lunes, 25 de diciembre de 2017

Juana la Picochumbo, de Marta Antonia Sampedro


La infancia es un segundo
que perdura para siempre



Atisbó desde la pita el culo grande y gordo de la mujer. Podía verle la piel blanca de las nalgas no cubiertas por las medias, que al agacharse, o al incorporarse de nuevo, deslizaban hasta la rodilla las ligas de goma elástica.
Llegar hasta la Mesta no le había resultado difícil, pues su cuerpo delgado y menudo se escondía fácilmente detrás de una oliva, y el único inconveniente eran las bandadas de colorines y otros pajarillos que, alertados, despegaban con alboroto sus alas ante su presencia. Juana entonces miraba hacia atrás. Pero no veía, tras sus ojos cegados por la opacidad del cristalino y el estrabismo heredado, más que olivares secos, cuyas ramas enganchaban sus escasos cabellos y tierra sedienta saturando de arena sus alpargatas negras.
Encinita jadeaba, rezagada en la vigilia de aquel acecho. De vez en cuando arrancaba una hoja de oliva para calmar la sed; la saliva aparecía entonces fresca y nueva en su boca y continuaba escuchando el chirriante sonido del traqueteo del cubo de Juana, que parecía resonar acorde con los pasos de la mujer.
Al cruzar, desde la última oliva hasta la pita más próxima a las chumberas, ahogó un grito al aplastar un chumbo podrido y temió ser descubierta.
-¿Quién anda ahí?- gritó la mujer.
Pero el silencio devolvió sus palabras en el descampado de chumberas y continuó cortando chumbos maduros, asiendo del puño oscuro y sucio de madera vieja el cuchillo desdentado. Los sacudía de uno en uno, desprendiendo de sus cortes la sustancia blanquecina, lechosa y amarga, con extrema precaución; para no enfermar de nada malo, según había aprendido de chica.
Giró en torno a la planta para no ser vista por Juana cuando ésta se aproximó a las olivas para recoger ramas secas. Las acarreó hasta los chumbos, desparramados en el suelo, para barrerlos sobre la tierra. Entretanto, Encinita miraba las manos de la anciana; pero, a pesar de su esfuerzo, no veía rastro de sangre en ellas. Comenzó a revolver de un lado para otros los frutos, arrastrando en su labor piedras, restos de cactus secos, cáscaras flacas de naranjas, y todo aquello que Encinita ya no pudo reconocer desde su escondite. Colocó la pila de sustancias y objetos junto a una piedra grande y se sentó, levantando el vestido negro para despatarrarse a gusto. Revisó los chumbos, que habían perdido en el barrido la mayoría de sus púas, y los colocó esmeradamente en el cubo. Repleto ya, acomodó el asa a su antebrazo y se dispuso a regresar.
-¿Cómo puede ser que no se pinche?- se preguntaba Encinita, que ya sentía deslizarse  el sudor por su rostro.
Dejó a la anciana regresar sola, y tomó un atajo distinto para volver al pueblo.
-¿En dónde te has metido?- le regañó su madre al verla beber del botijo fresco, sedienta.
-Por ahí jugando- le contestó, limpiándose de agua la barbilla.
-¿Por ahí…?
-Sí, mama.
-¿Es que no puedes hacer lo que hacen las demás niñas? Jugar con las muñecas…, aprender a bordar…
-No me gustan las muñecas, mama- respondió triste.
-¡No, clarito que no! Tú, como una marimacho: apedreando perros y pendoneando por ahí.
-No mama. Yo no les tiro piedras a los perros.
-¡Cállate y pon la mesa!- ordenó la madre con firmeza-. Pero antes, te lavas esa cara y esas manos, y que papa no te vea así.
-Sí, mama- contestó sumisa ante el enfado de su madre.
Al atardecer, cuando el calor abrasador cesaba despertando del letargo al pueblo, Juana colocaba limpios y con buen aspecto los chumbos junto al paredón de la calle, cerca del quiosco. Y Encinita, recién aseada del sudor de la siesta y vestida de limpio acudía como los demás niños a comprar golosinas de color chillón y chumbos.
-¿Cuántos quieres, nena?- le decía. Y ella evadía la torcida mirada de Juana, cuyos ojos la escrutaban a la espera de una respuesta.
-Quiero dos- acertaba a decir, temerosa de que conociera su secreto-. Pelados.
Encinita quería observar, sin desperdiciar detalle alguno, cómo desprendía Juana las cáscaras de su mercancía. Los señaló verticalmente con el filo de la navaja y cortó parcialmente sus extremos; los frutos aparecían, amarillentos y jugosos, entre las manos de la mujer, que hacía gestos a la niña para que los cogiese.
-Son dos pesetas- le dijo.
-Tenga.- Las depositó sobre la palma de su mano.
En los puños guardó los chumbos, hasta llegar al barranquillo de las últimas casas, para estrellarlos sobre las pizarras esclarecidas y plateadas por el calor.
Juana la Picochumbo, era viuda. No como cualquier viuda de un pueblo pobre: devastada por la soledad y la emigración de sus dos únicos hijos, parecía haber recibido de buen grado que éstos jamás la recordaran. Su dolor de madre, que intuía sería ya abuela, no parecía perturbarle. El invierno era la mayor prueba, y la más dura, que el destino le podía causar.
Ató sobre su espalda el saco de picón. Había acarreado cuatro desde el amanecer. Llegó hasta su casa, y sacó un corrusco de la talega; lo mojó con agua para ablandar la masa y calentó los dos pajarillos fritos que había atrapado en las trampas del patio el día anterior. Después de almorzar, arrastró el nuevo saco hasta el cuarto que utilizaba de almacén. El polvo embadurnó, como era habitual durante el invierno, las deformes y ennegrecidas paredes de su casa. Chasquearon los minúsculos troncos de oliva quemados y sacudió del revés el saco sobre el montón de picón arrinconado, para asegurarse de que lo vaciaba sin desperdicio.  Durante aquella tarea siempre echaba de menos una ventana en el cuarto, pues las toses aligeraban sus pasos hacia la puerta, que cerraba tras de sí con una silla de enea.
-¡Que yo no quiero ir, mama!- sollozaba Encinita a su madre.
-¡Tú, vas!- le ordenaba amenazante.
-¡Que no, mama…, que me da miedo…!- rogaba la niña.
-¿Miedo va a darte, ir a comprar picón?
-Que no, mama... ¡Es que hay muchos ratones!
-¿Ratones?- preguntó sonriente la madre-. ¡Vamos, Encinita…! ¿No será que no quieres hacerme los mandados?
-Que no, mama…- continuaba el sollozo al observar, en la mano de su madre ahora, la zapatilla.
-¿Y qué te van a hacer? ¿Te van comer?
-No, mama, pero…
-¡He dicho que vayas! Toma el cubo. Me traes cinco duros.
Al salir de su casa absorbió los mocos que el llanto le había provocado. Se abrigó el cuello con la bufanda y durante el camino pataleó varias veces el cubo y algunas piedras de la calle.
Llamó a la puerta y Juana apareció, asustando a la niña con la piel clara, tan sólo, en sus ojeras de anciana. La mujer le sonrió, mostrando sus dientes largos y estrechos.
-Pasa, nena- le dijo.
-Dice mi madre que me ponga cinco duros.
Juana le cogió el cubo y encendió la bombilla desnuda del cuarto. Encinita se detuvo en la puerta. Sentía miedo. Mientras Juana escarbaba el picón con la pala de medir, una danza de ratones saltarines, negros de carbón, trajinaban ante la presencia de la mujer, que permanecía indiferente.
-¿Cinco duros me has dicho, nena?- preguntó entre toses.
-Sí- contestó expectante a la aparición cercana a ella de algún ratón.
A medida que la anciana removía el picón más brincaban los animales. Y más miedo sentía Encinita. Quiso evadir la visión del miedo cercano y sopló el polvo oscuro de la cal de la pared. La puerta contigua estaba entreabierta y la curiosidad la empujó a mirar. Era un dormitorio, pues una cama grande ocupaba la mayor parte de la estancia. Las paredes, contrariamente a lo que Encinita hubiera imaginado, también estaban renegridas, y una silla pequeña hacía de mesita de noche.
Pero había algo extraño en aquel cuarto, que no supo adivinar hasta que volvió a observar la cama y vio que, bajo la manta raída y oscura, sobre la almohada, asomaba la cara rellena de ojos tristes, los dientes finos y blancos, el pelo rizado y rubio de una muñeca.
Oyó la voz de Juana y regresó a la puerta del picón.
-¿Cinco duros te ha dicho tu madre, nena?- preguntaba de nuevo la anciana.
-Sí, cinco- contestó la niña, jadeante por temor a ser descubierta.
-Pues aquí tienes- le dijo al devolverle el cubo, ahora lleno de picón y Encinita le entregó el dinero, que resonó tintineante en la mano de Juana.
-Con dios.
-Adiós.
Volvió a su casa, cuidando que el borde del cubo no le manchase el abrigo. Recordaba la muñeca. Jamás un juguete la había deslumbrado tanto. El recuerdo de los ratones, tan temido en sus mandados, había quedado olvidado ese día. Una muñeca. Y dormía, con sus ojitos abiertos, junto a ella, porque estaba tapada y aquella debía ser sin duda la cama de la Picochumbo.
Por la noche, Encinita observaba los rostros de las muñecas que tenía sobre el baúl y el ropero de su dormitorio. Pero, por mucho que se fijase en sus caritas inocentes, no encontró nada especial en ellas. Cerró los ojos, pensando que aquellas muñecas permanecerían, a pesar de la oscuridad, sonrientes. Recordó la muñeca de Juana y se durmió.
Al día siguiente, cuando salió de la escuela a mediodía, miró en el corral y cogió picón a escondidas. Lo metió en un pequeño saco que guardó bajo el abrigo y se dirigió a las afueras cercanas a su casa y lo tiró.
-Mama, ¿te voy a por picón?- le preguntó al regreso.
Su madre la miró extrañada. Pero aprovechó la buena gana de su hija.
-¿Ya no te asustan los ratones?
-No hay ratones, mama- contestó sonriente-. Es que no tenía ganas de ir.
-¿Y hoy sí?
-Es que hoy hace más frío- respondió al coger el cubo vacío y el dinero.
-Cinco duros.
-¿Cinco?
-Sí, hija. ¿Es que no sabes contar?
Aligeró sus pasos hasta alcanzar la puerta de la casa de la anciana.
-Buenas- le dijo en la puerta.
-Muy buenas, nena- la saludó la anciana, masticando inútilmente restos de almuerzo.
-Dice mi madre que me ponga otros cinco duros de picón.
-Hace mucho frío, ¿verdad que sí?
-Sí.
-Y claro, los braseros se acaban pronto.
Aprovechó para ver de cerca la muñeca. Le gustaba. La sacó de la cama para observarla entera. Estaba limpia y su vestido, de encaje blanco y crudo, no tenía huella alguna de picón. Tocó sus dedos, pequeños y duros, de perfectas uñas esmaltadas de color.
-¿Qué haces, nena?-la sorprendió Juana.- Tiró la muñeca sobre la cama, sobrecogida por haber sido descubierta-. ¿Te gusta, verdad?- preguntó afable la mujer y la niña asintió con la cabeza-. Me tocó en la feria de Linares, hace muchos años…, tantos, tantos…, que ni me acuerdo. Cógela si quieres, que yo tengo las manos sucias.
Encinita tomó de nuevo en sus manos la muñeca de Juana y le acarició los cabellos.
-¿Es bonita, verdad?- dijo al observar la cara de la niña-. Y me acompaña por las noches. Le cuento historias que aprendí de chica, para que no se me olviden. ¿Tú tienes muchas muñecas?
-Sí, muchas.
-Yo sólo tengo esta. Pero la quiero mucho, porque es muy bonita.
-Sí, esta es muy bonita.
-Y se ríe mucho… Pero sólo cuando no la miras. Es que es muy vergonzosa.
Le dio el cubo con el picón al recoger los cinco duros de la niña, que le devolvió una sonrisa mirando sus apagados y desiguales ojos.
-Cuando quieras verla, nena, puedes venir si quieres- le dijo al despedirla en la puerta.
El invierno, aunque frío, sopló cálido en sus vidas, a la espera de la recogida de chumbos, allá en la Mesta. Para barrer secretos guardados que sólo conocen las muñecas del picón.

© Marta Antonia Sampedro Frutos (1.994)

domingo, 24 de diciembre de 2017

En la calidez de las promesas, de Marta Antonia Sampedro


No te apresures todo es vano
los campos de los oréganos
las sonrisas de los mansos
finalmente tendrás tu espacio
la ilusión donde se acomoda

descifrarás palabras de quienes alientan
y encontrarás en ellas tus fondos

la ciudad compensa con tréboles
la atracción de la oscuridad
perfiles donde se recrea
océanos donde partir sus velas
las montañas que piensan aun muertas
antes de ti todos los muertos se levantaron
y cayeron todos los vivos

es decir los que luchan siempre caen

mas luego normalmente cuando sueñan
orientados en sus fieles pulsos
la llama suele presentarse
rociada y cálida a despertarlos

respira levántate siente y piensa

con sus pies en romero y vendas
 a las venturas alimentados regresan

los besos de los labios que aman
los brazos armados de abrazos
en las órbitas de las miradas blancas

convertidos en espumas de cuerpos
toman la calidez de las promesas

y revelan que en el amor
no es vana la fortaleza.


© Marta Antonia Sampedro Frutos (2017)