jueves, 15 de octubre de 2020

Ropa negra y un jazmín, de Marta Antonia Sampedro

 

Se puede morir de muchas cosas, el caso es que la vida viene de ese modo, bien mirado morirse es más probable que nacer.

Una vez y muy lentamente yo enfermé por tristeza.

Y como siempre tenía una sonrisa nadie me hacía caso.

Aunque a nadie le parecía extraño que sonrías y llores al mismo tiempo que cuentas cosas malas no es normal ni siquiera como una extravagancia de poetas.

Habría sido interesante y sobre todo ventajoso ser víctima en vez de valiente. Pero las tristezas jamás nos dan opción cuando ya se han mudado del todo. Y de todos modos habría quedado de vocacional escritora con las tristezas exclusivamente necesarias conseguidas. Se consiguen más inspiraciones espantando tristezas que acumulándolas, no porque se marchen definitivamente, sino porque se renuevan e incluso en ocasiones ya no saben regresar.

Nunca estuve quieta.

Lloré mientras corría trabajando pero no podía dejarme verme llorar por la clientela.

Lloré cuando descansaba de trabajar.

Lloré en sueños muchas veces a falta de poder soñar despierta.

También lloré escribiendo que es un modo de llorar a gusto.

Lloré por mis hijos y por los hijos de otros porque llorar por los hijos es un modo solidario de madres decepcionadas y olvidadas en sus fortalezas y desgastes.

Entregué mi vida al trabajo comercial y a empresas a las que yo debía siempre sonreírles aunque tuviera ganas de llorar. No trabajé nunca por deseo monetario, sino lo justo por mantener una vida sencilla, pues mi ambición jamás me hizo sentir tristeza ni alegría ni sensación alguna de necesidad de prosperidad. Tampoco a los demás mi excesivo trabajo les consiguió lo que ellos jamás vieron: que la codicia jamás se deja matar.

Envidié la vida sencilla de quienes tienen tanto que nada necesitan sin tener nada. Que el mundo es un entresijo de mentiras envidias y avaricias y que no hay más valor que el de la conciencia ni más pérdida lamentada que el de haberla perdido a conciencia.

Ahora dependo de una pastilla que me controla si he de reír, comer, llorar, caminar o sentarme a ver la televisión, poder fotografiar los campos o leer un buen libro sin que me cueste concentrarme y escribir que es mi pasión desde que nací y me crié sin libros ningunos pero con un fundamento que me sostiene a las buenas y también a las malas. Porque todas las tristezas se quedan hechas piedras y no siempre las piedras son para poder sentarse. Estar cómodamente feliz y contarles a las tristezas cosas tristes las hacen también darse cuenta de su naturaleza.

Visto así la vida, en la nube inmensa que te cuida tanto que parece perseguirte, no es extraño que un día aparezca una mujer en tu dormitorio registrando tu armario. Una mujer intrusa que no conoces de nada.

Quién es usted y qué hace aquí en mi casa.

Espera; primero la miro desde la cama. Aún no se ha dado cuenta de que me he despertado y ya tengo los ojos abiertos.

Tiene ajetreo de estar buscando algo. Registra con urgencia.

No temo por mis joyas. No poseo alguna. Ni temo por dinero. Tampoco tengo.

Las perras no le ladran.

No sirven de guardianas.

Tal vez la reconozcan.

O quizás esté soñándola.

Hasta que desde el armario va lanzando prendas a la cama y por la mecedora y me incorporo.

Ella me ignora. La visita extraña parezco yo. En sueños me habré metido en alguna casa ajena.

Tantas he visto en mis años, que no sería raro.

Me levanto y voy hacia ella, con cautela.

Continúa rebuscando entre la ropa, apresuradamente.

Es de mi estatura, de cuerpo rechoncho y cabellos castaños, la veo de espaldas pero calculo sus setenta y largos años por su aspecto en general.

Continúa lanzando mi ropa.

-Tienes que tirarla, tienes que tirarla…- balbucea apresurada, aún de espaldas.

No le pregunto quién es. Porque aún no sé si estoy soñando. Y porque desconozco si es una perturbada que se ha escapado de alguna parte.

-¿Me oyes bien? ¡Tirarla toda!- se le nota enojada.

Cuando me mira veo sobre todo sus ojos. Su mirada. De mando. Su tez es blanca y de rasgos delicados. Su cabello canoso es de plata limpia. Va vestida de una sola pieza de confección, tipo camisón o similar, color marrón arena. Me observa como si me conociera de algo y esperase mi obediencia. Retrocedo un paso.

-¡La ropa negra, fuera! ¡Hay que tirar toda la ropa negra que tengas! ¡Toda!

No le pregunto quién es. A lo largo de mi vida he vivido en muchos lugares y por mi trabajo conocido a tantas personas, que de momento es mejor esperar a ver si la memoria quiere hacerme el favor de ser más rápida.

A veces no valoramos lo que otros perciben nuestro. Pero los demás también lo hacen, memorizarnos.

Prefiero unirme a ella y buscar mis prendas negras.

-Una, tres, cuatro, cinco… No tienes muchas, no. Esto también parece negro. Fuera… Otra veo aquí…

-Es color azul marino- contesto con temor viendo una falda.

-Pues entonces puede quedarse- da su aprobación y sigue rebuscando.

Toda mi ropa está desparramada, excepto la seleccionada, que sujeta sobre su brazo. Blanca, roja, verde, todos los colores desechados hacen de la estancia un bonito rompecabezas excepto en los laterales del cuarto, donde mis perras ni se han dado cuenta de que una desconocida ha entrado en nuestra casa y me está dando órdenes y ellas venga a dormir.

-Te dije que no tengas ropa negra. Te lo dije.

Me lo dijo. Yo le asiento con la cabeza, sí, sí, me lo dijo cuándo.

Con las tristezas no se juega. No dejan que las traigamos a capricho ni les asignemos el lugar que no quieran.

-Te lo dije. Así que ahora mismo las tiras a la basura. Recuerda, que ropa negra en tu casa, no. No.

Me lo dijo, a saber.

Me ordena:

-Trae bolsas para ponerlas y tirar esta ropa negra enseguida.

Abandono el cuarto a por las bolsas, con la esperanza de que al regreso sea un sueño.

Y lo es. O lo ha sido. Y sigue siendo. O lo fue.

La mujer no está en ninguna parte. Y yo que venía decidida a preguntarle con determinación quién es usted, qué hace en mi casa, de qué me conoce, cómo sabe si me gusta el color negro o los colores chillones, y a usted quién le ha pedido opinión, la ropa negra es elegante y se usa para acudir a fiestas, ya nadie se pone luto señora usted se confunde…

Pero no está.

Este retardo del que ya tengo conciencia desde hace unos años, me ha impedido saber más sobre ella.

Ordeno la ropa y echo en las bolsas las prendas negras.

Salgo a la calle con todo.

Aún es temprano, hay poca vida y movimiento.

Los gatos se relacionan todavía, antes de regresar a sus casas abandonadas y a las ermitas con fuentes y verdín o con sus ancianos dueños que los miman igual que a niños.

Pasan algunos coches, abre la frutería y el repartidor del pan me observa y lo saludo.

Obediente al encantamiento, echo al contenedor de la basura los trapos negros. En realidad poco uso han tenido. Me he pasado los días trabajando, poca fiesta tuvieron.

Me vuelvo para el regreso, pero llama mi atención lo que hay junto al contenedor de la basura. Un tiesto de barro de maceta vieja. Tiene plantado un jazmín con ramas largas que cuelgan hasta el suelo y muy desaliñado.

 Me agacho para verlo mejor y compruebo su estado lamentable que a simple vista se percibe. No tiene ni un jazmín, qué desastre de planta. Me parece el jazmín más triste que jamás haya visto. Nunca lo habrán podado y seguro que ha estado a la sombra, sin recibir la luz del sol, por sus hojas pequeñas y asustadas.

Cargo el jazmín hasta la casa, lo dejo en el patio y tomo una de mis lupas.

No tiene insectos de momento.

Tampoco observo otros bichos.

Calculo la hora porque todas las mañanas a esta hora se relacionan los tordos. Están cantando o hablan entre sí posados en la antena del tejado.

Yo miro el jazmín. Y al echarle tierra nueva sobresale algo en su tronco principal. Es un lazo negro atado con un solo nudo.

Lo extraigo. Parece un cordón de zapato.

Qué extraño. Un jazmín atado. Habrá estado en alguna guía.

Se lo dejo, aunque menos apretado. Lo riego.

Y espero que si no da jazmín alguno, al menos no muera sin poder disfrutar de los rayos del sol de otoño.

En qué lugar de las tristezas habrá compartido los días, sin flores ni luz, viendo cómo su vida se venía abajo.

Luego salgo de nuevo a la calle, hacia el campo con las perras, para fotografiar los olivares y los horizontes y respirar el aire limpio de la sierra de Jaén.

Al pasar por la cafetería se ve otra nueva esquela mortuoria.

Llevamos meses de pesadumbre.

Hasta las golondrinas este año se marcharon antes de lo habitual.

Una esquela nueva.

No me acerco a mirarla.

No quiero mirar su nombre.

Al fondo de la calle se ve a un grupo arremolinado en la puerta de una casa. Están sacando algunos muebles y enseres y cargándolos en un pequeño remolque. Algunas personas van vestidas de negro.

Desvío la mirada y pienso en cómo irá creciendo el jazmín, ahora que le dará luz en el patio.

Tal vez sea de esa casa, de alguna anciana que ha fallecido.

Todo es pasajero, alegrías y tristezas, tienen su recorrido.

No quiero pensar en ello.

Hoy fotografiaré los membrillos y los colores del otoño en los árboles.

No quiero pensar en nada más.

 

© Marta Antonia Sampedro Frutos (Octubre de 2020).


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