El
verano está siendo suave. Normalmente los veranos del sur son muy sofocantes si
nos llega el aire africano. Pero este año, como solemos decir, nos estamos
salvando. Paseo como hago siempre por las calles. Las calles de donde sea.
Sentirme vagabunda sin tener meta adonde llegar, y disfruto sin horarios. Hay
charcos en las aceras y no ha llovido: es que las gentes riegan las plantas de
los balcones; por norma general son geranios y jazmines. Las calles de todos
los sitios no se diferencian mucho cuando se atiende desde el corazón, con la
excepcional cuestión si son las calles de nuestro pueblo donde nacimos y
crecimos. En esas calles de nuestra infancia todo es tomado desde otra visión
emocional, porque aparecen, convertidos en espacios, personas y nosotros
mismos: los pasados formados.
Entro
a la iglesia de ese pueblo que no es el mío. Sé por qué entro a esa iglesia. Me
siento ridícula. Pero continúo allí mirando las estatuas, las velas falsas de
luz eléctrica con su depósito para echar monedas, esas majestuosas lámparas que
podrían iluminar los cielos y la pila de agua bendita completamente seca. Hace
días tuve un sueño con el nombre de una iglesia llamada como esta. Vi a un buen
amigo en pie, rezando; y sobre él caía un haz de luz que se inyectaba sobre su
cuerpo desde una de las vidrieras. Ni esa iglesia ni él se conocen entre sí. De
modo que allí estaba yo, para confirmar los detalles del sueño. Me coloqué en
la misma posición que vi dormida. Nada coincidía. Después me senté en una de
las hileras de bancos de madera con reclinatorios de rezo; a contemplar el
altar y sus dorados. No me impresionan. Todas las iglesias y templos me
resultan similares. Y quedaba ya nuevamente confirmado que los sueños son las
mayores de las libertades que un ser humano tiene en su mente. Después de tener
conciencia de mi ridículo allí sentada en horario donde no había sino ambiente
fresco y motivos religiosos, decidí marcharme. Pero en la salida, allí estaba
él.
-No
sabía que eras religiosa. Estoy conmocionado. A punto de llorar. ¿O, mejor
dicho, podría ser… suspirar?
No le
contesté. Cuando aparece, me inquieta. Y más si se lame sus patas de libélula.
Para él será como quien se toca por hábito el cabello. Sus ironías ya las voy
aceptando; son irremediables. Inclinado en la gran puerta, su altura aun así
resulta enorme.
-¿Ya
has comprobado que en realidad tu sueño te advertía de algo? Por eso estoy
aquí. De otro modo no habría venido. Tengo muchos, demasiados quehaceres.
Su voz
ronca, de árbol antiguo y quebrado. Su voz de cuento de miedo:
-Ya lo
has experimentado en otras ocasiones. Y este también era un sueño sin sentido.
-Fue un
sueño consentido. No es lo mismo.
Una
mujer entraba a la iglesia y dejé de mirar la puerta hacia arriba. Él se apartó
para dejarla pasar. Es demasiado humano para ser ángel. Su gesto caballeroso me
sacó una chispa.
-Pero
Dru, ¡si no te puede ver!- le dije con risitas.
-Yo a
ella sí la veo. Y es muy buena persona- me contestó con tono excesivamente
educado para ser cierto.
Todos
los disparates regresan con él. En realidad, yo me alegro de sus visitas. Pero
nunca se lo diré. Los peligros de los que me protege, no tienen demasiada
trascendencia para una poeta que odia la luna.
Me
senté en uno de los bancos de la plaza y allí se sentó a mi lado. Y digo
sentar por costumbre en decirlo, porque su cuerpo parecía un alambre de grosor
extraordinario intentando empaquetar el banco. Esperé a que no me viesen de
cerca los paseantes, para no hablar sola.
-Bueno
y ahora dime qué peligro me acecha. Porque tu visita, como siempre, me resulta
de un mal presagio. Y deja de lamerte las patas, por favor. ¡Ya!, ¡para, Dru!
-Me
podré lamer las patas cuando lo desee. Donde tú ves patas, yo siento alivio.
Soy un ángel. También tengo mis debilidades.
-Está
bien. Disculpa.
Ciertamente
una piensa que tal vez los ángeles son seres sin pasado. Pero incluso este ser
creado, sin duda alguna por el surrealismo azaroso de la naturaleza, ha de
tenerlo.
-Ya
está refrescando y acaricia el aire. Es buen momento para conversar. No quiero
que me interrumpas. Porque he venido a ti para un propósito muy serio y no
deseo que alguien pueda verte hablando sin nadie. Los humanos, de tan
majaderos, sois complejos. Si habláis solos, alguien lo considera locura.
Locura, es algo mucho más terrible. ¿Hay algo más sensato, que hablar con uno
mismo?
-Mejor
que hablar con un ángel de los peligros.
-No
tendré en cuenta tus timoratas observaciones.
-Gracias.
-Debes
acompañarme a un lugar extraño. No te solicitaría que lo hicieras si dispusiera
de otra persona adecuada; pero no conozco más poeta que logre verme y
escucharme, que a ti. Aunque ya conoces mi juicio al respecto. Si eso que
escribes es poesía, pues yo me considero el dueño de los agujeros negros.
-Gracias;
siempre tan amable.
-¿Es
correcto concretar a las diez de esta noche?
-¿Y
por qué lo preguntas? Apareces igualmente cuando quieres. Pero dime a qué tengo
que ir contigo. De un nuevo peligro no me has avisado todavía. No me dejes con
recelo.
-No
corres peligro…, directamente. Pero sí en cierto aspecto, digamos, de poeta
vocacional.
-¡Ya
era hora de que aceptases que mi vocación es ser poeta! ¡Qué halago al fin!
Esto habrá que celebrarlo.
-No es
halago; no seas presuntuosa. Se trata únicamente de una fórmula para
convencerte. Adiós.
Así,
adiós, sin decirme cuál es el peligro. Me quedé sola en el banco. Mirando la
iglesia en frente. Con las ramas de los naranjos revueltos por los gorriones y
las hormigas. Placenteramente. Aunque preferiría un horizonte al océano. De vez
en cuando es agradable salir del interior. Aún pensando cómo era posible haber
soñado con mi amigo iluminado por una, ya descartado el misterio, lámpara
sospechosa. Y dice Dru que no conoce a más poetas que puedan verlo y
escucharlo. Me extraña. Un poeta es capaz de ver cuanto se proponga. Será más
bien porque ambos nos entregamos algo. Quizás un trato normal y corriente.
Como
quien espera la llegada de un conocido que no soporta, así me preparé yo un
poco antes de las diez en la puerta de mi casa. A la defensiva y con una
intriga propia de los relatos de castillo destartalado y luna llena. Se
presentó sin saludar al menos.
-Vamos-
me ordenó sin más preámbulos.
En el
silencio de la noche, caminando hacia las afueras y callados, escuchaba los
lametones a sus patas. No me quejé; porque ya me había revelado que era su
debilidad de ángel. Los árboles descansaban del calor diurno, y una suave brisa
estival hacía que las hojas manifestaran un lenguaje que adormecía. Señaló un
montón de grava y me indicó:
-Nos
quedaremos aquí.
Igual
que los aficionados a la astronomía. En la oscuridad cortada por la luna,
esperando a que pase una estrella fugaz o un fantástico cometa y aviones que
van a todas partes que desconocemos. O dos chiflados de remate. Incluso
reclinado en el suelo, Dru hacía tres cuerpos de los míos.
-¿Y
ahora qué hacemos?- pregunté, expectante.
-Ahora
cierra los ojos. De paso puedes aprovechar que no verás la luna.
Ante
mí una puerta abierta y una estancia rectangular. Dru estaba a mi espalda. Se
escuchaban unos susurros de llanto, aunque no se podía saber su procedencia.
Pero era el único habitáculo que se veía, por lo tanto era de ese lugar.
-Debes
entrar- me indicó Dru-. Yo te esperaré. Ve. No temas.
Y sin
rebelarme y sin miedos, traspasé.
Era
una habitación alargada, con las paredes y el techo de piedra burda. Ninguna
ventana o cavidad que la permitiera deslizarse; pero había luz natural, semejante
a los atardeceres de otoño. A ambos lados una fila de bancos de una sola pieza
es todo cuanto de útiles tenía. Y sentados en ellos personas ancianas vestidas
con harapos que comenzaron a mirarme con gesto indiferente. Eran siete o nueve
personas. Los miré mientras caminaba cautelosamente ante ellos. A algunos los
reconocía. Eran ancianos cuando yo aún era pequeña. Recordaba sus caras. Dos
vecinos, una tía mía, la abuela de una amiga de la infancia. A los demás nunca
antes los había visto. Ninguno de ellos lloraba. Y al fondo a la izquierda,
había otra persona sentada inclinada hacia la pared. Por qué esta persona no
muestra su rostro. Me aproximé. También vestía jirones oscuros. Escuché un leve
gemido. Le toqué el hombro.
-¿Eres
tú el poeta?- le pregunté notando la aspereza de sus vestidos.
Volvió
hacia mí su rostro.
-¡Yo
soy el poeta!- me gritó con rabia-. ¡El poeta! ¡Quiero morir de verdad! ¡Sácame
de aquí!
Sentí
un temor que me paralizó por su semblante y los alaridos.
En su
cara había señales de cadáver. Sobre sus ojos blanquecinos, hundidos e
inyectados de enojo, resaltaban dos líneas muy gruesas de cejas de carbón que
le ocupaban buena parte de su frente. Apenas tenía cabello y el cráneo asomaba
irregular. El resto del cuerpo lo ocultaban las ropas y estaba descalzo, con
los pies a salvo de la muerte, así como sus manos, que tenía finas y dedos
azulados. La piel estaba momificada, pero aún conservaba el aspecto y rasgos
del hombre que en vida debió ser. Lo imaginé alto, delgado, cabello lacio y claro,
ojos verdes. Para no dejarme llevar por la realidad que tenía ante mí.
Me
senté junto a él, a su izquierda. Continuaba llorando. Unos gemidos de
agotamiento traspasaban los tiempos y no puedo precisar cuánto transcurrió
hasta que me preguntó:
-¿Tú también
eres poeta? ¿Por eso estás aquí?
Miré
las piedras toscas de las paredes; miré a los ancianos que continuaban sentados
observándome con desinterés por mi presencia.
-Sí.
También yo soy poeta. No muy buena. Pero este lugar no sé qué lugar es.
-¿Estás
viva?- se sorprendió.
-Sí.
Lo estoy. Eso creo al menos. Viva- contesté repasando la estancia.
Dejó
de gemir. Y ahora que lo miraba fijamente, no había rastro alguno de líquido de
lágrimas en su cara; sus lágrimas eran vacías.
-Cuando
yo viví, como persona quise muchas veces morir. Cuando tuve grandes dolores, lo
pensaba. No recuerdo esos dolores. Ahora sólo siento un dolor pero mayúsculo.
Cuando escribía mis obras, la muerte era siempre un tema muy repetido. La paz,
la eternidad, el cielo, el infierno, el mal y el bien, el amor, el odio… Qué
poeta no piensa en esas cosas que yo ahora ya no sé qué son. Sólo me quedan
palabras sin los significados.
-Los
poetas…, y también los charlatanes repiten.
Sonrió.
Pude comprobar que sus dientes estaban ahí, detrás de sus labios finos y
resecos. Sonreímos.
-Qué
cosa tan rara. Me has hecho recordar las religiones. Están llenas de
charlatanes. Nunca me pudieron convencer de creer en Dios.
-¿Crees
que estás aquí, porque no crees en un dios? Nadie tiene la obligación de creer
en dioses, los poetas menos todavía. Por la naturaleza nos ha sido regalado un
don especial, el de la libertad de imaginar y de pensar. Y si hay Dios, él lo
comprenderá. Y si no hay Dios, la preocupación debe ser ninguna. No debes
sentir resquemor por nada de eso. Es absurdo. No tengas pesar.
-Pues
entonces será por mis obras. Tan pésimas serían. José se dedicó a los libros; y
sin embargo ya no recuerdo lo que yo escribía. Sólo quiero morir; es mi ruego
eterno: morirme de verdad. Sácame de aquí. Te lo ruego.
Su
mano estaba templada y escasamente la envolvía piel.
-¿Te
llamas José? Es un nombre hermoso.
-Es lo
único que recuerdo, mi nombre.
-Yo
también escribo. Y cuando muera no importará qué escribo. Tampoco a ti debe ya
interesarte. Dejaste tus escritos en los lectores y en tus seres amados. Leer
poesía va siendo cuestión marginal, quedan pocos lectores. Los poetas quedamos
retratados en sinceridad. Es decir damos la cara, al frente honestamente, y en
ocasiones quedamos señalados como si fuésemos grandes enemigos de la humanidad.
Volvimos
a sonreír.
-Eres
poeta de las malas.
-Soy
poeta de las malas.
-Puede
ser que en vida yo también lo fuese, un mal poeta.
-Y
puede ser que no.
Hubo
un silencio. Nos quedamos pensativos y serios.
-¿Y
por qué lloras tan desesperadamente?
-Ya te
lo he dicho: porque quiero morir de verdad.
-¿Y
qué quieres decir con morir de verdad?
Me
soltó la mano. Miró hacia las piedras.
-Morir.
Ser nadie y nada. ¡Morir de verdad! ¡Mi corazón es lo que ruega, morir de
verdad! ¡Sácame de aquí!
Con
ese pesar del poeta desdichado, dirigí la mirada hacia los ancianos. Entre
ellos, sentado, vi a Dru. Su cabeza rozaba las piedras del techo. Estaba muy
serio y no gesticulaba nada, no me ofrecía ninguna indicación. También parecía
indiferente, porque ni siquiera se lamía las patas.
-Quieres
morir de verdad. Eso ya lo he comprendido. Pero me alivia ver que ya no lloras.
Es buena señal, José.
-José
es mi nombre. Sólo sé mi nombre. Y también que soy poeta, pero no recuerdo
ninguno de mis escritos. Te ruego que me saques de aquí, a morirme de verdad.
-No
tienes que rogarme. Un poeta no ruega. El poeta da por hecho.
Vimos
antes su sombra que su cuerpo. Una figura muy alta se aproximó a nosotros y
miramos hacia arriba.
-La
paz te cuide, José. Soy Dru, el ángel de los peligros.
-No sé
lo que es un ángel. Sólo sé mi nombre. José.
-He
venido acompañado por esta poeta. Es mi deseo que no te haya recitado algunos
de sus horrendos poemas. Si ha sido así, te pido perdón.
-Habría
sido muy bonito escuchar poemas, incluso horrendos- contestó José-. Porque ya
no recuerdo qué es un poema.
Dru
negó con la cabeza aquella afirmación.
-Un
poema es lo que escriben las personas sensibles, rebeldes, inteligentes y
buenas, como tú lo fuiste en vida. Y tuviste la mala fortuna de tener en cuenta
la maldad que enseña el humano, a todo humano al nacer: que existe el infierno
y existe el cielo; hasta inventaron un purgatorio, si es que ya había pocas
nefastas opciones. Si haces esto o aquello, tendrás aquello o esto. Un trueque
moral. Cuestión de clientela para agrandar los grupos. Pero la nada es lo único
que existe, José. Esa nada es un derecho natural. Tú también lo tienes. La vida
te lo concedió al nacer. Y yo, ángel de los peligros que existo por naturaleza,
no puedo consentir esta desgracia y condena tuya por necedades que asumió como
realidad, a pesar de tu resistencia, ese corazón.
-¿Y
también esas personas lo son? ¿También eran poetas?-señaló José al lugar donde
estaban los ancianos.
-¿Qué
personas?
Las
líneas de madera estaban vacías. De los ancianos no quedaba rastro alguno.
-Se
han marchado. Me hacían compaña. Qué será de mí ahora. Solo, sin que nadie
escuche mi sufrir.
-¿Los
conocías? ¿Eran familiares o amigos tuyos?
-Me
sonaban sus caras de algo, pero no sé quiénes eran. Sólo recuerdo mi nombre.
José.
-No
estás solo, José. Estás con nosotros. Ven; vayamos hacia la puerta. Salgamos.-
Dru tomó entre sus patas el cuerpo cadavérico de José. El poeta se dejó llevar.
Sus piernas y sus brazos caían igual que un árbol seco del cuerpo enorme de
Dru. Un gemido de llanto distinto al anterior, se escuchó en la estancia hacia
la salida.
-No
llores, hijo de la vida- lo tranquilizó Dru-. Cesará este martirio cruel que te
marcaron en tu noble corazón.
-Al
fin tengo lágrimas en la cara y me mojan los labios. Estoy recordando el sabor
del agua del mar. ¿Qué es el mar?, ¿qué es el agua?, ¿qué es la sal? Yo soy
José.
-Sí
que recuerdas, José, lo que es un poema- le dije, emocionada-. Un poeta jamás
lo olvida.
Tras
la puerta, un pasillo del que no se percibía el fin, traía en el aire un libro
cerrado con las portadas en blanco, y otro y otro de igual modo, que se unían
entre sí a nuestro paso. La oscuridad era considerable. Dru me avisó:
-No
avances más. Espérame aquí.
Aquí,
dice; en la oscuridad. Y viendo libros en vuelo. Bueno, no tengo más remedio
que confiar en él. No era momento de dudas relampagueando temores.
-Adiós,
poeta José.- Le acerqué mi mano a la suya, pero su cuerpo ya no era cuerpo y
quedó mi mano sola en el ambiente-. Me alegro mucho de haberte conocido.
Siempre te recordaré.
-Adiós,
poeta. Yo ya sólo recuerdo mi nombre.
Se
adentró Dru en más oscuridad con José llevado entre sus patas, atrapado en un
gigantesco abrazo. Los libros de portadas blancas comenzaron a brillar hasta
obligarme a cerrar los ojos por la inmensa claridad. No puedo calcular el
tiempo que me supuse sin ojos teniéndolos, hasta el instante cuando hube de
abrirlos al escuchar la voz ronca de Dru.
-Ya
descansa. Ha muerto de verdad.
Sentí
mucha pena por él. Como si al conocerlo lo hubiese considerado vivo y de
repente ya no lo estaba. Pero también el consuelo.
-Marchémonos-
dijo Dru-. Ya hemos concluido nuestra labor. Él regresó a su mayor deseo: al
aire de su pueblo de nacimiento.
Sentados
sobre la grava de nuevo. Aún de noche, con la luna molestando a una poeta que
la odia.
-¿Por
qué odias la luna?
-Porque
me impide ver bien las estrellas.
-Y en
la oscuridad, si no hay luna, ¿con qué verías?
-Bueno,
del todo no la odio. La saco a relucir en muchos textos.
-Ya.
Lo clásico de los poetas simples. Luna lunera… Qué vulgaridad.
Los
cielos negros nos protegían con nebulosas y sin vía láctea. Pero en el corazón
llevábamos el misterio de haber conocido a un poeta que estando ya muerto
quería morir de verdad.
-Esos
ancianos te miraban también a ti. Como si te reconociesen. ¿Eran conocidos
tuyos?
-No.
Nunca los había visto.
-Lo
dudo mucho. Precisando: que me ocultas la verdad.
-Serían
conocidos de José; él mismo dijo que le sonaban sus caras. Que lo acompañaban
en su desgracia.
-De eso
estoy seguro. Pero algo te guardas y no quieres decírmelo.
-Tienes
razón.
-¿Sabes
que Pedro negó a Jesús?
-Pero
luego se arrepintió. Yo puedo hacerlo también cuando quiera.
-Poeta
insolente.
-Todas
las mañanas cantan los gallos.
Dejando
atrás la oscuridad llegamos a las calles, los edificios, los automóviles, las
farolas, que amarilleaban, dando un aspecto de cuento muy tradicional. Al pasar
por la iglesia visitada en la mañana anterior, volví a pensar en la luz
especial sobre el cuerpo de mi amigo.
-Dru,
¿crees que desde donde no hay luz, se puede recibir? Es decir, si no hay luz,
¿cómo se va a poder iluminar a alguien o algo?- yo aún seguía sin encontrar
respuestas al sueño.
-¿Y
has pensado, alguna vez, que la luz también puede emanar, en vez de tener tan
sólo la característica mínima, de recibirse? El egoísmo humano no tiene
remedio. Cada día me alegro más de ser un ángel.
-Y
luego me dices que yo soy la presuntuosa.
Amanecía
cuando yo repasaba cómo desaparecían las últimas estrellas y los murciélagos y
anunciaban otro día las primeras golondrinas. Escribiendo, con la naciente
claridad, este relato de los hechos sobre el deseo rogado a llanto del poeta
José; el poeta que sólo recordaba ya su nombre y que al fin pudo morir de
verdad.
© Marta Antonia Sampedro Frutos (Agosto de 2019).
De la obra de la autora "Ama Noviembre" (2019).
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