcción: mil novecientos once. Las cornisas, sujetaban la nieve que poco a poco iba cediendo por el peso. Llamó al único timbre que había junto a la puerta. No se abría. Esperó. Tiritando por el frío creyó que el hombre no recordó la cita. Se escuchó un fuerte golpe y la puerta quedó abierta.
          La escalera se halló a oscuras cuando cerró tras de sí la puerta. Palpó la pared derecha y encontró un interruptor. La bombilla del portal quedó encendida y se dispuso a subir los peldaños. Era oscura, de madera antigua que crujía al pisarla, impregnada por una masa pegajosa al tacto y que apestaba a humanidades.
            Puerta diecisiete. Llamó dos veces con los nudillos, aunque estaba abierta y el hombre apareció.
            -Sígueme- le dijo.
          Tras estas palabras, Irene palideció. Ser mayor le había hecho cambiar, no había duda. Veía que sus palabras se transformaban en posibles decisiones de los demás. No era un juego, de eso estaba segura desde hace mucho tiempo. Aquello, desde luego, era ser adulta.
            -¿Trajiste la pasta?-, preguntó el hombre.
            -Sí. Toma, cuéntalo si quieres-, le entregó el dinero.
          Un sudor extraño se deslizaba por su espalda. Se quitó el abrigo y el gorro.
       Por supuesto que había llevado el dinero. Día a día, comprobaba que era su aspiración mayor. De lo contrario, todas aquellas horas y noches, todos aquellos años, no habrían servido de nada. Ahora tampoco le servirían ya, pero podía comprar otro deseo, el mayor deseo desde hacía algo más de un año: ser libre de verdad.
          Una compra como otra, un sueño comprado con pasta usual, de las que agradan al hombre o lo empequeñece, hasta convertirlo en nada más que un hombre. O en una mujer.
           Pero era una compra poco habitual. No se hallaba expuesta en los escaparates de ningún comercio; no se podía conseguir de otra forma que no fuese aquella. Por una vez, por un solo instante, Irene se sorprendió a sí misma dando dinero por un favor nada habitual.
         De niña, el dinero le parecía valioso, decisivo, casi sagrado. Porque, al carecerle, debió emigrar a otros lugares junto a su familia. Las uvas daban dinero; la remolacha daba dinero.
        También los hombres daban con dinero las gracias por los placeres. En todas partes, en cualquier lugar del planeta. Porque había nacido con la estrella de ser mujer y compensar, a cambio de dinero, la eterna lucha por no haber nacido hombre. Aunque tuviese que pagar.
           Sí. Le debía mucho. Ramblas arriba o abajo. Cercadillas o La Alameda, todo lo tenía en ella.
            -Puedes tumbarte ahí- le dijo el hombre.- Y, relájate.
         Pensó en el mar, al echarse sobre aquel sofá cama mugriento y descolorido. La primera vez que lo vio, suspiró. Nunca hubiese creído antes, que el mar llevara a otros sitios que no fuese el horizonte, para derramarse en el espacio con su inútil agua salada. Pero era verdad que llevaba a otros lugares, porque una vez subió en un barco hacia Ibiza y llegó, sin problemas.
        “Me gusta esa palabra”, pensó, “relajarse”. Olvídate del mar, Irene, porque te mareabas y hasta vomitaste varias veces”.
            Estiró bien las piernas. Colocó sus manos sobre el pecho.
            “Olvídate. No pienses en nada”.
          Pero sintió que una manta le abrigaba su cuello de niña, mientras el viento le hacía cerrar los ojos por las calles de su pueblo. Su madre la despertaba.
            -Venga, Irene, que ya son las cuatro-, le decía.
         Y subía al autobús con dirección a la fábrica. Las manos heladas por la escarcha y la nieve; las calles desiertas, en una ciudad extraña.
            Él la notó helada. La cobijó con el abrigo.
           -No- le dijo ella-. No me hace falta. Son los nervios, nada más.
          -Mira-, agitó él sus manos-: si quieres, te devuelvo el dinero y aquí no ha pasado nada.
          -¡No!- exclamó Irene-. Por favor…, prepáralo todo. Son los nervios, ya te digo.
         De todos los hombres que había conocido, este le parecía el más atento. También el más apuesto. No era muy alto, pero su tez morena, la nariz perfecta y unos labios como recién pintados, le daban un atractivo especial. Miró sus manos. Le recordaron a Chele. El tatuaje en la muñeca izquierda, dos lunas y una estrella de tinta, le confirmaron que era del mismo tipo de hombre.
          Un tatuaje para recordarlo. Solamente. Así de fácil. Apenas un año en su vida y aparecía ahora, doblando la esquina del olvido, presentándose, de invitado, en el sofá cama. Como en un fugaz viaje de LSD. Entradas y salidas de la Modelo, de Carabanchel… Buscar pasta por los rincones y plazas de la ciudad, reconvertir burbujas de sueños en viajes largos hacia la muerte.
            Pero no se encontraría peor que ella. Ya, nada debería pagar para conseguir dos lunas y una estrella, o las que quisiera; porque el viaje, en su recorrido, calculó mal la distancia de la tierra y lo transportó lejos, hacia el cielo que tanto amaba en las noches de tormenta.
            Y también recordó a Julio, novio de su juventud más inocente. Inculto, pobre y fuerte. Con ella…
            Dos hombres, dos vidas para recordar. Entre tantos hombres. Entre tanta vida y recuerdos.
            -Mi hermano me dijo que le gustaba la poesía- dijo el hombre mientras preparaba café.
       -Sí, me gusta escribir, de vez en cuando- le contestó-. Pero son tonterías, pensamientos de niña pequeña, sin importancia.
            Su hermano. Ella también tenía hermanos, aunque de sus caras recordara, acaso, lejanos rasgos comunes de la juventud. Sonrió irónicamente al pensar si la pudiesen estar viendo en aquellas circunstancias. Seguro que llenarían de beatos aquella pensión de perdidos y los condenarían, aunque ya estuviesen condenados, a la vida en los infiernos, con sus rezos y sus obligaciones de hablar del evangelio en las más insospechadas ocasiones. Citas bíblicas, suspiros y emoción.
“Pecar, pecar y además sufrir”, pensó.
Podía saber que el café casi listo, con sólo oler su aroma. Le parecía como el tabaco: fuese a donde fuese, siempre lo tenía al alcance.
-¿Quieres tomar café?- le preguntó él.
-No. Ya he tomado.
Ya estaba relajada, y no quería que un café, o el simple hecho de tomarlo, confundiera su ánimo.
A medida que retornaba a sus pensamientos, más cómoda se encontraba en aquel sofá cama.
También sus padres se perdían el escenario, a punto para el mejor espectáculo que jamás pudieran imaginar. No poder rogar a dios por su hija pecaminosa, entregarse al cielo en el éxtasis de la oración, era imperdonable. Una ocasión perfecta para relamer el mundo en sus versiones y girarlas al derecho, recto a sus mejores deseos de buenos cristianos.
Salvarla y recuperarla, demostrar a los demás espectadores que el amor sagrado incita al amor humano. Orar todos juntos, educar mejor, en el señor. Y esperar sobrecogidos a que, de la chistera de la sorpresa, avance un conejo blanco que olvide el rencor en todos, recupere la verdad y la mentira y los estrangule en su agonía.
Recordó que nadie conocido sabía nada de ellos. Sólo, que vivían en un pueblecito, cerca del Pirineo. Vaciló, pero no le dio importancia: ya lo sabrían, tarde o temprano. Una prueba más para ellos que Irene les dejaba, de recuerdo. Ir hasta el piso de su hija, de su “maría magdalena” a la que no conocían y por la que, seguramente, oraban todas las noches. Encontrar un cuarto oscuro en una ciudad desconocida, fotos de alguien que quedó en el recuerdo, estática, deshumanizada, de ojos estrellados que no quería conocer al dios que le enseñaban, con avisos. Una oveja negra en el rebaño blanco; droga blanca en un brasero de carbón.
-Quizá no sirva de nada-, dijo él.
-¿Cómo dices?
-La poesía.
-Quizá.
-A veces, no la entiendo. Creo que son rollos para vender libros, ¿no te parece?
-No, no lo creo.
La Poesía… Bellas palabras adornando la vida; frases rococó a las vivencias de los mortales; sentirse un dios con verborrea ordenada.
Recordó Irene su cuaderno de notas. Era un pequeño diario de adolescente, en el que escribía en las tardes de otoño, pisando hojas, llorando sin saber por qué… La espesa niebla se convertía en espíritu de su suerte; la escarcha, en llanto de nube y sal.
No. No llevaba razón aquel tipo, que vivía a costa de la escasez de poesía. Aunque ella le pagara. Era distinto.
“Nadie comprendía el perfume de la oscura magnolia de tu vientre”, pensó recordando a Lorca, “nadie sabía que martirizabas un colibrí de amor entre los dientes”.
-¡Qué bueno está el café!- le dijo el hombre-. ¿Seguro que no quieres?
-No, no quiero.
“Mil caballitos persas se dormían en la plaza con luna de tu frente”, regresó a Lorca, “mientras que yo enlazaba cuatro noches tu cintura, enemiga de la nieve”.
Recordaba a Lorca, a Machado, a Miguel Hernández. Todos sus versos, compañeros de unos viajes sin droga ni pesadillas entre sudores; olvidados en el tiempo y entre los pasos de callejuelas húmedas. Qué emoción tenerlos por compañía; separar, indiscriminadamente, los buenos ratos de los peores; elegir el mal del bien de dentro de una misma y saludarlos a todos ellos, sin distancias.
Pero, cómo poetizar los retretes en los que comenzó a saber que ya, en la vida, nada le sabría a agua de pantano.
“Te entrego la simiente de mi aliento”, recordó unos inocentes versos de juventud, “con el aroma de la fuente. Mis labios te llenan y quieto recorres mi cuerpo transparente”.
-Todo listo- anunció él, encontrándose con la mirada de Irene.
-¿Haces esto solamente por dinero?
-¿Te refieres a lo tuyo?
-Me refiero a lo que te dedicas.
-¡Pues claro! No soy un alma caritativa, ni cumplo los deseos como si fuese un rey mago, por la cara. Yo te hago un favor, y tú me lo pagas. Cosas de la vida.
“Es verdad, Irene”, pensó. “Son cosas de la vida. ¿Acaso los favores no son eso?”.
-Además- dijo él-, igualmente ya no vas a necesitarlo. ¿No es verdad?
-Verdad.
Una verdad que Irene comprendió con la mirada del hombre masticando chicle, sin más.
Ella no era una reina egipcia, para poder llevarse sus tesoros. Tampoco los tenía. Aquella conversación le pareció ridícula. Inspiró profundamente y preguntó la hora.
-Las doce y cinco- le contestó el hombre.
Buena hora, sí. Para no estar buscando hombres a los que alimentar de deseos; para no necesitar absolutamente nada de este mundo hostil; ni siquiera su dinero para inyectárselo en el retrete de alguna cafetería y continuar día a día.
Sintió un hormigueo en las piernas. Una media rota transparentaba su piel. Por primera vez supo, con toda seguridad, que no importaba nada; que, tras la muerte, todo ha muerto para quien muere, como para el vivo sólo existe lo que tiene vida. Irene no vaciló.
-Cuando quieras- expresó el hombre entrecortada su voz.
Él se acercó. Tomó su brazo, acarició sus venas, que sobresalían, hinchadas, de la piel.
De cerca, era aun más guapo. Tenía los ojos como las aceitunas negras, y las pestañas arqueadas como la fina seda.
-Bésame- le pidió ella. Y un sabor a limón le inundó la boca.
Deseó permanecer así durante más tiempo, pero el hombre la separó lentamente.
-¿Es que da miedo besar a una moribunda?- preguntó Irene con sarcasmo.
-No es eso.
-¡Ah, ya caigo! Seguramente, tu hermano también te habrá dicho sobre mí que estoy enferma de sida…
-No, no es eso, chica.
-No importa, hombre. De todas formas, me hubiese gustado conocerte antes.
-Sí, ya lo sé.
-¿Qué ya lo sabías?- se sorprendió Irene y una sonrisa se le dibujó en los labios.
-Sí. Todos me dicen lo mismo. Quizá porque soy el último a quien ven antes de partir.
-¿Todos?, ¿verdad?
-¡Sí, todos!- contestó con enfado-. Y, te dejo bien claro, que mi hermano no me había dicho nada de lo tuyo.
-¿De lo mío?
-Del sida. Sólo hace falta mirarte, para saber que estás enferma.
Quiso Irene sentir vergüenza, pero cerró los ojos, suspiró, y le dijo:
-Acabemos de una vez.
Cerró los ojos. Sintió que Chele la esperaba tras el océano que se derramara por el espacio.
“Señor, dios mío”, rezó Irene, “deja que el mar sane estas llagas que encharcan mi cuerpo; para que no me vea tan fea mi amor, señor, y pueda recoger estrellas de su mano”.
Le tomó el brazo. Sintió un pinchazo hondo.
“Qué hora será”, pensaba Irene, mientras sentía que el cansancio podía con ella, agotada de bucear. Que ya nada, ni nadie, la iban a despertar.
La última dosis corría por sus moradas venas. Como un relámpago, sintió que su cuerpo se hundía en los muelles del mugriento sofá, mientras pensaba:
“Ya deben ser las doce y media”.

© Marta Antonia Sampedro Frutos (1990)
Del libro de la autora, "Un corazón leonado y otros relatos" (1995)