lunes, 2 de noviembre de 2015

Bajo las estrellas, de Marta Antonia Sampedro


                                                                                                       A María Sampedro Sánchez.
Sus manos trabajaron incansables la tierra,
                                 sus risas  rompían el silencio,
 quebraban mis tristes pensamientos.



-¡Mari, por el amor de Dios, llévatela antes de que la coja de los pelos!- gritaba la madre de la niña a su sobrina, que bajo la cuna de la hermana menor escondía su cara oscura como un grillo acechado por un gato-. ¡Sal de ahí, que salgas, que te voy a…! ¡Fíjate Mari, con la nena esta… que se ha ido sola a la sierra y mira, mira lo que ha traído! ¡Una rata seca! ¡Me matará a berrinches! ¡Y esto no es na, que el otro día me trajo una bicha así de grande que me pareció que se movía y to!
-¡Pero tita…!- protestaba María taponándose la nariz debido al olor causado por el cuerpo descompuesto de la rata-. Ya sabes que esta chiquilla no se entretiene na más que con estas cosas… Pero tú no te disgustes, tita, que yo ahora mismo esa asquerosidad la tiro al estercolero del corral. Anda y cálmate, que a la chiquilla me la llevo yo a la Casería Manrique unos días.
-¡Llévatela, sí… y a ver si se pierde por ahí!, ¡que a esta, más que palos, le hacen falta troncos en los lomos! ¡Sal de ahí, pedazo de macho! ¡Verás cuando venga tu padre y se lo diga! ¡Con razón te llamamos Hormiga!, ¡si es que eres una hormiga, que a to lo que sean bichos le pones interés! ¡Y to con tal de no aprender a coser!
Hormiga no salía de su escondite. Miraba atenta la cabeza de su madre, con los ojos desorbitados por la cólera. Pero no era la primera vez que los veía enfurecidos. La última vez que los vio así de saltones y rojizos, fue cuando se subió al borrico de su prima María. Estaba atado a la reja de la ventana de su casa, a la espera de su dueña. Era un burro manso y Hormiga quiso galopar como los mayorales que veía en sus escapadas a la sierra.
“Caballo veloz, eres la flecha de un indio malo de Bonanza, así que venga, que me persigue el padre con una pistola muy grande porque me llevo un montón de chumbos del cortijo que tienen en La Mesta… ¡Venga, borrico!, ¡que corras! ¡Hiá, caballo!”.
Pero de eso hacía ya unos días. La cicatriz en su frente por la coz del borrico al negarse a ser caballo, asomando aún carne tierna, lo recordaba. Al ver la sangre María corrió, y también la madre de Hormiga. Pero el borrico continuó moviendo su boca, ajeno a todo cuanto no fuese la ventana.
“Eres un borrico tonto, que no quiere ser caballo, con lo bonitos que son y lo bien que los cuidan, que a esos no les dan patadas. ¡Pues serás lo que quieres si no haces caso de los indios, que siempre son buenos y no llevan más que flechas envenenás!”.
Y hasta ese día se había comportado bastante bien, sin contar que don Paco, el médico del Baños, la había atendido dos días antes porque encontró un bote de amoníaco y después de olerlo todo le daba vueltas, y el día anterior se fumó una colilla y todo cuanto comía lo vomitaba, claro que esto último lo sabía ella y su amiga Encina, que también se fumó otra para que ninguna de las dos se chivara. El acuerdo de su madre y su prima María de llevársela al cortijo, apaciguó el ambiente. De modo que al notar que su madre charlaba en un tono más suave y sólo con el vocerío habitual, decidió asomar la cabeza de su escondrijo.
Agarrándose las trenzas  olfateaba el aire como un chucho. Olía a chorizo; y a callos guisados; también a patatas con tomate y a gambas; a morcilla frita, a choto, a asadura cruda y a aceitunas recién sacadas de la orza. Todo aquel olor era de la comida que su madre diariamente elaboraba, las tapas para la clientela de la taberna. Pero de tanto olor no olía a nada, sino a vómito, y Hormiga prefirió esperar debajo de la cuna y sólo confió cuando oyó la voz de su prima:
-Vamos, sal de ahí, que ya no está tu madre. Venga, que ya nos vamos. Sal antes de que ella te vea.
Agarraba sus ropas. La cintura de María, como todo su cuerpo, era grande, mucho más grande que sus brazos extendidos para no caerse del borrico. Por las calles de Baños, las escasas farolas abrían paso al campo como un abanico apenas iluminado por una tenue luna de invierno. Las pezuñas del animal acompasaban otros sonidos: una puerta chirriante, la risa de algún niño, un “adiós, Mari”, “vaya usted con Dios”, y la campana de la iglesia quedaba en Hormiga adormecida por el vaivén del animal y el calor del cuerpo de su prima, protegida, soñando que tenía sueño y no debía dormir porque aquella partida era inmensamente mejor que dormir.
Ya en la oscuridad, por el camino Hormiga abría bien los ojos. Las estrellas no tenían hilos, quién las sujetaría tan bien sujetas, se preguntaba, que sólo se notaba un pequeño temblor de manos al titilar.
-Chiquilla…, no te tragues los mocos- la reprendía María porque en el silencio escuchaba el quehacer de su nariz.
-Yo no me los sorbo, prima- contestaba Hormiga-. Otras chiquillas sí que se los comen, que yo las veo. Pero yo no, porque eso tiene que ser malo, ¿verdad que sí, prima?
-Claro que es malo, y de no ser muy educada, así que si otras lo hacen, tú no lo hagas.
-No prima…, yo no hago esas cosas.
El canto repentino de las aves nocturnas sobresaltaba a la niña y agarraba más fuerte el cuerpo de María, donde creía estar protegida por su seguridad ante la noche y su dominio ante un animal rebelde que no quería ser caballo.
-La tita María ha hecho sopa. Tienes que comer, para ponerte fuerte. A ti te gusta la sopa, ¿verdad?
-Sí.
-¿De cocido también? Tu madre dice que no, y si no comes siempre estarás así de flaca.
-Pues ya sí me gusta mucho. ¡Me como unos platos más grandes…!
En realidad, todo cuanto aquella familia suya hiciera, a Hormiga le resultaba algo extraordinario, y en su corazón sentía temor a que su madre descubriera que el castigo de enviarla al cortijo, apartada de sus hermanos, era para ella un premio ofrecida a una muñeca destrapada que todos allí creyeran princesa.
-Prima, ¿es verdad que hay estrellas de colores que se mueven, y eso es porque son aviones?
-¡Que va a ser eso! Todicas las estrellas están puestas ahí para que no olvidemos el camino de vuelta. Los aviones son otra cosa que no tiene na que ver.
-¿Y si alguien se las llevara, tú te acordarías por dónde ir a la Casería Manrique?
-¡Qué cosas dices! ¡Pues claro que me acordaría! Fíjate: ahora, voy a cerrar los ojos, y tú me dices si nos salimos del camino.
-Bueno, ciérralos, que yo los dejaré abiertos; pero dile al borrico que él también los cierre. Que ese, como te descuides, siempre hace fullerías… que yo lo conozco muy bien.
María carcajeaba. Su risa se desparramaba entre los olivos acariciando las hojas, rompiendo el silencio de la soledad en la noche, y el alma inquieta de Hormiga, a pesar de sus alpargatas y calcetines agujereados, le llenaban los pies fríos de un calor duradero.
-No te rías de mí- se enojaba finalmente Hormiga.
-Me río porque tienes unas cosas… ¡Ay cuando se lo cuente a los titos! Pero, ¿es que tú no sabes, chiquilla, que este tuno de borrico ya está dormido desde que salimos de Baños?
Al entrar en el pequeño salón del cortijo, el fuego ilumina el rostro de su tío Manuel, sentado sobre el banco de piedra; sus ojos rasgados le dan aspecto de gitano grande, noble, pensativo, y su nariz se achica al sonreír. Hormiga lo besa, siente el calor de su cara rechoncha, y él le dice pellizcándole la oreja: “¿Qué has hecho ahora, espabilao demonio?”. Su tía María, al verla, abandona la costura; sus ojos están enrojecidos por las puntadas entre la escasa luz; prepara la sopa, y procura que nada le falte a la niña: el cuerpo bien caliente, y también la leche antes de dormir; y esa cara, ¿qué secretos guarda?
-Tita, ¿mañana cuando me levante iré contigo al gallinero para recoger los huevos?
-Claro que sí- le contesta mientras le deshace las trenzas-. Pero antes te voy a tomar las medidas, que te voy a hacer otro hato, que este que llevas lo tienes muy roto. Y ten cuidado con el gallo, que ya sabes cómo es de malo.
-A ese lo entiendo yo muy bien, tita.
-No lo vuelvas a atar, que luego nos cuesta desatarlo.
-No tita.
María se sienta a la lumbre, la acecha Hormiga desde el dormitorio. Parece que en silencio hablara con el fuego, quien le contesta cosas que ella entiende desde muy niña: mañana trabajar duro, el cuerpo se calienta, hasta la noche, que viene el frío; como ayer, anteayer, pasado y pasado mañana. Pero cree Hormiga que para su prima el calor es ahora lo importante, y que, como en el trabajo, ahora es siempre ahora en el lenguaje de quien conoce bien cómo se alimenta de sudor la tierra.


© Marta Antonia Sampedro Frutos  (1.998)