domingo, 7 de julio de 2019

Miel amarga, de Marta Antonia Sampedro


-¿Da usted su permiso?
-Adelante.
-Muy buenas tenga usted, señor.
-Buenos días. ¿Es usted el familiar de la joven que da clases particulares a mis nietos?
-Eso mismo, señor. Su madre y yo, primas segundas. La vi el otro día y le pedí que me hiciera el favor de hablarle a usted de mi parte. Son muy buena gente, señor, y mucho es lo que yo le agradezco a usted que con interés pierda usted su tiempo recibiéndome aquí.
-Por favor, tome asiento.
-Con su permiso.
Aquel día había ido a la plaza de abastos, comenzó a relatar. Los boquerones, demasiado grandes para prepararlos en vinagre, y además no tenía gana de descabezar pescado menudo porque le dolían los dedos con eso de tener que sacarle brillo a las placas doradas de las puertas más importantes. Y demasiado caras las bacalaíllas, los voladores y no digamos las pijotas sin estar en oferta. De modo que, por la buena cara y el buen precio de las sardinillas que vio ante ella, adaptado al contenido de su monedero, compró un quilo.
-No me las eches muy grandes- le había dicho a la pescadera.
-Están todas muy frescas- le contestó la mujer.
Lola, por costumbre y motivos, ocultaba su cara con el pelo. Todavía tenía sobre su piel algunos signos de los golpes que habitualmente marcaban sus poros de andaluza vencida y lejana belleza.
“Dónde se fueron esos ojos de clavel, esa frente de tulipán mimado que la madurez secó, convirtiendo en morado el tallo verde de mi juventud”.
-¡El pollo está de oferta!- escuchaba decir a grandes voces al pasar junto a la carnicería-. ¡Comprad pollos, nenas!, ¡mirad qué frescos son!
Se dirigió hasta su casa a paso ligero, porque aún no tenía hechas las camas, cosa mala en una mujer responsable, ni sabía de dónde iba a sacar para darle un charipé con olor a amoníaco al suelo y al cuarto de baño, porque llevaba algo más de una semana restregándole polvicos de la ropa.
En el bolsillo tenía setecientas pesetas. Las únicas, aseguró, que había entonces en la casa porque el trabajo de limpiar andaba muy malamente, y se lamentaba de que a los niños les asomaran los calcetines por debajo de los zapatos, pero es que ni en los gitanos compraría nada con eso.
Destripó las sardinas y bajo el chorro del grifo sus escamas brillaban, recordándole las veces que hubiese preferido ser una de ellas, en vez de un ser humano asándose deslustrada con los dolores y la vergüenza de los golpes.
-Sí, de soltera me pegaba mi padre, señor juez. Pero eso era normal, porque es que yo era muy mala y desde chica a veces me meaba en la cama, y entonces claro, con el cinturón o con lo que pillara más a mano, me señalaba. Pero mi madre no; mi madre sólo me pegaba con el palo de la escoba o con la zapatilla, o me tiraba de los pelos.
-Entonces, señora, para usted no debería tratarse de nada nuevo que una persona imponga su orden con tales medios.
Pronto llegarían los niños de la escuela. Desde su casa escuchaba la sirena de la entrada, el recreo y la salida.
Eran buenos niños, así se le premiaba de tanta simpleza de vida respirada al día, regalándole primores de seres que encaminados a la felicidad dejaran por olvidada en el mañana la desgracia, hasta nunca jamás.
Lola tenía treinta y pocos años.
Y los ojos hundidos por el llanto de las noches más oscuras de su pensamiento, mientras resguardada en el cuarto de baño se limpiaba de las materias de aquel a quien un día entregó su corazón.
-Un solo día, aquel en el que me juró por todos los santos, mientras bailábamos un precioso pasodoble vestidos de novios, que ya no me pegaría más, porque a nadie necesitaría yo nada más que a él, para cuidarle y que me cuidara como una abeja reina, ya ve usted.
Las manos encallecidas por la fregona que tantos portales y hogares de la ciudad limpiaban al compás de la necesidad más extrema.
-No se me daba a mí demasiado bien la escuela señor juez- continuó refiriendo ante la atención del magistrado-. Porque de no ser así no la hubiera dejado, pero es que me atrancaba con los números y además tenía que ayudar a mi madre cuidando a mis hermanos chicos y a los animales.
Bajo su falda, sus piernas cansadas mostraban varices a punto de estallar, y sus tobillos hinchados sobresalían de sus zapatillas.
Un beso de los hijos. Una disimulada mirada a los moratones de su cara. Silencio, excepto para preguntar:
-¿Otra vez sardinas?
-Eso es lo que hay.
-Jo.
-Y a callar se ha dicho.
Pan. Oferta tres barras veinte duros, darían para un día y medio.
“Dorados los trigos que se mecen en el ardiente verano, campos de mi tierra, pobre tierra que agrietada abonas mis esperanzas; el aire los acuna suavemente mirando por sus hijos”.
Agua en los vasos. Santa agua que la tierra proporciona hasta en los charcos del campo para que las bestias no mueran extenuadas por la sed.
-El primer día de casada, con el agua del barreño me quité el asco de la noche de bodas. Desde aquel día yo cerraba los ojos, señor juez y usted perdone si le ofendo con cómo me explico, y mientras él le sacaba en el panal el gusto a la vida de una abeja reina, yo pensaba en las veces en que acarreaba cántaros desde la fuente hasta mi casa para que bebieran los marranos, más rosados y limpios que ese hombre, y sin querer mirarlo a la cara lo dejaba allí roncando, y yo me decía que era cristiana, estamos de acuerdo, y que como cristiana renegaba de todo lo que Dios sin avisos me estaba haciendo vivir, menos a mis hijos, señor juez, que esos no parecen de su misma mala sangre, porque me miran los morados y se ponen a hacer los deberes en cuanto la mesa está quitada.
Peros. Un postre que en el silencio se come temiendo la presencia del padre, que de pie mira la televisión.
Está callado. Parece que hoy no ha bebido tanto como en otros días, porque no ha dicho ni buenas. Tan sólo:
-¿Sardinas?
Lola ha contestado:
-Sardinas.
Raspas sobre los platos. Cabezas resecas. Ojos desorbitados, reventados por el fuego como bolas de picón quemados por la sartén.
No se dispone a almorzar; busca por los cajones y los armarios de la cocina. Por los sitios que ya conoce. Presientes, por sus prisas y jadeos, que antes de que te des cuenta un color distinto volverá a marcar tu cuerpo.
-Se puede saber qué buscas- le dice Lola.
-De sobras sabes lo que busco.
Los niños desaparecen, como si una gran tormenta calara el techo. Se esconden en sí mismos, y detrás de las puertas.
Repliega los labios:
-Venga y no te hagas la tonta, jodida por culo. Dámelo ya de una maldita vez, vayamos a tener ya tan temprano la fiesta.
-No tengo nada. Me lo he gastado en la plaza, en la comida.
-¿Qué…? ¿Qué te has gastado todo, en la comida? ¡Me cago en todos tus muertos! ¡Eres una tía puta, que no dice nada más que mentiras!
En la pantalla del televisor anuncian que te des prisa, que pronto te quedarás sin esa oportunidad de concederle a tus bolsillos la posibilidad de agrandar sus tesoros al mucho por ciento.
Le da al fin Lola el monedero, donde unas monedas de escaso valor se hallan desperdigadas en un fondo mugriento.
-¿Eso es lo que tienes?
-Ya te lo he dicho.
-¿Y dónde está lo que hoy te han pagado?
-Hoy hago menos limpiezas, porque es miércoles.
No tiene por anillo un sello de oro, pero aseguras que lo tiene porque se te mete en los ojos, y con manos de material similar al bronce te gira la cabeza frente al fregadero.
Miras la cenefa de los azulejos. Respiras, sí; pero no te das cuenta.
Los niños gimen al sentir el golpe. La sangre se lanza acalorándote la cara.
-¿Dónde escondes los dineros, pedazo de puta?
El silencio es la respuesta, en intervalos, cuando el llanto de los niños parece cesar por segundos para renacer una y otra vez.
-Nunca en la vida me pensé que el hombre que me quisiera me dijera puta, señor juez. He sido decente, que a lo mejor por eso me veo como me veo, y la otra salida no me gusta a mí porque pienso yo que para eso hay que saber serlo y nacer así, con el estómago muy grande, y yo sólo he aprendido a poner las manos sobre el trabajo, que es lo único que sé hacer desde que mi madre me parió.
Lola no lloró.
“Son las lágrimas del mucho sufrimiento como el pegamento que las vírgenes tienen en la cara, por debajo de los ojos. Nunca se les caen del todo, porque llega un momento que ya no quedan ganas ni de llorar”.
Ni ante el desprecio dijo nada.
-¡Eres una mierda, que no sirves ni siquiera para lo que tienen que servir las mujeres!
Un zarandeo de rabia y fuerza la estrelló contra la pared de la cocina.
Los niños estaban callados, escondidos bajo sus camas, mordiéndose las manos y las palabras.
Cayó al suelo. Recibió patadas en las costillas, aunque creía haberlas recibido también en la barriga. Dijo:
-¡Gusano asqueroso!
-Eso fue solamente lo que dije, señor juez, que yo lo único que buscaba era que dejara de darme patadas.
-Señora…, así lo único que se consigue es acrecentar la furia. Por mi enorme experiencia en estos temas, por otra parte tan desagradables, sé que la mujer debe mantenerse mansa, mansa y en sus cabales, para no echarle más leña al fuego.
-A lo mejor no estuve muy acertada, señor juez, lo reconozco, y lleve usted toda la razón del mundo. Pero que a una le den patadas no es muy fácil de aguantar. Sobre todo por la parte de los ovarios y la matriz, porque además si una está con la cosa del mes, peor todavía.
-Continúe…
Te agarra por el pelo, el mismo que en un recogido moño con perfume a azahar dejaste suelto para el baile.
-¡Abran paso a los novios, que van a bailar solos! ¡Vivan los novios!
-¡Vivan!
-¿Me quieres?
-Te quiero.
Entre sus brazos, Lola se cubre la cabeza, tirante por los cabellos. Mira sus manos, manchadas de sangre. Los ojos le queman, el cuerpo le duele. Oye decir:
-Papá, déjala ya…
Es el niño, que ha aparecido de pronto adelantándose en unos pasos a su hermana que, con los ojos hundidos hacia su oquedad, mira desde el pasillo abrazada a su muñeca.
-¿Es que no sabes que tu madre es una perra? ¡Eso es lo que es! ¡Una perra! ¡Mírala bien, Tomasito!, ¡mira bien a esta gran perra, que se guarda para ella los dineros que a mí me hacen falta!
-¡Me cago en toda tu casta!, ¡sinvergüenza!, ¡granuja!, ¡bandido!
-No, no es eso lo que se espera que diga a su esposo una mujer decente, señora; ni siquiera en los momentos más difíciles. Ante las adversidades de la pareja, alguien debe permanecer firme, para dar buen ejemplo a los hijos.
-Es verdad, señor juez, y no es que a mí me guste decir esas cosas, y menos si están mis hijos delante, aunque estén acostumbrados. Pero ya se sabe que la rabia nos hace decir cosas que no pensamos bien.
Ante los nuevos golpes, los niños huyen despavoridos.
El sudor impregna la frente, las axilas y el cuello.
La sangre emana de la nariz de Lola.
-¡Te voy a matar!
-Pero…, evidentemente…, no llegó a matarla, señora. Veo que está usted aquí.
-No me mató, no, señor juez… Pero desde entonces no tengo muy bien la cabeza, y son muchos los dolores que me dan y con su permiso de usted a veces mientras estoy barriendo o acarreando el cubo de la fregona, vomito.
-Hum… ¿Acaso existe la posibilidad de que esté usted en estado de buena esperanza, señora? Ustedes, las mujeres, sufren achaques en absoluto relacionados con los malos tratos, por otra parte tan normales en los matrimonios que al fin y al cabo, después de mucho llevarse digamos que regular, resulta que lo que ocurre es que no pueden vivir el uno sin el otro.
-No señor.
Porque coges la pera que usas para las lavativas. Una vez hervido, Lola quita el agua del perejil. Y en tus entrañas fluye hacia el útero el asco, como un río de peces muertos que aún muevan sus branquias para mantener estéril la tierra de tu semillero.
Se oye la puerta. Tras un fuerte golpe, el silencio te indica que se ha marchado. Grita la niña:
-¡Es sangre!
Chilla el niño:
-¡Mamá tiene sangre!
Abren la puerta. Abandonan, como espantadas hormigas bajo un torrencial de agua, el piso. Sus quebradas voces piden auxilio.
No quieres que llamen a nadie; que nadie te vea, Lola, reptando como una eva abrazando a la serpiente muerta. Dices, escupiendo sangre:
-¡Venid aquí!
Dos dientes se te mueven.
-¡Niños!
Murmullo en el rellano.
-¡Allí, allí está mi madre!
Vomitas sangre. Y restos de sardinas impregnadas de fruta y bilis.
Han entrado dos mujeres; tus vecinas Luisa y Antonia.
-¡Lola, cielo santo!
-¿Pero qué es lo que te ha pasado, chiquilla? ¡Válgame dios!
-Son buenas mujeres, señor juez. Las conozco desde hace mucho, y gracias a ellas muchas veces hemos podido echarnos algo para comer, cuando yo no trabajaba. Unos huevos, salchichas o algún sobre de sopa de arroz o de fideos finos. Y también algunos dulces. De vez en cuando la Antonia, que es muy golosa, le trae a los niños alguno, para que se los coman, porque ella sabe que yo en eso no puedo gastarme lo poco que gano fregando por ahí.
-Me ha dicho usted antes que su esposo es peón de albañil. ¿Tan mal está la cosa en la construcción, para que no pueda el pobre hombre alimentar a sus hijos?
-Algo trae de vez en cuando, señor juez.
-Eso está bien. Quizá no sea usted buena administradora, señora. Ya se sabe que la esposa debe mirar por el dinero que su esposo con tantos sudores lleva al hogar, como por otra parte así es lo que debe hacer un padre de familia.
-La última vez que trajo algo, fue un saco de patatas.
-Bueno… Es de ser bien nacido ser agradecido y usted señora debe comprender que la intención es ante todo lo básico para que una familia progrese, para el bien de todos los miembros que la componen.
-Pero estaban todas podridas señor juez. Se las había regalado un compadre por un trabajillo que le hizo unos días, pero se las olvidó en la parcela y cuando se acordó ya las patatas estaban empezadas por las alimañas.
-Bueno, bueno… Seguramente no fue esa su intención. No es bueno ser tan suspicaz.
-No entiendo señor juez.
Al cerrar los ojos, sientes que son dos pozos hirviendo caldo de vida.
Las pestañas se apelmazan.
Ves lejanos los buenos recuerdos.
Oyes que abren el grifo.
Luego sientes un paño sobre tu cara y tienes ganas de empezar a llorar y no parar hasta que toda la vergüenza quede olvidada por las personas que te están viendo hecha un trapo del polvo, una servilleta de papel recuperada del cubo de la basura. Se oye:
-¡Venga!, ¡vámonos ahora mismo al médico! ¡Esta vez ha ido demasiado lejos!
Abres tus brazos. Nada Lola en el aire, en ese océano que atraviesas un día y otro al filo de la orilla, destrozándote los pies en las nubes de piedra.
-¡No! ¡Estoy bien… estoy muy bien! De verdad que sí, que ya estoy mucho mejor…
-¡Pero Lola!- dice Luisa.
-¡No seas tonta, niña… y vamos a que te vea el médico!- dice Antonia.
-¿Usted cree que era necesario, señora? Tal vez sus vecinas exageraban su estado. Sé que ustedes, las mujeres, en ocasiones son excesivamente sensibles.
-No era porque no lo necesitara, señor juez. Cada vez que procuraba ver mejor lo que mirara, la cabeza se me iba para los lados, como si fuese una muñeca de trapo descosida por el cuello.
-Entonces… ¿por qué decirles a sus vecinas que se encontraba usted mejor, si no era cierto? Disculpe, pero no comprendo su actitud.
-Pues por el miedo a mi marido, señor juez.
-¿Por el miedo a su marido, dice usted? No diga barbaridades, señora, que esas cosas ocurren hasta en las mejores familias. ¡Si yo le contara…!
-Desde que estoy hablando con usted no he dicho ninguna, señor juez y con todos mis respetos. Ayer mismo me arreó con la sartén. ¿Ve usted esta brecha que tengo debajo del flequillo? Todavía me escuece, pero ya la tengo bastante mejor. Pues con la sartén me la hizo ese animal de cuadra al tirármela a la cabeza, porque le dije que ya no me abría más de patas, que ya conmigo se acabó y se terminó. Que por todo esto que le he contado a usted en confianza por tratarse usted de un hombre serio, y después de haberlo pensado muy bien pensado, con el recado de mi parienta he venido a hablar con usted. Para ver qué tengo que hacer para ponerle una denuncia a ese que tanto me quiere, y para ver cómo se hace eso de separarse.

II


-“Ratón; rodaballo; sierra; terraza; revista; hierro; raza; jarrón”…

-No vaya usted tan aprisa, profe Juan, que hoy lo ha puesto más difícil que otros días- se quejó al profesor uno de los alumnos de la clase.
Lola continuaba su quehacer con esmero, cuidadosa de no caer en los obstáculos del dictado, para que los deberes le fuesen corregidos con insuperable nota.
Al finalizar las clases en el centro de adultos, como habitualmente hacía de lunes a viernes desde hacía poco más de un mes, junto a una compañera Lola aligeraba el paso por la acera.
-Míralo niña, que ya lo tienes otra vez ahí.
Acecha tus actos junto a un escaparate. Dices:
-Se cree ese que me va a mí a asustar.
-Mira, mira cómo disimula que está mirando lo que hay.
-Por mí, como si se lo compra todo.
Te despides de tu amiga, que continúa calle arriba. Antes de entrar a tu portal, sólo ves a un hombre, que pasea a dos perros. Entras al piso. Silencio, excepto por el altavoz del televisor.
Un ministro opina:
“Desde la profunda reflexión y la responsabilidad serena del gobierno al que represento, no cabe la menor duda de que las tres lacras de este nuestro país son, por este respectivo orden, el terrorismo, las drogas y el paro. Una labor ardua, necesaria, y por la cual estamos desarrollando”…
Pulsas en botón de apagado.
-Anda y que te pelen.
Cabecean los niños sobre sus manos abiertas encima de la mesa, puestas en tierno abanico recibiendo el sueño de la noche, presenciando sin necesidad de lenguaje el diálogo de los ángeles. Marchitas nubes del cielo, que tranquilamente duermen inmersas en sueños, donde los juegos de los niños se cumplen sin cansancio, y todos los juguetes son expuestos en el abierto firmamento.
Al acostarlos, Lola siente acolchados los pies, inflados los dedos.
-¡Qué cansada estoy!
Abre la sábana. Tumba su cuerpo.
Con la mente repasa lecciones que nadie le enseñó ni en la escuela ni en la casa.
“Mañana a las ocho al portal de la calle Tajo y luego el de cinco números más arriba, sacudiré las alfombrillas, diez la casa de doña Elvira que tocan los cristales, la que me espera desmontar el aluminio de las ventanas con lo que pesan y los mareos que me dan, me tomaré las pastillas, a la una de vuelta pondré lentejas y dejaré para pasado mañana pagar el agua ya toca que cumple el plazo y por la tarde la casa de Octavio, pobre hombre, no deja de llorar desde que se murió ella, y es que todos los hombres no son iguales y ellos se querían mucho, qué envidia poder querer a un hombre y que a una la quieran, le haré comida para dos días, que si no sólo come de lata y no tiene bien la tensión”…
Bajo la luna, un hombre mira la luz de la ventana del dormitorio de Lola. Sus ojos están enrojecidos, la lengua estropajosa, luchando contra la saliva que inunda su boca la pena por no ser comprendido, dejado como un perro sin casa, despreciado en su hombría, padre de familia que abandonado por todos regresa a su punto de partida.
“Maldita sea tu sangre, Lola. Separarte de mi lado para hartarte de joder con otros. Pero esta que me has hecho, me la vas a pagar muy bien pagada”.
Suena el timbre. Por la mirilla de la puerta, ves que un hombre ruega con la expresión de sus ojos y palabras de ternura.
-Abre. Te lo pido por el amor de Dios.
-¿Qué es lo que quieres?
-Ver a mis hijos, que los echo mucho de menos.
-Están durmiendo.
-Pues a ti… Les traigo unos caramelos.
-Ya conmigo no tienes que tener nada, que esta ya no es tu casa.
Llora como un niño.
Siente Lola que con su llanto llorará ella también, pero detiene su corazón. Pone en orden sus recuerdos:
-Vete de aquí.
-Déjame ver a mis hijos.
-Vete.
-¡Quiero ver a mis hijos! ¡Abre ahora mismo esta puerta o te vas a enterar!
-Estás borracho.
-¡Déjame ver a mis hijos!
Golpea la puerta. Lola se resguarda contra la pared.
Sale un vecino. Es el marido de Luisa.
-¿Qué es lo que pasa?, ¿qué son esos golpes? ¿Pero es que nunca nos vas a dejar en paz?
-¡No te metas en mis asuntos, pedazo de maricón!
-¡Sin ofender, que te parto la cara! ¡No tienes ni para dos guantazos mal dados!
-¡Venga, valiente! ¡Vamos a verlo!
-¿Qué pasa, Rafael?- pregunta Luisa.
-¡Qué va a ser! ¡Ese, que otra vez anda aporreando la puerta!
-Vamos para adentro, anda.
-Eso, eso, vete con esa, que te tiene hecho un maricón con los huevos…
-¡Me cago en tu!...
Luisa detiene a su marido.
-¡Venga, para adentro!
De nuevo estás sola frente a él, separados por una débil puerta que con nada puede caer como el plomo fundido.
-¡Abre, hija de puta!, ¡ábreme la puerta!
Miras otra vez. La luz del rellano está apagada, pero pronto recuperas su figura aproximándote a ti.
Llora. Suplica.
-Abre la puerta…, Lola…, abre… Que no puedes ni imaginarte lo que te quiero todavía y cuánto te echo de menos…
No dices nada, porque cada vez entiendes menos qué ocurre en tu vida. Sólo deseas estar en paz.
“La paz se escribe muy fácilmente…, pe…, a…, zeta… En ella no veo plurales…, y quién sabe si es que ni siquiera tenga singular… ¡Qué difícil se vuelve todo en la vida!”.
El capricho de la noche impone, de pronto, un tenso silencio que los latidos del corazón te recuerdan de falsa paz, de alerta, y se ajusta Lola el cinturón de la bata. Sobre el cuero cabelludo el pelo se mueve solo, con vida propia, al antojo de los nervios.
-Abre…, Lola abre…
Das un respingo. Suena el timbre de la calle.
-¿Quién es?
-Policía.
-¡Dios!
-¡Ya viene ese con quien me pones los cuernos desde que nos casamos, pedazo de puta! ¡Lo sabía!, ¡estaba seguro! ¡Ahora se va a enterar ese de quién tiene más huevos!
“Felicidad es una palabra más difícil de recordar…, y dura de llevar adelante en cada sílaba si una no tiene suerte. Pero amor es tan fácil…, más fácil que decirla, porque el corazón no sabe de letras”…
-¿Qué hacemos por aquí, maestro?-pregunta uno de los policías al llegar al rellano.
-Aquí…, exponiendo un tema entre mi mujer y yo
-Pues venga con nosotros, hombre, que vamos a oírle ese tema que usted dice.
-Yo con ustedes no tengo que ir a ninguna parte, porque mi mujer, la puta esa que está detrás de esta puerta, me está poniendo los cuernos con uno que en cuanto me vaya vendrá para que me sigan creciendo. ¿Creen que eso es justicia? ¡A ella… a ella es a la que tendrían que llevarse!
-¡Arreando he dicho!
-¡Que no me voy de aquí porque no me sale de los cojones!
Un brazo retorcido.
-¡Me cago en tus muertos, cabrón!
Los dos hombres se lo llevan escalera abajo escuchando sus gritos y a su paso varias puertas se entreabren.
-Es el marido de la Lola, que se lo llevan los municipales.
-¿No se habían separado?
-Pues será que andarán otra vez juntos. Ya me explico que a veces lo haya visto yo mirando el buzón.
-No me extraña que sus padres ni la miren a la cara.
-No son más que chusma.
Estás intacta. La sangre alimenta tus células, sin alarma.
Pero se sienta Lola frente a la puerta. Como en los tiempos de los hematomas y las resignadas humillaciones.
Unos toques secretos.
-Lola… soy Luisa. ¿Estás bien?
-Sí…
-Hemos llamado por teléfono a la policía. ¿Necesitas algo?
-No, Luisa…
-¿Estás segura? Que si quieres me quedo contigo.
-No…
Y sin embargo lloras. Lo sabes porque la nariz se te inunda de mocos y las rodillas de lágrimas que caen en cuentagotas rápido arrasando el pegamento de los ojos de las vírgenes, impulsando charcos que sin saber te sorprenden guardados en las esquinas del alma.
Una, dos, tres…, alternativamente, y aunque ordenas que paren inmediatamente, aumentan su ritmo al paso exacto de tu corazón: cinco, nueve, quince, veinte, treinta y uno…
Compruebas mil veces que la puerta tiene la cerradura bien echada, perfectamente completas sus vueltas, y que el cerrojo reposa incrustado en la fina madera del marco cerrando un espacio.
Y deshilachando calamidades se te aparece la alborada con su túnica de luz, deslumbrando tus cansados ojos por el miedo a dormir, porque las escasas ovejas del sueño se han convertido de nuevo en multitud de fantasmas con garras que no se dejan contar.
Antes de despertar a los niños, lavas y tiendes la ropa, barres y friegas, vomitas bilis, quitas el polvo al salón, apagas bien el gas, te tomas tres pastillas, al mismo tiempo en que piensas que ya lo has hecho no sólo durante tus años vividos, sino desde el vientre de tu madre.
“Líquido que me protegió del futuro, mimando con plumero de esparto mi piel… Todavía escucho aquel corazón… Al despertar en ella, en la cuna que la vida me ofreció, con sus latidos me bañaba plácidamente, BOM…, BOM…, BOM…, y zambullida en tibio caldo, pobre de mí nada es lo que sabía”.
Dejas a los niños a medio despertar, humeante la leche.
-Cerrad bien la puerta cuando salgáis para la escuela.
Tus labios reparten cuatro besos y un despeinar de flequillo a Loli, que mordisquea una galleta. También recibes cuatro besos y unas sonrisas aún dormidas de Tomasito.
Pisas la calle con tus zapatillas. Los tobillos están hinchados. El miedo la persigue a cada baldosa, en cada esquina cree Lola que lo verá señalándola, diciéndole las mismas cosas que siempre le dijo.
“No es “te quiero” la verdad, ni “te odio” tampoco, si es que un hombre tiene la cobardía de pegarle a una mujer, y por eso te dejé, con todo el dolor de mi corazón, con tal de no ver llorar a los niños, de no llorar yo por no tener motivos, que si tú tienes huevos, la abeja reina quiere los mejores obreros para una miel más dulce que agria. Tengo sus hijos para mí sola. ¿Sus hijos? Si soy una perra, de las perras son los cachorros y de nadie más que de las perras que los parieron”.

III


-¡Ya está bien con los tirones de orejas, que me las tenéis ardiendo!
Un compañero de clase cumple veinte años.
-¡Pues todavía te queda una convidada para celebrarlo!
-Vale, vale…
-¡Y no te vayas a escaquear!
Todos ríen que el joven cumpla años.
Lo miras. Tiene sonrisa fácil.
Los dientes preparados para morder bien la vida sin que nada se le escape.
Limpios de malos sueños los ojos. Movimientos ligeros.
“Ya no recuerdo cómo era yo con esa edad. Queda lejos mi rastro, siendo todavía el mismo que todavía tengo. ¿Es posible que sean aquellas, las de entonces, estas manos que sujetan el bolígrafo queriendo aprender lo dejado en ayer, que friegan uno y mil peldaños todos los días, peinan el pelo de dos hermosas criaturas y agarran el presente temiendo que no haya más futuro que el día de hoy? Y esta espalda que tanto me pesa, que se me clava en las carnes como una espada grande, ¿alguna vez fue la columna fuerte que sujetó el gran camino por donde iba yo a pasar?”.
Antes del horario habitual, sale en tropel la clase.
Las palabras se confunden entre bromas, preguntas y sugerencias de lugares para celebrar que sólo una vez se cumplan veinte años.
-¡No vayáis a pasaros!, ¡con que nada de lujos, que sólo llevo cuatro pesetas mal contadas y tengo que ahorrar para casarme!- protesta el homenajeado-. ¡No abuséis!
-¡No seas tacaño!
Telefoneas a casa de Luisa:
-Que llegaré más tarde, si no te importa mujer, le haces compañía a los niños hasta que yo llegue, que sólo estaré una chispa.
-Estate tranquila y disfruta un poco.
Alumbran las farolas el rastro semioculto que el cielo permite.
De vez en cuando recuerdas que esa noche es como las otras noches, cuando añadiendo firmes compromisos a tu vida, tus pasos son seguidos para hacer que mientras ríes no olvides que ríes sin permiso.
Pero no lo ves.
Y no sabes si tranquilizarte o, si por el contrario, buscar un instinto perdido para que te indique el estado en que debes permanecer.
-No, cerveza no; mejor un descafeinado.
-¡Qué barato me va a salir! ¡A ver si aprendéis de Lola! ¡Camarero, de lo que digan estos tú ni caso, y les pones agua del ayuntamiento con una tapa de palillos!
Las risas imperan.
Se rompen los tiempos del dolor, las desventuras, el tic tac de los relojes de la mañana, y zigzaguean en invisibles serpentinas de colores las ilusiones, sin empeño por rebuscarlos se encuentran al fin los buenos recuerdos que dio Lola por perdidos en el sótano de la desesperanza.
“Pero tengo miedo. A lo mejor me sorprende la vida y resulte que todavía soy joven”.
Hablas con el profesor.
-Juan, tú que entiendes de estas cosas, ¿sabes si después de sacarme el graduado escolar, podré sacarme el título de peluquería?
-Pues claro que sí, Lola. ¿Es que quieres ser peluquera?
-A lo mejor, porque…
Pero no tienes tiempo de decir nada más, porque tras un gran silencio del grupo, una mano se posa, apretando con fuerza, sobre tu hombro.
-Lola, que quiero hablar contigo.
-¿Y de qué es lo que tienes tú que hablar conmigo?
-Pues hablar tranquilamente, nada más. Ven, vamos a la calle y hablemos.
-Dime aquí lo que tengas que decirme.
-No mujer; mejor en la calle. ¿O es que quieres que se entere toda esta gente de nuestras cosas? No creo que eso esté bien.
Te desorienta, de pronto, una extraña torpeza.
Vacilas, tomada de su brazo dirigiéndote hacia la calle. Emites palabras, lo aseguras. Pero solamente estás hablando para ti.
Al verte salir, el grupo murmura:
-Es su marido.
-Pero están separados.
-No parece que se lleven mal.
-Creo que fue porque le pegaba.
-No me gusta su mirada.
-Camarero, otra ronda.
Permaneces frente a él, en apariencia inalterable, esperando a que sea el primero en hablar.
Las luces de los coches iluminan las calzadas. A lo lejos una gran fuente luce diversos colores.
Carraspea, antes de decir:
-Ya me he dado cuenta de que te has pintado muy bien pintados los ojos… ¿Y así es cómo cuidas de mis hijos, emborrachándote por las tabernas como una cualquiera? ¡Pero a mí no me engañas tú! ¡No eres más que una perra!
Le vuelves la espalda para regresar con tus compañeros.
Y te rodea con sus brazos las caderas. Intentas desprenderte. Dices:
-¡Déjame!
Pero un dolor profundo te obliga a mirar tu cintura.
Una, y otra vez, mientras girándote vas cayendo asida a sus piernas por un terraplén de dolores.
-¡Ya se te acabaron para siempre las juergas!
Un gato maúlla al fondo, entre los contenedores de basura.
No huele a nada, sino a noche vulgar.
Aparece una de tus compañeras. Grita:
-¡Dios mío!
El eco de su voz permanece en tus oídos.
Los pasos de él, alejándose de vosotras, se hincan en tu cabeza hasta creer que comienzas a ensordecer.
Las estrellas cubren la tierra de un manto de titilantes señales.
“Puntos que alumbrábais los segundos de mis noches, cuando dormía el cansancio, ¿dónde habéis estado mientras os buscaba en mi soledad? Maná que en el día te reflejabas en el agua sucia… ¿Por qué me miráis ahora, más relucientes que nunca?
Crees que es la voz de Juan.
-Tranquila…., tranquila… ¡Por dios, no sé qué hacer!
El cuerpo te sacude.
Se hunde Lola en la acera.
Los dedos son la boca.
Dientes su dolor.
-¡Esa ambulancia! ¿Es que no va a venir?
Juan, y el resto, presos del terror no lo saben, pero tú sí sabes que se aproxima porque, aunque pareces dormida sobre tu charco de vida, interrumpen tus pensamientos los deseos de vivir oyendo su silbido.
-Tranquila…
Bocanadas de aire se desperdigan lentamente de tu almohada de piedra.
“Ya vuelvo a sentirte, mar de mi inocencia. Estás tibio, blando y tierno, cubriéndome de oscuridad, listo para el descanso. Muéstrame otra vez aquel sonido… BOM…, BOM…, BOM…, que yo lo escuche. Para recordarme que nada de lo que dejo sin pena y sin gloria ha sido verdad. Que sólo ha sido un mal sueño y que ahora es cuando despierto”.


© Marta Antonia Sampedro Frutos (1.996)
Primer premio del “I Certamen de Relato Corto “Ciudad de Bailén” 1.996”. Excmo Ayuntamiento de Bailén.

Publicado por la Diputación de Jaén.

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