miércoles, 10 de julio de 2019

Pantano azul invierno, de Marta Antonia Sampedro


A mis padres.

Llevaba algo más de una hora esperando, sentada en el coche con las manos sobre el volante, aparcado próximo a la zona del autobús urbano.
Hacía frío, y sólo en contadas ocasiones había visto aquella neblina nocturna, más propia del Pirineo, posándose sobre las farolas de la ciudad.
Observaba la gran puerta de la cárcel Modelo, cerrada a cal y canto y con algunas luces en puntos clave de vigilancia difuminadas entre la densidad del aire. Revisaba en la penumbra sus uñas y volvía a mirar la puerta una y otra vez. El tráfico de la ciudad comenzaba su bullicio. Buscó las canciones de Marifé de Triana para acompañarse en el frío extraño de la noche y sin darse ni cuenta las lágrimas regresaron a sus ojos con la presencia de la música, recuerdos en palabras, ilusiones que ya daba por perdidas al resumir sus vivencias, su cruel pasado del que no obtuvo ninguna de aquellas, obrera de la nada, productora de más nada. Se vio siendo niña abrazando a su muñeca con vestido de encajes esperando a ser mayor y vivir su historia de amor a través de los hijos de verdad y ahí estaba, nada. 
Al tiempo que sus lágrimas eran un descontrol de letra de canción deslizándose, la puerta de la cárcel se entreabrió, bajó del coche apresurándose y limpió sus ojos.
-¡Suerte colegas! ¡Adéu! ¡Que vaya bien!- escuchó la voz de su hijo mientras un grupo se desperdigaba por la acera en distintas direcciones-. ¿Qué pasa mamá? Por fin ya estoy otra vez en la calle. Joder qué fresquito hace.
Le había dado un solo beso. Olvidando su calor de madre, el sentimiento que día a día la sumergía en un extraño lago de ansiedad.
-Aquel es el coche- le dijo indicándolo-. Lo he comprado hoy mismo.
-¡No jodas que este es tu coche!- se sorprendió Pablo pasando sus manos por la chapa, incrédulo-. ¡Joder qué pasada! ¿Y dónde está el otro? ¿De dónde has sacado la pasta para comprarlo, y por qué hay dentro tanto trasto? ¡Hosti, vaya movida que te traes! Y luego dices que no tienes dinero.
No le respondió. Subieron al automóvil y al ponerlo en marcha los ojos de Manuela parecieron secarse, decidida a dar ese paso que todos los segundos de los últimos meses había elaborado su mente y hacer frente a osos de peluche que fueron transformándose en tiburones reales y le rasgaban las entrañas a través de las venas de su único hijo.
Aquella neblina chocaba contra el cristal, asfalto y calefacción, calor y soledad, y junto a un semáforo de la Sagrada Familia intuyó que aquel monumento se derretía en las nubes bajas como un pastel de chocolate infectado de contaminación.
-¿Y cómo estás?- le preguntó al fin a Pablo mientras sus caras se iluminaban de rojo semáforo.
-¡De puta madre ahora, ya en la calle! No sabes tú lo mal que se pasa en el trullo, todo me pica mucho y es que me parece que tengo hasta piojos. ¿Por qué no sigues todo derecho? ¿Es que no vamos a casa?
-No Pablo. No vamos a casa.
-¡No me jodas! ¡Tengo que llamar por teléfono!
Las canciones de copla lo decían, que hay actitudes propias de madres que no merecen el amor de sus hijos y de hijos que no merecen el amor de sus madres; una indignidad escribe sus letras de desamor y de hastío. Buscó una emisora de radio para encontrar gente que hablara por ellos que no hablaban y centrar su interés en noticias del mundo al que había decidido renunciar.
-¿Sabe papá que hoy me dejaban libre?
-Lo he llamado varias veces al trabajo pero no he podido hablar con él; estará fuera de Barcelona.
Pablo suspiró. Su padre, cómo no, fuera de la ciudad. Por tema del trabajo. Sacó de su cazadora tabaco y papel de fumar y comenzó a calentar hachís para liarse un cigarro.
-Tira eso- le ordenó Manuela.
-¡Pero qué te pasa! ¡Si sólo es un poco de chocolate! Ya no me meto. Mira mis ojos y verás que no, que ya no me meto.
-Ya he oído eso muchas veces, creo que vamos por el millón de veces.
-¡Pero qué mal rollo tienes, mamá! ¿De dónde iba a sacar la pasta para caballo, si en todo este tiempo sólo me has ingresado limosnas?
Paró bruscamente el coche; un cartel grande decía algo en inglés reclamando ser visto, parpadeaba agobiante resaltando entre todas las luces de la gran ciudad. Pablo miró a su madre en silencio. Ella se acercó a su hijo como si fuese a abrazarlo, pero agarró bruscamente su cabello y mientras Pablo pataleaba en su cara insistía una fuerza de la mano de su madre, un pañuelo, una sustancia; en unos segundos quedó inconsciente.
Disminuían las luces, Barcelona quedaba atrás. Las vías cruzadas en un laberinto de caminos que no le importaban desde hacía mucho a su espalda creía enojadas, acechantes en su huída; vociferaban en un silencio tenso a la gran masa humana que claudicaba una vencida o, lo que era peor, una recién estrenada criminal. Por el retrovisor las calles eran lombrices urbanas por donde sólo seres inanimados pasaran, como si el aire los empujase a los precipicios, a la mierda que finalmente diese con el hoyo del reposo, el anuncio del llanto con que se nace.
Pablo permanecía inerte, echado sobre la ventanilla, la cabeza contra el cristal y a cada giro del automóvil su cuerpo era de trapo sujeto. Dormido, pensó serenamente Manuela; dormido su hijo era perfecto.
Al adentrarse en la autopista todo quedaba lentamente a oscuras. Los faros la encaminaban, luces cortas, luces largas, luces que a Manuela le parecían de la misma longitud; siempre hacia el pasado, pasado corto, pasado lejano, pasado de todo. Pasado de mentira, una vida ajena que sin embargo ella protagonizó, una reencarnación de sí misma donde no se reconocía. Pero no temblaban sus manos ni sus labios dudaban al pronunciar palabras pensadas repetidamente o de sus ojos salían lágrimas porque todo estaba ya hacia adelante, no había marcha atrás, insistiendo en que la única senda era la de las luces aquellas y un coche nuevo, las señales de tráfico confirmándole que era una demente abriendo el camino para dementes, de loca, sí, loca de remate, Manuela vuelve, vuelve atrás mala madre, vuelve porque esto no es real, decían los fantasmas morales y los títeres de los horizontes negros de la autopista, vuelve Manuela porque esos brazos amoratados de Pablo los necesita la ciudad y sus venas serán comidas por el asfalto, vuelve a tu cordura Manuela, no seas mala madre, y aunque los huesos ya famélicos de tu hijo tú los formaste no tienes ningún derecho a secuestrarlos porque pertenecen a la ciudad, parirlo no te da derecho a impedirle ser un hombre libre.
El dibujo de una gasolinera. Mil metros. Pablo continuaba con la voluntad perdida. Qué historias dormirían.
Paró unos metros más allá del surtidor. Bajó del coche, cogió del maletero las cuerdas que había preparado y colocó a su hijo sobre los asientos traseros; las ataduras rodearon sus pies y manos y lo tapó con una manta.
-Lleno, por favor- le dijo al empleado de la gasolinera.
-Hace mala noche, señora- le contestó el hombre al tomarle las llaves-. Demasiado frío.
-Sí, mucho frío.
El hombre comenzó a dispensar la gasolina.
-Ha hecho usted bien en tapar a su marido.
-Es mi hijo.
Continuó el viaje al ritmo de pensamientos que parecían nuevos como aquel flamante coche que podía bajar, subir, caer, levantar, más perfecto que una madre que se culpa a sí misma y se mira desde el precipicio, incapaz de seguir, proseguir, andar, correr, cuando la decisión de parar llega al punto de la meta y en realidad comienza la carrera hacia qué parte, para qué ni por dónde. Pero que sepan los pies que el camino ha empezado.
Castellón, 29 kms. Alguna luz se le escapa al cielo; parece el mismo cielo de invierno de sus cuarenta años vividos.
Y no olía a mar, a pesar de no haberlo abandonado en su trayecto costero. Huele a calefacción y a materiales plásticos nuevos.
Luego Valencia, ya con más auroras divisadas entre masas de chimeneas de la producción industrial, el progreso, el vómito pestilente que en la fría mañana provocaba en Manuela más deseos de escapar, arrollarse a sí misma embistiendo el volante contra no importaba qué, conforme entendía que aquella locura de secuestrar a su hijo era un precipicio donde sólo hay abismo infinito, similar al espacio de los astronautas que pierden su dignidad de pisar firme y quedan como estúpidos globos de feria colgados en una locura de no poder guiar sus movimientos por mucho que lo intenten.
Bajo la manta, Pablo comenzó a moverse y a decir algunas palabras sueltas incomprensibles como quien sueña. Paró el coche en un área de servicio y preparó una jeringuilla; destapó el cuerpo de su hijo y sin piedad alguna al ver sus ojos pesados por la somnolencia le inyectó un sedante. Volvió a taparlo.
-Sigue durmiendo, amor de mi vida.
Una inmensa llanura se divisaba con la luz del día. Una llanura que le hizo recordar a Cervantes; alguna vez lo leyó de joven. Cervantes inventó a Sancho Panza porque no la conocería a ella, Manuela esa burla, Manuela qué ridículo, una demente desdichada donde la caballería del progreso eran caballos y más caballos para aniquilarla metidos en las venas del ser que más amaba en el mundo, y por él segundo a segundo de su vida cuidaba enfermos, limpiaba excrementos, tomaba la tensión arterial ajena porque estaba presa de la suya que sabía a la perfección, tensión continua, testigo de la destrucción de su fruto de mujer, midiendo orina en los retretes del hospital, y al tiempo calculando y espiando los pasos de su hijo, los azulejos manchados de su sangre, eternos momentos de dónde estará Pablo, no te mueras hijo te lo ruego; atrás esa Dulcinea que al parir desconocía ser don Quijote lanzando en vano las aspas de los molinos en un mundo de maleteros, caminos hormigonados pero llenos de piedras y peñascos que acababan día a día con todos los sueños conjuntos de una madre con su hijo, estrellados en las frases otro día más y Pablo no ha muerto gracias a dios.
Abandonó la autopista para estirar las piernas. No quiso comprobar si Pablo aún dormía, pero observó que su respiración movía ligeramente la manta.
Gasolinera. Pago a cuenta con tarjeta, donde ya nada habría que pagar.
-Tres mil, por favor.
El sol le inundaba de sensaciones extrañas. Se preguntó una vez más qué era el amor, si la luz permanecía siempre en los corazones a pesar del dolor causado; por qué veía en la vida de su hijo su propia vida, si eran dos cuerpos distintos, un respirar distinto, un pensamiento distinto. Tan distintos. Se esfumaban entre los rayos del sol y desvanecían sin ser alcanzadas las respuestas y nada se concretaba.
Andalucía. Cartel grande, blanco nube, verde pasto. Despeñaperros. Divisaba olivares entre cerros.
Párpados cansados, meta cercana. Corazón de Sierra Morena, tierra de aceituna verde y luego negra. Milenios de aceite dando inviernos. Cerro Navamorquín, al resguardo de plásticos y de pestilencias. Castillo Burgalimar, fortaleza aún viva. Cuántas noches durante los años en Barcelona, la añoranza por su pueblo la hacía dormir pensando que estaba cobijada por la oscuridad y las estrellas de ese cielo, a la espera de que la luna rozara su almena gorda. Y ahora que lo tenía tan cerca, no se alteró en sus emociones, tomó la dirección al pantano, calefacción apagada, toros bravos junto al camino alambrado, encinas. Era ella quien embestiría a lo primero que osara ponérsele por delante.
Huele a diversidad de plantas. Embriagan. Emborrachan. Enloquecen. El coche salta, da brincos. Teme que Pablo se caiga de los asientos y reduce la marcha. Ahora parece que es una barca. Ya ve las nubes reflejadas en el agua. Aquella es una tierra que nada conoce de otras tierras.
Baja del coche.
-Me duele todo.
El horizonte es el mismo que recuerda. Se estremeció al inspirar profundamente el aire limpio de la sierra. Se acercó a la orilla; el agua estaba fría y bebió en sus manos; siempre de niña lo hizo y bien sana que creció. Lavó su cara para despejarse y el agua le devolvió la sensación de una paz que hacía muchos años que no sentía.
-Serán los fantasmas del agua- dijo para sí misma en voz baja-. La gente del pueblo les tiene miedo. Pero yo miedo no tengo ya a nada. Pronto seré una de ellos. A saber la antigüedad que tendrán y todos con sus razones.
Regresó al coche y abrió la puerta trasera. Pablo tenía los ojos abiertos y parpadeaba lentamente. Pero estaba inmóvil.
El espacio era tormenta de silencios.
-¿Quieres un zumo?- le preguntó.
Y el silencio de nuevo.
La provisión de alimentos era escasa. Total, si no la necesitarían. Ni ropas. Sólo un coche nuevo para la ocasión y un hijo con su madre y una madre con su hijo. Un botiquín con lo necesario para aliviar si era preciso la bienvenida a la muerte. Y un pantano azul invierno.
Y un equipo de música de coche. Eres hijo para mí lo primero. Y hasta después de muerta te amaré. Y ya por sufrimiento no le temo ni a la vida ni a la muerte. Lo dicen todas las letras de las mejores canciones. Y Manuela se lo repite todos los días. Vida, muerte. Han llegado a ser tan nombrados conjuntamente, que son conceptos similares.
-Pablo, Pablo…. Hijo…,  ¿quieres un zumo?
Y espera el silencio; pero se escucha:
-Déjame en paz. ¿Se puede saber dónde estoy? Me duele la cabeza.
-¿Oyes los pájaros? Hay muchos. Y por la noche salen los búhos.
-Estás loca. Yo no oigo nada.
Manuela se acerca a su hijo, lo toma para sí. Lo abraza. Huele a prisión. Y también a niño. Él, con enfado, rechaza su abrazo.
-¡Suéltame!
-Ya te avisé, hijo, que esto un día acabaría; que acabaría malamente.
Pablo se incorporó. Repasó con las manos sus ojos una y otra vez. Vio el pantano ante sí. Manuela se sienta junto a él.
-Esto no es Barcelona.
-No. No lo es.
-Déjame que me líe un canuto.
-Bueno, te dejo. Hazlo. Que sean dos.
-¡Mamá!... ¡Qué payasadas dices!
-Uno para ti y otro para mí. Venga.
-¿Algo raro ha pasado este tiempo y me lo he perdido?
Manuela ya no hace caso a ninguna observación de su hijo. Demasiado tarde todo.
-¿Ves aquel puente? ¿Aquel? Por allí se tiró un muchacho del pueblo y se ahogó. Tenía más o menos tu edad. La novia lo había dejado.
-Menudo gilipollas, matarse por eso. Venga vámonos.
-Tomaremos un zumo.
Pablo salió del coche.
-Me duelen los músculos joder.
Un avión militar apareció súbitamente del cerro Navamorquín. Tan bajo que se podía ver difuminado su cuerpo metálico en las aguas y un sonido atronador contundente cortó el silencio de la sierra.
-¡Qué pasada!- dijo Pablo-. ¡Qué bajo!
-¿Quieres morir conmigo, hijo?
Pablo no contestó.
Prosiguió Manuela:
-Si tú mueres conmigo, volveremos a la vida como antes de nacer yo y de nacer tú. Si eso quieres, eso haremos.
Pablo y su indiferencia porque a su madre se le ha ido la cabeza.
-¿No quieres? Entonces moriré yo por los dos. ¿Te gusta este paisaje para ver morir una madre? A mí me gusta. Nubes, agua, aire limpio. No soy de morir con la vida al filo de cuchilla cada día. Es mejor morir de una vez.
-¡Ya basta!, ¡prou mare!, ¡vale!- dijo Pablo, molesto-. ¡Déjalo estar!
-… Y podrás seguir siendo un suicida vivo el tiempo que quieras sin que nadie te reproche nada. Porque yo te pienso muerto cada día. Pero ahora, desde la Diagonal hasta las Atarazanas, desde Sarriá hasta la Barceloneta, toda Barcelona será para ti solo. Serás feliz como hasta ahora lo eres, a ver qué suerte de mercancía te han vendido. Quédate sin hogar vendiendo tu casa y métete todo en las venas. Las venas entienden mucho de ventas. Vende también este coche y que vaya a tu cuerpo. Mata tu amor a la pintura y deja que tu don artístico sea la burla de tus camellos; qué divertido será, ellos pondrán el precio a tu arte y a tu pensamiento. ¿El precio será morirte? Me parece caro, pero a ti barato. Aunque a mí ya no podrás matarme, porque ya estaré muerta. Y como veo que no quieres morirte de una vez, me voy yo sola. A mí no me dejó mi novio, pero me dejó mi hijo, que es mucho peor; me vendió a sus camellos, una mercancía; me vendiste Pablo, hijo, me vendiste y ya soy propiedad de alguien, estoy marcada por el amor a ti. Ya lo he comprendido. Y como aquí nací, aquí decido morirme por mi cuenta y locura; porque yo aprendí aquí mismo donde estamos que nunca seré propiedad de alguien. Ni siquiera tú serás mi dueño, ¿entiendes? ¡Una persona libre no tiene dueño! ¡No tiene!
Pablo ahora la miraba atónito. A su madre se le ha ido la cabeza.
Manuela le dio la espalda y se encaminó entre lágrimas hacia al puente hecha una locura de pizarra bruta, resbalando sobre el musgo y las piedras húmedas y ante la mirada atenta de su hijo.  Se escuchaba la voz de Manuela:
-¡No tiene dueño!, ¡no tiene dueño una persona! ¡No tiene!
La loca hablando sola por la sierra. Espantadas por los gritos, algunas aves huían de las ramas de los árboles.
Pablo miraba a su madre, ya a lo lejos.
Qué habrá ocurrido durante su ausencia en prisión.
Qué ha sucedido. 
 Y comienza a llamarla insistentemente.
-¡Mamá! ¿Qué haces? ¡Mamá! ¡Ven aquí! ¿Qué haces? ¡Mare!
Manuela no miraba atrás. Se había herido las manos y las rodillas en las caídas. Pero la sangre, cuando se ha decidido morir, no es necesaria.
Pablo corrió hacia ella; torpemente, cayéndose una y otra vez.
-¡Mamá! ¡Mare!
En ese instante una cigüeña atravesaba el pantano y Manuela se paró para mirar su vuelo doble del cielo y del agua. Le pareció que la llamaba por su nombre, “Manoli”, y recordó su nombre de antes de todo. Las nubes la miraron en su demencia de los tiempos malos, porque las nubes miran con especial mirada a los desesperados que las ven nacer, y las contó, qué absurdo contar ahora, diez, doce, veinte, estoy tan cansada, veintiocho…, desde la más grande a la pequeña, gris o rosácea, a todas las miró diciéndole adiós a todas, ya me voy, me marcho pero nos veremos en alguna parte, adiós queridas compañeras, soy la misma que quise un día ser, adiós…
Pablo la alcanzó a duras penas; jadeante la abrazó por la espalda sujetándola con firmeza porque ella se resistía, y le gritó:
-¡Ya basta! ¡Basta!
Y en la sal de sus lágrimas no había diferencia alguna. Hay materia que es idéntica por dentro.
-Yo llevaré el coche. Ya está, ya está, mamá. Vámonos a casa. Comeremos algo por el camino.


© Marta Antonia Sampedro Frutos
Barcelona, 1.980.

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