Me vino hoy al recuerdo.
En pocas ocasiones lo he recordado a lo largo de mi vida. Sin embargo cuando lo
hago, me viene una sonrisa.
Pero hoy lo recordé de
otro modo, porque ha muerto su hermano.
Como dije hace poco a
una ricachona que se considera especial porque murió su hermano, muchas
personas tenemos ese dolor incrustado en el corazón de haber perdido a un
hermano al que amábamos. A ella le resultaba especialmente preocupante que
teniendo dinero pueda perder a un hermano. Se pensaría que sólo los humildes y
trabajadores perdemos a nuestros hermanos. Ya habrá visto que el dinero no todo
lo puede, sino al contrario: a pesar del dinero, la vida te da en la cara un
golpe, para decirte que los seres humanos somos todos iguales. No importa. Por
muchas vueltas que le dé, nunca lo comprenderá, que jamás verá más a su hermano
aunque continúe llenando su codiciosa vida con dinero. Y que todos los hermanos
no se aman, pero cuando se aman y se pierden, el mundo se viene un poco abajo
en nuestro interior.
Decía, que hoy lo recordé.
Llevábamos un año de
novios, más o menos.
Él me llevaba seis años
de diferencia.
Era primario y bonachón,
robusto, de piel sonrosada y deportista. De carácter alegre y boca siempre
dispuesta a la sonrisa y unos dientes perfectos, envidia de cualquier publicidad
sincera de clínica dental.
Hacía poco tiempo que yo
había dejado de trabajar en la fábrica infernal en donde pasé largos años de
amargura obrera industrial y mi vida había cambiado a mejor siendo obrera de
taller de cerámica artesanal. Sólo trabajaba ocho horas al día, eso era todo un
logro.
A veces por las calles veía
a mi primer amor, mostrándome sus nuevas conquistas por la ciudad aquella de
nieblas y de natas. Con sus ropas elegantes de marca y su peinado siempre a la
moda, cabello lacio siempre limpio y algo largo para darle un toque de rebeldía.
Y yo con el cabello impregnado de niebla y mis ropas de obrera y las chirucas.
Y apareció él de
repente. Tan sonriente y amable. Con ese talante de hombre fuerte y sonriente.
Ambos digamos que
estábamos hechos el uno para sin el otro.
Tenía una madre
angustiada con la idea de perderlo porque ya era un hombre y yo sin embargo no
quería quitarle ese hijo a esa madre tan abnegada.
Eramos una pareja alegre
y nos queríamos en el sentido más bonito de la palabra. Me hizo querer vestir
ropa distinta y algunas veces hasta me pinté los ojos. Nuestra relación era tan delicada que no lo sabíamos en ese tiempo.
Un día sentí fiebre
debido al dolor de garganta y me dijo Estamos cerca, vamos a mi casa y te doy
algo para que te abrigues. Tenía mucho frío y tiritaba de fiebre. Entramos a su
cuarto, el resto de amigos esperó en la puerta. De su armario sacó un jersey
que me puse bajo el abrigo. Salimos enseguida a la calle, para marcharnos de
nuevo a pasear con el resto y luego irme a casa.
Esa misma noche su madre
le dijo que yo no le convenía, porque una mujer que sale a la calle sin
suficiente abrigo en invierno, no es una mujer de su casa. Le había registrado
el armario y faltaba una prenda. Le echó una buena bronca. Conmigo su vida
sería un desastre.
De la mía sin embargo, no
le diría nada.
Una vez en un viaje, me
trajo algo especial.
Me dijo que fuésemos a
la oscuridad, junto al puente romano de la calle San Pedro. La luna iluminaba
sus dientes y sus ojos de hombre sincero y bueno.
Tomó mi mano y pensé que
era para medirla con la suya, como a veces hacíamos para reírnos; pero cuando
apenas me di cuenta me colocó un anillo de oro que ya había grabado con mis
iniciales y las suyas. El anillo apenas si resaltaba bajo la luna o yo sólo
miré sus ojos.
Un beso inocente cerró
el compromiso aquel y yo llevé ese anillo con orgullo adolescente, porque al
fin un hombre no me consideraba una pueblerina ni ya tampoco olía a ratones
muertos de la fábrica, sino a arcilla.
Su madre se enteró de
esa compra a una novia, un regalo que consideraba infame a una joven. Y se
compró otro idéntico al nuestro y presumía de ello en las reuniones y ante
nosotros.
-Me he comprado otro
igual. ¿Tú qué te habrás creído? Me lo han mandado de Córdoba.
Nos callábamos por
inocencia. Nos callábamos porque no sabíamos responder.
Aficionado al deporte y especialmente a las
bicicletas, un día apareció con una de señorita.
-Ya no quiero que vayas
cuatro veces andando todos los días al trabajo- me dijo al enseñármela en la
puerta del bloque de mis padres.
Desde muy niña siempre
quise tener una bicicleta. Jamás la tuve hasta esa edad.
-Es de segunda mano,
pero está muy bien. ¿Te gusta?
-Me encanta.
-He quedado en que se la
pagarás a plazos. Yo te ayudaré a pagarla.
-Qué bien. Qué bonita.
Yo con la bicicleta
había dejado atrás el mundo industrial de la fábrica y el autobús de empresa
que cada día nos recogía y nos devolvía en la parada a todos los turnos. Ahora
me sentía una señorita que si no decía nada del mundo en que había estado esclava
durante unos años en la fábrica, nadie lo sospecharía.
Y sentí con ese hombre
que yo era importante para un hombre.
Aquel corto tiempo fue
tiempo especialmente de trenes. Él vivía junto a las vías. Y yo las cruzaba o
las cruzaba él, para vernos cuando podíamos.
Todas las mañanas, bien
temprano, hacía sonar el teléfono de la casa para que yo supiera que pensaba en
mí. Era nuestra clave.
Cuando se marchó a
Madrid durante un tiempo siguió haciéndolo. Mis padres tomaron eso con
resignación y motivos de alguna queja por la juventud.
Si dijera que lo quería
diría que no me dejaron quererlo.
Nos veíamos a escondidas
para que su madre no tuviera más conciencia terrible de que su hijo ya estaba
novio.
Yo tenía mi rutina con
él o sin él. Por las noches acudía a la academia de la calle Verdaguer para
estudiar. Hasta ese momento tenía en mi vida apenas dos o tres libros: un
poemario de Miguel Hernández, y “Grandes acontecimientos de la Historia”, que
aún conservo. El otro era la biblia, lectura obligada en mi familia y que ya
había comenzado a dejar de leer por aquel hastío al que mi madre nos obligaba
desde niños.
La calle Verdaguer era
con la niebla un laberinto donde las personas se aparecían de pronto ante una,
así de fantasmal era el aire denso invernal en la ciudad de Vic. Ninguna farola
podía apartar la sensación de vivir en un Londres cualquiera de Jack el Destripador.
Luego de trenes fueron
los demás tiempos. Pero sólo se movían los trenes, todos nosotros permanecíamos
en las nieblas a la espera de los fugaces veranos.
Un sábado caminando de
regreso a casa por los jardines del Prat lo vi de lejos con su padre. No me
había dicho que regresaría por unos días a la ciudad.
Me dio un beso en la
mejilla. Su padre me miró muy serio.
-Me he tenido que
enterar por otros que vas a una academia a estudiar- me soltó sin más-. ¿Es eso
verdad?
Contesté que sí, que por
las noches estudiaba.
Entonces fue cuando
dispuso de mi vida creyendo que le correspondía.
-Si no dejas de estudiar
es porque no quieres ahorrar para casarnos. ¿Vas a dejar de estudiar?
Contesté:
-No voy a casarme. Sólo
tengo diecisiete años y voy a seguir estudiando.
Y como ya estaba todo
dicho y muy claro dejamos el Prat cada cual a su parte, ellos caminaron por el
parque hacia el centro de la ciudad y yo a mi casa. Por el camino miré el río
Meder por costumbre en mirarlo, con sus ratas y sus tinturas industriales
convertidas en espumas multicolor de feria. Me senté en la hilera de piedra bajo
los árboles unos minutos oliendo el putrefacto perfume de aquella ciudad y
pensé que ojalá nunca nos hubiéramos marchado de nuestro pueblo.
Pasaron los días y mi
madre no cesaba en reñirme.
-Nena coge el teléfono
que quiere hablar contigo. Dice que lo perdones.
Le hacía señales de
negación a mi madre, que no iba a hablar nunca más con él.
-Qué chiquilla tan
cabezona- decía mi madre al teléfono-. Que no quiere hablar contigo. Si yo te
entiendo, te entiendo… Pero ¿qué quieres que le haga, si no quiere?... Que sí,
que llevas razón, no llores… Pero ya te ha devuelto el anillo y los demás
regalos, así que ya no sois novios… Que sí, que no es para tanto que le digas
que no sabías que estaba estudiando por las noches, pero hombre tampoco ha
hecho nada malo… Que sí, que entiendo, pero hombre…
Durante meses estuvo
llamando a mi casa. Si yo cogía el teléfono y era él, colgaba de inmediato.
Volvía a sonar y mi madre de nuevo:
-No quiere ponerse. Que
sí que lo entiendo… Pero esta chiquilla es así de cabezona, no puedo hacer nada
más. Que no quiere el anillo, que te lo ha devuelto otra vez… ¿Te lo han dado?
Seguí mi vida como pude y jamás volvimos a hablarnos.
Continuaba viendo cómo
mi primer amor me restregaba a las novias de la ciudad del fuet. Seguía siendo
aquel alto y esbelto arrogante y de siempre que me despreciaba por ser
pueblerina.
Yo era pueblerina y de
pantano. Quizá por eso no me ahogué en un vaso de agua; porque había estado todos
mis anteriores años aprendiendo a nadar en el de mi pueblo. Desde niña alcancé a cruzarlo de orilla a orilla, en su parte más estrecha. Nadie iba a ocupar
todo el espacio del vaso. Pero me entristecía la vida en la ciudad aquella
donde por todas partes estaba él y el olor a granjas porcinas.
Lo que ocurrió en
nuestras vidas no importa.
Tuvo un amorío de una
noche con un familiar mío en un cine de verano y le dijo que al cerrar los ojos
pensó que era yo quien lo besaba. Yo me sonreí. Tanto esconder la inocencia
para destapar luego los arrepentimientos.
Importa que en uno de
mis viajes a Vic, cuando fui a tomar el tren hacia Barcelona para regresar a
Jaén, ahí estaba él, sobre el andén, junto a la puerta del vagón. Nos miramos
por unos segundos, justo cuando yo subía mi maleta. Llevaba sin verlo muchos
años. Aún era robusto y de mirada clara y hombre de aspecto bonachón. Sólo nos
miramos. Tantos años después y aún nos reconocimos.
Mi hermano había
fallecido hacía poco tiempo. Mi padre y mi abuela Antonia muchos años antes. Yo
subía al tren con el sentimiento
terrible de culpa de regresar a Jaén sin ellos. Juntos nos vinimos aquí, juntos
nos vamos, así pensaba mientras el tren respiraba energía. Por la ventanilla
del tren lo observé, todo uniformado y con su banderita de empleado de los
trenes dando orden al tren para partir.
-Tren procedente de Puigcerdá estacionado en la vía uno con destino a Barcelona-Sants va a efectuar su salida. Vía uno.- La voz de los
altavoces no devoraba la niebla de la memoria.
El tren comenzó a andar.
Y él seguía mirándome y yo a él, dos rostros plasmados en el cristal. En
aquellos andenes que tanto cruzamos para vernos la estación quedaba pálida y
férrea, como esos tiempos de atrás; yo ya hacía siglos que no estaba en ese
espacio quieto, más que por mis familiares más amados; ya sólo me quedaba mi
madre.
En cuanto a nosotros,
era evidente que estábamos hechos para vivir el uno sin el otro.
© Marta Antonia Sampedro
Frutos.
Diciembre de 2020.
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