lunes, 13 de julio de 2020

Alas de bronce, de Marta Antonia Sampedro


    Tan temprano como aquellas vidas echadas a perder era el tiempo de la mañana. Una mañana de domingo primaveral, estación que las aves conocen en la exactitud melódica del canto libre y el renacer de la vida.
          Sobre los céspedes y bancos de la plaza de Colón, numerosas botellas de cerveza, de güisqui y licores, jeringuillas arenosas, cartones de vino y bolsas de plástico, huellas de la generación perdida para el respeto y la simple sensatez, donde a más voces que se hagan soportar, a más ruido emitido, más pastillas para seguir con los párpados abiertos arrastrando los pies, a más alcohol urgentemente ingerido, nos recuerda que detrás de cada joven amarrado a ello uno a uno asimilan que el sentido de la razón es variable al antojo, pasajero el destino de los días y alterable al egoísmo el sentimiento de grupo humano.
            La hermosa plaza, un domingo por la mañana, en la resaca de la batalla ajena parece arrasada, humillada en su belleza, y los dos ángeles de bronce de la fuente permanecen bajo su gran concha de piedra, flor de agua, al margen de la moda de la dejadez, disfrute por el ecologismo de chatarra y celofán y gamberrismo. Son ellas, las estatuas celestiales, quienes mejor pueden revelar del abandono y el sufrimiento de sus aves, y el cómo tener alas tiernas, para el cruel, no significa nada, más que diversión, en su adicción a lo horrendo.
        -Llegó un Land Rover, echaron comida a las palomas, y cuando comían una gran red las atrapó. Así que los pichones están perdidos, buscando sobrevivir. Nosotros, solamente podemos ofrecerles agua.
            -Y sombra. Ya sabes, hermano, que la sombra es muy importante para el respirar.
            En esa mañana de domingo solitario, el perro de la mujer olisqueaba detrás del seto una bolsa doblemente anudada. Sin embargo, aquel plástico mostraba vida. “Quizá sea una rata”, se dijo con miedo. “Pero esas muerden las bolsas; a no ser que esté herida, o sea un gato”.
        Buscó ayuda; pero no había nadie, excepto unos jóvenes que continuaban su marcha de alcohol, balanceándose junto a los árboles. En aquel momento, vio un ciclista en su marcha de sudor y esfuerzo en la calzada, y en el silencio la mujer dijo “Oye”, voz que nos define con la palabra del reclamo.
              -¡Ayúdame! Mira, aquí hay algo que se mueve.
        El ciclista rompe la bolsa, con cierta prudencia. Asoman sus cabezas dos palomos chicos. Están impregnados de horror; sus escasas plumas encharcadas de sí mismos y de alcohol; y, entorpecidos, buscan cobijo, y el charco de la fuente.
            -¡Quién habrá sido el muy… que habrá hecho esto!
             El ciclista se despide de la mujer y prosigue en su jadeo de esfuerzo cortando el aire fresco de la mañana con sus alas de buena gente.
            Mientras tanto, sobre la piedra central, los pichones observan trémulos los ángeles de bronce. Hacia sus cuerpos el aire les lleva minúsculas gotas de la fuente, salpica el chorro frente a ellos materia sucia de papeles, refrescando sus vidas y limpiando de cerveza sus bellas plumas de inocentes crías.
            -Alégrate de ser de bronce- dice uno de los ángeles al otro, en un suspiro inapreciable.
          -En ningún momento dejo de darle las gracias al artesano, por no haberme formado humano- contesta, vigilando las cuatro esquinas de la plaza-. ¡Imagínate si fuésemos de sangre!
            -Pues se te oye el latir del corazón. ¿Es posible?
         -No. Eso que oyes, hermano, son los latidos de los pichones. Los conozco muy bien, porque son palpitaciones que expresan misterios realmente importantes. Pero claro, es que somos de bronce.
            -Será por eso.

© Marta Antonia Sampedro Frutos (1.998)
Publicado en “Linares Información”, 1.998.

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