viernes, 13 de agosto de 2021

Una mujer que escribe, de Marta Antonia Sampedro

 

Una mujer que escribe, pensaba hoy.

Y qué es una mujer que escribe.

En principio una mujer inteligente que tiene el oficio de escribir.

Pero es también una diana fácil para tutearse con los complejos de los demás, llamarlos de Pero tú quién te has creído que eres.

Una mujer que escribe se percibe como un desafío. Alguien de poco fiarse. Y sin embargo una mujer que escribe te retrata a la perfección, claro que con otro nombre.

Soñé anoche con un hombre que amé. Habría dado mi vida por él. No era por sus besos ni abrazos, que valían un tesoro, sino esencialmente porque cada tarde, cuando finalizaba mi jornada laboral, me preguntaba:

-¿Qué poema has escrito hoy en tu agenda? Léemelo.

Y yo se lo leía en la terraza de verano de cualquier bar de barrio, con mi voz cansada de día ajetreado y sus ojos cansados de día ajetreado. Entre cita y cita de las calles de Linares, iba su nombre en mi letra a bolígrafo azul. Porque su nombre estaba por encima de mi vida diaria, estaba por encima de mí.

Lo que escribe una mujer a pocos les interesa. Se piensan que hablamos de los pañales que cambiamos a nuestros hijos y cómo esterilizamos sus biberones, les ayudamos en sus deberes e intentamos que no sientan complejos porque en la escuela los llamen Cuatro ojos capitán de los piojos, y somos capaces de repartir advertencias si alguien los acosa. Incluso a nuestros hijos una mujer que escribe les importamos bien poco a no ser que un día nos concedan el premio Nobel de Literatura, entonces igual reconocen que tenemos alguna valía además de guisar y llevar un sueldo a comisión a nuestras casas. Mientras tanto, nos consideran mujeres raras que no se adaptaron a vivir lo que les tocó vivir, que en el fondo significa aceptar lo que a ellos les convenga vivir.

Cualquier hombre que no sepa ni si vaca de leche se escribe con uve o con be se considera más valioso que nosotras, las mujeres que escribimos. Tienen la capacidad de hacernos sentir que perdemos el tiempo escribiendo.

Todos los personajes de mis historias los inventé para quienes los apreciaran. Ya sé que no son demasiados, incluso son pocos. Pero tuve el presentimiento de que en alguno de los personajes pudieran encontrar:

Pasión.

Ilusión.

Temor.

Nostalgia.

Comprensión.

Humor.

Sueños.

Disparates…

Escribí cuentos a mis hijos que ni recordarán.

Escribí poemas que yo sí recuerdo.

Una mujer que escribe no es cualquier mujer.

Y siempre nos lo recuerdan como un reproche, como si fuésemos delincuentes.

No basta con ser mujer, si eres mujer que escribe mereces la cárcel.

Y en ella me encuentro.

Y a gusto, en ella. Cadena perpetua, por ser una mujer que escribe.

Cuando mi madre estaba embarazada de mí, soñó que unas monjas les llevaban envuelta en una manta de cuna a una niña recién nacida. Mis padres miraron a esa niña y las monjas les decían:

-Quédensela, que es huérfana.

Mis padres contestaban que ya tenían muchos hijos y no podrían mantener a una hija más. Pero las monjas insistían y finalmente se quedaron con la niña. A los pocos días nací yo. La mujer que escribe.

-Mama-le decía siempre a mi amada madre en mis días más difíciles-, con qué mala estrella nací.

Y ella me contestaba:

-No digas eso hija. Escribes historias maravillosas. Qué imaginación tienes, no sé de dónde puedes sacar tantos escritos. Claro que has elegido un camino muy difícil, porque a la gente no le gusta leer.

-¿Y qué quieres que haga?, ¿pintar?-le decía yo a mi madre entre resignación y sonrisas.

-No pintes hija, que eso no es lo tuyo. Tú sigue escribiendo.

Tras el amor de mi vida, fue mi madre quien me solicitaba qué había escrito ese día. Yo se lo leía por teléfono. La línea Linares-Vic, era una vía diaria entre las dos.Y si ella seguía en silencio, yo esperaba.

-Qué bonito hija. Eso quiere decir que el amor es el mayor misterio.

El amor, para una mujer que escribe, es una verdad incuestionable.

Pero lo supera el desamor, que es una verdadera desgracia.

-¿Por qué le has dicho ni hola? Demasiado le has dicho. No merece ni eso.

Una mujer que escribe no sabe muchas veces por qué camino seguir. Es como si los caminos de atrás fuesen empujándote.

Y así por cuanto sea necesario, una mujer que escribe recompone los hechos y conjuga los tiempos para no morir. Morir no es que alguien firme un parte de defunción y te entierren. La peor muerte es morir y tener que seguir trabajando a comisión por las calles, para pagar el alquiler donde vives y la hipoteca donde vive tu ex y la manutención de tus hijos adultos que ni te hablan. Eso sí que es morir. A 46 grados a la sombra, a 0 grados al sol, así año tras año, hay una muerte que no figura en ningún parte.

De modo que una vez que una resucita, va pensando en por qué va escribiendo, vaya manía del universo que lleva una a cuestas. En vez de ser una mujer discretita o que se lo haga y así sus hijos serían felices por tener a mano a una madre tontucia que no escriba ni se destaque en nada más que en hacer bien la lasaña o la tarta de manzana y esperarles a que regresen de sus botellones viendo películas o dormida como si fuese el mueble del televisor. Es curioso, pero jamás se me dio bien la repostería, aunque lo poco que aprendí me salía bien. La lasaña sí, esa la cocino de maravilla. Alguna vez escribiré algo de un personaje que ella sea cocinera, lo apunto ahora mismo en mi blog de notas. Le asignaré un amor mecánico de coches, lo llamaré Josep. A ella ya le buscaré un nombre también bonito, tal vez Meritxell, está bien. Igual los hago que coincidan en el andén seis de la estación de Sants y luego se apean apresurados en Plaza de Cataluña porque ambos se han equivocado de tren, pero ya no pueden tomar otro porque ese era el último y se dirigen a pasar la noche a las ramblas de Barcelona haciendo hora. Ella es rechoncha de ojos verdes y mirada alegre. Él ligero de peso y no muy alto, también tiene los ojos verdes pero algo más claros y serios. Luego coincidirán a las puertas del Liceo.

-Me suena tu cara.

-Y a mí la tuya.

-Estabas en la estación del tren equivocado.

-Ah sí, ¿y tú?

-Te invito si quieres a tomar un café. El Zurich estará abierto.

-Vale. El Zurich me va bien.

Mientras van y vienen las gentes nocturnas por las Ramblas en su paseo que no cesa.

Por mucho que nos esforcemos para adaptarnos, el mundo de una mujer que escribe no se limita a lo cotidiano. Es un mundo de realidades, de personas que buscan ser desarrollados y te insisten en que tienen que vivir alguna vida. Acuden a nosotros para vivir.

Nos gustaría poder haber nacido para escribir solamente.

Y así vamos componiendo realidades pensadas.

Y así vamos estrellándonos con las realidades verdaderas.

-Mi madre escribe.

-La mía hace ganchillo.

-La mía también.

-Pues la mía guisa.

-Y la mía.

-La mía es…

Todo es mentira porque a ninguna mujer que escribe se le perdona que escriba. Ni siquiera sus propios hijos se creen que una madre que sepa cuidar de su hogar, trabajar a comisión y escribir, pueda hacerlo. Quién se habrá creído que es.

Una madre tiene que ser lo que las madres de los demás sean. Una madre que no destaque en nada. Que pase desapercibida, silenciosa, que cumpla su deber de madre tradicional. Así lo indican con sus actitudes, porque son maravillosas las madres simples y las madres que escribimos somos una pesadilla.

Pero a mí sin embargo me gustaría que mis hijos destacaran en algo. No me gustaría haber echado tanto esfuerzo de mis años jóvenes para tener hijos que no destaquen en nada, porque entonces me hago la pregunta:

-¿Valió la pena que te calentaras la cabeza?

Mi madre diría No.

Yo digo No sé.

La vida me dice Vete tú a saber.

De modo que sigo escribiendo al margen de las realidades que se me presentan como mujer que escribo.

Y ya no doy por hecho que siga escribiendo cuentos a nadie.

Ya escribí en su tiempo y energía los que tuve que escribir para nada. Bueno, si me tomo un tiempo alguno puede que saliera, incluso con el mismo resultado de nada. Me gusta escribir cuentos, mis personajes preferidos son los animales y la naturaleza.

El cuento del burro que siempre lloraba y nadie sabía por qué pero lo averiguaron porque una noche… Bah, ese título no le gustará a nadie. Venancio, el burro triste, ese título es más comercial, total a nadie le importa un comino si el cuento es bueno o malo, le ponen dibujos de un burro y letras enormes como sus orejas y los niños se lo pasan bien a costa de un pobre burro al que le deforman la columna vertebral por el peso que el ser humano le hace cargar. Bueno, pues Venancio el burro que no quería ser cargado. Ningún niño querrá leerlo. Los burros tienen que ser resignados y disponibles. Lo escribiré de todos modos. A la porra lo comercial y los niños.

Ni doy por hecho escribir poemas a nadie.

Hoy soñé contigo.

Cuántos poemas desde los 13 años habré escrito. Ya me leí todos y lloré de emoción. En cada verso y en cada historia recuerdo por qué y para quién, dónde, cómo... Cuántos personajes inventados, escenarios, diálogos, memorias de personas que quisieron vivir y conocer a otros y que también junto ellos me hicieron vivir. Porque volvería a escribirlos con las mismas palabras, con la misma pasión que lo hice, pues soy una mujer que escribe.

 

 

© Marta Antonia Sampedro (2020).

"El escribano de San Agustín" (Fragmento), de Marta Antonia Sampedro

 

                    "Sentado en uno de los bancos de madera carcomida de la Plaza de Colón, mirando, tan sólo por mirar, cómo picoteaban las embarradas migajas de pan algunas palomas, entremezcladas con gorriones inflados por el frío, Juan creyó que la monotonía de sus quehaceres más simples quedaría resumida en una historia vulgar de la que no podría salir por el resto de sus días.

            Aunque su encogido cuerpo de joven no lo dejara adivinar, ya tenía cuarenta años y, aún así, parecía resistirse al tiempo que le había tocado vivir. Un tiempo insulso donde todos sus deseos los cercara la impotencia. Sólo la espantada repentina del vuelo de los pájaros ante cualquier ruido imprevisto, le hacía resurgir de la espera de no tener nada que esperar sino la hora de almorzar. Ya le habían sellado el desempleo en la oficina de parados, como todos los trimestres, y sentía que aquella ceremonia era un trámite burocrático más,  una conformidad oficial para continuar la convicción social de esperar lo que se sabe no llega.

            Lo pensó por última vez, decidido a lanzarse a aquel deseo complicado y, cómo no reconocerlo, una ambición un tanto deshonrosa. Vio sentarse a Andrés, vecino de su calle, apoyado en su bastón de aluminio. Era cuestión de tiempo que él mismo, sin pena y sin gloria, fuese Andrés un día. La piel se le erizó como si de pronto se zambullese en aquella fuente de la plaza entre los dos ángeles de bronce que sostenían una piedra tallada. Desnudo en el agua en el silencio de cualquier día, desnudo con ellos, y se dijo muy seguro:

            “Hoy vas a cambiar tu vida, Juan. No hay nada enfrente, ni atrás, ni delante de ti. Entonces toma ese camino del que nada sabes, y como si estuvieses arando que salga el sol por Antequera”. Sonrió, modificó su postura sobre el banco porque ya no se sentía el culo y dio la espalda a las aves. “¿Por qué no, Juan? ¿Qué te va a impedir salir de tu espera?”.

            Se incorporó al ver que Pepe abría las persianas de su bar con aquel ruido a chapa que ya las palomas conocían. Pepe era de mediana edad, rechoncho y con la línea del bigote como pintada por la gruesa punta de un lápiz de carboncillo. Atendía a la clientela con la parsimonia de quien conoce bien a cada uno de sus clientes.

            -Un vino, Pepe- le dijo mientras éste encendía el hornillo.

         -Todavía están frías las tapas. Sólo te puedo poner queso o jamón, o te esperas una chispa; también tengo avellanas.

            -Me pones algo de eso.

           Bebió el vino blanco contemplando su color, que le recordó al aceite de girasol. Mordisqueó el queso que Pepe le puso indiferente y se creyó un ratón celebrando que a partir de ese día borraba sus huellas de roedor de segundos, porque la vida lo esperaba y le suplicaba a la rutina que lo dejase en paz.

            Los niños en el tobogán, jugando con la arena del parque; el ajetreo de las palomas sobre el tejadillo del palomar. Sintió un vértigo de repetición continua de su vida en aquella plaza a la que amaba y sin embargo comenzaba a odiar.

            -¿Te pongo otro vino, Juan? Ya tengo los callos con garbanzos casi recalentados del todo; llevan su guindilla, muy poca, que ya sabes que a mi mujer no le gusta echarle mucho pique.

            -No- contestó dejando sobre el mostrador unas monedas-. Que tengo que irme ya.

            -¿Cómo sigue la mamá? ¿Está mejor de la gripe? ¡Este año corre mucho!

            -Sí, Pepe; ya está mejor. Ya casi está bien, pero con los achaques de la edad.

            -El otro día en el ambulatorio todos tosiendo, eso parecía un hospital de tísicos.

            -Es que como no llovía hacía mucho tiempo, pues claro, ahora que ha llovido los virus buscando en dónde meterse.

            -Puede ser.

            Se marchó calle Viriato abajo hacia su casa. Ensimismado entre sus pasos. Sintiéndose los andares uno a uno, para saber que era cierto que andaba sobre el suelo de la Tierra. Contrato fijo de desempleado, puesto de parado que tanto le avergonzaba tener que sobrellevar viviendo de la mísera pensión de viuda de su madre, contando peseta a peseta cuánto le vale a un pobre cada inspiración que Dios se atreve a darle gratis sin esperar nada, sólo reconocer su existencia, pero Dios no entiende de facturas.

            -¿Has sellado ya el paro, hijo?- le preguntó su madre al verlo entrar.

            -Sí, madre- contestó resignado-. Con eso de la aceituna, hoy había menos gente.

            -Tú no te apures hijo. Ya sabes que no puedes con el campo, que con tu lumbago ni varas ni espuertas. Que la salud es lo que importa.

            Antonia era mujer de llevar los problemas con su arma antitristezas; y con tal de mantener la dignidad de pobre combatía el mal de la melancolía ordenándole al cuerpo que renunciara al vicio de comer lo que deseara. Su espíritu, acostumbrado desde niña a duros trances, consideraba que los estómagos se cerraban con las penas y que abrirlos se marchaban. Tenía Antonia, al igual que su hijo, un cuerpo enjuto; una leve joroba indicaba su edad y los trabajos domésticos que durante su vida laboral le habían proporcionado una posición digna de pobre. Sus ojos melaza, algo huraños, habían sido la envidia de sus amigas de juventud. No así su nariz chata, que rematada su expresión con vulgaridad sobre su piel tierra de verano.

            Después del almuerzo estuvo junto a su madre viendo la telenovela de la televisión. Un anuncio y otro, bombardeos de consumo y personas que no veía en ninguna parte. Y matando así el tiempo, aletargado frente a la historia de amor de sus protagonistas, esperó a que abriese la papelería más cercana a su casa, para comprarse un buen cuaderno y un bolígrafo que tuviesen un aspecto de categoría.

            -¿Cómo lo quieres? ¿Grande, chico?- el empleado de la papelería lo miraba desconcertado.

            -Que esté decente- contestó muy serio.

            -¿Y el bolígrafo?

            -Lo mismo.

         Su madre cabeceaba en la mecedora junto al brasero. El final de la telenovela jamás llegaba, de modo que dormir era previsible.

            Juan se arregló la barba, hasta el último pelillo. Debía tener un impecable aspecto. Sacó de su armario la camisa y la corbata que había lucido en la boda de una prima hermana hacía ya algunos años y del ropero de su madre oscuro de paño no muy bueno, pero consideró que con una buena camiseta interior el frío sería menos. Limpió con esmero sus zapatos mejores y que le hacían rozaduras y por el sonido al caminar su madre se despertó. Lo miró extrañada por tanto arreglo.

            -¡Hijo mío de mi alma…! ¿Dónde vas con esa facha, con el traje del tito Manolo? ¡Ay Dios mío! ¡Un traje de un muerto no se pone nadie! Que dejan el olor del más allá en las ropas. Además era mucho más alto que tú, te va grande. Tendré que arreglártelo. Y ahora dime quién se ha muerto, que vas de entierro. Te crees que no me enteraría, pues claro que luego me entero.

            -Que no se ha muerto nadie, madre, tranquila… Es que me ha salido un trabajo muy bueno del que me he enterado esta mañana en la oficina del paro y voy a que me entrevisten.

            -¡Un trabajo! ¡Qué alegría!- expresó Antonia, cansada de que nadie valorase las muchas cualidades que tenía su hijo-. Dios quiera que te lo den. Con lo que tú vales, Juan hijo mío. Que ya sabes que este año no podemos poner el portalico de Belén porque tuvimos que vender las figurillas. Ven aquí que te ponga bien la ropa.

            -Ya lo sé, madre. Compraremos otras en cuanto se pueda.

            -Y haces bien en ir tan arreglado. Que ya sabes cómo se están poniendo las cosas, que hasta los bandoleros van con traje de señorones. Y si no mira lo que sale en los telediarios, que mientras más roban más tienen y nadie les tose porque van muy bien plantados.

            Escribió con rotulador negro una hoja del cuaderno y la guardó en el bolsillo. Le pareció ser despedido por su madre como si jamás fuese a regresar, porque lo hartó a besos y entendió que con sus silencios le decía:

            “Hijo mío de mi alma, qué planta tienes…, pareces otro, no pareces ni parado…, abrígate bien que ya sabes lo mala que he estado con la gripe, estaré aquí nerviosa esperando que vuelvas diciendo si te han contratado, no tardes mucho y procura que no te vea nadie en la escalera, que ya sabes lo chismosos que son, ese traje te queda grande”… Pero sólo había sido:

            -Adiós hijo. Suerte. Que tú vales mucho.

          Calle Viriato abajo para llegar hasta Las Ocho Puertas. Se paró unos segundos para mirar otra vez el calentador a gas. Hoy lucía un gran lazo rojo. Ya estaba cansado de calentar ollas para poder lavarse. Aunque su madre no se quejaba. Agua, jabón y pobreza, no eran cosas diferentes.

            Iglesia de San Francisco, con sus recién estrenadas luces".


"El escribano de San Agustín" (Fragmento de la novela).

(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (1.999).