sábado, 28 de noviembre de 2009

Sortilegio de Itaca, de Marta Antonia Sampedro


En la carretera dijo decidida, Para en cualquier palmo, que ya te voy a decir adiós, por qué ese beso de voz a otra que no soy yo, ya me tienes harta esperando tus pocas palabras, no me pidas más ser Penélope, con este Ulises del siglo cero que no tiene ni espada, mírate bien el atuendo, ¿no vas a decir nada? Y él paró despacio, tan callado de costumbre, sin estudiar qué día era, si quince o trece, qué más daba, y enseguida subió el volumen a las canciones, como siempre, y persuadirla con ternura con las frases de otros, pero nada, sólo mirándola coger su bolso, dejándola por el horizonte con fondo a Sierra de Cazorla.
Vaya amores ésos, lo de los cuentos; Penélope era mujer ilógica, y yo del siglo veintiuno, lloró esa noche incansablemente quebrando regalos campestres, mientras él cenaba a su salud tanta mala suerte vertida, filtrando por vino aguado sus lágrimas de oyente, contestando ausente, sin sentido, Sí, cariño, sí, cariño…, pensando en la exigencia a Ulises de la mujer que tanto amase, el cumplimiento de promesas.
Decidió olvidarlo inmediatamente, y amante tras amante los expulsaba al primer beso, de la cárcel de amor que otros corazones codiciaban de su esencia, escupiendo con náuseas la savia que de otras bocas le repugnaban, desde que lo amara. Hasta que comprendió en su historial de desastres, que en el adiós a su hombre era día trece, y trece las horas, y sintió un sortilegio traspasándole el sentido sexto, y se plantó, Bien, mediocre Ulises, estarás contento espantándome hombres; que no soy Penélope, te digo, y ahora me toca a mí, mi réplica a tu amor cobarde, que estos ojos ya no son para ti.
Y entonces sospechó que algo grave y extraño había ocurrido con Penélope, viendo un partido subtitulado para olvidos, y no sabía ni de qué juego, su pensamiento único era ella, la mujer que lo quería presente, ni qué plato le servía indiferente la mujer que no quería ni ver. Solamente el perro oyó decir, No te bajes, no me dejes, vuelve aquí… Amargo Ulises porque alguien la besaba, desde hacía un día con tres minutos…, aproximadamente.

Del libro de la autora, “Cuadernos de Penélope”, en “Cuaderno de Marta Antonia”.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Arsenito y su linterna, de Marta Antonia Sampedro


“No le respondió. Una sensación de vértigo lo tenía sumido en la indiferencia. El policía le ofreció un trago, al verle en aquel estado. Le pareció un sorbo. Repitió.
-Gracias, mi capitán- le dijo agradecido-. No sabe usted cuánto frío he pasado allá dentro.
-Como le decía, no nos dé más problemas- continuó el policía-. No queremos verle más en la puerta del Corte Inglés pidiendo. La próxima, lo encerramos un año, como mínimo. ¿Comprende?
-Sí, mi capitán.
-¡Y no soy su capitán, leche!
-No, mi sargento.
La humedad del aire lo impregnó de salitre. La petaca, vacía desde el mediodía anterior, le devolvió el olor a ron canario. Entró en un barezucho del Parque de Santa Catalina. Recobró las fuerzas y se dirigió a pie hasta su casa.
La luz tenue de la mañana de marzo la descubría, inesperadamente, en incógnitas de muchas vidas. En una víspera de fiesta, el mundo se transforma alrededor de todos, desfigurando la faz de todas las clases. Pobres o ricos, felices o resignados, santos y pecadores mecidos en el globo terráqueo del universo de las aceras. Desde el cuello hasta la punta del pelo se limita el pálpito de las gentes en la mente de un solitario.
Y así se sentía Arsenio, observando aquel amanecer fresco y pegajoso. Las piernas parecían sostenerle un cuerpo recio y varonil, y no la esbeltez enfermiza de su figura. Pero, a esas horas, el autobús nocturno no le parecía seguro; transitaban jóvenes de diversas categorías, que dejaban tras de sí una noche de parranda. No podía arriesgarse, entregarse a la aventura de un posible vacío de diversión en ellos. Y no conocía a los conductores nocturnos, que, en un apuro, podían sentir compasión por un pobre lleno de noche en sus ojos.
El trayecto era eterno, salpicado de temores y ansia por recorrerlo. La Avenida de Escaleritas le pareció Las Palmas entera; sentía que los edificios se desmoronaban a su paso en su cansancio.
Llegó al barranco y sin percatarse de que ya se encontraba en él, le sorprendió la luz del sol. Recordó la linterna, pero no la necesitaba. Los tiempos de la vida le sorprendieron en un segundo y sintió confusión.
Recordar a sus hijos no era frecuente en él; sin embargo, la contemplación del campo de fútbol arenoso, que ocupaba un gran espacio en el barranco, les hizo reaparecer jaleando un gol. La vida junto a ellos absorbía en la añoranza los motivos de la sinrazón, cuando, en ocasiones, aquella isla se hacía tan estrecha que sentía ahogarse en sus orillas. En muchos niños veía sus sombras, sus manos en las esquinas le culpaban de su propio dolor.
Tosió hasta el vómito. Un lagarto verde le observaba sobre una piedra.
-¿Y tú qué miras, reprecioso?- le dijo al escupir los últimos restos de su boca.
El barrio descansaba aún. Su silencio transformaba la realidad en un sueño extraño y terrorífico. Por momentos, le pareció un inmenso buque abandonado por las manos de todos los dioses, dejándoles enfermos del escorbuto de la pobreza.
Dos chuchos se olfateaban en el portal.
-¡Hala, a olerse mucho!- los sacudió con un puntapié-. ¡A olerse mucho, que todo esto va a ser entero para vosotros!
Subió al ascensor. El fétido olor a vinagre de los orines que impregnaban sus puertas lo enfurecía. Pero apenas lo percibió. El deseo por dormir bajo su techo se convertía, súbitamente, en una necesidad.
-¡Por fin en casa, carajo!- dijo al abrir la puerta.
Revolvió botellas en la cocina y con las sobras se sirvió un buen trago.
Descansaba en el sillón escuchando insomne los jadeos de su respiración, pasmado por la tardanza del huésped. Abrió una botella, calmó su tos con caramelos de eucalipto y continuó la espera. El recodo de su brazo no le sustentaba la cabeza en la extremidad del sillón. Acurrucado como un polluelo destemplado arrebujó su cuerpo con una colcha y cerró los ojos.
-¡Chacho, Arsenio!- le decía una boca desdentada-. ¡Agarra la red, agárrala!
Y Arsenio intentaba recuperarse de un vahído que lo sumergía en la náusea de las olas.
-¡Ya va…, ya va…!- replicaba.
-¿Y tú te mareas, mi niño? ¡Valiente pescador!.”

Fragmento del relato “Arsenito y su linterna”. Libro de la autora: “Un corazón leonado y otros relatos”, 1.995. Diputación de Córdoba.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Vía ocho, destino nieblas, de Marta Antonia Sampedro


Barcelona es un túnel
donde el mundo se concentra
en vías de sangre y maletas.

Los idiomas y sus rostros
que cada quien lleva
entre escaleras mecánicas
y puertas digitales sin dedos.

Hormigones y cementos
compañeros de un pueblo
de luces a consumo alto
apurando la crisis de las existencias.

Acude el tren y sus vértigos,
ese aroma abrumador
a soledad pendiente.

Temperatura exterior diez grados,
tren a Puigcerdá ilusiones bajo cero,
pasaje húmedo en las manos,
silencio con destino a los años.

Barcelona es un túnel pan de hierro
y paneles frenéticos sabor a rayos.

¿Adónde vamos todos?
A las nieblas de noviembre.

Sus andenes de óleo
donde alguien está ausente
y se hiela esperando.

Próxima parada la noche,
alguien en noviembre duerme.

Y pasan las nieblas
posando ángeles en los pies
en estos paisajes ya soñados
y estas ventanas de galería cerrada
donde los árboles son fantasmas blancos…

Tren a Puigcerdá, vía ocho.
Nieblas y ausencias.


miércoles, 4 de noviembre de 2009

"Epílogo", de José Joaquín Sampedro Frutos




Volvieron al parque los estorninos, en la larga travesía del tiempo, alborotadores de las frescas tardes con que inicia el otoño su deje inclinado...
En la ya conocida fuente, en los bancos salpicados junto a una estatua ya blanca de cagadas... la figura de Balmes perpleja y pétrea contemplaba... la ruta migratoria de los pájaros.
Y allí estaban, bajo el resplandor de un cielo que pinta las hojas de los árboles y las quema..., solos, en medio de aquel escándalo, los colgados de la villa de la ciudad pubilla de Vic.

-Ya han pasado quince años...- qué curioso el tiempo.

Y narraban las historias con ojos atónitos... hasta en algunos momentos tartamudeaban de ira sus palabras, en esa cita otoñal con el estornino.
Para después dormirse de nuevo bajo las ramas de los plataneros, justo tras ver cómo una hoja se queda clavada entre el aire y el cielo.
Qué curioso el tiempo, cómo en los pómulos se pronuncia la hiriente calavera... cómo en la cuenca de los ojos se asoma la amarga escama del llanto y se quedan perpetuos cristales de hielo que hacen difíciles el color de sus miradas.

-¡No es pa flipar!
-Sí, es pa flipar.

Los estorninos ya casi callaban y el color del cielo se desvanecía como un humo absorbido por la incipiente noche.
Apenas algún viandante se dejaba sentir más que aquellas voces encendidas... Retales de una historia, en el eterno banco de desidia, rebobinaba la imagen mil veces para darse cuenta de quizás otro detalle... El de cómo pasa la vida... de cómo un estigma de Caín amnistiado les ha dejado en sus caras la tarjeta de visita.

-Parece que ya refresca...
-Venga, chavalotes, hasta otra...

De la novela de José Joaquín Sampedro Frutos,
“Los estorninos”.