miércoles, 31 de julio de 2019

Te escribo mientras tanto, de Marta Antonia Sampedro


A mi hermano José Joaquín.
En su recuerdo.

Valdrá la pena mantener la libertad

y sobre todo el amor de ser libres

y tú y yo volvamos a vernos.



Seguro que me esperas.
Te escribo mientras tanto.



(C) Marta Antonia Sampedro Frutos
(Fragmento de "Te escribo mientras tanto").

miércoles, 10 de julio de 2019

Pantano azul invierno, de Marta Antonia Sampedro


A mis padres.

Llevaba algo más de una hora esperando, sentada en el coche con las manos sobre el volante, aparcado próximo a la zona del autobús urbano.
Hacía frío, y sólo en contadas ocasiones había visto aquella neblina nocturna, más propia del Pirineo, posándose sobre las farolas de la ciudad.
Observaba la gran puerta de la cárcel Modelo, cerrada a cal y canto y con algunas luces en puntos clave de vigilancia difuminadas entre la densidad del aire. Revisaba en la penumbra sus uñas y volvía a mirar la puerta una y otra vez. El tráfico de la ciudad comenzaba su bullicio. Buscó las canciones de Marifé de Triana para acompañarse en el frío extraño de la noche y sin darse ni cuenta las lágrimas regresaron a sus ojos con la presencia de la música, recuerdos en palabras, ilusiones que ya daba por perdidas al resumir sus vivencias, su cruel pasado del que no obtuvo ninguna de aquellas, obrera de la nada, productora de más nada. Se vio siendo niña abrazando a su muñeca con vestido de encajes esperando a ser mayor y vivir su historia de amor a través de los hijos de verdad y ahí estaba, nada. 
Al tiempo que sus lágrimas eran un descontrol de letra de canción deslizándose, la puerta de la cárcel se entreabrió, bajó del coche apresurándose y limpió sus ojos.
-¡Suerte colegas! ¡Adéu! ¡Que vaya bien!- escuchó la voz de su hijo mientras un grupo se desperdigaba por la acera en distintas direcciones-. ¿Qué pasa mamá? Por fin ya estoy otra vez en la calle. Joder qué fresquito hace.
Le había dado un solo beso. Olvidando su calor de madre, el sentimiento que día a día la sumergía en un extraño lago de ansiedad.
-Aquel es el coche- le dijo indicándolo-. Lo he comprado hoy mismo.
-¡No jodas que este es tu coche!- se sorprendió Pablo pasando sus manos por la chapa, incrédulo-. ¡Joder qué pasada! ¿Y dónde está el otro? ¿De dónde has sacado la pasta para comprarlo, y por qué hay dentro tanto trasto? ¡Hosti, vaya movida que te traes! Y luego dices que no tienes dinero.
No le respondió. Subieron al automóvil y al ponerlo en marcha los ojos de Manuela parecieron secarse, decidida a dar ese paso que todos los segundos de los últimos meses había elaborado su mente y hacer frente a osos de peluche que fueron transformándose en tiburones reales y le rasgaban las entrañas a través de las venas de su único hijo.
Aquella neblina chocaba contra el cristal, asfalto y calefacción, calor y soledad, y junto a un semáforo de la Sagrada Familia intuyó que aquel monumento se derretía en las nubes bajas como un pastel de chocolate infectado de contaminación.
-¿Y cómo estás?- le preguntó al fin a Pablo mientras sus caras se iluminaban de rojo semáforo.
-¡De puta madre ahora, ya en la calle! No sabes tú lo mal que se pasa en el trullo, todo me pica mucho y es que me parece que tengo hasta piojos. ¿Por qué no sigues todo derecho? ¿Es que no vamos a casa?
-No Pablo. No vamos a casa.
-¡No me jodas! ¡Tengo que llamar por teléfono!
Las canciones de copla lo decían, que hay actitudes propias de madres que no merecen el amor de sus hijos y de hijos que no merecen el amor de sus madres; una indignidad escribe sus letras de desamor y de hastío. Buscó una emisora de radio para encontrar gente que hablara por ellos que no hablaban y centrar su interés en noticias del mundo al que había decidido renunciar.
-¿Sabe papá que hoy me dejaban libre?
-Lo he llamado varias veces al trabajo pero no he podido hablar con él; estará fuera de Barcelona.
Pablo suspiró. Su padre, cómo no, fuera de la ciudad. Por tema del trabajo. Sacó de su cazadora tabaco y papel de fumar y comenzó a calentar hachís para liarse un cigarro.
-Tira eso- le ordenó Manuela.
-¡Pero qué te pasa! ¡Si sólo es un poco de chocolate! Ya no me meto. Mira mis ojos y verás que no, que ya no me meto.
-Ya he oído eso muchas veces, creo que vamos por el millón de veces.
-¡Pero qué mal rollo tienes, mamá! ¿De dónde iba a sacar la pasta para caballo, si en todo este tiempo sólo me has ingresado limosnas?
Paró bruscamente el coche; un cartel grande decía algo en inglés reclamando ser visto, parpadeaba agobiante resaltando entre todas las luces de la gran ciudad. Pablo miró a su madre en silencio. Ella se acercó a su hijo como si fuese a abrazarlo, pero agarró bruscamente su cabello y mientras Pablo pataleaba en su cara insistía una fuerza de la mano de su madre, un pañuelo, una sustancia; en unos segundos quedó inconsciente.
Disminuían las luces, Barcelona quedaba atrás. Las vías cruzadas en un laberinto de caminos que no le importaban desde hacía mucho a su espalda creía enojadas, acechantes en su huída; vociferaban en un silencio tenso a la gran masa humana que claudicaba una vencida o, lo que era peor, una recién estrenada criminal. Por el retrovisor las calles eran lombrices urbanas por donde sólo seres inanimados pasaran, como si el aire los empujase a los precipicios, a la mierda que finalmente diese con el hoyo del reposo, el anuncio del llanto con que se nace.
Pablo permanecía inerte, echado sobre la ventanilla, la cabeza contra el cristal y a cada giro del automóvil su cuerpo era de trapo sujeto. Dormido, pensó serenamente Manuela; dormido su hijo era perfecto.
Al adentrarse en la autopista todo quedaba lentamente a oscuras. Los faros la encaminaban, luces cortas, luces largas, luces que a Manuela le parecían de la misma longitud; siempre hacia el pasado, pasado corto, pasado lejano, pasado de todo. Pasado de mentira, una vida ajena que sin embargo ella protagonizó, una reencarnación de sí misma donde no se reconocía. Pero no temblaban sus manos ni sus labios dudaban al pronunciar palabras pensadas repetidamente o de sus ojos salían lágrimas porque todo estaba ya hacia adelante, no había marcha atrás, insistiendo en que la única senda era la de las luces aquellas y un coche nuevo, las señales de tráfico confirmándole que era una demente abriendo el camino para dementes, de loca, sí, loca de remate, Manuela vuelve, vuelve atrás mala madre, vuelve porque esto no es real, decían los fantasmas morales y los títeres de los horizontes negros de la autopista, vuelve Manuela porque esos brazos amoratados de Pablo los necesita la ciudad y sus venas serán comidas por el asfalto, vuelve a tu cordura Manuela, no seas mala madre, y aunque los huesos ya famélicos de tu hijo tú los formaste no tienes ningún derecho a secuestrarlos porque pertenecen a la ciudad, parirlo no te da derecho a impedirle ser un hombre libre.
El dibujo de una gasolinera. Mil metros. Pablo continuaba con la voluntad perdida. Qué historias dormirían.
Paró unos metros más allá del surtidor. Bajó del coche, cogió del maletero las cuerdas que había preparado y colocó a su hijo sobre los asientos traseros; las ataduras rodearon sus pies y manos y lo tapó con una manta.
-Lleno, por favor- le dijo al empleado de la gasolinera.
-Hace mala noche, señora- le contestó el hombre al tomarle las llaves-. Demasiado frío.
-Sí, mucho frío.
El hombre comenzó a dispensar la gasolina.
-Ha hecho usted bien en tapar a su marido.
-Es mi hijo.
Continuó el viaje al ritmo de pensamientos que parecían nuevos como aquel flamante coche que podía bajar, subir, caer, levantar, más perfecto que una madre que se culpa a sí misma y se mira desde el precipicio, incapaz de seguir, proseguir, andar, correr, cuando la decisión de parar llega al punto de la meta y en realidad comienza la carrera hacia qué parte, para qué ni por dónde. Pero que sepan los pies que el camino ha empezado.
Castellón, 29 kms. Alguna luz se le escapa al cielo; parece el mismo cielo de invierno de sus cuarenta años vividos.
Y no olía a mar, a pesar de no haberlo abandonado en su trayecto costero. Huele a calefacción y a materiales plásticos nuevos.
Luego Valencia, ya con más auroras divisadas entre masas de chimeneas de la producción industrial, el progreso, el vómito pestilente que en la fría mañana provocaba en Manuela más deseos de escapar, arrollarse a sí misma embistiendo el volante contra no importaba qué, conforme entendía que aquella locura de secuestrar a su hijo era un precipicio donde sólo hay abismo infinito, similar al espacio de los astronautas que pierden su dignidad de pisar firme y quedan como estúpidos globos de feria colgados en una locura de no poder guiar sus movimientos por mucho que lo intenten.
Bajo la manta, Pablo comenzó a moverse y a decir algunas palabras sueltas incomprensibles como quien sueña. Paró el coche en un área de servicio y preparó una jeringuilla; destapó el cuerpo de su hijo y sin piedad alguna al ver sus ojos pesados por la somnolencia le inyectó un sedante. Volvió a taparlo.
-Sigue durmiendo, amor de mi vida.
Una inmensa llanura se divisaba con la luz del día. Una llanura que le hizo recordar a Cervantes; alguna vez lo leyó de joven. Cervantes inventó a Sancho Panza porque no la conocería a ella, Manuela esa burla, Manuela qué ridículo, una demente desdichada donde la caballería del progreso eran caballos y más caballos para aniquilarla metidos en las venas del ser que más amaba en el mundo, y por él segundo a segundo de su vida cuidaba enfermos, limpiaba excrementos, tomaba la tensión arterial ajena porque estaba presa de la suya que sabía a la perfección, tensión continua, testigo de la destrucción de su fruto de mujer, midiendo orina en los retretes del hospital, y al tiempo calculando y espiando los pasos de su hijo, los azulejos manchados de su sangre, eternos momentos de dónde estará Pablo, no te mueras hijo te lo ruego; atrás esa Dulcinea que al parir desconocía ser don Quijote lanzando en vano las aspas de los molinos en un mundo de maleteros, caminos hormigonados pero llenos de piedras y peñascos que acababan día a día con todos los sueños conjuntos de una madre con su hijo, estrellados en las frases otro día más y Pablo no ha muerto gracias a dios.
Abandonó la autopista para estirar las piernas. No quiso comprobar si Pablo aún dormía, pero observó que su respiración movía ligeramente la manta.
Gasolinera. Pago a cuenta con tarjeta, donde ya nada habría que pagar.
-Tres mil, por favor.
El sol le inundaba de sensaciones extrañas. Se preguntó una vez más qué era el amor, si la luz permanecía siempre en los corazones a pesar del dolor causado; por qué veía en la vida de su hijo su propia vida, si eran dos cuerpos distintos, un respirar distinto, un pensamiento distinto. Tan distintos. Se esfumaban entre los rayos del sol y desvanecían sin ser alcanzadas las respuestas y nada se concretaba.
Andalucía. Cartel grande, blanco nube, verde pasto. Despeñaperros. Divisaba olivares entre cerros.
Párpados cansados, meta cercana. Corazón de Sierra Morena, tierra de aceituna verde y luego negra. Milenios de aceite dando inviernos. Cerro Navamorquín, al resguardo de plásticos y de pestilencias. Castillo Burgalimar, fortaleza aún viva. Cuántas noches durante los años en Barcelona, la añoranza por su pueblo la hacía dormir pensando que estaba cobijada por la oscuridad y las estrellas de ese cielo, a la espera de que la luna rozara su almena gorda. Y ahora que lo tenía tan cerca, no se alteró en sus emociones, tomó la dirección al pantano, calefacción apagada, toros bravos junto al camino alambrado, encinas. Era ella quien embestiría a lo primero que osara ponérsele por delante.
Huele a diversidad de plantas. Embriagan. Emborrachan. Enloquecen. El coche salta, da brincos. Teme que Pablo se caiga de los asientos y reduce la marcha. Ahora parece que es una barca. Ya ve las nubes reflejadas en el agua. Aquella es una tierra que nada conoce de otras tierras.
Baja del coche.
-Me duele todo.
El horizonte es el mismo que recuerda. Se estremeció al inspirar profundamente el aire limpio de la sierra. Se acercó a la orilla; el agua estaba fría y bebió en sus manos; siempre de niña lo hizo y bien sana que creció. Lavó su cara para despejarse y el agua le devolvió la sensación de una paz que hacía muchos años que no sentía.
-Serán los fantasmas del agua- dijo para sí misma en voz baja-. La gente del pueblo les tiene miedo. Pero yo miedo no tengo ya a nada. Pronto seré una de ellos. A saber la antigüedad que tendrán y todos con sus razones.
Regresó al coche y abrió la puerta trasera. Pablo tenía los ojos abiertos y parpadeaba lentamente. Pero estaba inmóvil.
El espacio era tormenta de silencios.
-¿Quieres un zumo?- le preguntó.
Y el silencio de nuevo.
La provisión de alimentos era escasa. Total, si no la necesitarían. Ni ropas. Sólo un coche nuevo para la ocasión y un hijo con su madre y una madre con su hijo. Un botiquín con lo necesario para aliviar si era preciso la bienvenida a la muerte. Y un pantano azul invierno.
Y un equipo de música de coche. Eres hijo para mí lo primero. Y hasta después de muerta te amaré. Y ya por sufrimiento no le temo ni a la vida ni a la muerte. Lo dicen todas las letras de las mejores canciones. Y Manuela se lo repite todos los días. Vida, muerte. Han llegado a ser tan nombrados conjuntamente, que son conceptos similares.
-Pablo, Pablo…. Hijo…,  ¿quieres un zumo?
Y espera el silencio; pero se escucha:
-Déjame en paz. ¿Se puede saber dónde estoy? Me duele la cabeza.
-¿Oyes los pájaros? Hay muchos. Y por la noche salen los búhos.
-Estás loca. Yo no oigo nada.
Manuela se acerca a su hijo, lo toma para sí. Lo abraza. Huele a prisión. Y también a niño. Él, con enfado, rechaza su abrazo.
-¡Suéltame!
-Ya te avisé, hijo, que esto un día acabaría; que acabaría malamente.
Pablo se incorporó. Repasó con las manos sus ojos una y otra vez. Vio el pantano ante sí. Manuela se sienta junto a él.
-Esto no es Barcelona.
-No. No lo es.
-Déjame que me líe un canuto.
-Bueno, te dejo. Hazlo. Que sean dos.
-¡Mamá!... ¡Qué payasadas dices!
-Uno para ti y otro para mí. Venga.
-¿Algo raro ha pasado este tiempo y me lo he perdido?
Manuela ya no hace caso a ninguna observación de su hijo. Demasiado tarde todo.
-¿Ves aquel puente? ¿Aquel? Por allí se tiró un muchacho del pueblo y se ahogó. Tenía más o menos tu edad. La novia lo había dejado.
-Menudo gilipollas, matarse por eso. Venga vámonos.
-Tomaremos un zumo.
Pablo salió del coche.
-Me duelen los músculos joder.
Un avión militar apareció súbitamente del cerro Navamorquín. Tan bajo que se podía ver difuminado su cuerpo metálico en las aguas y un sonido atronador contundente cortó el silencio de la sierra.
-¡Qué pasada!- dijo Pablo-. ¡Qué bajo!
-¿Quieres morir conmigo, hijo?
Pablo no contestó.
Prosiguió Manuela:
-Si tú mueres conmigo, volveremos a la vida como antes de nacer yo y de nacer tú. Si eso quieres, eso haremos.
Pablo y su indiferencia porque a su madre se le ha ido la cabeza.
-¿No quieres? Entonces moriré yo por los dos. ¿Te gusta este paisaje para ver morir una madre? A mí me gusta. Nubes, agua, aire limpio. No soy de morir con la vida al filo de cuchilla cada día. Es mejor morir de una vez.
-¡Ya basta!, ¡prou mare!, ¡vale!- dijo Pablo, molesto-. ¡Déjalo estar!
-… Y podrás seguir siendo un suicida vivo el tiempo que quieras sin que nadie te reproche nada. Porque yo te pienso muerto cada día. Pero ahora, desde la Diagonal hasta las Atarazanas, desde Sarriá hasta la Barceloneta, toda Barcelona será para ti solo. Serás feliz como hasta ahora lo eres, a ver qué suerte de mercancía te han vendido. Quédate sin hogar vendiendo tu casa y métete todo en las venas. Las venas entienden mucho de ventas. Vende también este coche y que vaya a tu cuerpo. Mata tu amor a la pintura y deja que tu don artístico sea la burla de tus camellos; qué divertido será, ellos pondrán el precio a tu arte y a tu pensamiento. ¿El precio será morirte? Me parece caro, pero a ti barato. Aunque a mí ya no podrás matarme, porque ya estaré muerta. Y como veo que no quieres morirte de una vez, me voy yo sola. A mí no me dejó mi novio, pero me dejó mi hijo, que es mucho peor; me vendió a sus camellos, una mercancía; me vendiste Pablo, hijo, me vendiste y ya soy propiedad de alguien, estoy marcada por el amor a ti. Ya lo he comprendido. Y como aquí nací, aquí decido morirme por mi cuenta y locura; porque yo aprendí aquí mismo donde estamos que nunca seré propiedad de alguien. Ni siquiera tú serás mi dueño, ¿entiendes? ¡Una persona libre no tiene dueño! ¡No tiene!
Pablo ahora la miraba atónito. A su madre se le ha ido la cabeza.
Manuela le dio la espalda y se encaminó entre lágrimas hacia al puente hecha una locura de pizarra bruta, resbalando sobre el musgo y las piedras húmedas y ante la mirada atenta de su hijo.  Se escuchaba la voz de Manuela:
-¡No tiene dueño!, ¡no tiene dueño una persona! ¡No tiene!
La loca hablando sola por la sierra. Espantadas por los gritos, algunas aves huían de las ramas de los árboles.
Pablo miraba a su madre, ya a lo lejos.
Qué habrá ocurrido durante su ausencia en prisión.
Qué ha sucedido. 
 Y comienza a llamarla insistentemente.
-¡Mamá! ¿Qué haces? ¡Mamá! ¡Ven aquí! ¿Qué haces? ¡Mare!
Manuela no miraba atrás. Se había herido las manos y las rodillas en las caídas. Pero la sangre, cuando se ha decidido morir, no es necesaria.
Pablo corrió hacia ella; torpemente, cayéndose una y otra vez.
-¡Mamá! ¡Mare!
En ese instante una cigüeña atravesaba el pantano y Manuela se paró para mirar su vuelo doble del cielo y del agua. Le pareció que la llamaba por su nombre, “Manoli”, y recordó su nombre de antes de todo. Las nubes la miraron en su demencia de los tiempos malos, porque las nubes miran con especial mirada a los desesperados que las ven nacer, y las contó, qué absurdo contar ahora, diez, doce, veinte, estoy tan cansada, veintiocho…, desde la más grande a la pequeña, gris o rosácea, a todas las miró diciéndole adiós a todas, ya me voy, me marcho pero nos veremos en alguna parte, adiós queridas compañeras, soy la misma que quise un día ser, adiós…
Pablo la alcanzó a duras penas; jadeante la abrazó por la espalda sujetándola con firmeza porque ella se resistía, y le gritó:
-¡Ya basta! ¡Basta!
Y en la sal de sus lágrimas no había diferencia alguna. Hay materia que es idéntica por dentro.
-Yo llevaré el coche. Ya está, ya está, mamá. Vámonos a casa. Comeremos algo por el camino.


© Marta Antonia Sampedro Frutos
Barcelona, 1.980.

domingo, 7 de julio de 2019

Miel amarga, de Marta Antonia Sampedro


-¿Da usted su permiso?
-Adelante.
-Muy buenas tenga usted, señor.
-Buenos días. ¿Es usted el familiar de la joven que da clases particulares a mis nietos?
-Eso mismo, señor. Su madre y yo, primas segundas. La vi el otro día y le pedí que me hiciera el favor de hablarle a usted de mi parte. Son muy buena gente, señor, y mucho es lo que yo le agradezco a usted que con interés pierda usted su tiempo recibiéndome aquí.
-Por favor, tome asiento.
-Con su permiso.
Aquel día había ido a la plaza de abastos, comenzó a relatar. Los boquerones, demasiado grandes para prepararlos en vinagre, y además no tenía gana de descabezar pescado menudo porque le dolían los dedos con eso de tener que sacarle brillo a las placas doradas de las puertas más importantes. Y demasiado caras las bacalaíllas, los voladores y no digamos las pijotas sin estar en oferta. De modo que, por la buena cara y el buen precio de las sardinillas que vio ante ella, adaptado al contenido de su monedero, compró un quilo.
-No me las eches muy grandes- le había dicho a la pescadera.
-Están todas muy frescas- le contestó la mujer.
Lola, por costumbre y motivos, ocultaba su cara con el pelo. Todavía tenía sobre su piel algunos signos de los golpes que habitualmente marcaban sus poros de andaluza vencida y lejana belleza.
“Dónde se fueron esos ojos de clavel, esa frente de tulipán mimado que la madurez secó, convirtiendo en morado el tallo verde de mi juventud”.
-¡El pollo está de oferta!- escuchaba decir a grandes voces al pasar junto a la carnicería-. ¡Comprad pollos, nenas!, ¡mirad qué frescos son!
Se dirigió hasta su casa a paso ligero, porque aún no tenía hechas las camas, cosa mala en una mujer responsable, ni sabía de dónde iba a sacar para darle un charipé con olor a amoníaco al suelo y al cuarto de baño, porque llevaba algo más de una semana restregándole polvicos de la ropa.
En el bolsillo tenía setecientas pesetas. Las únicas, aseguró, que había entonces en la casa porque el trabajo de limpiar andaba muy malamente, y se lamentaba de que a los niños les asomaran los calcetines por debajo de los zapatos, pero es que ni en los gitanos compraría nada con eso.
Destripó las sardinas y bajo el chorro del grifo sus escamas brillaban, recordándole las veces que hubiese preferido ser una de ellas, en vez de un ser humano asándose deslustrada con los dolores y la vergüenza de los golpes.
-Sí, de soltera me pegaba mi padre, señor juez. Pero eso era normal, porque es que yo era muy mala y desde chica a veces me meaba en la cama, y entonces claro, con el cinturón o con lo que pillara más a mano, me señalaba. Pero mi madre no; mi madre sólo me pegaba con el palo de la escoba o con la zapatilla, o me tiraba de los pelos.
-Entonces, señora, para usted no debería tratarse de nada nuevo que una persona imponga su orden con tales medios.
Pronto llegarían los niños de la escuela. Desde su casa escuchaba la sirena de la entrada, el recreo y la salida.
Eran buenos niños, así se le premiaba de tanta simpleza de vida respirada al día, regalándole primores de seres que encaminados a la felicidad dejaran por olvidada en el mañana la desgracia, hasta nunca jamás.
Lola tenía treinta y pocos años.
Y los ojos hundidos por el llanto de las noches más oscuras de su pensamiento, mientras resguardada en el cuarto de baño se limpiaba de las materias de aquel a quien un día entregó su corazón.
-Un solo día, aquel en el que me juró por todos los santos, mientras bailábamos un precioso pasodoble vestidos de novios, que ya no me pegaría más, porque a nadie necesitaría yo nada más que a él, para cuidarle y que me cuidara como una abeja reina, ya ve usted.
Las manos encallecidas por la fregona que tantos portales y hogares de la ciudad limpiaban al compás de la necesidad más extrema.
-No se me daba a mí demasiado bien la escuela señor juez- continuó refiriendo ante la atención del magistrado-. Porque de no ser así no la hubiera dejado, pero es que me atrancaba con los números y además tenía que ayudar a mi madre cuidando a mis hermanos chicos y a los animales.
Bajo su falda, sus piernas cansadas mostraban varices a punto de estallar, y sus tobillos hinchados sobresalían de sus zapatillas.
Un beso de los hijos. Una disimulada mirada a los moratones de su cara. Silencio, excepto para preguntar:
-¿Otra vez sardinas?
-Eso es lo que hay.
-Jo.
-Y a callar se ha dicho.
Pan. Oferta tres barras veinte duros, darían para un día y medio.
“Dorados los trigos que se mecen en el ardiente verano, campos de mi tierra, pobre tierra que agrietada abonas mis esperanzas; el aire los acuna suavemente mirando por sus hijos”.
Agua en los vasos. Santa agua que la tierra proporciona hasta en los charcos del campo para que las bestias no mueran extenuadas por la sed.
-El primer día de casada, con el agua del barreño me quité el asco de la noche de bodas. Desde aquel día yo cerraba los ojos, señor juez y usted perdone si le ofendo con cómo me explico, y mientras él le sacaba en el panal el gusto a la vida de una abeja reina, yo pensaba en las veces en que acarreaba cántaros desde la fuente hasta mi casa para que bebieran los marranos, más rosados y limpios que ese hombre, y sin querer mirarlo a la cara lo dejaba allí roncando, y yo me decía que era cristiana, estamos de acuerdo, y que como cristiana renegaba de todo lo que Dios sin avisos me estaba haciendo vivir, menos a mis hijos, señor juez, que esos no parecen de su misma mala sangre, porque me miran los morados y se ponen a hacer los deberes en cuanto la mesa está quitada.
Peros. Un postre que en el silencio se come temiendo la presencia del padre, que de pie mira la televisión.
Está callado. Parece que hoy no ha bebido tanto como en otros días, porque no ha dicho ni buenas. Tan sólo:
-¿Sardinas?
Lola ha contestado:
-Sardinas.
Raspas sobre los platos. Cabezas resecas. Ojos desorbitados, reventados por el fuego como bolas de picón quemados por la sartén.
No se dispone a almorzar; busca por los cajones y los armarios de la cocina. Por los sitios que ya conoce. Presientes, por sus prisas y jadeos, que antes de que te des cuenta un color distinto volverá a marcar tu cuerpo.
-Se puede saber qué buscas- le dice Lola.
-De sobras sabes lo que busco.
Los niños desaparecen, como si una gran tormenta calara el techo. Se esconden en sí mismos, y detrás de las puertas.
Repliega los labios:
-Venga y no te hagas la tonta, jodida por culo. Dámelo ya de una maldita vez, vayamos a tener ya tan temprano la fiesta.
-No tengo nada. Me lo he gastado en la plaza, en la comida.
-¿Qué…? ¿Qué te has gastado todo, en la comida? ¡Me cago en todos tus muertos! ¡Eres una tía puta, que no dice nada más que mentiras!
En la pantalla del televisor anuncian que te des prisa, que pronto te quedarás sin esa oportunidad de concederle a tus bolsillos la posibilidad de agrandar sus tesoros al mucho por ciento.
Le da al fin Lola el monedero, donde unas monedas de escaso valor se hallan desperdigadas en un fondo mugriento.
-¿Eso es lo que tienes?
-Ya te lo he dicho.
-¿Y dónde está lo que hoy te han pagado?
-Hoy hago menos limpiezas, porque es miércoles.
No tiene por anillo un sello de oro, pero aseguras que lo tiene porque se te mete en los ojos, y con manos de material similar al bronce te gira la cabeza frente al fregadero.
Miras la cenefa de los azulejos. Respiras, sí; pero no te das cuenta.
Los niños gimen al sentir el golpe. La sangre se lanza acalorándote la cara.
-¿Dónde escondes los dineros, pedazo de puta?
El silencio es la respuesta, en intervalos, cuando el llanto de los niños parece cesar por segundos para renacer una y otra vez.
-Nunca en la vida me pensé que el hombre que me quisiera me dijera puta, señor juez. He sido decente, que a lo mejor por eso me veo como me veo, y la otra salida no me gusta a mí porque pienso yo que para eso hay que saber serlo y nacer así, con el estómago muy grande, y yo sólo he aprendido a poner las manos sobre el trabajo, que es lo único que sé hacer desde que mi madre me parió.
Lola no lloró.
“Son las lágrimas del mucho sufrimiento como el pegamento que las vírgenes tienen en la cara, por debajo de los ojos. Nunca se les caen del todo, porque llega un momento que ya no quedan ganas ni de llorar”.
Ni ante el desprecio dijo nada.
-¡Eres una mierda, que no sirves ni siquiera para lo que tienen que servir las mujeres!
Un zarandeo de rabia y fuerza la estrelló contra la pared de la cocina.
Los niños estaban callados, escondidos bajo sus camas, mordiéndose las manos y las palabras.
Cayó al suelo. Recibió patadas en las costillas, aunque creía haberlas recibido también en la barriga. Dijo:
-¡Gusano asqueroso!
-Eso fue solamente lo que dije, señor juez, que yo lo único que buscaba era que dejara de darme patadas.
-Señora…, así lo único que se consigue es acrecentar la furia. Por mi enorme experiencia en estos temas, por otra parte tan desagradables, sé que la mujer debe mantenerse mansa, mansa y en sus cabales, para no echarle más leña al fuego.
-A lo mejor no estuve muy acertada, señor juez, lo reconozco, y lleve usted toda la razón del mundo. Pero que a una le den patadas no es muy fácil de aguantar. Sobre todo por la parte de los ovarios y la matriz, porque además si una está con la cosa del mes, peor todavía.
-Continúe…
Te agarra por el pelo, el mismo que en un recogido moño con perfume a azahar dejaste suelto para el baile.
-¡Abran paso a los novios, que van a bailar solos! ¡Vivan los novios!
-¡Vivan!
-¿Me quieres?
-Te quiero.
Entre sus brazos, Lola se cubre la cabeza, tirante por los cabellos. Mira sus manos, manchadas de sangre. Los ojos le queman, el cuerpo le duele. Oye decir:
-Papá, déjala ya…
Es el niño, que ha aparecido de pronto adelantándose en unos pasos a su hermana que, con los ojos hundidos hacia su oquedad, mira desde el pasillo abrazada a su muñeca.
-¿Es que no sabes que tu madre es una perra? ¡Eso es lo que es! ¡Una perra! ¡Mírala bien, Tomasito!, ¡mira bien a esta gran perra, que se guarda para ella los dineros que a mí me hacen falta!
-¡Me cago en toda tu casta!, ¡sinvergüenza!, ¡granuja!, ¡bandido!
-No, no es eso lo que se espera que diga a su esposo una mujer decente, señora; ni siquiera en los momentos más difíciles. Ante las adversidades de la pareja, alguien debe permanecer firme, para dar buen ejemplo a los hijos.
-Es verdad, señor juez, y no es que a mí me guste decir esas cosas, y menos si están mis hijos delante, aunque estén acostumbrados. Pero ya se sabe que la rabia nos hace decir cosas que no pensamos bien.
Ante los nuevos golpes, los niños huyen despavoridos.
El sudor impregna la frente, las axilas y el cuello.
La sangre emana de la nariz de Lola.
-¡Te voy a matar!
-Pero…, evidentemente…, no llegó a matarla, señora. Veo que está usted aquí.
-No me mató, no, señor juez… Pero desde entonces no tengo muy bien la cabeza, y son muchos los dolores que me dan y con su permiso de usted a veces mientras estoy barriendo o acarreando el cubo de la fregona, vomito.
-Hum… ¿Acaso existe la posibilidad de que esté usted en estado de buena esperanza, señora? Ustedes, las mujeres, sufren achaques en absoluto relacionados con los malos tratos, por otra parte tan normales en los matrimonios que al fin y al cabo, después de mucho llevarse digamos que regular, resulta que lo que ocurre es que no pueden vivir el uno sin el otro.
-No señor.
Porque coges la pera que usas para las lavativas. Una vez hervido, Lola quita el agua del perejil. Y en tus entrañas fluye hacia el útero el asco, como un río de peces muertos que aún muevan sus branquias para mantener estéril la tierra de tu semillero.
Se oye la puerta. Tras un fuerte golpe, el silencio te indica que se ha marchado. Grita la niña:
-¡Es sangre!
Chilla el niño:
-¡Mamá tiene sangre!
Abren la puerta. Abandonan, como espantadas hormigas bajo un torrencial de agua, el piso. Sus quebradas voces piden auxilio.
No quieres que llamen a nadie; que nadie te vea, Lola, reptando como una eva abrazando a la serpiente muerta. Dices, escupiendo sangre:
-¡Venid aquí!
Dos dientes se te mueven.
-¡Niños!
Murmullo en el rellano.
-¡Allí, allí está mi madre!
Vomitas sangre. Y restos de sardinas impregnadas de fruta y bilis.
Han entrado dos mujeres; tus vecinas Luisa y Antonia.
-¡Lola, cielo santo!
-¿Pero qué es lo que te ha pasado, chiquilla? ¡Válgame dios!
-Son buenas mujeres, señor juez. Las conozco desde hace mucho, y gracias a ellas muchas veces hemos podido echarnos algo para comer, cuando yo no trabajaba. Unos huevos, salchichas o algún sobre de sopa de arroz o de fideos finos. Y también algunos dulces. De vez en cuando la Antonia, que es muy golosa, le trae a los niños alguno, para que se los coman, porque ella sabe que yo en eso no puedo gastarme lo poco que gano fregando por ahí.
-Me ha dicho usted antes que su esposo es peón de albañil. ¿Tan mal está la cosa en la construcción, para que no pueda el pobre hombre alimentar a sus hijos?
-Algo trae de vez en cuando, señor juez.
-Eso está bien. Quizá no sea usted buena administradora, señora. Ya se sabe que la esposa debe mirar por el dinero que su esposo con tantos sudores lleva al hogar, como por otra parte así es lo que debe hacer un padre de familia.
-La última vez que trajo algo, fue un saco de patatas.
-Bueno… Es de ser bien nacido ser agradecido y usted señora debe comprender que la intención es ante todo lo básico para que una familia progrese, para el bien de todos los miembros que la componen.
-Pero estaban todas podridas señor juez. Se las había regalado un compadre por un trabajillo que le hizo unos días, pero se las olvidó en la parcela y cuando se acordó ya las patatas estaban empezadas por las alimañas.
-Bueno, bueno… Seguramente no fue esa su intención. No es bueno ser tan suspicaz.
-No entiendo señor juez.
Al cerrar los ojos, sientes que son dos pozos hirviendo caldo de vida.
Las pestañas se apelmazan.
Ves lejanos los buenos recuerdos.
Oyes que abren el grifo.
Luego sientes un paño sobre tu cara y tienes ganas de empezar a llorar y no parar hasta que toda la vergüenza quede olvidada por las personas que te están viendo hecha un trapo del polvo, una servilleta de papel recuperada del cubo de la basura. Se oye:
-¡Venga!, ¡vámonos ahora mismo al médico! ¡Esta vez ha ido demasiado lejos!
Abres tus brazos. Nada Lola en el aire, en ese océano que atraviesas un día y otro al filo de la orilla, destrozándote los pies en las nubes de piedra.
-¡No! ¡Estoy bien… estoy muy bien! De verdad que sí, que ya estoy mucho mejor…
-¡Pero Lola!- dice Luisa.
-¡No seas tonta, niña… y vamos a que te vea el médico!- dice Antonia.
-¿Usted cree que era necesario, señora? Tal vez sus vecinas exageraban su estado. Sé que ustedes, las mujeres, en ocasiones son excesivamente sensibles.
-No era porque no lo necesitara, señor juez. Cada vez que procuraba ver mejor lo que mirara, la cabeza se me iba para los lados, como si fuese una muñeca de trapo descosida por el cuello.
-Entonces… ¿por qué decirles a sus vecinas que se encontraba usted mejor, si no era cierto? Disculpe, pero no comprendo su actitud.
-Pues por el miedo a mi marido, señor juez.
-¿Por el miedo a su marido, dice usted? No diga barbaridades, señora, que esas cosas ocurren hasta en las mejores familias. ¡Si yo le contara…!
-Desde que estoy hablando con usted no he dicho ninguna, señor juez y con todos mis respetos. Ayer mismo me arreó con la sartén. ¿Ve usted esta brecha que tengo debajo del flequillo? Todavía me escuece, pero ya la tengo bastante mejor. Pues con la sartén me la hizo ese animal de cuadra al tirármela a la cabeza, porque le dije que ya no me abría más de patas, que ya conmigo se acabó y se terminó. Que por todo esto que le he contado a usted en confianza por tratarse usted de un hombre serio, y después de haberlo pensado muy bien pensado, con el recado de mi parienta he venido a hablar con usted. Para ver qué tengo que hacer para ponerle una denuncia a ese que tanto me quiere, y para ver cómo se hace eso de separarse.

II


-“Ratón; rodaballo; sierra; terraza; revista; hierro; raza; jarrón”…

-No vaya usted tan aprisa, profe Juan, que hoy lo ha puesto más difícil que otros días- se quejó al profesor uno de los alumnos de la clase.
Lola continuaba su quehacer con esmero, cuidadosa de no caer en los obstáculos del dictado, para que los deberes le fuesen corregidos con insuperable nota.
Al finalizar las clases en el centro de adultos, como habitualmente hacía de lunes a viernes desde hacía poco más de un mes, junto a una compañera Lola aligeraba el paso por la acera.
-Míralo niña, que ya lo tienes otra vez ahí.
Acecha tus actos junto a un escaparate. Dices:
-Se cree ese que me va a mí a asustar.
-Mira, mira cómo disimula que está mirando lo que hay.
-Por mí, como si se lo compra todo.
Te despides de tu amiga, que continúa calle arriba. Antes de entrar a tu portal, sólo ves a un hombre, que pasea a dos perros. Entras al piso. Silencio, excepto por el altavoz del televisor.
Un ministro opina:
“Desde la profunda reflexión y la responsabilidad serena del gobierno al que represento, no cabe la menor duda de que las tres lacras de este nuestro país son, por este respectivo orden, el terrorismo, las drogas y el paro. Una labor ardua, necesaria, y por la cual estamos desarrollando”…
Pulsas en botón de apagado.
-Anda y que te pelen.
Cabecean los niños sobre sus manos abiertas encima de la mesa, puestas en tierno abanico recibiendo el sueño de la noche, presenciando sin necesidad de lenguaje el diálogo de los ángeles. Marchitas nubes del cielo, que tranquilamente duermen inmersas en sueños, donde los juegos de los niños se cumplen sin cansancio, y todos los juguetes son expuestos en el abierto firmamento.
Al acostarlos, Lola siente acolchados los pies, inflados los dedos.
-¡Qué cansada estoy!
Abre la sábana. Tumba su cuerpo.
Con la mente repasa lecciones que nadie le enseñó ni en la escuela ni en la casa.
“Mañana a las ocho al portal de la calle Tajo y luego el de cinco números más arriba, sacudiré las alfombrillas, diez la casa de doña Elvira que tocan los cristales, la que me espera desmontar el aluminio de las ventanas con lo que pesan y los mareos que me dan, me tomaré las pastillas, a la una de vuelta pondré lentejas y dejaré para pasado mañana pagar el agua ya toca que cumple el plazo y por la tarde la casa de Octavio, pobre hombre, no deja de llorar desde que se murió ella, y es que todos los hombres no son iguales y ellos se querían mucho, qué envidia poder querer a un hombre y que a una la quieran, le haré comida para dos días, que si no sólo come de lata y no tiene bien la tensión”…
Bajo la luna, un hombre mira la luz de la ventana del dormitorio de Lola. Sus ojos están enrojecidos, la lengua estropajosa, luchando contra la saliva que inunda su boca la pena por no ser comprendido, dejado como un perro sin casa, despreciado en su hombría, padre de familia que abandonado por todos regresa a su punto de partida.
“Maldita sea tu sangre, Lola. Separarte de mi lado para hartarte de joder con otros. Pero esta que me has hecho, me la vas a pagar muy bien pagada”.
Suena el timbre. Por la mirilla de la puerta, ves que un hombre ruega con la expresión de sus ojos y palabras de ternura.
-Abre. Te lo pido por el amor de Dios.
-¿Qué es lo que quieres?
-Ver a mis hijos, que los echo mucho de menos.
-Están durmiendo.
-Pues a ti… Les traigo unos caramelos.
-Ya conmigo no tienes que tener nada, que esta ya no es tu casa.
Llora como un niño.
Siente Lola que con su llanto llorará ella también, pero detiene su corazón. Pone en orden sus recuerdos:
-Vete de aquí.
-Déjame ver a mis hijos.
-Vete.
-¡Quiero ver a mis hijos! ¡Abre ahora mismo esta puerta o te vas a enterar!
-Estás borracho.
-¡Déjame ver a mis hijos!
Golpea la puerta. Lola se resguarda contra la pared.
Sale un vecino. Es el marido de Luisa.
-¿Qué es lo que pasa?, ¿qué son esos golpes? ¿Pero es que nunca nos vas a dejar en paz?
-¡No te metas en mis asuntos, pedazo de maricón!
-¡Sin ofender, que te parto la cara! ¡No tienes ni para dos guantazos mal dados!
-¡Venga, valiente! ¡Vamos a verlo!
-¿Qué pasa, Rafael?- pregunta Luisa.
-¡Qué va a ser! ¡Ese, que otra vez anda aporreando la puerta!
-Vamos para adentro, anda.
-Eso, eso, vete con esa, que te tiene hecho un maricón con los huevos…
-¡Me cago en tu!...
Luisa detiene a su marido.
-¡Venga, para adentro!
De nuevo estás sola frente a él, separados por una débil puerta que con nada puede caer como el plomo fundido.
-¡Abre, hija de puta!, ¡ábreme la puerta!
Miras otra vez. La luz del rellano está apagada, pero pronto recuperas su figura aproximándote a ti.
Llora. Suplica.
-Abre la puerta…, Lola…, abre… Que no puedes ni imaginarte lo que te quiero todavía y cuánto te echo de menos…
No dices nada, porque cada vez entiendes menos qué ocurre en tu vida. Sólo deseas estar en paz.
“La paz se escribe muy fácilmente…, pe…, a…, zeta… En ella no veo plurales…, y quién sabe si es que ni siquiera tenga singular… ¡Qué difícil se vuelve todo en la vida!”.
El capricho de la noche impone, de pronto, un tenso silencio que los latidos del corazón te recuerdan de falsa paz, de alerta, y se ajusta Lola el cinturón de la bata. Sobre el cuero cabelludo el pelo se mueve solo, con vida propia, al antojo de los nervios.
-Abre…, Lola abre…
Das un respingo. Suena el timbre de la calle.
-¿Quién es?
-Policía.
-¡Dios!
-¡Ya viene ese con quien me pones los cuernos desde que nos casamos, pedazo de puta! ¡Lo sabía!, ¡estaba seguro! ¡Ahora se va a enterar ese de quién tiene más huevos!
“Felicidad es una palabra más difícil de recordar…, y dura de llevar adelante en cada sílaba si una no tiene suerte. Pero amor es tan fácil…, más fácil que decirla, porque el corazón no sabe de letras”…
-¿Qué hacemos por aquí, maestro?-pregunta uno de los policías al llegar al rellano.
-Aquí…, exponiendo un tema entre mi mujer y yo
-Pues venga con nosotros, hombre, que vamos a oírle ese tema que usted dice.
-Yo con ustedes no tengo que ir a ninguna parte, porque mi mujer, la puta esa que está detrás de esta puerta, me está poniendo los cuernos con uno que en cuanto me vaya vendrá para que me sigan creciendo. ¿Creen que eso es justicia? ¡A ella… a ella es a la que tendrían que llevarse!
-¡Arreando he dicho!
-¡Que no me voy de aquí porque no me sale de los cojones!
Un brazo retorcido.
-¡Me cago en tus muertos, cabrón!
Los dos hombres se lo llevan escalera abajo escuchando sus gritos y a su paso varias puertas se entreabren.
-Es el marido de la Lola, que se lo llevan los municipales.
-¿No se habían separado?
-Pues será que andarán otra vez juntos. Ya me explico que a veces lo haya visto yo mirando el buzón.
-No me extraña que sus padres ni la miren a la cara.
-No son más que chusma.
Estás intacta. La sangre alimenta tus células, sin alarma.
Pero se sienta Lola frente a la puerta. Como en los tiempos de los hematomas y las resignadas humillaciones.
Unos toques secretos.
-Lola… soy Luisa. ¿Estás bien?
-Sí…
-Hemos llamado por teléfono a la policía. ¿Necesitas algo?
-No, Luisa…
-¿Estás segura? Que si quieres me quedo contigo.
-No…
Y sin embargo lloras. Lo sabes porque la nariz se te inunda de mocos y las rodillas de lágrimas que caen en cuentagotas rápido arrasando el pegamento de los ojos de las vírgenes, impulsando charcos que sin saber te sorprenden guardados en las esquinas del alma.
Una, dos, tres…, alternativamente, y aunque ordenas que paren inmediatamente, aumentan su ritmo al paso exacto de tu corazón: cinco, nueve, quince, veinte, treinta y uno…
Compruebas mil veces que la puerta tiene la cerradura bien echada, perfectamente completas sus vueltas, y que el cerrojo reposa incrustado en la fina madera del marco cerrando un espacio.
Y deshilachando calamidades se te aparece la alborada con su túnica de luz, deslumbrando tus cansados ojos por el miedo a dormir, porque las escasas ovejas del sueño se han convertido de nuevo en multitud de fantasmas con garras que no se dejan contar.
Antes de despertar a los niños, lavas y tiendes la ropa, barres y friegas, vomitas bilis, quitas el polvo al salón, apagas bien el gas, te tomas tres pastillas, al mismo tiempo en que piensas que ya lo has hecho no sólo durante tus años vividos, sino desde el vientre de tu madre.
“Líquido que me protegió del futuro, mimando con plumero de esparto mi piel… Todavía escucho aquel corazón… Al despertar en ella, en la cuna que la vida me ofreció, con sus latidos me bañaba plácidamente, BOM…, BOM…, BOM…, y zambullida en tibio caldo, pobre de mí nada es lo que sabía”.
Dejas a los niños a medio despertar, humeante la leche.
-Cerrad bien la puerta cuando salgáis para la escuela.
Tus labios reparten cuatro besos y un despeinar de flequillo a Loli, que mordisquea una galleta. También recibes cuatro besos y unas sonrisas aún dormidas de Tomasito.
Pisas la calle con tus zapatillas. Los tobillos están hinchados. El miedo la persigue a cada baldosa, en cada esquina cree Lola que lo verá señalándola, diciéndole las mismas cosas que siempre le dijo.
“No es “te quiero” la verdad, ni “te odio” tampoco, si es que un hombre tiene la cobardía de pegarle a una mujer, y por eso te dejé, con todo el dolor de mi corazón, con tal de no ver llorar a los niños, de no llorar yo por no tener motivos, que si tú tienes huevos, la abeja reina quiere los mejores obreros para una miel más dulce que agria. Tengo sus hijos para mí sola. ¿Sus hijos? Si soy una perra, de las perras son los cachorros y de nadie más que de las perras que los parieron”.

III


-¡Ya está bien con los tirones de orejas, que me las tenéis ardiendo!
Un compañero de clase cumple veinte años.
-¡Pues todavía te queda una convidada para celebrarlo!
-Vale, vale…
-¡Y no te vayas a escaquear!
Todos ríen que el joven cumpla años.
Lo miras. Tiene sonrisa fácil.
Los dientes preparados para morder bien la vida sin que nada se le escape.
Limpios de malos sueños los ojos. Movimientos ligeros.
“Ya no recuerdo cómo era yo con esa edad. Queda lejos mi rastro, siendo todavía el mismo que todavía tengo. ¿Es posible que sean aquellas, las de entonces, estas manos que sujetan el bolígrafo queriendo aprender lo dejado en ayer, que friegan uno y mil peldaños todos los días, peinan el pelo de dos hermosas criaturas y agarran el presente temiendo que no haya más futuro que el día de hoy? Y esta espalda que tanto me pesa, que se me clava en las carnes como una espada grande, ¿alguna vez fue la columna fuerte que sujetó el gran camino por donde iba yo a pasar?”.
Antes del horario habitual, sale en tropel la clase.
Las palabras se confunden entre bromas, preguntas y sugerencias de lugares para celebrar que sólo una vez se cumplan veinte años.
-¡No vayáis a pasaros!, ¡con que nada de lujos, que sólo llevo cuatro pesetas mal contadas y tengo que ahorrar para casarme!- protesta el homenajeado-. ¡No abuséis!
-¡No seas tacaño!
Telefoneas a casa de Luisa:
-Que llegaré más tarde, si no te importa mujer, le haces compañía a los niños hasta que yo llegue, que sólo estaré una chispa.
-Estate tranquila y disfruta un poco.
Alumbran las farolas el rastro semioculto que el cielo permite.
De vez en cuando recuerdas que esa noche es como las otras noches, cuando añadiendo firmes compromisos a tu vida, tus pasos son seguidos para hacer que mientras ríes no olvides que ríes sin permiso.
Pero no lo ves.
Y no sabes si tranquilizarte o, si por el contrario, buscar un instinto perdido para que te indique el estado en que debes permanecer.
-No, cerveza no; mejor un descafeinado.
-¡Qué barato me va a salir! ¡A ver si aprendéis de Lola! ¡Camarero, de lo que digan estos tú ni caso, y les pones agua del ayuntamiento con una tapa de palillos!
Las risas imperan.
Se rompen los tiempos del dolor, las desventuras, el tic tac de los relojes de la mañana, y zigzaguean en invisibles serpentinas de colores las ilusiones, sin empeño por rebuscarlos se encuentran al fin los buenos recuerdos que dio Lola por perdidos en el sótano de la desesperanza.
“Pero tengo miedo. A lo mejor me sorprende la vida y resulte que todavía soy joven”.
Hablas con el profesor.
-Juan, tú que entiendes de estas cosas, ¿sabes si después de sacarme el graduado escolar, podré sacarme el título de peluquería?
-Pues claro que sí, Lola. ¿Es que quieres ser peluquera?
-A lo mejor, porque…
Pero no tienes tiempo de decir nada más, porque tras un gran silencio del grupo, una mano se posa, apretando con fuerza, sobre tu hombro.
-Lola, que quiero hablar contigo.
-¿Y de qué es lo que tienes tú que hablar conmigo?
-Pues hablar tranquilamente, nada más. Ven, vamos a la calle y hablemos.
-Dime aquí lo que tengas que decirme.
-No mujer; mejor en la calle. ¿O es que quieres que se entere toda esta gente de nuestras cosas? No creo que eso esté bien.
Te desorienta, de pronto, una extraña torpeza.
Vacilas, tomada de su brazo dirigiéndote hacia la calle. Emites palabras, lo aseguras. Pero solamente estás hablando para ti.
Al verte salir, el grupo murmura:
-Es su marido.
-Pero están separados.
-No parece que se lleven mal.
-Creo que fue porque le pegaba.
-No me gusta su mirada.
-Camarero, otra ronda.
Permaneces frente a él, en apariencia inalterable, esperando a que sea el primero en hablar.
Las luces de los coches iluminan las calzadas. A lo lejos una gran fuente luce diversos colores.
Carraspea, antes de decir:
-Ya me he dado cuenta de que te has pintado muy bien pintados los ojos… ¿Y así es cómo cuidas de mis hijos, emborrachándote por las tabernas como una cualquiera? ¡Pero a mí no me engañas tú! ¡No eres más que una perra!
Le vuelves la espalda para regresar con tus compañeros.
Y te rodea con sus brazos las caderas. Intentas desprenderte. Dices:
-¡Déjame!
Pero un dolor profundo te obliga a mirar tu cintura.
Una, y otra vez, mientras girándote vas cayendo asida a sus piernas por un terraplén de dolores.
-¡Ya se te acabaron para siempre las juergas!
Un gato maúlla al fondo, entre los contenedores de basura.
No huele a nada, sino a noche vulgar.
Aparece una de tus compañeras. Grita:
-¡Dios mío!
El eco de su voz permanece en tus oídos.
Los pasos de él, alejándose de vosotras, se hincan en tu cabeza hasta creer que comienzas a ensordecer.
Las estrellas cubren la tierra de un manto de titilantes señales.
“Puntos que alumbrábais los segundos de mis noches, cuando dormía el cansancio, ¿dónde habéis estado mientras os buscaba en mi soledad? Maná que en el día te reflejabas en el agua sucia… ¿Por qué me miráis ahora, más relucientes que nunca?
Crees que es la voz de Juan.
-Tranquila…., tranquila… ¡Por dios, no sé qué hacer!
El cuerpo te sacude.
Se hunde Lola en la acera.
Los dedos son la boca.
Dientes su dolor.
-¡Esa ambulancia! ¿Es que no va a venir?
Juan, y el resto, presos del terror no lo saben, pero tú sí sabes que se aproxima porque, aunque pareces dormida sobre tu charco de vida, interrumpen tus pensamientos los deseos de vivir oyendo su silbido.
-Tranquila…
Bocanadas de aire se desperdigan lentamente de tu almohada de piedra.
“Ya vuelvo a sentirte, mar de mi inocencia. Estás tibio, blando y tierno, cubriéndome de oscuridad, listo para el descanso. Muéstrame otra vez aquel sonido… BOM…, BOM…, BOM…, que yo lo escuche. Para recordarme que nada de lo que dejo sin pena y sin gloria ha sido verdad. Que sólo ha sido un mal sueño y que ahora es cuando despierto”.


© Marta Antonia Sampedro Frutos (1.996)
Primer premio del “I Certamen de Relato Corto “Ciudad de Bailén” 1.996”. Excmo Ayuntamiento de Bailén.

Publicado por la Diputación de Jaén.