viernes, 17 de septiembre de 2021

Poemas incompletos, de Marta Antonia Sampedro

 Estoy recordando que una vez, siendo mis hijos adolescentes, llegó del 
 instituto mi hija, y me dijo muy contenta:

-Mamá, el examen de Literatura de hoy estaba muy fácil. ¿A que no sabes lo que era? Eran poemas incompletos y había que terminarlos y decir el autor. Lo he entregado enseguida y todos mirándome, he terminado la primera, la profe extrañada.

Desde muy niños los encaminé a la lectura, pero claro no exclusivamente con poesía, sino con diversidad de lecturas de todo género y según sus edades fuesen avanzando. La música no, la música que les he puesto en casa ha sido la misma, la música que he considerado de calidad cultural.

Le dije, sorprendida: “Hija no creo que haya sido tan fácil el examen”.

-Fácil, pero fácil -me insistió-. ¡Pero si todos los poemas eran de los que canta Paco Ibáñez! Y mira, para algo me ha servido que nos machaques con él. Me he puesto a recordar las canciones y cuando Paco Ibáñez dice por ejemplo, de Antonio Machado… Y me salía el poema entero. O ese del pastorcillo que está triste, pues de san Juan de la Cruz. Y así todos, mamá. ¡Ah, y el de andaluces de Jaén! Pues de Miguel Hernández, de quién va a ser si no. Y uno de Gloria Fuertes, pues lo mismo. Todos muy fáciles de completar, mamá. Saco de nota un diez, seguro.

Esta mañana tenía un mensaje suyo, de mi hija. Me escribió de madrugada:

“Envuelta por el aire de la mañana en fiesta…”.

Adivina.

Adivino: “Entre risas y música campanas y alegrías”…

José Agustín Goytisolo.

En el examen de ser madre nunca hay nota a obtener. Y menos aún de las madres que nos ocupamos con insistencia no solamente de la educación, sino de la cultura de nuestros hijos. Que sean personas con fundamento. Claro que en algunos años suyos hemos sido las madres raras que apenas nadie tiene y reivindican con rebeldía a esas madres que los dejen de historias pasadas de gente que, como también dice Goytisolo, de gente que ya no vive. Goytisolo escribió el magnífico poema a su hija “Palabras para Julia”.

“Pero tú siempre acuérdate

de lo que un día yo escribí

pensando en ti

como ahora pienso”.

La maravilla de los poemas incompletos es que nunca finalizan, porque van renovándose y transmitiendo a l@s hij@s de un modo extraordinario, para seguir existiendo.


© Marta Antonia Sampedro Frutos.

28 de Agosto de 2021.


viernes, 13 de agosto de 2021

Una mujer que escribe, de Marta Antonia Sampedro

 

Una mujer que escribe, pensaba hoy.

Y qué es una mujer que escribe.

En principio una mujer inteligente que tiene el oficio de escribir.

Pero es también una diana fácil para tutearse con los complejos de los demás, llamarlos de Pero tú quién te has creído que eres.

Una mujer que escribe se percibe como un desafío. Alguien de poco fiarse. Y sin embargo una mujer que escribe te retrata a la perfección, claro que con otro nombre.

Soñé anoche con un hombre que amé. Habría dado mi vida por él. No era por sus besos ni abrazos, que valían un tesoro, sino esencialmente porque cada tarde, cuando finalizaba mi jornada laboral, me preguntaba:

-¿Qué poema has escrito hoy en tu agenda? Léemelo.

Y yo se lo leía en la terraza de verano de cualquier bar de barrio, con mi voz cansada de día ajetreado y sus ojos cansados de día ajetreado. Entre cita y cita de las calles de Linares, iba su nombre en mi letra a bolígrafo azul. Porque su nombre estaba por encima de mi vida diaria, estaba por encima de mí.

Lo que escribe una mujer a pocos les interesa. Se piensan que hablamos de los pañales que cambiamos a nuestros hijos y cómo esterilizamos sus biberones, les ayudamos en sus deberes e intentamos que no sientan complejos porque en la escuela los llamen Cuatro ojos capitán de los piojos, y somos capaces de repartir advertencias si alguien los acosa. Incluso a nuestros hijos una mujer que escribe les importamos bien poco a no ser que un día nos concedan el premio Nobel de Literatura, entonces igual reconocen que tenemos alguna valía además de guisar y llevar un sueldo a comisión a nuestras casas. Mientras tanto, nos consideran mujeres raras que no se adaptaron a vivir lo que les tocó vivir, que en el fondo significa aceptar lo que a ellos les convenga vivir.

Cualquier hombre que no sepa ni si vaca de leche se escribe con uve o con be se considera más valioso que nosotras, las mujeres que escribimos. Tienen la capacidad de hacernos sentir que perdemos el tiempo escribiendo.

Todos los personajes de mis historias los inventé para quienes los apreciaran. Ya sé que no son demasiados, incluso son pocos. Pero tuve el presentimiento de que en alguno de los personajes pudieran encontrar:

Pasión.

Ilusión.

Temor.

Nostalgia.

Comprensión.

Humor.

Sueños.

Disparates…

Escribí cuentos a mis hijos que ni recordarán.

Escribí poemas que yo sí recuerdo.

Una mujer que escribe no es cualquier mujer.

Y siempre nos lo recuerdan como un reproche, como si fuésemos delincuentes.

No basta con ser mujer, si eres mujer que escribe mereces la cárcel.

Y en ella me encuentro.

Y a gusto, en ella. Cadena perpetua, por ser una mujer que escribe.

Cuando mi madre estaba embarazada de mí, soñó que unas monjas les llevaban envuelta en una manta de cuna a una niña recién nacida. Mis padres miraron a esa niña y las monjas les decían:

-Quédensela, que es huérfana.

Mis padres contestaban que ya tenían muchos hijos y no podrían mantener a una hija más. Pero las monjas insistían y finalmente se quedaron con la niña. A los pocos días nací yo. La mujer que escribe.

-Mama-le decía siempre a mi amada madre en mis días más difíciles-, con qué mala estrella nací.

Y ella me contestaba:

-No digas eso hija. Escribes historias maravillosas. Qué imaginación tienes, no sé de dónde puedes sacar tantos escritos. Claro que has elegido un camino muy difícil, porque a la gente no le gusta leer.

-¿Y qué quieres que haga?, ¿pintar?-le decía yo a mi madre entre resignación y sonrisas.

-No pintes hija, que eso no es lo tuyo. Tú sigue escribiendo.

Tras el amor de mi vida, fue mi madre quien me solicitaba qué había escrito ese día. Yo se lo leía por teléfono. La línea Linares-Vic, era una vía diaria entre las dos.Y si ella seguía en silencio, yo esperaba.

-Qué bonito hija. Eso quiere decir que el amor es el mayor misterio.

El amor, para una mujer que escribe, es una verdad incuestionable.

Pero lo supera el desamor, que es una verdadera desgracia.

-¿Por qué le has dicho ni hola? Demasiado le has dicho. No merece ni eso.

Una mujer que escribe no sabe muchas veces por qué camino seguir. Es como si los caminos de atrás fuesen empujándote.

Y así por cuanto sea necesario, una mujer que escribe recompone los hechos y conjuga los tiempos para no morir. Morir no es que alguien firme un parte de defunción y te entierren. La peor muerte es morir y tener que seguir trabajando a comisión por las calles, para pagar el alquiler donde vives y la hipoteca donde vive tu ex y la manutención de tus hijos adultos que ni te hablan. Eso sí que es morir. A 46 grados a la sombra, a 0 grados al sol, así año tras año, hay una muerte que no figura en ningún parte.

De modo que una vez que una resucita, va pensando en por qué va escribiendo, vaya manía del universo que lleva una a cuestas. En vez de ser una mujer discretita o que se lo haga y así sus hijos serían felices por tener a mano a una madre tontucia que no escriba ni se destaque en nada más que en hacer bien la lasaña o la tarta de manzana y esperarles a que regresen de sus botellones viendo películas o dormida como si fuese el mueble del televisor. Es curioso, pero jamás se me dio bien la repostería, aunque lo poco que aprendí me salía bien. La lasaña sí, esa la cocino de maravilla. Alguna vez escribiré algo de un personaje que ella sea cocinera, lo apunto ahora mismo en mi blog de notas. Le asignaré un amor mecánico de coches, lo llamaré Josep. A ella ya le buscaré un nombre también bonito, tal vez Meritxell, está bien. Igual los hago que coincidan en el andén seis de la estación de Sants y luego se apean apresurados en Plaza de Cataluña porque ambos se han equivocado de tren, pero ya no pueden tomar otro porque ese era el último y se dirigen a pasar la noche a las ramblas de Barcelona haciendo hora. Ella es rechoncha de ojos verdes y mirada alegre. Él ligero de peso y no muy alto, también tiene los ojos verdes pero algo más claros y serios. Luego coincidirán a las puertas del Liceo.

-Me suena tu cara.

-Y a mí la tuya.

-Estabas en la estación del tren equivocado.

-Ah sí, ¿y tú?

-Te invito si quieres a tomar un café. El Zurich estará abierto.

-Vale. El Zurich me va bien.

Mientras van y vienen las gentes nocturnas por las Ramblas en su paseo que no cesa.

Por mucho que nos esforcemos para adaptarnos, el mundo de una mujer que escribe no se limita a lo cotidiano. Es un mundo de realidades, de personas que buscan ser desarrollados y te insisten en que tienen que vivir alguna vida. Acuden a nosotros para vivir.

Nos gustaría poder haber nacido para escribir solamente.

Y así vamos componiendo realidades pensadas.

Y así vamos estrellándonos con las realidades verdaderas.

-Mi madre escribe.

-La mía hace ganchillo.

-La mía también.

-Pues la mía guisa.

-Y la mía.

-La mía es…

Todo es mentira porque a ninguna mujer que escribe se le perdona que escriba. Ni siquiera sus propios hijos se creen que una madre que sepa cuidar de su hogar, trabajar a comisión y escribir, pueda hacerlo. Quién se habrá creído que es.

Una madre tiene que ser lo que las madres de los demás sean. Una madre que no destaque en nada. Que pase desapercibida, silenciosa, que cumpla su deber de madre tradicional. Así lo indican con sus actitudes, porque son maravillosas las madres simples y las madres que escribimos somos una pesadilla.

Pero a mí sin embargo me gustaría que mis hijos destacaran en algo. No me gustaría haber echado tanto esfuerzo de mis años jóvenes para tener hijos que no destaquen en nada, porque entonces me hago la pregunta:

-¿Valió la pena que te calentaras la cabeza?

Mi madre diría No.

Yo digo No sé.

La vida me dice Vete tú a saber.

De modo que sigo escribiendo al margen de las realidades que se me presentan como mujer que escribo.

Y ya no doy por hecho que siga escribiendo cuentos a nadie.

Ya escribí en su tiempo y energía los que tuve que escribir para nada. Bueno, si me tomo un tiempo alguno puede que saliera, incluso con el mismo resultado de nada. Me gusta escribir cuentos, mis personajes preferidos son los animales y la naturaleza.

El cuento del burro que siempre lloraba y nadie sabía por qué pero lo averiguaron porque una noche… Bah, ese título no le gustará a nadie. Venancio, el burro triste, ese título es más comercial, total a nadie le importa un comino si el cuento es bueno o malo, le ponen dibujos de un burro y letras enormes como sus orejas y los niños se lo pasan bien a costa de un pobre burro al que le deforman la columna vertebral por el peso que el ser humano le hace cargar. Bueno, pues Venancio el burro que no quería ser cargado. Ningún niño querrá leerlo. Los burros tienen que ser resignados y disponibles. Lo escribiré de todos modos. A la porra lo comercial y los niños.

Ni doy por hecho escribir poemas a nadie.

Hoy soñé contigo.

Cuántos poemas desde los 13 años habré escrito. Ya me leí todos y lloré de emoción. En cada verso y en cada historia recuerdo por qué y para quién, dónde, cómo... Cuántos personajes inventados, escenarios, diálogos, memorias de personas que quisieron vivir y conocer a otros y que también junto ellos me hicieron vivir. Porque volvería a escribirlos con las mismas palabras, con la misma pasión que lo hice, pues soy una mujer que escribe.

 

 

© Marta Antonia Sampedro (2020).

"El escribano de San Agustín" (Fragmento), de Marta Antonia Sampedro

 

                    "Sentado en uno de los bancos de madera carcomida de la Plaza de Colón, mirando, tan sólo por mirar, cómo picoteaban las embarradas migajas de pan algunas palomas, entremezcladas con gorriones inflados por el frío, Juan creyó que la monotonía de sus quehaceres más simples quedaría resumida en una historia vulgar de la que no podría salir por el resto de sus días.

            Aunque su encogido cuerpo de joven no lo dejara adivinar, ya tenía cuarenta años y, aún así, parecía resistirse al tiempo que le había tocado vivir. Un tiempo insulso donde todos sus deseos los cercara la impotencia. Sólo la espantada repentina del vuelo de los pájaros ante cualquier ruido imprevisto, le hacía resurgir de la espera de no tener nada que esperar sino la hora de almorzar. Ya le habían sellado el desempleo en la oficina de parados, como todos los trimestres, y sentía que aquella ceremonia era un trámite burocrático más,  una conformidad oficial para continuar la convicción social de esperar lo que se sabe no llega.

            Lo pensó por última vez, decidido a lanzarse a aquel deseo complicado y, cómo no reconocerlo, una ambición un tanto deshonrosa. Vio sentarse a Andrés, vecino de su calle, apoyado en su bastón de aluminio. Era cuestión de tiempo que él mismo, sin pena y sin gloria, fuese Andrés un día. La piel se le erizó como si de pronto se zambullese en aquella fuente de la plaza entre los dos ángeles de bronce que sostenían una piedra tallada. Desnudo en el agua en el silencio de cualquier día, desnudo con ellos, y se dijo muy seguro:

            “Hoy vas a cambiar tu vida, Juan. No hay nada enfrente, ni atrás, ni delante de ti. Entonces toma ese camino del que nada sabes, y como si estuvieses arando que salga el sol por Antequera”. Sonrió, modificó su postura sobre el banco porque ya no se sentía el culo y dio la espalda a las aves. “¿Por qué no, Juan? ¿Qué te va a impedir salir de tu espera?”.

            Se incorporó al ver que Pepe abría las persianas de su bar con aquel ruido a chapa que ya las palomas conocían. Pepe era de mediana edad, rechoncho y con la línea del bigote como pintada por la gruesa punta de un lápiz de carboncillo. Atendía a la clientela con la parsimonia de quien conoce bien a cada uno de sus clientes.

            -Un vino, Pepe- le dijo mientras éste encendía el hornillo.

         -Todavía están frías las tapas. Sólo te puedo poner queso o jamón, o te esperas una chispa; también tengo avellanas.

            -Me pones algo de eso.

           Bebió el vino blanco contemplando su color, que le recordó al aceite de girasol. Mordisqueó el queso que Pepe le puso indiferente y se creyó un ratón celebrando que a partir de ese día borraba sus huellas de roedor de segundos, porque la vida lo esperaba y le suplicaba a la rutina que lo dejase en paz.

            Los niños en el tobogán, jugando con la arena del parque; el ajetreo de las palomas sobre el tejadillo del palomar. Sintió un vértigo de repetición continua de su vida en aquella plaza a la que amaba y sin embargo comenzaba a odiar.

            -¿Te pongo otro vino, Juan? Ya tengo los callos con garbanzos casi recalentados del todo; llevan su guindilla, muy poca, que ya sabes que a mi mujer no le gusta echarle mucho pique.

            -No- contestó dejando sobre el mostrador unas monedas-. Que tengo que irme ya.

            -¿Cómo sigue la mamá? ¿Está mejor de la gripe? ¡Este año corre mucho!

            -Sí, Pepe; ya está mejor. Ya casi está bien, pero con los achaques de la edad.

            -El otro día en el ambulatorio todos tosiendo, eso parecía un hospital de tísicos.

            -Es que como no llovía hacía mucho tiempo, pues claro, ahora que ha llovido los virus buscando en dónde meterse.

            -Puede ser.

            Se marchó calle Viriato abajo hacia su casa. Ensimismado entre sus pasos. Sintiéndose los andares uno a uno, para saber que era cierto que andaba sobre el suelo de la Tierra. Contrato fijo de desempleado, puesto de parado que tanto le avergonzaba tener que sobrellevar viviendo de la mísera pensión de viuda de su madre, contando peseta a peseta cuánto le vale a un pobre cada inspiración que Dios se atreve a darle gratis sin esperar nada, sólo reconocer su existencia, pero Dios no entiende de facturas.

            -¿Has sellado ya el paro, hijo?- le preguntó su madre al verlo entrar.

            -Sí, madre- contestó resignado-. Con eso de la aceituna, hoy había menos gente.

            -Tú no te apures hijo. Ya sabes que no puedes con el campo, que con tu lumbago ni varas ni espuertas. Que la salud es lo que importa.

            Antonia era mujer de llevar los problemas con su arma antitristezas; y con tal de mantener la dignidad de pobre combatía el mal de la melancolía ordenándole al cuerpo que renunciara al vicio de comer lo que deseara. Su espíritu, acostumbrado desde niña a duros trances, consideraba que los estómagos se cerraban con las penas y que abrirlos se marchaban. Tenía Antonia, al igual que su hijo, un cuerpo enjuto; una leve joroba indicaba su edad y los trabajos domésticos que durante su vida laboral le habían proporcionado una posición digna de pobre. Sus ojos melaza, algo huraños, habían sido la envidia de sus amigas de juventud. No así su nariz chata, que rematada su expresión con vulgaridad sobre su piel tierra de verano.

            Después del almuerzo estuvo junto a su madre viendo la telenovela de la televisión. Un anuncio y otro, bombardeos de consumo y personas que no veía en ninguna parte. Y matando así el tiempo, aletargado frente a la historia de amor de sus protagonistas, esperó a que abriese la papelería más cercana a su casa, para comprarse un buen cuaderno y un bolígrafo que tuviesen un aspecto de categoría.

            -¿Cómo lo quieres? ¿Grande, chico?- el empleado de la papelería lo miraba desconcertado.

            -Que esté decente- contestó muy serio.

            -¿Y el bolígrafo?

            -Lo mismo.

         Su madre cabeceaba en la mecedora junto al brasero. El final de la telenovela jamás llegaba, de modo que dormir era previsible.

            Juan se arregló la barba, hasta el último pelillo. Debía tener un impecable aspecto. Sacó de su armario la camisa y la corbata que había lucido en la boda de una prima hermana hacía ya algunos años y del ropero de su madre oscuro de paño no muy bueno, pero consideró que con una buena camiseta interior el frío sería menos. Limpió con esmero sus zapatos mejores y que le hacían rozaduras y por el sonido al caminar su madre se despertó. Lo miró extrañada por tanto arreglo.

            -¡Hijo mío de mi alma…! ¿Dónde vas con esa facha, con el traje del tito Manolo? ¡Ay Dios mío! ¡Un traje de un muerto no se pone nadie! Que dejan el olor del más allá en las ropas. Además era mucho más alto que tú, te va grande. Tendré que arreglártelo. Y ahora dime quién se ha muerto, que vas de entierro. Te crees que no me enteraría, pues claro que luego me entero.

            -Que no se ha muerto nadie, madre, tranquila… Es que me ha salido un trabajo muy bueno del que me he enterado esta mañana en la oficina del paro y voy a que me entrevisten.

            -¡Un trabajo! ¡Qué alegría!- expresó Antonia, cansada de que nadie valorase las muchas cualidades que tenía su hijo-. Dios quiera que te lo den. Con lo que tú vales, Juan hijo mío. Que ya sabes que este año no podemos poner el portalico de Belén porque tuvimos que vender las figurillas. Ven aquí que te ponga bien la ropa.

            -Ya lo sé, madre. Compraremos otras en cuanto se pueda.

            -Y haces bien en ir tan arreglado. Que ya sabes cómo se están poniendo las cosas, que hasta los bandoleros van con traje de señorones. Y si no mira lo que sale en los telediarios, que mientras más roban más tienen y nadie les tose porque van muy bien plantados.

            Escribió con rotulador negro una hoja del cuaderno y la guardó en el bolsillo. Le pareció ser despedido por su madre como si jamás fuese a regresar, porque lo hartó a besos y entendió que con sus silencios le decía:

            “Hijo mío de mi alma, qué planta tienes…, pareces otro, no pareces ni parado…, abrígate bien que ya sabes lo mala que he estado con la gripe, estaré aquí nerviosa esperando que vuelvas diciendo si te han contratado, no tardes mucho y procura que no te vea nadie en la escalera, que ya sabes lo chismosos que son, ese traje te queda grande”… Pero sólo había sido:

            -Adiós hijo. Suerte. Que tú vales mucho.

          Calle Viriato abajo para llegar hasta Las Ocho Puertas. Se paró unos segundos para mirar otra vez el calentador a gas. Hoy lucía un gran lazo rojo. Ya estaba cansado de calentar ollas para poder lavarse. Aunque su madre no se quejaba. Agua, jabón y pobreza, no eran cosas diferentes.

            Iglesia de San Francisco, con sus recién estrenadas luces".


"El escribano de San Agustín" (Fragmento de la novela).

(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (1.999).

                       

miércoles, 10 de marzo de 2021

Trama de un desamor, de Marta Antonia Sampedro

     A mis padres


He llegado de la consulta de mi terapeuta. Una sesión corriente. Cada vez salgo más confuso. Ya no sé qué más decirle. Mientras hablo, no para de mirar la hora en los números romanos del reloj de la pared. Pensará en lo cargante que soy. Su consejo profesional siempre es el mismo: tú escribe, escribe todo lo que te apetezca, ponle nombre a tus emociones, escribe, analiza los recuerdos e intenta darle respuesta a tu ansiedad… Tienes que despegar de ese vicio de agujero, tienes que salir de ese malestar…

Malestar, dice. Que lo que siento tiene nombre, ya lo sé desde hace tiempo. No me hace falta ni terapeuta ni rollos, ni reescribirlo hasta la saciedad en un cuaderno para saber que no es malestar, no es malestar: es rabia lo que siento. Rabia. Y es lo normal, después de que a uno lo abandonen igual que a unos zapatos que ya no sirven… Así es cómo me siento, desgastado y cansado de rodar las suelas, siempre pidiendo caridad de amores. En qué parte llevaré marcado que tengo falta de amor. Si se me presentara el mismo demonio en forma de corazón sangrante, tal vez accedería a su pretensión de perdición. Y, ahora que lo pienso, algo tendrá que ver esta mujer con las fuerzas sibilinas que andan pululando por ahí, buscando infelices como yo, para enamorarlos primero y luego fustigarlos con el látigo de la indiferencia…, o con la daga de la negación, hasta la sepultura en vivo del olvido sin lápida. Es cuestión de principios y, por dramatizarlo, hasta se diría que de justicia. No es posible que este tipo de personas vayan haciendo daño por ahí a diestro y siniestro, sin que nadie los delate y los ponga en una evidencia.

  De modo que tengo listo mi manual de desamor. Porque en este punto de desamor estoy ahora, que no sé si quererla más allá de todo, platónicamente y saturado de sombras, si apretar su recuerdo en mi gruesa carpeta de olvidos, o liquidarla de personaje, simple y llanamente, matarla y que me deje mentalmente respirar. Y a decir verdad esta última idea es la que más me seduce: desaparecerla. Fraguar el momento del crimen retórico, para ver su rostro sorprendido, “tanto no me quería si me está matando, punto final del último capítulo y todo se ha olvidado”, su crudeza de pensar “qué equivocada estaba, este no me quería ya no existo en sus letras”… Sí, es lo que más me apetece en este mundo… Y en él, en el asesino impune, su cara relajada, y lo tranquilo que se queda.

Es lo que más me apetece en este mundo. El bosque, claro.

Ya me lo imagino:

La cabeza erguida tras su detención por el horrible asesinato perpetrado horas antes. Ahora saliendo del juzgado de prestar declaración, con la consiguiente orden de ingreso en la prisión provincial. En su cara relajada se posa una belleza altanera, como recién librada en las páginas, que siente alivio y descanso… Pareciera que en vez de un horrendo crimen, hubiese gozado recientemente de un placer de campeonato de novela negra… Los periodistas lo fusilan a preguntas, pero él ni parpadea ni quiere página siguiente, los policías custodios le cubren el rostro con el brazo… debajo de la lluvia de flashes con ilustraciones, protegido como un maleante… Mientras que aquel joven inestable, impasible, de inaudita postura de justiciero, camino del furgón, en la noche con luces alarmantes, ha pasado de secundario a principal actor… Es más, mejor yo aun diría: caminaba con impúdica arrogancia, de rockero estrella. Incluso los gritos de una asociación vecinal venida a resultas del crimen, gritos fanáticos, gritos, gritos, asesino de personajes principales, sujeto inmundo de ficciones, nunca hubiéramos sospechado de ti que serías capaz de asesinarnos a tantos...

Hasta me acaban emparedando. No sé, pero es que se me da fatal el crimen y tengo poca práctica, pero lo he planificado muy bien. Jamás sospecharán de mí. La literatura es un consuelo enorme; mejor, imposible. Porque ya se sabe: que en esto de la literatura, todo vale.

Sí, lo haré. En la próxima sesión al terapeuta, se lo consultaré. Que he decidido matarla…

-Literariamente, claro está.

Pero, mejor pensado, no debo ni comentarlo. No dejar testigos que puedan ser interrogados. Mal empezamos si ya al principio de la trama he pensado en consultarle al terapeuta. Nunca aprenderé. 

Introducción de un desamor:

Una voz era llevada por el viento.

Recorría las calles… Rodaba en las aceras y las plazas;

las esquinas rezumaban sutiles silbidos;

era la noche un aliento… abriendo su roída puerta.

Por allí se coló –tenebrosa elocuencia- la infalible sílaba de la tristeza.

Desamor era la queja, de llanto guardado, que dejaron los ventanales  empañados…

Ya en los callejones, se elevaron hasta el cielo los tejados;

hojas vacías los acompañaron en su eclipse;

azarosa veleta de los vientos…

En las alturas la bóveda azul del firmamento, el sonido pronunció un infinito verso,

ya más cercano al universo.

Círculos  se volvieron las palabras, de tanto errar por el suelo.

Venían de muy lejos…, de tan lejos, que no guardaban conciencia de haber nacido. Pero sucedió, hace tanto tiempo… en el principio del tiempo, en la gran explosión.

Llegaron allí, acompañando a los elementos en su retroceso.

Por fin, el fin… reventó de aullidos y lamentos.

Se expandieron los astros; confusos los destinos, jugaron partidas entre ellos…

Un llanto amargo… una carta vacía… y sobre su almohada, las solas poesías.

En este atolladero, los vidrios lánguidos de una estancia húmeda, un corazón duradero hacia un nombre de mujer… se derretía sin remedio. 

Me vuelvo corriendo para la casa. La lluvia ha irrumpido en mi paseo matinal y algún poderoso trueno hace aviso por todo el horizonte de la llegada de la tormenta. Me río como un niño al que el cielo le chapotea, entro a casa y me acerco a la chimenea para entonarme. El fuego, mi gran compañero, todavía prende con las ascuas de la noche anterior; lo atizo y le añado otro tronco de encina. Es como si aquí, mi viejo amigo el fuego hubiera encontrado su lugar permanente.

La casa está montada entera, hasta el punto de sentirla ajena. Es como si invadiera un espacio que el dinero no llega a comprar. Pero no me molesta la sobriedad con que todo está colocado; las lámparas de forja que caen desde el techo con hileras de cadenas, ni esos muebles robustos de madera, ni tan siquiera los cuadros de motivos rústicos que cubren las paredes.

Parece que será un largo día de lluvia, de tiempo inestable como mi alma. Me dirijo por la escalera hasta la planta de arriba; es un altillo amplio, con una claraboya mojada. Aquí tengo mi ordenador, delante de un ventanal; sobre la mesa de roble es donde escribiré. Por cierto: desde que he llegado a esta casa, no me he puesto a trabajar. Porque mi trabajo es ese, escribir. Hoy ya no puedo rehusar más el compromiso. Enciendo el ordenador y mientras se conecta observo caer la lluvia, que tras el cristal parece fundirse con el bosque.

-Tengo que matarla. Por supuesto, me repito: literariamente hablando.

Cómo me llena de emociones verme aquí sentado ante la lluvia, sin que ninguna obligación me encadene el pensamiento a la tierra. Porque mi pensamiento es la avanzadilla de la escritura, doy machetazos contra la maleza de las palabras para abrirle camino a la razón; y sin embargo, nuevos brotes del corazón enseguida reforestan los cortes a mi paso y se pueblan de zarzas y alimañas, que me estiran y sujetan en el mismo punto. Puedo quedarme aquí todo el día y todos los días hasta agotar la despensa, hasta desembocar en alguna historia que valga la pena o simplemente acabar siendo mi enemigo y hacerme trizas.

Tiempo de entrar en un remolino, ese mecanismo que ya conozco y me eleva a las nubes y que luego de golpe me resitúa en esta caverna interior en la que apenas palpo las palabras. Tiempo de salir, ya al límite de mi delirio, venido de otro tiempo o de otro mundo, pues apenas quedan ya perfiles de caracteres de este personaje que sin quererlo se ha convertido en ti mismo.

Tiempo de lamentos, cuando los sentimientos asoman un poco más allá del camino señalado y se te rebelan, y te clavan sus bisturíes envenenados por el recuerdo, para después dejarte tirado en despojo, bien entrada la mañana, con una extraña emoción albergada en la garganta y que te pide para desayunar oxígeno con mermelada.

Repaso mis carpetas virtuales, el caos de mis apuntes. Me dan ganas de apagar el ordenador y regresar a mis libretas y sus tachones y a esa letra nerviosa mía donde me reconozco mucho más que en cualquier fotografía reciente. Pero recuerdo que desde los trenes y la juventud ya no uso libreta, y desde los traseros de las guitarras, o las camas apoyado sobre un colchón con bolígrafo y unas hojas, murieron las libretas. Estoy condenado a este ruido nuclear, impulso de máquina, que con el tecleo resuena en la noche como un pajarillo hambriento picando alpiste. Voy y vengo, días y noches, camino y huídas en torno a este aparato odioso, buscando la salida de algún callejón literario en el que de repente uno se halle bienvenido a este lío de escribir.

Me ha costado mucho la decisión de dejar el trabajo. No me sentía seguro subiendo por las angostas escaleras para llegar a los depósitos de piensos para animales y rellenar sus cuellos monstruosos metálicos hasta los camiones donde yo, un día, también casi caigo, como si de una especie de suicidio inconsciente se tratara. En aquel empleo los compañeros me miraban con desdén, pues mi cabeza la tenía muy lejos y no es faena para un despistado como yo. Me he tomado unos meses de convalecencia, he alquilado una casita en el campo y aquí estoy. Mi plan se lo conté al terapeuta.

-Estoy de acuerdo en tu decisión. Pero no vayas a irte mucho más allá de lo puramente literario.

Es como si la corriente de un río bravo me obligara; una sacudida de emociones desbocadas me condujeran sin remisión hacia un abismo de palabras.

Por un momento mi espíritu vuela llevado por el agua, se alía con el viento y con la música… le arranca al aire un suspiro.

Después ya puedo hundirme, después del batacazo, en las profundidades de la memoria.

Por fin un sitio donde poder escribir y recuperarme un poco, en esta casita del bosque.

Es maravilloso amanecer cada día en este paraje de ensueño. Hoy no llueve y la neblina levantó sus alas hacia las alturas.

Me doy una vuelta por los alrededores. El camino está en el centro de dos hileras de abetos que delimitan el bosque, y en pequeñas parcelas ganadas a la montaña me saludan los árboles frutales, con flores de primavera que va llegando apresurada.

Mis pulmones se estimulan con el frescor de la mañana. Hago respiraciones fuertes y sigo caminando por una ruta que rodea la montaña y luego se va estrechando hasta convertirse en sinuosa. Entonces observo, emocionado, que los destellos del rocío son perlas relucientes.

Hay una piscina enclavada en las rocas. El agua cae libremente como una construcción caprichosa de la naturaleza con cemento y piedras de otros lugares. Tengo ganas de retozar sobre las hojas húmedas entre la hierba tierna; abrazar la tierra que me permite su regazo para descansar… Y me echo al lado del agua, dejando muerta mi mano en la suave corriente, para que la despierte, y sobre mi cabeza entre las copas de la arboleda observo el cielo azul y cómo las nubes se desplazan en gigantescos galeones de algodón puro.

Es el sitio ideal para rendirse a escribir.

Escribir algo distinto, para engrosar el historial de mi obra: Tachones de sangre, poesías incandescentes en habitaciones atestadas de miseria, en la cresta de un aullido, traspasar el precipicio de las lágrimas; palabras… que solamente al ser pronunciadas adoptan un sentido. Abracadabras, códigos secretos que no acabo de entender, jabón en pompas que revientan y regresan en blanco, papeles de inopia bajo el cielo.

Siento entonces cómo palpita la tierra. Las palabras adquieren la propiedad de las eras. Se luce la razón, el pensamiento conquista un claro de selva…

Y sin embargo, nuevos brotes de fervor, enseguida reforestan los cortes a mi paso y se pueblan de alimañas y espinos, que me estiran y sujetan en el mismo punto. Es entonces que la tristeza utiliza al llanto como la expresión más pura; la ira, su gesto violento, y el dolor, en su cenit, enfatiza el grito que desgarra.

Las palabras quedan esclavizadas en los márgenes, aún deformes, y tan sólo con el paso del tiempo nos concentramos para liberarlas… y reconstruirlas igual que rompecabezas… La misma historia rebobinada mil veces, a cámara lenta, y así determinar aquella tristeza que dejamos en el alma algún día, aquella rabia, ese dolor incalculable.

Mentalmente repaso los archivos de mis personajes. Los reconozco porque son mis criaturas nacidas de la realidad existente, que son los vecinos, los amigos, familiares o el último de los amores frustrados a los que les he cambiado el nombre y poco más.

Si ellos, mis personajes, supieran de mi vocación de escribir, de escribirlos, de ser escritor a costa de sus vidas prestadas para las narrativas... Si les confesara ese secreto, algunos verían la terrible fotografía que les hago en mis escritos y conocerían la realidad de lo que pienso de ellos; farsante, embustero, me dirían ante mi indiferencia; aunque ciertamente me quedaría sin el recurso de no tener que inventarlos. Otros, sin embargo, se alegrarían… Pero continuaré en la retaguardia, detrás de esa mirilla por donde la vida parece un cuento sin final de realidad destilada, alargada, obtusa, vida de caricaturas.

Y en esta labor por destacar los perfiles acentuados, a veces jugando, otras con cierto rencor aún, me sobrepaso con ellos y los dejo encausados en los folios, hacia un final que les llega trágico y penoso. A otros también los premio por sus difíciles vidas; y, aunque sigan sufriendo, al inventarles otras vidas mejores sobre el papel, son lo felices que nunca han sido, la sensibilidad a sus realidades.

Un buen ejemplo: un viejo conocido mío que se ha quedado colgado de la medicación del psiquiatra. Siempre anda por las calles como una sombra que nadie percibe. A veces lo saludo.

-¡Qué… Cristóbal, qué pasa!- le digo desde lejos.

Y él siempre me responde con un tic nervioso:

-¿Me das un cigarro?

Con dos dedos señalando la boca y esa mueca de ansiedad, los ojos desquiciados, el cabello grasiento y peinado hacia un lado causándole dos trompetillas burlonas sobre las orejas. De sus hombros huesudos cuelga una vieja camisa a cuadros de leñador, y a juego un pantalón negro, dos tubos de telón. En sus andares tiene algo de marioneta, balancea los brazos con soltura, y cuando llega se amilana con gesto de perrillo…, encoge el cuello y me mira con una sonrisa de resueltas mandíbulas, pidiendo un perdón que de nadie le llega. Al despedirse, ahora devorando el cigarrillo entre los labios, lo veo alejarse con aspavientos y ese caminar sobre el suelo.

Y entonces pienso que sí, que tal vez sea un dios quien lo maneja, con su gigante mano perdida entre las nubes del cielo.

Aquí tengo su ficha técnica. Cristóbal será el principal personaje de esta historia, pues le voy a encomendar una importante labor, que en otro argot o favor se llamaría… encargo.

Él y su madre vinieron a la gran ciudad desde un pueblo del norte perdido entre montañas. No fue la falta de pan lo que hizo a su madre, joven y ya viuda del esposo, decidir emigrar con el niño de ambos. Había en su pueblo un gran índice de suicidios; porque rondaban los fantasmas a sus anchas hasta en los establos y las vacas producían leche agria y morían los terneros; y entre esto y las pulmonías, poco a poco se fueron quedando sin familia y el pueblo sin habitantes. La madre vendió los terrenos heredados de tanto familiar fallecido y se compraron la vivienda humilde que desde entonces habitaban; ya en soledad Cristóbal, pues cuando él era un joven raro, pero sin resaltar en nada, agobiada por sentir que algunos fantasmas también se habían marchado con ellos a la ciudad, se lanzó desde un puente que une varias autovías. A partir de ese trágico suceso, comenzó Cristóbal sus andanzas con variedad de píldoras para la depresión, la marihuana y los pequeños hurtos. Ha entrado y salido de varias prisiones por condenas leves, pues jamás ha tenido delitos de sangre, aunque sí una diversidad de problemas por meterse donde no le llaman en los pasillos del metro y con turistas en algún que otro museo. De su estancia en la trena guarda buenos recuerdos, porque siempre que lo pedía todos le daban tabaco; con esa mirada de principiante de psicópata conquistaba fulminante. Hasta que alguien de una prisión más innovadora le hizo unos test de inteligencia y pruebas de enfermedades mentales. Desde entonces, Cristóbal es impune a los delitos y los penales. Le quedó su paga de enfermo y entra y sale del psiquiátrico; allí se siente en el hogar familiar.

 De modo que Cristóbal me viene genial para el encargo de matar a otro personaje. Tampoco es plan de hacer que un intérprete inocente, sufra graves consecuencias por causa ajena y caprichosa debido a la rabia del orgullo de nadie.

 Siempre le estaré agradecido; en vez de un viejo conocido, sin saberlo se convertirá en un gran amigo. Está claro que desde el anonimato.

Porque se trata de escarmentar a culpables. Y ella es mi única intención, desaparecerla de personaje.

En los hechos de esta obra, Cristóbal sobrepasará los cuarenta años.

Y aquí también ya me sale la ficha de ella: Debe tener los treinta y tantos años, pero conserva un cuerpo esbelto y grande y unos andares inseguros de mujer muy resignada. Ahora no viene a cuento su nombre auténtico, pero yo la llamaré Hízara. No me extiendo en su perfil de figura, pues no deseo recordar sus orígenes, ni familia, nada. Sólo me interesa ella. Además en esta historia va a ser asesinada. Mejor no tomarle cariño.

Voy a tomarme un descanso. Para mirar por la ventana y recordarla en mi nostalgia. La lluvia me ayudará a diluirla con mis lágrimas.

El primer día que me acosté con ella, sentí fundirme en su piel blanca, suave como un mármol cálido, pero como la más agria de todas las frutas prohibidas. Porque su carácter era tosco, de volcán al roce de piedras, y presumía de su altanería espontánea. No es que viniera de una estirpe de burgueses rancios; más bien escondía cierto complejo de robusta campesina, y con su griterío sofocaba cualquier asomo de ternura. Ella es un proyecto de mujer bandera para mediocres, por un lado, y de mujer fatal para poetas sin musa, por el otro. Por esta razón, su cara en mi memoria, hace el largo recorrido de los extremos confusos, si desagradable o hermosa, no sabría qué decir.

El caso es que con estos dos personajes, he de escribir una historia de… crimen.

En menudo lío me estoy metiendo. Parece que sí, que lo tengo todo bajo control, que dejo el trabajo de un día para otro, lo que he ido haciendo durante tantos años, para ponerme a vivir en medio del monte, con todo el peso que llevo encima, a escribir y a escribir como un obseso ermitaño. Es normal que luego tenga malos sueños y demás, porque estoy cómodo removiéndome en este fango.

La novela podría empezar en la estación de tren de una población  limítrofe a una gran ciudad. Ella sentada en un banco; a su lado la maleta. No había suficientes trenes en la compañía ferroviaria, para poder llevarse todo el desaliento que Hízara mostraba en sus ojos. Aquella misma tarde, al venir de limpiar casas, descubrió con disgusto que su marido se había llevado todos los enseres del hogar, dejándola tan vacía, que su llanto resonaba hasta en la escalera del portal del bloque. Tomó la poca ropa que tenía tirada por el suelo a falta ya de armarios, y se subió en el primer tren que pasaba. Sin ser ni percibida en la pena, porque cada pasajero va a lo suyo y hay costumbre en ver llorar sin que a nadie le preocupe. Superados los cincuenta kilómetros, el revisor la echó del tren, con la promesa de no denunciarla por no llevar billete.

Y aquí entra en acción Cristóbal, justo el día en que había cobrado su pequeña pensión por incapacidad; duchado y con ropa limpia, el Cristóbal de hace unos años. Aunque su plante de antaño ya apuntaba cierto aire neurótico, y sus mandíbulas sobresalientes lo incriminaran de persona fácil para la ira, aquel día tenía lustre y equilibrio en la mirada, disimulando muy bien el inicio de su demencia.

Tras sacar en la ventanilla el billete y guardarse el cambio, justo fue a sentarse en el mismo banco que ella. Él mirando de ella el cabello en su cogote, ella las vías del tren y al guardagujas.

El tosió varias veces sujetándose las mandíbulas, hasta que ella volvió su cabeza y también lo miró. Y más o menos sus ojos se cruzaron y cuatro palabras de lo más corriente: que si por cuál vía pasa el tren, que si tú adónde vas, yo a ninguna parte qué más da, y cómo es eso, que si lo demás.

Fue la necesidad de ella y la penuria sentimental de él, lo que permitió que en tan poco tiempo llegaran a hablarse tan de tú, que Cristóbal le pagó el pasaje del tren y se la llevó tan contento a su casa.

Aquí tengo también la descripción del habitáculo: réplica de viviendas protegidas, y que nadie sabe de qué, proyectos tipo hormigueros, y donde se muestra la España de pandereta zurcida, muñeca legionaria sobre el televisor y tapetes de ganchillo, es decir la España obrera, sufrida y trabajadora.

Quiero dar así a la novela un aire de pueblo llano, repleto de olores a pescadito frito, a sopa de cocido y ropa limpia.

El caso es que llegaron al barrio. Los vecinos curiosos saludaron a Cristóbal cargando con una maleta como era habitual entre sus ingresos y altas en el psiquiátrico; y miraban de arriba abajo a la mujer tan grande y él respondía con la mejor de sus sonrisas, pues enseguida su corazón sintió cómo el amor revoloteaba ya nervioso hacia esa divinidad, en aquella gran oportunidad de trenes que el destino le había otorgado al fin.

También tengo archivados los paisajes de mi obra; una calle sin aceras y serpenteante que sube desde un río, donde Cristóbal asesta dos puñaladas a su querida Hízara, dos puñaladas de respuesta, para cerrar un círculo kármico merecido y acabar con el sufrimiento que causaba a los demás… Mi afán es matarla, literariamente asesinada. Que deje de existir Hízara. Es una decisión egocéntrica, he de reconocerlo, pero no puedo pasarme la vida escribiendo sobre ella. Ha de tener su punto final.

Con la cantidad de temas que tendría para escribir, y mi manía es acabar con su presencia.

Tengo aquí recortes de periódicos. Un cajón lleno. Podrían ser tema de novela. Muchos sucesos. Muestran la cruda matanza de cadáveres abiertos, zapatos perdidos sobre los asfaltos, vísceras, asesinos altivos, asesinos cabizbajos, fulminantes o incendiarios, donde el criminal establece que es dios con espada castigadora, y como es dios no comprende que vaya a prisión. A dios nunca se le encierra. O podría elegir también temas de política. Tierra y libertad. La tierra para quien la trabaja. Si todos ya sabemos que la tierra es de las multinacionales.

Nadie conoce dónde tiene la batalla. El enemigo está fusionado. Es como un fantasma mediático. Muertos y más muertos entre anuncios de refrescos de cola y chicles para la caries.

Personajes variopintos, llevados por la ira, el deseo de venganza… el desamor maldito y que los lleva a un día señalado: la tarde aquella de nieve.

Tantos temas, para acabar siempre tropezando con ella.

En el cajón tengo varias fotos suyas. Lo único que quedó de nuestra relación. Una tiene en el reverso unas palabras.

No voy a leerlas. Las recuerdo muy bien. Ella, indiferente, ni supo que estaban. Insistí.

-Mira por atrás; hay unos versos.

-¿Eso qué es?

-Una poesía para ti.

-No entiendo tu letra.

En tinta azul.

No creo que ahora esté tan agraciada; el tiempo no pasa en vano para nadie. Y a pesar de decir que sus separaciones constantes de su marido le causaban traumas, su cara se tintó de primavera. Estaba más guapa, todos se lo decían.

Recuerdo cuando llegaba con su coche a buscarme, con los perros alborotados, para irnos de fiesta hasta las seis de la mañana por los ríos y los montes, los bares nocturnos y como despedida algún revolcón bajo los chopos.

Ella por entonces era muy divertida y alegre. Toda propuesta le parecía bien. Incluso aquella primera vez que tumbados sobre la hierba sin aviso la besé. En aquel tiempo un sinfín de risas, de canciones y poesías, inundaban las tardes de energía y las noches eran generosas en estrellas… O así quise yo soñarlo.

La conocí en un bar musical. Ese era mi lugar preferido. Apoyada en la barra, sujetando su cabeza. El cabello largo y negro, unas arrugas en la frente de ceño fruncido, las cejas pobladas y una dureza en la mirada… Pero en su nariz el gesto se endulzaba hasta los labios. Boquita de piñón, que parecían pedirme un discreto beso, eso me dijeron mis labios. Sentada y ya se notaba que era muy alta, de hechura rumbosa. Pero seca en palabras y difícil de conquistar, cuerpo con fortalezas y trampas y de su cama un campo de batalla, eso vendría después.

La estuve observando desde la estupidez de mirar un periódico.

La expresión aburrida del desencanto, se asomaba entre el jersey negro de cuello alto; su mirada perdida fue a dar con la mía, perdida en la suya. Me dirigí hasta ella y le dije hola, nos dimos dos besos tras dos nombres que apenas sonaron entre la música y la modestia del primer momento. Y hablamos para combatir el vacío de aquella barra solitaria.

 Por el brillo espectacular de su mirada, se le intuía un legado de sangre de antepasados oscuros; tenía ese aire místico y distinguido de los que ostentan voluntades negativas… pero interesantes. Así pensaba yo, por entonces. Aquella misma noche, conseguí de ella el número de su teléfono.

Después desapareció unos días, y la busqué inútilmente. Pero al poco la llamé.

Continuamente busco datos en mi memoria, para destilar una realidad que aún me desconcierta, empeñado en saber por qué aceptó mi invitación a cenar y que fuese a recogerla por su casa.

-Tranquilo.  Mi marido es muy liberal.

Así que a las ocho pasé a buscarla. Aparqué mi coche delante de una casa de patios adosados y unos perros alertaron de mi llegada.

La vivienda, entre coqueta y miserable, era un chalecito de los que se construían en los años sesenta; la fachada y el jardín tenían un aspecto gris plomizo roñoso.

Me presentó al marido, que se hundía en un sofá, al parecer muy cómodo pues no se levantó ni pidió mi ayuda cuando le tendí la mano. Y nos quedamos solos, porque ella seguía arreglándose. Sentí una mosca a mi alrededor, presagio de algún gran error que estaba yo cometiendo en todo aquello.

Dijimos adiós y nos fuimos.

En el restaurante, entre plato y plato el agobio mío era evidente. Hasta me molestaba al oído. Pero ella seguía, y seguía… No había más tema que su marido y su relación sentimental enrevesada, muy difícil…

Ya a los postres quise salir como pude de aquella conversación y le propuse dar una vuelta por el campo para ver la noche estrellada en un lugar donde me gusta mucho ir, porque se ve la luna salir. Pero no desistía de hablar de lo mismo, sin llegar a ninguna parte. Hablando de ella misma, con ella misma, sin dejar que la noche le respondiera.

Yo entonces proponía el plano sin fronteras del cielo de luceros.

 Porque el cielo es de nadie.

-No, que me da mucho miedo… Pues lo que te decía de mi marido…

Y así hasta las seis de la mañana, que la luna caía ya cansada ladera abajo rodando por las lomas…

La dejé en la puerta de su casa con la sensación de haber perdido el tiempo. Y me fui todo acelerado en el coche, para ver si encontraba un último bar abierto para acabar la madrugada tomándome algo.

Al día siguiente, le mandé una carta que ella me devolvió. La tengo aquí.

“Las estrellas siempre nos cuidan, yo te las recomiendo. Por eso te llevé anoche, para ver esa luz brillante, aunque tus ojos bella Hízara superan ese brillo. Te admiro. Soy un hombre sensible que jamás te haría daño, porque me alimento de la luz de la luna y de las estrellas. Anoche ellas, las estrellas, te querían decir algo importante”.

Hay un escrito suyo al dorso:

“Ten cuidado conmigo. No quisiera hacerte sufrir demasiado”.

Qué fácilmente me entrego. El terapeuta aún no sabe por dónde agarrar ese problema mío. Me habla de Freud y me dan ganas de salir corriendo de su consulta.

Y luego ves a la gente tan satisfecha, haciendo cuanto quieran con los demás.

Vuelvo al cajón, a meter todos los papeles. Ya de buena mañana y me he topado con ella.

Me pregunto si es bueno hurgar tanto. Si no es demasiado pronto para escribir de ella, aunque le haya puesto otro nombre y este tiempo transcurra vacío y ajeno a mí. No quisiera echar más leña a ese fuego que deseo anular dentro de mí; porque, a más palabras, más oxígeno que eleve la llama de su recuerdo. Para acabar gritando su nombre, su nombre, maldita sea. Que son como los nombres de las magas que no hay beso ni hechizo que las convenza… Su nombre de aldea perdida, de cuerpo evaporado, como una marca registrada, dentro de mi corazón.

-Tengo que matarla. Literariamente hablando.

Algún día se derrumbarán esas estatuas erigidas del crepúsculo, hechas con la sal de mis lágrimas; gigante inmolado, los pedazos de su carne temblorosa y esos ojos de carnero duros como una piedra, caerán por su propio peso y se ahogarán para siempre morir en el mar de la memoria. Los poemas que le escribí quedarán convertidos en espejismos, alucinaciones de los que beben agua del mar y les nubla los ojos, de un escritor marinero pardillo contra la borrasca, y desvarían hasta no recordar ni su nombre.

Recuerdo cuando salíamos a tomar algo por ahí. Mis amigos felicitándome.

-¡Hacéis muy buena pareja!

Y sin embargo nadie sospechaba en el caos donde estábamos.

Si ella por entonces se apegaba a mí como una adolescente…, era para ocultar su timidez y esconderse del mundo. O eso parecía.

Y de nuevo a casa, la falsa pareja levantaba el baluarte oficial del desengaño. Mi corazón atado a un deseo siempre inconcluso, hipnotizado por la redonda voluptuosidad de su cuerpo, que por él la hubiera seguido hasta la muerte, igual que un pescado por el anzuelo de su piel. Hasta que un día, como solía hacer de vez en cuando, su marido se marchó con otra, esta vez con una viuda con buen patrimonio.

Ella recuperó su fuerza y su autoestima, o quizá fue la rabia, y se aferró a un planteamiento de liberación y descargó sobre mí toda su amargura… Fue entonces cuando reservó sus agujeros secretos, dividió la cama, se plantó en huelga de amor. Cada día me levantaba un muro de acero. Y en ese espiral de deseo frustrado, sutilmente aparecía la ira, respuestas desmedidas y muchas caras largas… Más de una discusión mientras convivimos juntos. Con la confianza empezó el tanteo, enseguida llegaron las facturas, los reproches de cualquier detalle no correspondido, la malsana manía de descargar sobre el otro…

Es una catarsis cómoda, donde los sentimientos emergían con palabras finalmente ahogadas por el llanto, rotas en el gesto del rechazo, hinchadas las venas del cuello por grito acumulado… Nos peleábamos por el dominio emocional del uno sobre el otro. Yo creía que era cuestión de mujer dolida. Pero me rendí ante la evidencia de que aquello eran hechos repetidos, cambiando los nombres, los escenarios, algún matiz en la forma, pero básicamente lo mismo.

Una mañana, tras una noche de sufrida paranoia y frustración, ambos nos dijimos todo cuanto pueda explicarse en la más baja de las literaturas. Nos leímos en unos minutos y en voz alta todos los libros baratunos del mundo. En el recuerdo los tengo perpetuados. Yo, que creía tener mis emociones controladas… Recorría las calles de la amargura con pasos que repetían a voces la negativa de su amor.

Mi llanto oprimido era un vacío de gas inflamable que mi piel rezumaba de rabia. Caminé y sin voluntad alguna hacia el antiguo parque ruinoso, a comprarme algo, una dosis de extintor, que casi me extingue la vida también. Me encontró un amigo, tirado en una vieja fábrica y me llevó hasta casa.

Lo recuerdo como si hubiese sido un sueño. Ella arrastrándome por el largo comedor. Yo agarrado en el umbral de la puerta, que no quería salir de allí.

-¡Por favor, déjame dormir contigo!

Perdón, no volverá a pasar…, por favor… Abstraído en las mitades de las frases, ronquidos sin palabras, ella me agitaba y chillaba pensando que estaba ido de la razón.

Tirado en el suelo vi que abrió un bote de pastillas y las desparramó por el suelo, amago de suicidio, tragedia escénica. Y dormimos juntos esa noche en esa cama de la que me había exiliado días antes. Con una mujer que jamás me amaría.

Por la mañana las heridas de la batalla dieron la cara y sus efectos descubrieron en nosotros las consecuencias de las sobredosis de todo el cenagal.

Qué me pasó, si yo recuerdo que la quería. Y sin pensarlo decidí que me tenía que marchar de aquella casa. Abandoné mis escritos, cambié de trabajo en otra ciudad, aposté por la distancia y sacrificar mis emociones.

Varios meses después, yo estaba ilusionado. El tiempo habría curado nuestras heridas y nos reencontraríamos. Esa lección sería el preludio de una nueva etapa donde no se repetiría ni una sola mala historia. Sin rencores ni odios. Sólo amor y respeto mutuo. Que el corazón rebosara paz y perdón. En fin, todo lo que uno piensa sobre la felicidad más idiota y pacífica.

Y un día recibí su llamada. Era mi cumpleaños. Cuarenta.

-Estoy muy deprimida… Tengo la sensación de que todo lo que toco lo estropeo, todo lo estropeo… Felicidades…

-Tranquila… cariño… ¿Nos vemos mañana? Te haré unas croquetas de jamón y queso de las que te gustan… No llores anda…

Me pasé un poco, diciéndole cariño. Nunca antes la había tratado de ese modo.

Y nos fuimos de merienda al campo.

-¿Y qué es lo que te sucede?- entré de lleno en la incógnita, después de intentar besarla sin resultados.

-Me tienes que prometer que no te enfadarás conmigo si te lo cuento- los labios arrugados de malcriada y engreída.

-Claro que no, Hízara…, claro que no me enfadaré.- Ante aquella advertencia, lo de cariño ya era para pensárselo mejor-. Te lo prometo. Que no me enfadaré.

-Me lo estoy haciendo con mi ex.

-¿Pero no estaba con otra?

-Sí. Y esperan un hijo.

Ella tenía la voz atrancada; yo reconocía esa voz cuando estaba al borde del llanto aunque jamás terminase llorando. Pero se contuvo con los labios replegados y continuó con su mirada fija en la mía… a la espera de un enfado que, ciertamente, se fue convirtiendo en un globo en mi estómago y los recuerdos de su marido. Seguí callado.

La tarde ya declinaba sobre los campos de las afueras de la gran ciudad. Yo allí solo, a pesar de ella, sobre el cerro sentado sobre una piedra, inmóvil como un chaparro, pensando en versos desparramados en tintas de mil colores sobre un corazón que estaba de luto, paradojas de los escritores más inocentes. Ahora la tarde moría, con el alarde rosado del cielo. El cielo, que es de nadie.

Hablemos más sobre el tipo ese y el miedo a que se complicara la relación. Hablemos un poco más de él, solamente un poco, y apago el ordenador ahora mismo y dejo sin concluir esta historia. Porque ella hablaba mucho de él. Siempre hablaba demasiado. Tal vez de ese modo huía del roce que le hice de mi mano en su mejilla, del mirar dulce de amarla, de cordero degollado, no me sacrifiques si yo te quiero.

Aún sabiendo que todo estaba perdido, sin momento ni lugar, ni era la mujer apropiada… como para quitarme un dolor que antes de escucharla no tenía… Le pedí, ante la apertura del cielo estrellado, que el mejor regalo de mi cumpleaños era que me dejara dormir con ella.

-Para recordar viejos tiempos… Aunque sólo sea esta noche…

-¿Tú estás flipando, no?

Y a eso de las ocho me dejó en el mismo punto donde me había recogido y me dejó solo. Con algo rígido atravesado en la garganta, un ahogo helado, un desatado y repentino llanto, de: Muchacho, bienvenido a los cuarenta.

Por todo ello he decidido matarla en esta emboscada de letras, canjeándole el nombre y poco más. Ella es una gran fuente de argumentos, de inspiración y de historias para la venganza que supera cualquier imaginación y criterio literario.

-Tengo que acabar con ella. En la literatura puedo conseguirlo.

Pero en la escritura me cuesta hallar el consuelo. Al contrario: la realidad de su abandono, me cierra la tapa de la olla a presión, donde se cocina un guiso denso y rancio. Así voy condimentando la crónica del desamor: un poco de lamento, una pizca de aversión, y una brizna de algún fragmento que aún me salpica de dolor y resquemor. Todo ello bien mezclado. Y a ver quién es capaz de tomarse una taza. De pasar una hoja sin numerar y la siguiente, sin ser tentado a mirar el final del resto para localizar un número, una señal, un indicativo de rumbo.

Tengo que retomar el espíritu con el que comencé. No puede ser que me deprima a las primeras páginas con este atasco emocional que me impedirá escribir mi obra literaria. He de subyugar la escritura a su sentido más terapéutico, ahondar en los personajes sin que nazcan ya condenados y oliendo a cadáver. Porque tendría que abandonar esta casa con otro fracaso más a mis espaldas. Y tampoco a mis lectores los quisiera aburrir.

Volvieron a mi recuerdo, nítidamente, los pájaros del pantano de mi infancia en Jaén, atravesando en grandes bandadas el cielo de la tarde.

El fuego se traga la noche. Los sonidos del bosque acechan a las hojas muertas para que no despierten.

Pero ahí tengo esperando a Cristóbal, recién entrado a su hogar con una mujer aparentemente desamparada, hermosa y egoísta, tan contento el psicópata naciente de Cristóbal, al fin una mujer en su casa. Cristóbal será el verdugo, mi arma de respuesta con la literatura; es el más indicado, pues tiene suficientes trastornos para justificarse. Nunca entrará en prisión, a lo sumo al manicomio donde tanto lo aprecian y hace de jardinero cuando tiene sus crisis. El encargado de aplicar el karma ha de ser él, es perfecto.

-¿Sabes? Eres muy guapa. Y muy alta.

-Ten cuidado conmigo. No quisiera hacerte sufrir demasiado.

-… Si sabes guisar tortilla de patatas, me vale.

-Pues dime dónde están las cosas y la hago. A mi marido también le gustan mucho las tortillas. ¿Tienes patatas y cebolla?

-No, no tengo. Pero en la tienda de la Maruca hay de todo, ella nunca cierra. Y en la cocina hay muchos cacharros. Son de mi madre, pero están limpios.

-¿Y tu madre dónde está?

-Vive en el pueblo, con mis hermanos.

-La madre de mi marido también vive en el pueblo.

-Tampoco hay pan, pero traeré. Ya vuelvo.

Igual que los escritores, los personajes tienen derecho a mentir.

Y venga, Hízara siempre hablando del marido, es una incansable. Y me da mucha rabia que para mí ella jamás haya guisado. Siempre yo el cocinero, para su paladar exquisito, para mi musa grandota y avinagrada.

Y provoco que se crucen en una estación ella y Cristóbal, el incipiente psicópata. Para matarla; para que pague por su mucho daño a mi corazón. Y el personaje, en vez llevar a cabo la misión comprometida, ya ha entrado en confianza y risitas, nada de versos, sino un mantel bordado y a comprar a la tienda. Y ahora pondrán la televisión y son capaces de ver juntos una película de amor. Pero sólo habrá publicidad, venga. O una película de terror, eso está mucho mejor.

Luego irán a pasear al río, junto a las farolas amarillentas y mortecinas. A ver las estrellas que conmigo contemplaba a regañadientes. Cristóbal, para darle confianza antes del crimen, le dará dos o tres besos en la mejilla y ella no los rechazará, e incluso le dirá mira qué bonita la osa mayor, ella qué sabrá del tema, si nunca quiso aprender astronomía básica; y él tampoco sabrá si eso que reluce es Júpiter o Sirio. Ella por supuesto desconoce que Cristóbal es un tipo peligroso. Imprevisiblemente peligroso. Que ahora recién conocido lo ve arreglado, diligente y sonriendo porque tenía consulta con el psiquiatra; pero que espere a mañana, ya verá Hízara en qué lío se ha metido yéndose con cualquiera que no sea yo.

-¿Y ese cuchillo?- pregunta ella, alejándose despacio de él.

-¡Qué cuchillo!-carcajea Cristóbal-. ¡Si esto es un mechero! ¿Lo ves…? Me voy a echar un cigarro. ¿Quieres uno?

Cristóbal encendiendo una lumbre entre la cara de ambos en la noche. Y se iluminan los ojos y el cerco de su alrededor, los labios y las mejillas y venga a sonreír.

-¡Uy qué bonito! ¡Si parece una navajilla de esas para mondar la fruta!

-¿A que sí? Lo compré en la gasolinera. Lo regalaban con una cinta de Camela. Me gustó mucho porque es de acero plateado.

La voy a matar ahora mismo, literariamente hablando. Malditos terapeutas. Malestar, me dice. Qué sabrá del desamor.

Se sientan a la mesa. La tortilla ha sido un desastre de revoltijos de huevos y patatas; y sin embargo Cristóbal halaga continuamente lo rica que le ha salido, bien por la cocinera bien, como en los campamentos de tontos religiosos, y qué maravilla de mujer es ella y qué cuerpazo de bombera. Qué poco la conoce Cristóbal. Si supiera lo peligrosa que es. Imprevisiblemente peligrosa. Hoy está suave y tranquila, porque la ha vuelto a dejar el marido, pero espérate a mañana, espérate a mañana y verás que todo el día se lo pasará quejándose o volviendo con él.

Luego le muestra su dormitorio de invitados, agobiante de cortinajes de raso, volantes y pelotillas de algodón colgando sobre las ventanas, mobiliario de formica y la cama ocupada por muñecas vestidas de los años setenta; también tiene sábanas limpias y planchadas sobre la colcha. Ella mira lánguidamente la cara de iluso de Cristóbal y le expresa emocionada que es un cuarto muy bonito, gracias, qué amable que eres, tienes una casa muy acogedora…

Será ingrata.

Jamás conseguí de ella un halago. Y los besos que me dio eran de mendigo; por supuesto el mendigo era yo.

-¿Así que… estás casada?

-Sí; pero no estamos juntos. Se ha vuelto a ir con otra.

-Qué lástima. Eso no lo hace un hombre de verdad.

-Gracias por dejar que desahogue mi dolor...

-Cuenta, cuenta…

Me equivoqué al enviar a Cristóbal a la estación de tren, menudo patinazo. Anulé su cita al psiquiatra para que coincidiera con ella en el banco del andén en esa misma hora. Y no se le ocurre otra cosa que, en vez de asesinarla, que era su destino de personaje, cobijarla en su casa para que sea feliz; y escuchar todas las quejas que ella va soltando del ex marido allá por donde vaya, mintiendo y mintiendo. Qué gran traición, la de Cristóbal. Ahora sólo falta que la invite a tomar un baño.

-Estarás muy cansada. Si te apetece un baño puedes hacerlo. Tranquila, que sé respetar a una mujer. Hay sales minerales, te relajarán mucho. Y el aceite de mandarina resucita a un muerto.

Eso pasa por tener de personajes a gente poco seria.

-Gracias… Qué bien hablas, Cristóbal. Eres un encanto de hombre, y no como mi marido. Mi marido nunca tiene conmigo ningún detalle…

-Tú te mereces esto y mucho más…

Ahora ya ha cesado la lluvia en el bosque. Lloviznó toda la tarde. Se oyen algunos sonidos de búhos y de autillos. Conforme se alejan o aproximan, puedo adivinar las distancias e imaginarlos de árbol en árbol, tronco a tronco, tejado a tejado... Lo aprendí de muy niño, en la sierra y el pantano del Rumblar, de mi pueblo andaluz…

 Me dan ganas de llorar; aún me siento un niño desprotegido de los daños que causan los humanos y las malditas añoranzas... Pero estoy solo en el campo, con personajes que siguen sus vidas. Una tomando un baño sin pensar en mí, y el otro viendo la televisión, esperando ver salir de una laguna perfumada a su diosa… Continúan viviendo al margen de mi frustración y de mi rabia por el desamor.

Serán pasajeras estas desgracias mías. Quién sabe si ese ha de ser su misterio de sanación y su milagro natural, vagones en vías muertas.

No he dicho que este escrito sea biográfico. Tal vez me estoy volviendo un mentiroso compulsivo. Se trata de eso, forma parte del oficio de escribir. Mi trabajo en estos días ha sido el de forjar un crimen literario, de justificarlo, escenificarlo y desarrollar la tragedia. Obviamente, me la han jugado los personajes. El resultado ha sido espantoso. En sus fichas técnicas no calculé la capacidad mutua de energías cinéticas de dos seres que al parecer están hechos el uno para el otro, que eso todavía está por ver; tampoco mi escaso riesgo para la criminalidad efectiva lo tuve en cuenta. Todo ha ido pésimo en esta trama, asesina, de un desamor. Qué desastre. Y qué pesar.

El fuego ilumina y calienta. Chispeantes y diminutos astros revientan sobre las cenizas.

-Despierta, hijo. Despierta.

La llama no cesa.

-Despierta, hijo. Nosotros te amamos. Eras nuestra riqueza. Aprovecha tu genio. No lo dejes morir por el desamor. Despierta hijo, despierta.

-Lo sé, que el cielo es de nadie. Puedo entrar y salir cuando me lo proponga. No depende de la voluntad de un dueño.

-Despierta, hijo. ¡Despierta!

Rojo frente ardiendo la leña. Y despierto.

Esta oscuridad a medias, alargada como una mala agonía, expande la melancolía en mi pecho, y en mi mente afloran ecos del ayer, los susurros que llevo dentro y me traen sus fortificaciones; otros sin embargo se gritan y pelean, se hieren mutuamente, me faltan al respeto y he de apaciguarlos. Porque estoy seguro de que algún día desaparecerá, por sí sola, la tarde aquella de nieve.

Mañana llamaré por teléfono a mi terapeuta. Le diré que he comenzado una novela de ciencia ficción, por ejemplo, donde no está ella. Se alegrará y me colgará enseguida con alguna excusa. Y para que sepa que el bosque me está sentando bien, que estoy mucho mejor. Mejor de mi alma de olvido.


 © Marta Antonia Sampedro Frutos (2019)