lunes, 12 de octubre de 2020

Breve historia de mis 14 años, de Marta Antonia Sampedro

Ya tengo muchos años.  Digamos que soy de riesgo de todo. Tengo dos hijos que no desean saber nada de mí, soy su madrastra malvada de los cuentos más siniestros, y sus madres las mujeres extrañas a las que todo aguantan, aunque yo los parí y crié hasta ser adultos no quieren que sea su madre y no lo soy ni ellos hacen de mis hijos. Tengo tres nietos que no saben que existo o tal vez les han dicho que estoy muerta y enterrada por ahí. También tengo dos perras mayores ya igual que yo y vivimos juntas y felices.

Pero una vez tuve 14 años. Un año entero, tuve 14 años.

Un año antes de mis catorce años, toda la familia nos fuimos a vivir a Vic. Imaginaos que un ovni os lleva a Saturno. Así era Vic.

Jaén, para mis catorce años, era la Tierra.

Yo trabaja en la fábrica. Claro que había más fábricas. Pero sólo era esa.

Hacía turno de 5 de la mañana hasta las 6,30 de la tarde. Los sábados sólo de 5 a 13,30 horas. Tuve una labor importante en la fábrica: procurar que los ratones y las ratas no estropearan los retales de tela para las máquinas. Y así, echando veneno, todas las madrugadas mi labor primera debía ser retirar los cadáveres. Recuerdo ese tiempo de trastorno industrial y ruidos, sólo ruido, todo era ruido de máquinas y un olor terrible a pelo de ratones.

Decía, al principio, que tengo tres nietos que igual creen que estoy muerta y me he dedicado a vivir del cuento. Pero es posible que a los 14 años yo ya estuviera muerta. Sólo pareciendo estar muerta pude soportar ese tiempo en mis catorce años.

Yo dormía con mi abuela Antonia, con ella en su cama, desde los cinco años.

Ella era mi madre más jerárquica.

Un día, murió en su cama, que era el mismo lecho mío. Repasando en voz agonizante versículos de la biblia. Los recuerdo. Pero la biblia y yo mantenemos malas relaciones. Nunca antes había visto morir a nadie. A ella sí la vi morir.

Y ella durante un tiempo se llevó mi espíritu.

Lo sé porque me quedé vacía.

Y así ya las cosas pasaron de turbias a oscuras.

Le tomé rabia a todo el mundo.

Porque había muerto mi abuela Antonia.

Y hasta a mi novio, le tomé rabia y me dejó por una puritana de la iglesia evangélica, porque se había muerto mi abuela y yo no dejaba de llorar fuera de horario laboral. A los muchos años se ahorcó, pero bueno eso es otra historia aparte, no fue mi culpa, si se hubiera quedado conmigo seguiría vivo y amado.

-Nena anda y haz las camas, que si no te castigo a no salir- me ordenaba mi madre.

-No quiero.

Porque se había muerto mi abuela Antonia.

Le tomé rabia a mi madre, y mi madre me tomó rabia a mí.

A mi padre le tomé menos rabia, porque era un hombre y los hombres no parecen querer a sus abuelas como las aman las mujeres.

De modo que a las 6,30 de todos los días en sus tardes al salir de la fábrica, en vez de irme a mi casa de Vic yo me iba al cementerio, a estar con mi abuela Antonia sobre las siete, un poco antes, de las tardes.

El cementerio de Vic está entre los bloques de viviendas, te deja en su puerta el autobús urbano.

En mi pueblo Baños de la Encina, íbamos al cementerio andando entre olivos y membrillos y almendros, porque está en el campo, fuera del pueblo.

Este no.

Me bajo del autobús, aquí está el cementerio.

De la rabia que le tomé a la vida al estar huérfana de tal magnitud, allí me sentaba fuera de su horario de abierto al público, en la oscuridad bajo los cipreses y los ángeles de piedra haciendo sombras en el suelo ahí estaba Antonia por abuela por su abuela Antonia.

Me ponía a llorar restregándome en los ojos el olor de ratones muertos y los tintes de las sábanas y los manteles.

Pensando por qué me había dejado mi abuela en esa ciudad llena de nieblas y frío. Por qué se había ido con su Jehová, si tantos tendría ya en el cielo y en cambio yo sólo tenía a mi abuela. Acaso la tierra es menos grande que el cielo para una niña de 14 años.

Le tomé rabia a Dios.

Y Dios me castigó.

Yo lo castigué a él.

Y él me castigó más aún.

Un pulso perdido eso tuvimos.

Mi novio se buscó a una que usaba colonia y era de ciudad grande y además se sabía todos los nombres femeninos del antiguo testamento.

Y yo para él era sólo una pueblerina.

-¿Se dice te quiero?

-Será en tu pueblo. ¿Sabes qué es je taime?

-No.

-Pueblerina.

Ante esa competencia no pude responder.

Unos días estaba sola, en el banco de piedra. Allí llorando a las puertas del cementerio de Vic, adonde habían apresado a mi abuela.

Y otros venía a mi encuentro mi amiga Pilar del sindicato de la CNT a hacerme compaña. Ella me hablaba en catalán y yo a todo le decía que sí porque lloraba conmigo y yo en andaluz llorando sabía que era comprendida. Algunas veces venía acompañada por su novio Toni el anarquista y me decían que ya mi abuela no estaba allí pero yo no los creía.

-A la entrada, a la derecha, allí en el suelo está mi abuela-les insistía.

Los días pasaron y cuando las noches fueron tardes por la luz, acercándose las siete de las tardes fui comprendiendo que a mi abuela nunca la dejarían salir de allí o no querría salir por algún motivo de sus cuestiones religiosas o su esposo mi abuelo Mateo al que siempre recordaba se habría ido a Vic, lo cual era imposible pues murió en nuestro pueblo cuando mi madre era muy pequeña.

Y así en vez de todos los días fui cada ciertos días al cementerio, para que mi abuela no olvidara que yo seguía allí a su espera y adonde ella dijera allí nos iríamos juntas, preferiblemente a nuestro pueblo eso pensaba yo.

Pilar me apuntó en el convento a clases nocturnas para niñas obreras inmigrantes que no tenían título de saber leer y escribir. Un sacerdote en catalán nos hablaba cada tarde de siete y media a nueve, se le notaba hombre de campo y animales, mientras escribía en la pizarra palabras blancas. Y a mí me importaba poco lo que dijera, no entendía nada sólo los números dibujados, y además yo ya guardaba bajo mi almohada un gran secreto: un libro de poemas de un hombre llamado Miguel Hernández.

 

© Marta Antonia Sampedro Frutos (Octubre de 2020)

1 comentario:

Encarna dijo...

Mi pobre niña obrera, mi amiga del alma, y yo que pensaba que además de ser nuestra líder, la revolucionaria, al irte a la tierra de la prosperidad dónde iban todos los *charneros* de España a buscar un futuro, para ellos y sus hijos, mi pequeña adolescente, creo que ir a rebuscar aceitunas no habría sido más penoso.
Tu pueblo sigue aquí, esperando tu vuelta.
Sólo que aquella niña, ya es abuela, una abuela maravillosa que no la dejan ejercer como tal.
Sigue soñando, porque a base de insistir, los sueños se convierten en realidad.
Tu amiga siempre.
Encarna