viernes, 7 de febrero de 2020

El reloj y las fábricas, de Marta Antonia Sampedro


           La última vez que la vi, al besarnos en el adiós parecía que entre sus labios sujetaba el aire de Baños para afrontar su regreso a Madrid, mientras yo recogía con mis ojos limpios de las motas de algodón que durante el resto del año enturbiaba mi vista, como cuando de muy niñas agitábamos los charcos para atrapar renacuajos, todo lo que estaba segura necesitaría hasta el verano siguiente.
            Años atrás, habíamos dejado la escuela: y la escuela nos daba por dejadas desde mucho antes de entrar en parvulillos.
          Además de aprender cuántas cosas importantes había en aquel único libro que ensuciábamos con nuestras manos aceitosas, también aprendimos en ella la diferencia de ser niña o no serlo, no porque marcara en nosotras el tiempo el hacernos hembras que usaran pañito cada mes, o porque supiéramos leer sin equivocarnos, sino por la ansiada ocasión familiar para ganar más dinero que el que pudiéramos ganar recogiendo aceituna o reluciendo el mármol blanco de las mejores casas del pueblo.
            -¡Que se va a ir la pava! ¡Anda y súbete ya, chiquilla!- le dije al mirar de nuevo sus ojos.
            -Ya voy, sí- me contestó reflejando sus lágrimas con las mías-. Será mejor que me suba ya.
            -Escríbeme- le recordé, a pesar de saber que no lo haría, porque al contrario que a mí me ocurría, a ella le avergonzaba aquella letra empeñada en permanecer inalterable al conocimiento de la vida.
            -En cuanto llegue, te escribo- me contestó al subirse al autobús.
          Un adiós que acudía a nosotras cada verano para devolvernos la esperanza del siguiente año; ella, a su labor en la fábrica de pieles, puliendo pelo que asegure confianza a quien lo luce, demostrando con ello que sobre los demás mortales tiene dinero y poder doblegando los cuerpos caros de los animales; yo, a ver con cuántos colores la vida podía liarse en madejas y ovillos que alguien usara en labores creativas cegándome con basura los ojos, atentas así a las vueltas que daban unos enormes relojes que casualmente eran de la misma marca.
            -De todo lo que veo en Madrid, lo que más odio es ese reloj, maldito sea, que parece que no funciona nunca.
           Habíamos nacido en el mismo pueblo. En familias numerosas que día a día intentaban esquivar monstruos que sobre los tejados pobres se posaban esperando a ver quién cae antes con enfermedades o tragedias; sentido el mismo aire que junto a la Cruz de la Azucena nos hacía volar por miles de caminos que en nuestra imaginación hacíamos eternos y exentos de obligación por confesarse ante nadie; carcajeamos colocándonos claveles en el día de la romería, mayo tras mayo, pidiéndole un ramo de mil deseos a la virgen de la Encina, patrona y única veladora de un sinfín de humildes sueños; conocíamos el reseco sabor de la leche en polvo que en nuestro paladar se mantenía hasta el día siguiente con tal de crecer más que nuestros dientes; hecho la primera comunión como buenamente pudimos…, y sin embargo ajenas al destino y a la distancia, continuábamos unidas en el odio hacia un reloj más grande aún que el de la iglesia de san Mateo.
            -Ese condenado de la fábrica, pilla la mitad de la pared. Hasta soñando lo veo. Me mira, y luego se pone a funcionar. ¿Con el de tu trabajo te pasa a ti lo mismo?
            -Ese no, Encina. En mis sueños, ese sigue parado; pero tiene agujas muy brillantes de ramas de olivas que se secan en cuanto suena el despertador y me tengo que levantar.
            -Qué suerte tienes.
            Una suerte de la que sólo estábamos seguras querer desechar; una suerte que nos tocó simplemente por haber nacido, para convertirnos en niñas que trabajaban como mujeres, unas mujeres que escribían como niñas y cuyos controlados sueños no eran mayores que el de mirar placenteramente hacia el cerro Navamorquín, para ver si llovería, o si por el contrario haría un espléndido sol que reavivara las energías de las aludas.
            Aunque no me escribió, en primavera, por su cumpleaños, le envié una postal que impreso en catalán decía “Felicitats”, la única que en su mensaje se pareciera al castellano, porque las demás que busqué en los comercios tampoco yo las entendía. “Aunque en la fábrica no nos los dejen ver, Encina, los demás relojes sí funcionan porque ya tienes catorce años y otra vez llega el verano”,  le decía metiendo muchos “ja, ja” de colores para hacerle chinchar por su nueva edad. Pero a las dos semanas, el mismo sobre me fue devuelto por domicilio incorrecto.
            Con el calor, un nuevo verano llegó; como cada año, el sol nos anunciaba que necesitábamos con urgencia recoger fragmentos de recuerdos para arrearle a la vida un chapuzón que la refrescara inmersos en el pantano del Rumblar.
            Pero Encina no volvió a Baños; ni siquiera su sencillo cementerio acogió la semilla que pocos años antes había florecido entre calles empedradas y desconchones arenosos y marrones, donde ningún reloj importaba lo más mínimo sino para las misas de los domingos y los sones de su campana anunciando las alboradas.
            En la máquina donde las pieles eran tragadas también fueron tragadas sus manos, aquellos pequeños dedos que trenzaran entre las risas de la infancia mis cabellos, y extenuada sobre los motores había muerto meses atrás, en el mismo instante en que yo comencé a sentir que el reloj de la fábrica movía sus perezosas agujas impregnadas de grasa industrial.
            Y al regresar de aquel triste verano, ya no me importaba por qué motivos se hallaba clavado presenciando el trajín de las indefensas abejas de las pieles y del algodón; porque antes de aquel definitivo adiós, en su quietud alocada veía cómo mi amiga Encina bailaba en mi esperanza por la llegada de las vacaciones, sabiendo que no estaba sola, porque también su reloj padecía el mal de la indiferencia, la misma indiferencia palpable que nos había hecho resistentes uniéndonos lejos de nuestro pueblo; y que aquel maldito reloj de todas las fábricas que marcaban las desesperanzas de tantos niños emigrantes, acrecentando un ignorado y frenético compás de odio, sólo podría dejar de funcionar de una vez si existía en todos el empeño por retorcerle sus agujas de baratijas.


© Marta Antonia Sampedro Frutos (1.997)
“El reloj”, publicado en la revista cultural “Nunca es Tarde”.
 “Día de la Mujer Trabajadora”.
Ayuntamiento de Baños de la Encina (Jaén).

jueves, 6 de febrero de 2020

La lanza de Abel, de Marta Antonia Sampedro


Dentro de ella misma, las palabras de los demás eran susurro de locas voces, perdidas fuera de sus oídos; el vivir largo proceso, camino extenso duro de andar, cábalas y azar los signos en el mundo confuso de Loli. Profundamente sentía las culpas; su piel, por zonas oscurecidas, vergonzante en la víctima, sorda la realidad.
Porque dentro de ella misma, lejos de aquí y allá, perdida, alguna vez erróneamente hallada, amada y después sola en el desierto sombrío, acompañada por el desprecio, el corazón no palpita, se queda lejos: se va.
Barajaba las sílabas: “Eres una tía mierda, que no sirves para nada”, tantas veces escuchado en sus días; las cuerdas para aferrarse eran de papel: “Qué pintas en el mundo, ni siquiera pueden quererte porque no eres sino nadie”. Trenzas de aire la ayuda rebuscada: “La cuerda que me ahorque, hará menos penoso el aspecto de mi piel marchita”.
Un día, a mediados de un mes cualquiera, Loli se desmayó en el centro de salud. Fue en la puerta, justo cuando era el siguiente. “Qué aspecto de mujer vulgar”, se dijo alguno de quienes la socorrieron. “Tiene pinta de beber. ¿Ves esos morados? Son por el hígado; a uno que yo conozco, le pasa lo mismo”. No podía abrir los ojos. La sangre se lanzaba dentro de sí, recorría las sendas alertada, inquieta, sabiendo que no es igual respirar la brisa que el aire de la tormenta. “Ataque de histeria”, diagnosticó la doctora, suspirando por tanta mujer suelta con temas no esencialmente médicos. “Esta mujer necesita urgentemente una dosis de valium”.
A casa. A vueltas con una misma, dentro de la vida inmensa, solamente más grande que la soledad; intentando alcanzar, en una de sus vueltas, el movimiento de las lámparas; sentarse en una silla manchada de indiferencia, suciedad imposible de limpiar, mil veces remendada. Y retorna dentro de ella el carrusel: contra las puertas los brazos, la cabeza junto al aparador; los pies no existen: su rumbo está más allá que las raíces que esconde la tierra en el manantial de la sed.
“Una urgencia”, dice el de las ambulancias en la puerta del hospital de San Agustín.
-¿Alérgica a algo?- oye Loli decir. Y piensa que, sobre todo, no es sino nada vida por vida, a ser por simplemente ser, maldición por nacer, tan sólo por nacer mujer. Por no tener más que el bautismo de aguantar golpes, insultos sobre la pila, comunión de terrible inferioridad y esa pesadez de piernas, por la menstruación, tal vez.
El quirófano huele a soledad; la luz le da sueño, “será cierto que tengo algo, que he sentido quitarme a cero el pelo, que las golondrinas vuelan de verdad, que es distinto dormir que dormitar, que vivir no es lo que llevo en mi mente, que las manos están más hechas para protegernos que para abrazar, que”…
-¡Vaya susto que nos has dado!- oye Loli la voz de su marido-. ¡Qué blanda eres! Y no vayas a decir que te pego, vayas a salirme a estas alturas de esas machorras feministas, que son todas unas marimachos, que cuando vuelvas a la casa entonces sí que te vas a enterar de lo que vale un peine.
Loli mira hacia la pared. “¿Por qué me habrán operado tan a prisa? Todavía podría haber aguantado más; hasta que dios hubiera querido, hasta que reviente la Loli, hasta que”…
-Como no ve muy bien, que desde siempre ha sido muy torpe, pues se ha caído varias veces por la escalera- razonablemente conocidas las explicaciones de tu marido al doctor, quien lo mira más allá que donde los ojos miran-. Se lo tengo dicho: que vaya al oculista; pero como las mujeres son tan presumidas…, ya sabe usted que las mujeres les dan importancia a cosas que no la tienen.
Loli aún mira la pared, ajena a las palabras de ambos.
Quizá sería bueno llorar: pero le duele tanto la cabeza…
Cuando el marido se marcha, dándole un tierno beso con olor a falsificación de amor, el doctor acude con más médicos. “¡Dios mío!”, se dice Loli al verlos, creyendo que está próxima la meta de su vida. “Sin saber al menos dónde está el frente, me voy de esta miserable manera”.
-Dolores…- la voz del médico retumba en sus oídos-. ¿Se llevan bien, usted y su marido?
-Sí…- susurros de dientes rotos, lengua atada a la mentira, al qué dirán de mí, a quién comprenderán mis culpas, si es que a lo mejor soy yo, que no me sé explicar, que no acierto a saber lo que le gusta, que cuando pongo lentejas era cocido, cuando quiero salir él quiere entrar, que me he puesto muy gorda, pero eso es por las pastillas de los nervios, que…
-Esos morados que usted tiene por el todo el cuerpo, Dolores, ¿es debido a las caídas?
-Sí…- y es cierto: caerse de un caballo al galope, ser lanzada a la pared, pisoteada la cabeza, manejada al capricho de la violencia tu esencia, y tu realidad.
-No tenga usted miedo en decirnos la verdad…
-No…
Tanta verdad de inocente expuesto a la verdad con el cartel de verdugos de papel, en plena hora del día, en la tenue luz de las estrellas apagada una, y otra vez, dentro de un espíritu esclavizado por diseños absurdos, dedos señalando hacia la víctima la lanza de Abel.
-Somos médicos; y sabemos que esas lesiones no son producidas por caídas, Dolores…
Unas lágrimas aquí, justo en la senda de reconocerse vencida; y otras allá, donde los charcos acumulados ahogan la sensatez y la palabra de la sinceridad callada.
-Él no es malo…, no… Lo que pasa es que yo no hago las cosas como él las quiere tener…, y claro, se enfada, pero no es malo… Soy yo, mire usted, que a lo mejor no me sé comportar como se debe comportar una mujer.

© Marta Antonia Sampedro Frutos (1.998)
Publicado en  “Linares Información”, 1.998

miércoles, 5 de febrero de 2020

Ola verde, ola azul -transparencias del mar-, de Marta Antonia Sampedro


Encina vivía entre cerros y llanuras de olivos, también llamadas olivas. Faltaban unos días para su cumpleaños: doce; doce años. A esta edad los años son días completos, y los momentos recuerdos largos en el tiempo, adonde el futuro nos llevará hacia atrás, como cuando las norias cambian el sentido habitual de su giro, un cubo se llena del revés, las espigas crecen hacia el núcleo de la tierra, o las lámparas se hallan ancladas en los suelos, a nuestros pies. Porque a la edad de doce años, en el corazón cabe de todo; es una alacena, cuyo contenido jamás caduca y que necesitaremos un día, tal vez con matasellos de urgencia…
En el mundo terrestre de Encina habitaban liebres, águilas, linces, perros, palomas, gorriones, gatos, perdices… ¡Qué fácil todo en la tierra, y tan a mano! ¡Hasta las estrellas parecían de barro, que con la luna estallan como las pajaritas de feria, colgadas en sus alambres de luz!
En su mundo de hojas verdes, escuela y observaciones de jaras, madreselvas, tomillos y romeros, de dos por dos catorce, capital de España Sierra Morena, cantos de aves y otras cosas de gran valor con tolerancia a los errores, Encina quería conocer el mar, ese mundo que la cola del viento mece, tan distinto al suyo, donde si no llueve todo se seca, y que si llueve mucho por dios que no llueva más. Un mundo donde la presencia del agua sería lo más importante. Por eso lo pidió de regalo por su cumpleaños, además de un equipo musical estéreo para su dormitorio.
“El mar…”, pensaba Encina. Una palabra con la que nunca había error: el mar, la mar… ¡Estaba permitido llamarla como una quisiera! “Quiero conocer la mar”…
-Dicen que hay diez lunas volviendo locas a las olas- decían algunos amigos suyos, al saber de su deseo de viajar hasta la costa para pasar su cumple.
-Que los puentes las quiebran de un zarpazo- opinaban otros, que por televisión habían observado grandes puentes sobre ciudades extranjeras-. ¡Menudos puentes, que pueden con doscientos mil camiones encima!
-Dicen que el agua hipnotiza al sol- apuntaban los ecos de los misterios más antiguos-. Que no soporta la mirada tan brillante que le devuelve.
-Y que de noche sus diez lunas aumentan su bestialidad de ogro atroz- exageraban los montes durante las tormentas de sol.
Encina pensaba que el mar…, el mar sería inmenso, tan grande como el pensamiento, que junta todos los horizontes de la tierra, nos lleva a cimas y cimas de montañas y cordilleras, y de pronto, obra malabar, al abrir los ojos estamos bajo la ducha con una esponja artificial. Así sería el mar…, como llenar de continentes nuestros ojos…, sin ni siquiera parpadear. El billete de la fantasía es gratis… ¡Todos a viajar!
El mar sería la hoguera de los soles, la cuna de las medusas, esponjas de verdad y cangrejos que bailan hacia atrás y en cuyas pinzas nunca quieras estar. Un mundo de soledades y fantásticos viajes (como los del intrépido Ulises, menuda aventura para no ser verdad), donde el amor de nuestros sueños a cada ola regresa con el rostro aún por formar; que se posa en la arena, tierna aún, oscura y blanca… ¡qué más da! La mar es el hogar de las ballenas pequeñas, que van al parque tras la siesta, a jugar con las formas de las burbujas… Escucha…, óyelas cantar… ¡Y vaya coplas al aire, esos bufidos del respirar!
Es la casa de los peces, de los que viven y de los que ya no están; sus edificios son corales, rocas, sus camas se mueven solas, al antojo de las mareas que no marean, sino adormecen (no es lo mismo si te dejas llevar). Sus movimientos provocan espumas semejantes a las nubes, llamaradas blancas contra la tierra, un trueno al cielo, volcanes de sal. Mira los pelícanos, las focas, los osos polares, leones marinos, cachalotes y pulpos, mantas, atunes, rayas, tiburones, morenas en la dorada mar…, pues su salario, su salario de sal es continuamente luchar. Grandes grupos de seres vivos que miran juntos a un lado, y a la par todos hacia el otro lado, danzando bailes en remolinos de corrientes que entrelazan oxígeno, sales, hidrógeno… órdenes de madre Mar.
Las tortugas son ligeras en ese líquido…, ¡anda, inténtalas atrapar! ¿Lo ves? En la tierra las alcanzas rápido, pero no en este hogar.
Saltan los delfines, retornan al suelo del mar buscando su alimento…, y sus sonidos transmiten secretos que nadie conseguirá descifrar…
¡Mira, Encina! ¡Súbete a ese caballito de mar! ¡Aprisa, aprisa! ¡Uy, se escapó! Tan veloz y pequeño, no quiere sino brincar solo, no te lo puedes imaginar. ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Qué valientes esas dos estrellas húmedas de mar que lo persiguen! ¡Tampoco lo pueden atrapar! ¡Es el agua y sus misterios!
Después Encina recogerá algas. Laminaria japónica, caulerpa taxifolia, undaria tinnafida, sargassum muticum, codium fragile… ¡qué lindas y vistosas las floristerías y los huertos del mar! Son bosques siempre al viento cerrados, tan sólo arroyos serios, silenciosos senderos por los jardines de los océanos, donde a veces es muy peligroso olisquear.
Si se cumple su deseo, el deseo de su cumpleaños, valga la redundancia que verá la mar la mar de bien. ¿Qué diferencia hay con su forma de vivir? ¡Ah, ya sabe Encina! Ella no sabe nadar. Tampoco el pez andar… ¡ni siquiera lleva zapatos! Los demás niños le dicen:
-Encina, yo he visto el mar. Es negro y pegajoso… ¡Bah, una caca! Y luego te tienes que enjabonar con jabones de esos de hidratar que no tienen espuma y sí aceites de no sé cosa será. Son muy caros dice mamá, y su no espuma vuelve al mar después de limpiarnos lo que nos ensucia el estado del mar.
-Encina, yo también lo he visto, el mar. Es azul, verde, transparente… ¡no hay quién lo entienda! Ni el mejor de los pintores sería capaz de calcarlo tal cual. Lo han intentado muchos, ¡pero ni hablar! Cuando atrapas el agua, el color se va. Y su sonido…, su sonido es música por ordenar. Yo una vez lo escuchaba con el niño que me gustaba, escuchaba hablar a las olas… Son muy buenas, a mí me gustan, pues casi siempre nos dicen lo que queremos escuchar.
-Encina, mejor que pidas para tu cumple un ordenador… Porque el mar, puf, el mar, ¡cuánta basura flotando, ja! Que tus padres te regalen los compact que molan, una nueva consola, la última peli de Disney, un patín nuclear, un perro que no haga pis en la acera, o un gaño con uñas cortas; también vale un hámster, pero se vuelven locos girando en las ruedas de las jaulas, que al mío le pasó y amaneció muerto, lo tuve que tirar al cubo de la basura.
-Encina, no les hagas caso a estos y que tus padres te lleven al mar. Yo lo he visto, hace dos veranos fui con mis primos. Me lo pasé guay, me compré una colchoneta que sobre el agua volaba como una blandita cometa… No tienes pérdida, es muy fácil de encontrar: donde estén los barcos perseguidos por chillonas gaviotas, allí está el mar. ¡Ah, y donde hay faros!- Todos ríen, porque piensan que habla de los faros de los coches-. ¿A qué viene esa risa?- les pregunta enfadada-. Los faros dan vueltas en tierra- ahora ríen más, porque podrían ser la alarma de una ambulancia o del camión de los bomberos abriéndose paso.
Pero Encina ha visto el mar por la televisión, en los libros de ciencias y revistas de geografía y turismo; también en fotografías de familiares que viven lejos, donde al fondo se ve una línea azul, ahí es el mar. Ella cierra los ojos y piensa que debe ser infinito, olas de azul intenso como el cielo del revés que de pronto suelo fuese, las aves naden a sus anchas picoteando las burbujas, vuelen los peces sin tener que taparse la nariz al caer del aire otra vez; mil soles quepan sin estar estrechos, lunas como los diamantes sean linternas celestes y en cuyo fondo, más allá del fondo más hondo, donde habitan todos los silencios y las raíces de los misterios, esconda seres que no te ven, limpios de corazón, que custodian sus llaves, las claves de viejas canciones que traen y llevan las incontables olas de los océanos.
¡Y qué ilusión tan poderosa poder ser alondra de mar! Y nadar por los aires, y caminar de puntillas por las aguas de sal.
Pero el ser humano toma el mar como senda de ambición y comercio. Una vía de bandoleros vierten muerte para saciar su vanidad. Tal vez no sepan que el vaso de la avaricia no se llena jamás, siempre está por llenar por mucho que lo llenes, y te dice, y dice y repite Quiero más, más, más, dame un pozo más. Esos monstruos del comprar más, vender más… reventar la tierra, explotar el mar llenándolo de basura que al no verla pensemos que no está. Convertidos en avestruces de papel consentidores del rey petróleo, la explosiva energía nuclear, sumas y restas de todo se puede hacer en este planeta de plásticos inundando de muerte la hermosa mar.
Progresando en la reproducción artificial, formando peces con veinte ojos, pescados sin escamas, aletas de metal, cerrado por toxicidad el parque de las ballenas (escucha bien, amiga, porque pueden dejar de cantar al mismo tiempo que tú y yo de respirar).
Qué poderoso y obscuro afán consigue aniquilar la vida, aprobar los exámenes de la escuela para alcanzar ser un dios grasiento, un monstruo de ahogados y vencidos, mutiladores de sirenas, piratas del horror y el espanto, consumistas de mierda para mierda merendar con el pan petroleado…, mantequilla negra por dólares, yenes, euros, pesos, libras… ¿Qué moneda equivaldrá a los más profundos sueños nuestros, a la vida marítima, al valor del mar? ¿A cuánto sale el quilo de respetar nuestro hogar? ¿Qué plazo tendremos antes del naufragio de todos? ¿Habrá tiempo de pensar?
Encina desea con todo su corazón un cumple feliz, ver el mar antes de que esté desierto, muerto. ¿Conseguirá llegar? ¿Necesitará una mascarilla para no enfermar con la brisa? ¿Podrá caminar por la arena, y escribir sobre ella el nombre de algún amor que tenga mofletes de pez globo, mirada de besugo al enfadarse, andares de pingüino, cabellos de erizo al peinarse? ¿Podrá enviar un mensaje de amistad en una botella y que flote y sepa llegar?
 Y que el mar siga siendo inmenso y bello en sus olas, muy transparente. Para que todos sus seres tengan siempre los ojos limpios.

© Marta Antonia Sampedro Frutos (2002)