"Sentado en uno de los bancos de
madera carcomida de la Plaza de Colón, mirando, tan sólo por mirar, cómo
picoteaban las embarradas migajas de pan algunas palomas, entremezcladas con
gorriones inflados por el frío, Juan creyó que la monotonía de sus quehaceres
más simples quedaría resumida en una historia vulgar de la que no podría salir
por el resto de sus días.
Aunque
su encogido cuerpo de joven no lo dejara adivinar, ya tenía cuarenta años y,
aún así, parecía resistirse al tiempo que le había tocado vivir. Un tiempo
insulso donde todos sus deseos los cercara la impotencia. Sólo la espantada
repentina del vuelo de los pájaros ante cualquier ruido imprevisto, le hacía
resurgir de la espera de no tener nada que esperar sino la hora de almorzar. Ya
le habían sellado el desempleo en la oficina de parados, como todos los
trimestres, y sentía que aquella ceremonia era un trámite burocrático más, una conformidad oficial para continuar la
convicción social de esperar lo que se sabe no llega.
Lo
pensó por última vez, decidido a lanzarse a aquel deseo complicado y, cómo no
reconocerlo, una ambición un tanto deshonrosa. Vio sentarse a Andrés, vecino de
su calle, apoyado en su bastón de aluminio. Era cuestión de tiempo que él
mismo, sin pena y sin gloria, fuese Andrés un día. La piel se le erizó como si
de pronto se zambullese en aquella fuente de la plaza entre los dos ángeles de
bronce que sostenían una piedra tallada. Desnudo en el agua en el silencio de
cualquier día, desnudo con ellos, y se dijo muy seguro:
“Hoy
vas a cambiar tu vida, Juan. No hay nada enfrente, ni atrás, ni delante de ti.
Entonces toma ese camino del que nada sabes, y como si estuvieses arando que
salga el sol por Antequera”. Sonrió, modificó su postura sobre el banco porque
ya no se sentía el culo y dio la espalda a las aves. “¿Por qué no, Juan? ¿Qué
te va a impedir salir de tu espera?”.
Se
incorporó al ver que Pepe abría las persianas de su bar con aquel ruido a chapa
que ya las palomas conocían. Pepe era de mediana edad, rechoncho y con la línea
del bigote como pintada por la gruesa punta de un lápiz de carboncillo. Atendía
a la clientela con la parsimonia de quien conoce bien a cada uno de sus
clientes.
-Un
vino, Pepe- le dijo mientras éste encendía el hornillo.
-Todavía
están frías las tapas. Sólo te puedo poner queso o jamón, o te esperas una
chispa; también tengo avellanas.
-Me
pones algo de eso.
Bebió
el vino blanco contemplando su color, que le recordó al aceite de girasol.
Mordisqueó el queso que Pepe le puso indiferente y se creyó un ratón celebrando
que a partir de ese día borraba sus huellas de roedor de segundos, porque la
vida lo esperaba y le suplicaba a la rutina que lo dejase en paz.
Los
niños en el tobogán, jugando con la arena del parque; el ajetreo de las palomas
sobre el tejadillo del palomar. Sintió un vértigo de repetición continua de su
vida en aquella plaza a la que amaba y sin embargo comenzaba a odiar.
-¿Te
pongo otro vino, Juan? Ya tengo los callos con garbanzos casi recalentados del
todo; llevan su guindilla, muy poca, que ya sabes que a mi mujer no le gusta echarle
mucho pique.
-No-
contestó dejando sobre el mostrador unas monedas-. Que tengo que irme ya.
-¿Cómo
sigue la mamá? ¿Está mejor de la gripe? ¡Este año corre mucho!
-Sí,
Pepe; ya está mejor. Ya casi está bien, pero con los achaques de la edad.
-El
otro día en el ambulatorio todos tosiendo, eso parecía un hospital de tísicos.
-Es
que como no llovía hacía mucho tiempo, pues claro, ahora que ha llovido los
virus buscando en dónde meterse.
-Puede
ser.
Se
marchó calle Viriato abajo hacia su casa. Ensimismado entre sus pasos.
Sintiéndose los andares uno a uno, para saber que era cierto que andaba sobre
el suelo de la Tierra. Contrato fijo de desempleado, puesto de parado que tanto
le avergonzaba tener que sobrellevar viviendo de la mísera pensión de viuda de
su madre, contando peseta a peseta cuánto le vale a un pobre cada inspiración
que Dios se atreve a darle gratis sin esperar nada, sólo reconocer su
existencia, pero Dios no entiende de facturas.
-¿Has
sellado ya el paro, hijo?- le preguntó su madre al verlo entrar.
-Sí,
madre- contestó resignado-. Con eso de la aceituna, hoy había menos gente.
-Tú
no te apures hijo. Ya sabes que no puedes con el campo, que con tu lumbago ni
varas ni espuertas. Que la salud es lo que importa.
Antonia
era mujer de llevar los problemas con su arma antitristezas; y con tal de
mantener la dignidad de pobre combatía el mal de la melancolía ordenándole al
cuerpo que renunciara al vicio de comer lo que deseara. Su espíritu,
acostumbrado desde niña a duros trances, consideraba que los estómagos se
cerraban con las penas y que abrirlos se marchaban. Tenía Antonia, al igual que
su hijo, un cuerpo enjuto; una leve joroba indicaba su edad y los trabajos
domésticos que durante su vida laboral le habían proporcionado una posición
digna de pobre. Sus ojos melaza, algo huraños, habían sido la envidia de sus
amigas de juventud. No así su nariz chata, que rematada su expresión con
vulgaridad sobre su piel tierra de verano.
Después
del almuerzo estuvo junto a su madre viendo la telenovela de la televisión. Un
anuncio y otro, bombardeos de consumo y personas que no veía en ninguna parte.
Y matando así el tiempo, aletargado frente a la historia de amor de sus
protagonistas, esperó a que abriese la papelería más cercana a su casa, para
comprarse un buen cuaderno y un bolígrafo que tuviesen un aspecto de categoría.
-¿Cómo
lo quieres? ¿Grande, chico?- el empleado de la papelería lo miraba
desconcertado.
-Que
esté decente- contestó muy serio.
-¿Y
el bolígrafo?
-Lo
mismo.
Su
madre cabeceaba en la mecedora junto al brasero. El final de la telenovela
jamás llegaba, de modo que dormir era previsible.
Juan
se arregló la barba, hasta el último pelillo. Debía tener un impecable aspecto.
Sacó de su armario la camisa y la corbata que había lucido en la boda de una
prima hermana hacía ya algunos años y del ropero de su madre oscuro de paño no
muy bueno, pero consideró que con una buena camiseta interior el frío sería
menos. Limpió con esmero sus zapatos mejores y que le hacían rozaduras y por el
sonido al caminar su madre se despertó. Lo miró extrañada por tanto arreglo.
-¡Hijo
mío de mi alma…! ¿Dónde vas con esa facha, con el traje del tito Manolo? ¡Ay
Dios mío! ¡Un traje de un muerto no se pone nadie! Que dejan el olor del más
allá en las ropas. Además era mucho más alto que tú, te va grande. Tendré que
arreglártelo. Y ahora dime quién se ha muerto, que vas de entierro. Te crees
que no me enteraría, pues claro que luego me entero.
-Que
no se ha muerto nadie, madre, tranquila… Es que me ha salido un trabajo muy
bueno del que me he enterado esta mañana en la oficina del paro y voy a que me
entrevisten.
-¡Un
trabajo! ¡Qué alegría!- expresó Antonia, cansada de que nadie valorase las
muchas cualidades que tenía su hijo-. Dios quiera que te lo den. Con lo que tú
vales, Juan hijo mío. Que ya sabes que este año no podemos poner el portalico
de Belén porque tuvimos que vender las figurillas. Ven aquí que te ponga bien
la ropa.
-Ya
lo sé, madre. Compraremos otras en cuanto se pueda.
-Y
haces bien en ir tan arreglado. Que ya sabes cómo se están poniendo las cosas,
que hasta los bandoleros van con traje de señorones. Y si no mira lo que sale
en los telediarios, que mientras más roban más tienen y nadie les tose porque
van muy bien plantados.
Escribió
con rotulador negro una hoja del cuaderno y la guardó en el bolsillo. Le
pareció ser despedido por su madre como si jamás fuese a regresar, porque lo
hartó a besos y entendió que con sus silencios le decía:
“Hijo
mío de mi alma, qué planta tienes…, pareces otro, no pareces ni parado…,
abrígate bien que ya sabes lo mala que he estado con la gripe, estaré aquí
nerviosa esperando que vuelvas diciendo si te han contratado, no tardes mucho y
procura que no te vea nadie en la escalera, que ya sabes lo chismosos que son,
ese traje te queda grande”… Pero sólo había sido:
-Adiós
hijo. Suerte. Que tú vales mucho.
Calle
Viriato abajo para llegar hasta Las Ocho Puertas. Se paró unos segundos para
mirar otra vez el calentador a gas. Hoy lucía un gran lazo rojo. Ya estaba
cansado de calentar ollas para poder lavarse. Aunque su madre no se quejaba.
Agua, jabón y pobreza, no eran cosas diferentes.
Iglesia
de San Francisco, con sus recién estrenadas luces".
"El escribano de San Agustín" (Fragmento de la novela).
(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (1.999).
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