Del libro de la autora
"Un corazón leonado y otros relatos", 1995.
Diputación de Córdoba (Andalucía).
Atisbó
desde la pita el culo grande y gordo de la mujer. Podía verle la piel blanca de
las nalgas no cubiertas por las medias, que al agacharse, o al incorporarse de
nuevo, deslizaban hasta la rodilla las ligas de goma elástica.
Llegar
hasta la Mesta no le había resultado difícil, pues su cuerpo delgado y menudo
se escondía fácilmente detrás de una oliva, y el único inconveniente eran las
bandadas de colorines y otros pajarillos que, alertados, despegaban con
alboroto sus alas ante su presencia. Juana entonces miraba hacia atrás. Pero no
veía, tras sus ojos cegados por la opacidad del cristalino y el estrabismo
heredado, más que olivares secos, cuyas ramas enganchaban sus escasos cabellos
y tierra sedienta saturando de arena sus alpargatas negras.
Encinita
jadeaba, rezagada en la vigilia de aquel acecho. De vez en cuando arrancaba una
hoja de oliva para calmar la sed; la saliva aparecía entonces fresca y nueva en
su boca y continuaba escuchando el chirriante sonido del traqueteo del cubo de
Juana, que parecía resonar acorde con los pasos de la mujer.
Al
cruzar, desde la última oliva hasta la pita más próxima a las chumberas, ahogó
un grito al aplastar un chumbo podrido y temió ser descubierta.
-¿Quién
anda ahí?- gritó la mujer.
Pero
el silencio devolvió sus palabras en el descampado de chumberas y continuó
cortando chumbos maduros, asiendo del puño oscuro y sucio de madera vieja el
cuchillo desdentado. Los sacudía de uno en uno, desprendiendo de sus cortes la
sustancia blanquecina, lechosa y amarga, con extrema precaución; para no
enfermar de nada malo, según había aprendido de chica.
Giró
en torno a la planta para no ser vista por Juana cuando ésta se aproximó a las
olivas para recoger ramas secas. Las acarreó hasta los chumbos, desparramados
en el suelo, para barrerlos sobre la tierra. Entretanto, Encinita miraba las
manos de la anciana; pero, a pesar de su esfuerzo, no veía rastro de sangre en
ellas. Comenzó a revolver de un lado para otros los frutos, arrastrando en su
labor piedras, restos de cactus secos, cáscaras flacas de naranjas, y todo
aquello que Encinita ya no pudo reconocer desde su escondite. Colocó la pila de
sustancias y objetos junto a una piedra grande y se sentó, levantando el
vestido negro para despatarrarse a gusto. Revisó los chumbos, que habían
perdido en el barrido la mayoría de sus púas, y los colocó esmeradamente en el
cubo. Repleto ya, acomodó el asa a su antebrazo y se dispuso a regresar.
-¿Cómo
puede ser que no se pinche?- se preguntaba Encinita, que ya sentía
deslizarse el sudor por su rostro.
Dejó a
la anciana regresar sola, y tomó un atajo distinto para volver al pueblo.
-¿En
dónde te has metido?- le regañó su madre al verla beber del botijo fresco,
sedienta.
-Por
ahí jugando- le contestó, limpiándose de agua la barbilla.
-¿Por
ahí…?
-Sí,
mama.
-¿Es
que no puedes hacer lo que hacen las demás niñas? Jugar con las muñecas…,
aprender a bordar…
-No me
gustan las muñecas, mama- respondió triste.
-¡No,
clarito que no! Tú, como una marimacho: apedreando perros y pendoneando por
ahí.
-No
mama. Yo no les tiro piedras a los perros.
-¡Cállate
y pon la mesa!- ordenó la madre con firmeza-. Pero antes, te lavas esa cara y
esas manos, y que papa no te vea así.
-Sí,
mama- contestó sumisa ante el enfado de su madre.
Al
atardecer, cuando el calor abrasador cesaba despertando del letargo al pueblo,
Juana colocaba limpios y con buen aspecto los chumbos junto al paredón de la
calle, cerca del quiosco. Y Encinita, recién aseada del sudor de la siesta y
vestida de limpio acudía como los demás niños a comprar golosinas de color
chillón y chumbos.
-¿Cuántos
quieres, nena?- le decía. Y ella evadía la torcida mirada de Juana, cuyos ojos
la escrutaban a la espera de una respuesta.
-Quiero
dos- acertaba a decir, temerosa de que conociera su secreto-. Pelados.
Encinita
quería observar, sin desperdiciar detalle alguno, cómo desprendía Juana las
cáscaras de su mercancía. Los señaló verticalmente con el filo de la navaja y
cortó parcialmente sus extremos; los frutos aparecían, amarillentos y jugosos,
entre las manos de la mujer, que hacía gestos a la niña para que los cogiese.
-Son
dos pesetas- le dijo.
-Tenga.-
Las depositó sobre la palma de su mano.
En los
puños guardó los chumbos, hasta llegar al barranquillo de las últimas casas,
para estrellarlos sobre las pizarras esclarecidas y plateadas por el calor.
Juana
la Picochumbo, era viuda. No como cualquier viuda de un pueblo pobre: devastada
por la soledad y la emigración de sus dos únicos hijos, parecía haber recibido
de buen grado que éstos jamás la recordaran. Su dolor de madre, que intuía
sería ya abuela, no parecía perturbarle. El invierno era la mayor prueba, y la
más dura, que el destino le podía causar.
Ató
sobre su espalda el saco de picón. Había acarreado cuatro desde el amanecer.
Llegó hasta su casa, y sacó un corrusco de la talega; lo mojó con agua para
ablandar la masa y calentó los dos pajarillos fritos que había atrapado en las
trampas del patio el día anterior. Después de almorzar, arrastró el nuevo saco
hasta el cuarto que utilizaba de almacén. El polvo embadurnó, como era habitual
durante el invierno, las deformes y ennegrecidas paredes de su casa.
Chasquearon los minúsculos troncos de oliva quemados y sacudió del revés el
saco sobre el montón de picón arrinconado, para asegurarse de que lo vaciaba
sin desperdicio. Durante aquella tarea siempre echaba de menos una
ventana en el cuarto, pues las toses aligeraban sus pasos hacia la puerta, que
cerraba tras de sí con una silla de enea.
-¡Que
yo no quiero ir, mama!- sollozaba Encinita a su madre.
-¡Tú,
vas!- le ordenaba amenazante.
-¡Que
no, mama…, que me da miedo…!- rogaba la niña.
-¿Miedo
va a darte, ir a comprar picón?
-Que
no, mama... ¡Es que hay muchos ratones!
-¿Ratones?-
preguntó sonriente la madre-. ¡Vamos, Encinita…! ¿No será que no quieres
hacerme los mandados?
-Que
no, mama…- continuaba el sollozo al observar, en la mano de su madre ahora, la
zapatilla.
-¿Y
qué te van a hacer? ¿Te van comer?
-No,
mama, pero…
-¡He
dicho que vayas! Toma el cubo. Me traes cinco duros.
Al
salir de su casa absorbió los mocos que el llanto le había provocado. Se abrigó
el cuello con la bufanda y durante el camino pataleó varias veces el cubo y
algunas piedras de la calle.
Llamó
a la puerta y Juana apareció, asustando a la niña con la piel clara, tan sólo,
en sus ojeras de anciana. La mujer le sonrió, mostrando sus dientes largos y
estrechos.
-Pasa,
nena- le dijo.
-Dice
mi madre que me ponga cinco duros.
Juana
le cogió el cubo y encendió la bombilla desnuda del cuarto. Encinita se detuvo
en la puerta. Sentía miedo. Mientras Juana escarbaba el picón con la pala de
medir, una danza de ratones saltarines, negros de carbón, trajinaban ante la
presencia de la mujer, que permanecía indiferente.
-¿Cinco
duros me has dicho, nena?- preguntó entre toses.
-Sí-
contestó expectante a la aparición cercana a ella de algún ratón.
A
medida que la anciana removía el picón más brincaban los animales. Y más miedo
sentía Encinita. Quiso evadir la visión del miedo cercano y sopló el polvo
oscuro de la cal de la pared. La puerta contigua estaba entreabierta y la
curiosidad la empujó a mirar. Era un dormitorio, pues una cama grande ocupaba
la mayor parte de la estancia. Las paredes, contrariamente a lo que Encinita
hubiera imaginado, también estaban renegridas, y una silla pequeña hacía de
mesita de noche.
Pero
había algo extraño en aquel cuarto, que no supo adivinar hasta que volvió a
observar la cama y vio que, bajo la manta raída y oscura, sobre la almohada,
asomaba la cara rellena de ojos tristes, los dientes finos y blancos, el pelo
rizado y rubio de una muñeca.
Oyó la
voz de Juana y regresó a la puerta del picón.
-¿Cinco
duros te ha dicho tu madre, nena?- preguntaba de nuevo la anciana.
-Sí,
cinco- contestó la niña, jadeante por temor a ser descubierta.
-Pues
aquí tienes- le dijo al devolverle el cubo, ahora lleno de picón y Encinita le
entregó el dinero, que resonó tintineante en la mano de Juana.
-Con
dios.
-Adiós.
Volvió
a su casa, cuidando que el borde del cubo no le manchase el abrigo. Recordaba
la muñeca. Jamás un juguete la había deslumbrado tanto. El recuerdo de los
ratones, tan temido en sus mandados, había quedado olvidado ese día. Una
muñeca. Y dormía, con sus ojitos abiertos, junto a ella, porque estaba tapada y
aquella debía ser sin duda la cama de la Picochumbo.
Por la
noche, Encinita observaba los rostros de las muñecas que tenía sobre el baúl y
el ropero de su dormitorio. Pero, por mucho que se fijase en sus caritas
inocentes, no encontró nada especial en ellas. Cerró los ojos, pensando que
aquellas muñecas permanecerían, a pesar de la oscuridad, sonrientes. Recordó la
muñeca de Juana y se durmió.
Al día
siguiente, cuando salió de la escuela a mediodía, miró en el corral y cogió
picón a escondidas. Lo metió en un pequeño saco que guardó bajo el abrigo y se
dirigió a las afueras cercanas a su casa y lo tiró.
-Mama,
¿te voy a por picón?- le preguntó al regreso.
Su
madre la miró extrañada. Pero aprovechó la buena gana de su hija.
-¿Ya
no te asustan los ratones?
-No
hay ratones, mama- contestó sonriente-. Es que no tenía ganas de ir.
-¿Y
hoy sí?
-Es
que hoy hace más frío- respondió al coger el cubo vacío y el dinero.
-Cinco
duros.
-¿Cinco?
-Sí,
hija. ¿Es que no sabes contar?
Aligeró
sus pasos hasta alcanzar la puerta de la casa de la anciana.
-Buenas-
le dijo en la puerta.
-Muy
buenas, nena- la saludó la anciana, masticando inútilmente restos de almuerzo.
-Dice
mi madre que me ponga otros cinco duros de picón.
-Hace
mucho frío, ¿verdad que sí?
-Sí.
-Y
claro, los braseros se acaban pronto.
Aprovechó
para ver de cerca la muñeca. Le gustaba. La sacó de la cama para observarla
entera. Estaba limpia y su vestido, de encaje blanco y crudo, no tenía huella
alguna de picón. Tocó sus dedos, pequeños y duros, de perfectas uñas esmaltadas
de color.
-¿Qué
haces, nena?-la sorprendió Juana.- Tiró la muñeca sobre la cama, sobrecogida
por haber sido descubierta-. ¿Te gusta, verdad?- preguntó afable la mujer y la
niña asintió con la cabeza-. Me tocó en la feria de Linares, hace muchos años…,
tantos, tantos…, que ni me acuerdo. Cógela si quieres, que yo tengo las manos
sucias.
Encinita
tomó de nuevo en sus manos la muñeca de Juana y le acarició los cabellos.
-¿Es
bonita, verdad?- dijo al observar la cara de la niña-. Y me acompaña por las
noches. Le cuento historias que aprendí de chica, para que no se me olviden.
¿Tú tienes muchas muñecas?
-Sí,
muchas.
-Yo
sólo tengo esta. Pero la quiero mucho, porque es muy bonita.
-Sí,
esta es muy bonita.
-Y se
ríe mucho… Pero sólo cuando no la miras. Es que es muy vergonzosa.
Le dio
el cubo con el picón al recoger los cinco duros de la niña, que le devolvió una
sonrisa mirando sus apagados y desiguales ojos.
-Cuando
quieras verla, nena, puedes venir si quieres- le dijo al despedirla en la
puerta.
El
invierno, aunque frío, sopló cálido en sus vidas, a la espera de la recogida de
chumbos, allá en la Mesta. Para barrer secretos guardados que sólo conocen las
muñecas del picón.
© Marta Antonia Sampedro
Frutos (1994).
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