jueves, 6 de febrero de 2020

La lanza de Abel, de Marta Antonia Sampedro


Dentro de ella misma, las palabras de los demás eran susurro de locas voces, perdidas fuera de sus oídos; el vivir largo proceso, camino extenso duro de andar, cábalas y azar los signos en el mundo confuso de Loli. Profundamente sentía las culpas; su piel, por zonas oscurecidas, vergonzante en la víctima, sorda la realidad.
Porque dentro de ella misma, lejos de aquí y allá, perdida, alguna vez erróneamente hallada, amada y después sola en el desierto sombrío, acompañada por el desprecio, el corazón no palpita, se queda lejos: se va.
Barajaba las sílabas: “Eres una tía mierda, que no sirves para nada”, tantas veces escuchado en sus días; las cuerdas para aferrarse eran de papel: “Qué pintas en el mundo, ni siquiera pueden quererte porque no eres sino nadie”. Trenzas de aire la ayuda rebuscada: “La cuerda que me ahorque, hará menos penoso el aspecto de mi piel marchita”.
Un día, a mediados de un mes cualquiera, Loli se desmayó en el centro de salud. Fue en la puerta, justo cuando era el siguiente. “Qué aspecto de mujer vulgar”, se dijo alguno de quienes la socorrieron. “Tiene pinta de beber. ¿Ves esos morados? Son por el hígado; a uno que yo conozco, le pasa lo mismo”. No podía abrir los ojos. La sangre se lanzaba dentro de sí, recorría las sendas alertada, inquieta, sabiendo que no es igual respirar la brisa que el aire de la tormenta. “Ataque de histeria”, diagnosticó la doctora, suspirando por tanta mujer suelta con temas no esencialmente médicos. “Esta mujer necesita urgentemente una dosis de valium”.
A casa. A vueltas con una misma, dentro de la vida inmensa, solamente más grande que la soledad; intentando alcanzar, en una de sus vueltas, el movimiento de las lámparas; sentarse en una silla manchada de indiferencia, suciedad imposible de limpiar, mil veces remendada. Y retorna dentro de ella el carrusel: contra las puertas los brazos, la cabeza junto al aparador; los pies no existen: su rumbo está más allá que las raíces que esconde la tierra en el manantial de la sed.
“Una urgencia”, dice el de las ambulancias en la puerta del hospital de San Agustín.
-¿Alérgica a algo?- oye Loli decir. Y piensa que, sobre todo, no es sino nada vida por vida, a ser por simplemente ser, maldición por nacer, tan sólo por nacer mujer. Por no tener más que el bautismo de aguantar golpes, insultos sobre la pila, comunión de terrible inferioridad y esa pesadez de piernas, por la menstruación, tal vez.
El quirófano huele a soledad; la luz le da sueño, “será cierto que tengo algo, que he sentido quitarme a cero el pelo, que las golondrinas vuelan de verdad, que es distinto dormir que dormitar, que vivir no es lo que llevo en mi mente, que las manos están más hechas para protegernos que para abrazar, que”…
-¡Vaya susto que nos has dado!- oye Loli la voz de su marido-. ¡Qué blanda eres! Y no vayas a decir que te pego, vayas a salirme a estas alturas de esas machorras feministas, que son todas unas marimachos, que cuando vuelvas a la casa entonces sí que te vas a enterar de lo que vale un peine.
Loli mira hacia la pared. “¿Por qué me habrán operado tan a prisa? Todavía podría haber aguantado más; hasta que dios hubiera querido, hasta que reviente la Loli, hasta que”…
-Como no ve muy bien, que desde siempre ha sido muy torpe, pues se ha caído varias veces por la escalera- razonablemente conocidas las explicaciones de tu marido al doctor, quien lo mira más allá que donde los ojos miran-. Se lo tengo dicho: que vaya al oculista; pero como las mujeres son tan presumidas…, ya sabe usted que las mujeres les dan importancia a cosas que no la tienen.
Loli aún mira la pared, ajena a las palabras de ambos.
Quizá sería bueno llorar: pero le duele tanto la cabeza…
Cuando el marido se marcha, dándole un tierno beso con olor a falsificación de amor, el doctor acude con más médicos. “¡Dios mío!”, se dice Loli al verlos, creyendo que está próxima la meta de su vida. “Sin saber al menos dónde está el frente, me voy de esta miserable manera”.
-Dolores…- la voz del médico retumba en sus oídos-. ¿Se llevan bien, usted y su marido?
-Sí…- susurros de dientes rotos, lengua atada a la mentira, al qué dirán de mí, a quién comprenderán mis culpas, si es que a lo mejor soy yo, que no me sé explicar, que no acierto a saber lo que le gusta, que cuando pongo lentejas era cocido, cuando quiero salir él quiere entrar, que me he puesto muy gorda, pero eso es por las pastillas de los nervios, que…
-Esos morados que usted tiene por el todo el cuerpo, Dolores, ¿es debido a las caídas?
-Sí…- y es cierto: caerse de un caballo al galope, ser lanzada a la pared, pisoteada la cabeza, manejada al capricho de la violencia tu esencia, y tu realidad.
-No tenga usted miedo en decirnos la verdad…
-No…
Tanta verdad de inocente expuesto a la verdad con el cartel de verdugos de papel, en plena hora del día, en la tenue luz de las estrellas apagada una, y otra vez, dentro de un espíritu esclavizado por diseños absurdos, dedos señalando hacia la víctima la lanza de Abel.
-Somos médicos; y sabemos que esas lesiones no son producidas por caídas, Dolores…
Unas lágrimas aquí, justo en la senda de reconocerse vencida; y otras allá, donde los charcos acumulados ahogan la sensatez y la palabra de la sinceridad callada.
-Él no es malo…, no… Lo que pasa es que yo no hago las cosas como él las quiere tener…, y claro, se enfada, pero no es malo… Soy yo, mire usted, que a lo mejor no me sé comportar como se debe comportar una mujer.

© Marta Antonia Sampedro Frutos (1.998)
Publicado en  “Linares Información”, 1.998

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