domingo, 20 de diciembre de 2020

La ciudad aquella de nieblas y de nata, de Marta Antonia Sampedro

 

Me vino hoy al recuerdo. En pocas ocasiones lo he recordado a lo largo de mi vida. Sin embargo cuando lo hago, me viene una sonrisa.

Pero hoy lo recordé de otro modo, porque ha muerto su hermano.

Como dije hace poco a una ricachona que se considera especial porque murió su hermano, muchas personas tenemos ese dolor incrustado en el corazón de haber perdido a un hermano al que amábamos. A ella le resultaba especialmente preocupante que teniendo dinero pueda perder a un hermano. Se pensaría que sólo los humildes y trabajadores perdemos a nuestros hermanos. Ya habrá visto que el dinero no todo lo puede, sino al contrario: a pesar del dinero, la vida te da en la cara un golpe, para decirte que los seres humanos somos todos iguales. No importa. Por muchas vueltas que le dé, nunca lo comprenderá, que jamás verá más a su hermano aunque continúe llenando su codiciosa vida con dinero. Y que todos los hermanos no se aman, pero cuando se aman y se pierden, el mundo se viene un poco abajo en nuestro interior.

Decía, que hoy lo recordé.

Llevábamos un año de novios, más o menos.

Él me llevaba seis años de diferencia.

Era primario y bonachón, robusto, de piel sonrosada y deportista. De carácter alegre y boca siempre dispuesta a la sonrisa y unos dientes perfectos, envidia de cualquier publicidad sincera de clínica dental.

Hacía poco tiempo que yo había dejado de trabajar en la fábrica infernal en donde pasé largos años de amargura obrera industrial y mi vida había cambiado a mejor siendo obrera de taller de cerámica artesanal. Sólo trabajaba ocho horas al día, eso era todo un logro.

A veces por las calles veía a mi primer amor, mostrándome sus nuevas conquistas por la ciudad aquella de nieblas y de natas. Con sus ropas elegantes de marca y su peinado siempre a la moda, cabello lacio siempre limpio y algo largo para darle un toque de rebeldía. Y yo con el cabello impregnado de niebla y mis ropas de obrera y las chirucas.

Y apareció él de repente. Tan sonriente y amable. Con ese talante de hombre fuerte y sonriente.

Ambos digamos que estábamos hechos el uno para sin el otro.

Tenía una madre angustiada con la idea de perderlo porque ya era un hombre y yo sin embargo no quería quitarle ese hijo a esa madre tan abnegada.

Eramos una pareja alegre y nos queríamos en el sentido más bonito de la palabra. Me hizo querer vestir ropa distinta y algunas veces hasta me pinté los ojos. Nuestra relación era tan delicada que no lo sabíamos en ese tiempo.

Un día sentí fiebre debido al dolor de garganta y me dijo Estamos cerca, vamos a mi casa y te doy algo para que te abrigues. Tenía mucho frío y tiritaba de fiebre. Entramos a su cuarto, el resto de amigos esperó en la puerta. De su armario sacó un jersey que me puse bajo el abrigo. Salimos enseguida a la calle, para marcharnos de nuevo a pasear con el resto y luego irme a casa.

Esa misma noche su madre le dijo que yo no le convenía, porque una mujer que sale a la calle sin suficiente abrigo en invierno, no es una mujer de su casa. Le había registrado el armario y faltaba una prenda. Le echó una buena bronca. Conmigo su vida sería un desastre.

De la mía sin embargo, no le diría nada.

Una vez en un viaje, me trajo algo especial.

Me dijo que fuésemos a la oscuridad, junto al puente romano de la calle San Pedro. La luna iluminaba sus dientes y sus ojos de hombre sincero y bueno.

Tomó mi mano y pensé que era para medirla con la suya, como a veces hacíamos para reírnos; pero cuando apenas me di cuenta me colocó un anillo de oro que ya había grabado con mis iniciales y las suyas. El anillo apenas si resaltaba bajo la luna o yo sólo miré sus ojos.

Un beso inocente cerró el compromiso aquel y yo llevé ese anillo con orgullo adolescente, porque al fin un hombre no me consideraba una pueblerina ni ya tampoco olía a ratones muertos de la fábrica, sino a arcilla.

Su madre se enteró de esa compra a una novia, un regalo que consideraba infame a una joven. Y se compró otro idéntico al nuestro y presumía de ello en las reuniones y ante nosotros.

-Me he comprado otro igual. ¿Tú qué te habrás creído? Me lo han mandado de Córdoba.

Nos callábamos por inocencia. Nos callábamos porque no sabíamos responder.

 Aficionado al deporte y especialmente a las bicicletas, un día apareció con una de señorita.

-Ya no quiero que vayas cuatro veces andando todos los días al trabajo- me dijo al enseñármela en la puerta del bloque de mis padres.

Desde muy niña siempre quise tener una bicicleta. Jamás la tuve hasta esa edad.

-Es de segunda mano, pero está muy bien. ¿Te gusta?

-Me encanta.

-He quedado en que se la pagarás a plazos. Yo te ayudaré a pagarla.

-Qué bien. Qué bonita.

Yo con la bicicleta había dejado atrás el mundo industrial de la fábrica y el autobús de empresa que cada día nos recogía y nos devolvía en la parada a todos los turnos. Ahora me sentía una señorita que si no decía nada del mundo en que había estado esclava durante unos años en la fábrica, nadie lo sospecharía.

Y sentí con ese hombre que yo era importante para un hombre.

Aquel corto tiempo fue tiempo especialmente de trenes. Él vivía junto a las vías. Y yo las cruzaba o las cruzaba él, para vernos cuando podíamos.

Todas las mañanas, bien temprano, hacía sonar el teléfono de la casa para que yo supiera que pensaba en mí. Era nuestra clave.

Cuando se marchó a Madrid durante un tiempo siguió haciéndolo. Mis padres tomaron eso con resignación y motivos de alguna queja por la juventud.

Si dijera que lo quería diría que no me dejaron quererlo.

Nos veíamos a escondidas para que su madre no tuviera más conciencia terrible de que su hijo ya estaba novio.

Yo tenía mi rutina con él o sin él. Por las noches acudía a la academia de la calle Verdaguer para estudiar. Hasta ese momento tenía en mi vida apenas dos o tres libros: un poemario de Miguel Hernández, y “Grandes acontecimientos de la Historia”, que aún conservo. El otro era la biblia, lectura obligada en mi familia y que ya había comenzado a dejar de leer por aquel hastío al que mi madre nos obligaba desde niños.

La calle Verdaguer era con la niebla un laberinto donde las personas se aparecían de pronto ante una, así de fantasmal era el aire denso invernal en la ciudad de Vic. Ninguna farola podía apartar la sensación de vivir en un Londres cualquiera de Jack el Destripador.

Luego de trenes fueron los demás tiempos. Pero sólo se movían los trenes, todos nosotros permanecíamos en las nieblas a la espera de los fugaces veranos.

Un sábado caminando de regreso a casa por los jardines del Prat lo vi de lejos con su padre. No me había dicho que regresaría por unos días a la ciudad.

Me dio un beso en la mejilla. Su padre me miró muy serio.

-Me he tenido que enterar por otros que vas a una academia a estudiar- me soltó sin más-. ¿Es eso verdad?

Contesté que sí, que por las noches estudiaba.

Entonces fue cuando dispuso de mi vida creyendo que le correspondía.

-Si no dejas de estudiar es porque no quieres ahorrar para casarnos. ¿Vas a dejar de estudiar?

Contesté:

-No voy a casarme. Sólo tengo diecisiete años y voy a seguir estudiando.

Y como ya estaba todo dicho y muy claro dejamos el Prat cada cual a su parte, ellos caminaron por el parque hacia el centro de la ciudad y yo a mi casa. Por el camino miré el río Meder por costumbre en mirarlo, con sus ratas y sus tinturas industriales convertidas en espumas multicolor de feria. Me senté en la hilera de piedra bajo los árboles unos minutos oliendo el putrefacto perfume de aquella ciudad y pensé que ojalá nunca nos hubiéramos marchado de nuestro pueblo.

Pasaron los días y mi madre no cesaba en reñirme.

-Nena coge el teléfono que quiere hablar contigo. Dice que lo perdones.

Le hacía señales de negación a mi madre, que no iba a hablar nunca más con él.

-Qué chiquilla tan cabezona- decía mi madre al teléfono-. Que no quiere hablar contigo. Si yo te entiendo, te entiendo… Pero ¿qué quieres que le haga, si no quiere?... Que sí, que llevas razón, no llores… Pero ya te ha devuelto el anillo y los demás regalos, así que ya no sois novios… Que sí, que no es para tanto que le digas que no sabías que estaba estudiando por las noches, pero hombre tampoco ha hecho nada malo… Que sí, que entiendo, pero hombre…

Durante meses estuvo llamando a mi casa. Si yo cogía el teléfono y era él, colgaba de inmediato. Volvía a sonar y mi madre de nuevo:

-No quiere ponerse. Que sí que lo entiendo… Pero esta chiquilla es así de cabezona, no puedo hacer nada más. Que no quiere el anillo, que te lo ha devuelto otra vez… ¿Te lo han dado?

Seguí mi vida como pude y jamás volvimos a hablarnos.

Continuaba viendo cómo mi primer amor me restregaba a las novias de la ciudad del fuet. Seguía siendo aquel alto y esbelto arrogante y de siempre que me despreciaba por ser pueblerina.

Yo era pueblerina y de pantano. Quizá por eso no me ahogué en un vaso de agua; porque había estado todos mis anteriores años aprendiendo a nadar en el de mi pueblo. Desde niña alcancé a cruzarlo de orilla a orilla, en su parte más estrecha. Nadie iba a ocupar todo el espacio del vaso. Pero me entristecía la vida en la ciudad aquella donde por todas partes estaba él y el olor a granjas porcinas.

Lo que ocurrió en nuestras vidas no importa.

Tuvo un amorío de una noche con un familiar mío en un cine de verano y le dijo que al cerrar los ojos pensó que era yo quien lo besaba. Yo me sonreí. Tanto esconder la inocencia para destapar luego los arrepentimientos.

Importa que en uno de mis viajes a Vic, cuando fui a tomar el tren hacia Barcelona para regresar a Jaén, ahí estaba él, sobre el andén, junto a la puerta del vagón. Nos miramos por unos segundos, justo cuando yo subía mi maleta. Llevaba sin verlo muchos años. Aún era robusto y de mirada clara y hombre de aspecto bonachón. Sólo nos miramos. Tantos años después y aún nos reconocimos.

Mi hermano había fallecido hacía poco tiempo. Mi padre y mi abuela Antonia muchos años antes. Yo subía al tren        con el sentimiento terrible de culpa de regresar a Jaén sin ellos. Juntos nos vinimos aquí, juntos nos vamos, así pensaba mientras el tren respiraba energía. Por la ventanilla del tren lo observé, todo uniformado y con su banderita de empleado de los trenes dando orden al tren para partir.

-Tren procedente de Puigcerdá estacionado en la vía uno con destino a Barcelona-Sants va a efectuar su salida. Vía uno.- La voz de los altavoces no devoraba la niebla de la memoria.

El tren comenzó a andar. Y él seguía mirándome y yo a él, dos rostros plasmados en el cristal. En aquellos andenes que tanto cruzamos para vernos la estación quedaba pálida y férrea, como esos tiempos de atrás; yo ya hacía siglos que no estaba en ese espacio quieto, más que por mis familiares más amados; ya sólo me quedaba mi madre.

En cuanto a nosotros, era evidente que estábamos hechos para vivir el uno sin el otro.

 

© Marta Antonia Sampedro Frutos.

Diciembre de 2020.