jueves, 25 de enero de 2018

Dru y la casa vacía, de Marta Antonia Sampedro


-Nunca me has dicho tu nombre. Apareces de repente, creyéndote supremo, y ni siquiera tienes nombre.
-Qué indiscreción. Claro que tengo nombre. ¿Cómo si no, podrías comunicarte conmigo para que te advierta de los peligros? ¿No es así cómo me has definido, ángel de los peligros? Qué nombre tosco, que más bien sería asignado para un alias. Y no soy un ángel, no está bien que barajes naturalezas. Los ángeles son estatuas de adorno; a tal evolución han devenido semejantes seres cándidos y valientes, acicalando cementerios.
-Mejor que te hubieras quedado solamente en mis sueños.
-Tu imaginación es muy limitada. La otra noche soñaste con un ángel que mantenía sobre sus manos un libro y estaba leyéndolo. Y todo el día te lo pasaste preguntándote qué libro sería, en vez de centrarte en razonamientos. ¿Los ángeles necesitan leer? ¿Para qué? Luego en vano te esfuerzas en agrandarte,  diciendo que escribes… Ahora, a cualquier cosa lo llaman escribir.
-Arrogante te iría muy bien por nombre. Y yo no te busco; eres tú quien apareces a tu capricho. Me asustas más que los peligros de los que presumes avisarme. La última vez evitaste que tropezase en la acera. Gracias, gracias…
-¿Arrogante? Además de la capacidad del sarcasmo, la arrogancia es otra característica muy propia de los artistas o digamos infundados artistas. Y vengo porque tú me reclamas. Puedo ser arrogante cuando quiera. En este momento no me apetece. Y era una valla. Perdóname por… ¿evitar que te rompas las lentes?
-¿Lo ves? Arrogante. A ver a qué cuento estás aquí. Yo no te he lo he pedido.
-También puedo elegir venir, si así lo estimo oportuno.
       Él ya está dentro cuando llego con las llaves de la casa, sentado en los escalones del recibidor. La visito por encargo de unos conocidos, para valorar su precio. La casa está vacía, excepto de nosotros. Se levanta. Su altura de libélula ser humano coloso, hace que las alas muevan la lámpara.
-Cuidado no la rompas, que luego hay quejas.
-Esta lámpara no es tu única preocupación. Por cierto, es presuntuosa. Tiene diez brazos y sin embargo dos bombillas.  Un ejemplo extraordinario sobre la arrogancia.
Un reloj de pared suena, son las once de la mañana según compruebo en mi reloj de pulsera.
-El número once es un número prodigioso. Dos símbolos mellizos unidos en la factoría  circunstancial.  Bella melodía la de este reloj. Excelente entonación.
-Por favor deja de hablar.  Tu voz ronca retumba en el hueco de la escalera.
-Mejor pensado, me marcho. Tengo cosas que hacer.
-¿Cosas que hacer? Lo dudo mucho.
-Desaparecer es la inmediata. Como hicieron los habitantes de esta casa.
La casa está helada. Se nota que está deshabitada. Y el aire es denso. Suele ocurrir, que se concentran humedades y ventilaciones interiores y en el ambiente se produce un olor muy singular. Es un edificio de tres plantas, aisladas las estancias por una escalera lateral que las une entre sí. La planta baja es un almacén saturado de enseres que no permiten apenas ni abrir la puerta. Me dirijo a la primera. Todo frecuente: cocina amueblada y despensa, aseo, salón, ventanas, puertas, suelo de cerámica grisácea aunque con dibujos… Mi experiencia en el oficio, hace que en mi cabeza, de un sencillo vistazo, ya tenga los espacios organizados. Está amueblada parcialmente, con enseres viejos y polvorientos y que la deslucen: aparadores de poca calidad, sillas de enea, cuadros sin definición, ausencia de cortinas…  Quizás alguna vez tuvieron mejor mobiliario y apariencia.
Continúo hacia la segunda planta. Las puertas están cerradas. Abro tres y subo las persianas para que entre luz natural. Camas, armarios, libros y adornos de poco valor… Entro a la estancia que me queda por abrir, supongo que es el cuarto de baño; a nadie se le pasa por alto no instalarlo en la planta de dormitorios. ¿El baño? No existe. Es un habitáculo de cocina antigua. Me sorprendo mucho. Hay una mesa redonda, de las que se usan para poner el brasero en los inviernos. Y dos mujeres sentadas, una frente a la otra, sus piernas cubiertas por las enaguas de la ropa de mesa. A ver cómo arreglo justificar qué hago yo en la casa.
-¡Disculpen!- les digo apurada-. ¡Me dieron las llaves para que viniese a ver la casa, y me dijeron que no vivía nadie!
No me miran, no dicen nada, están de perfil, frente a frente entre ellas.
-Buenos días- insisto, pero no dan signos de percibir mi presencia.
Expectante me quedo en la puerta, no me atrevo a entrar. Una es anciana. Tiene el cabello canoso, recogido en un moño; tez blanca, nariz chata. La otra es una niña de unos ocho o nueve años, y sobre su pecho se distingue una trenza color castaño; piel blanca, nariz alargada y recta. Tienen vestimenta de frío, en tonos marrones. Están quietas, indiferentes a mi llegada. El espacio me recuerda a cuando yo era niña y los azulejos blancos y brillantes eran novedosos.
-Buenos días…
Pero son dos maniquíes humanas. Tras ellas se ve una puerta cerrada. Me decido y me dirijo hacia ella, bordeando por la parte izquierda la mesa donde están las dos mujeres, procurando no aproximarme a la que está más cerca, que es la anciana. Camino despacio, esperando cualquier sobresalto. Abro la puerta. Es un cuarto de baño blanco, completamente blanco de paredes, solería y piezas. A la derecha hay una tina muy baja, llena de agua limpia. Y una niña de muy corta edad está inclinada mirando al agua, tan cerca que pienso que puede caerse. Tiene un blusón blanco y holgado. Desde esa posición no puedo verle el rostro. Chillo hacia la puerta:
-¿Nadie se ha dado cuenta? ¿Que la niña puede ahogarse? ¡Esta niña está sola!
La anciana entra, la veo frente a mí, la cara firme de ausencia de la realidad, el nerviosismo es enorme y se me acelera el pulso. Ahora que la observo de frente, su perfil coincide armoniosamente en simetría. Su rostro se me queda en la memoria como un mensaje  que me transmite para que jamás lo olvide. Me dice con gesto y voz ásperos:
-¿Qué niña? ¡Aquí no hay ninguna niña!
En ese instante su mirada traspasa la mía, sus ojos han llegado hasta la parte más escondida de mi cerebro y la intuyo ladrona de pensamientos. Comienzo a sentir que me cuesta respirar, el corazón se alarma, es una detonación rotunda que me ocupa todo el organismo y ya a mi pecho no entra oxígeno. La anciana continúa mirándome inmóvil y arisca. Mis ojos espantados ven a la niña caer al agua; un ruido de oleaje la rebosa y cubre mientras peleo por respirar. Pienso con todas sus palabras Hoy es mi día, y el corazón a voces me contesta un sí. No me agrada ese paisaje para un adiós, pero estoy sin elección.
 Veo al ángel de los peligros encorvado traspasar la puerta, y tomando a la niña pequeña ya inerte entre sus patas, se dirige a la anciana:
-Soy Dru, me conoces. Tu hijo no está. Él nunca volverá. Deja la vida brotar. Vete.
La anciana le advierte con su mano y dice enfurecida:
-¡Suelta a mi hijo! ¡Dámelo! ¡Nadie puede echarnos de nuestra casa!
-Esta ya no es vuestra morada. ¡Vete!
Salí de la estancia desesperadamente con mi pecho paralizado, dando golpes a las puertas con los brazos abiertos y en alto para poder recuperar la respiración. Y en giros de ahogo me desvanecí en el pasillo.
No sabía qué tiempo había transcurrido. Abrí los ojos y vi dibujos del gres. Me hallaba tumbada en el suelo. Con la garganta dolorida, carraspeaba una y otra vez; llegué a temer haber perdido la voz, pero dije en alto varias palabras para probar, entre ellas Tengo que salir. Mi bolso estaba junto a mí, con las cosas desperdigadas. Uno de mis dos pendientes se había desprendido de mis orejas. Pero era muy extraño que estuviese sobre el suelo, con las dos piezas que lo entrelazan, juntas. ¿Cómo era posible que, cayéndose, volvieran a unirse, si para soltarse deben dejar de estar unidas? Miré el reloj. Debía irme de allí. Eran las doce y media pasadas. Busqué las llaves para desaparecer enseguida de aquel lugar. Pero no las encontraba. Amontoné todo y lo volví a introducir en el bolso.
Es sencillo decir corre y vete sin llaves, un portazo es suficiente para dejar atrás una maldita vivencia. Pero esa cuestión ni se plantea. Mi oficio me ha enseñado que hay veces que la realidad es poco fiable incluso para una misma; y más teniendo en cuenta que escribo historias, entonces podría considerarse nada creíble. En mi oficio, las llaves son piezas sagradas, la divinidad representativa que da derecho a las propiedades privadas. ¿Estaba yo dispuesta a decir que he perdido las llaves de una casa vacía? Sabía la respuesta.
Me armé de valor y las busqué por las habitaciones; cabía la probabilidad de que las hubiese dejado sobre algún mueble. Recordaba el llavero: un trozo de metal cuadrado y multicolor. El dormitorio principal era corriente, al menos así lo había visto antes. Pero ahora estaba ante un espacio con dos ventanas demasiado pequeñas enrejadas y con poyetes en su interior que previamente no tenían ese aspecto ni tamaño. El hueco de una escalera, sobre un extremo. Del mobiliario del dormitorio no quedaba nada, y en su lugar una mesa redonda con una silla de enea al lado eran sus únicos enseres; encima de la mesa unas tijeras de hojas largas y las llaves de la casa.
Las recogí enseguida para salir lo antes posible de aquel espacio. Cuando me disponía a marcharme, lo vi junto a la puerta. Un hombre de unos sesenta años, mediano de estatura y peso, cabello muy corto, negro y lacio, piel blanca, bien vestido. Me recordó a los retratos que decoran las paredes de las casas viejas. Retrocedí. Con seguridad me desafiaba, porque su mirada era de odio y amenaza.
Sentí el peligro recorrer a toda urgencia mi instinto más primario. Tomé la silla y se la lancé.
-¡Sois todas unas zorras!- gritó apartando la silla de un solo golpe. Su voz era media y no correspondía a su aspecto masculino, pues se diría que pertenecía a una mujer.
Yo comencé a gritar, dirigiendo mi voz hacia las ventanas.
-¡Socorro!
El hombre me miraba, yo esquivaba sus ojos intemporales, tan horrorizada estaba. Sabía, mejor dicho suponía, que ese hombre no era verdadero, no podía serlo, por lo tanto ningún arma o razón lo detendría.
-¡Socorro!
La luz entraba tenue por las ventanas estrechas. El silencio era rotundo y mis gritos ecos de espanto.
-¡Ayuda!
Me fijé en las tijeras y cuando estaba dispuesta a lanzarlas, apareció el ángel de los peligros. Dru se relamía con tranquilidad sus patas de libélula. La calma cuando hay miedo también preocupa. Aquel hombre continuaba mirándome con sus ojos de ido.
-¿Aún mantienes tu propósito?- le preguntó y el cuarto resonó-. ¿Romper la cuerda que te lastima?  Ya no es posible.
-Estoy donde tengo que estar- contestó el hombre, aún con su mirada en mí.
-Vete. Mírame. Vete.
-No me iré, Dru. Esta es mi casa.
-Entonces permite que ella se marche.
El hombre dejó de mirarme y haciéndose un ovillo sobre el suelo, bajo el hueco de la escalera perdió sus ojos de algún ayer abismal. Agarré las llaves y en la compañía de Dru salimos de esa estancia. Ningún interés en ver el resto de la casa. Bajando hacia la primera planta observamos sobre el piso una sombra que se deslizaba hacia la cocina.
-¡Seas quien seas aléjate de aquí!- gritó Dru y su voz nos fue devuelta en ecos.
Deduje que a esa silueta él no la conocía.
Al llegar a la entrada de la casa, yo ya estaba sola. En algún peldaño Dru se ausentó. Abrí la puerta para salir huyendo y el reloj de pared dio dos grandes toques. Dos gotas sonaron igual que si cayeran desde las nubes más altas sobre un pantano lleno.
Ni siquiera quise huir por la misma acera de la casa. Crucé la calle y mientras caminaba miré la fachada. Nada de espectros asomados por las ventanas, cortinas que se mueven o luces parpadeando. Al menos en esa casa. En las demás casas, noté cómo algunos vecinos me observaban atentos. Algo sabrían. Pero ya no importaba.
Sólo a alguien tan peculiar se le puede ocurrir llamarse Dru. Así se han dirigido a él en la casa vacía. Y lo pueden ver. Pensaba que sólo yo tenía la mala suerte de tener que aguantar a ese arrogante que dice que me protege de los peligros. Me fui a un parque cercano, para tomar el aire. Aún tenía molestias en la garganta. El sonido de las hojas de los árboles me servía de fuerte alivio.
-Alguna vez quise, o pude ser, un pajarillo. Para mecerme en una rama desnuda.
-Vuelve a repetirlo. Me gusta mucho para unos versos.
-Tú y tus poemas para afligidos… Seguro que se emocionan. Pásame el borrador cuando lo escribas. Son graciosos pasatiempos.
-Eres demasiado grande de estatura para ser un pájaro.
-Hay árboles inmensamente más considerables que cualquier ser que conozcas.
-Pero las ramas no son troncos. Son más débiles.
-Ni mis alas son de pájaro.
-Tu nombre es Dru.
-Ya te dije, que por supuesto tengo un nombre.
-Gracias por protegerme.
-Gracias por darme problemas.
-¿Tiene algún significado? Casi todos los nombres lo tienen.
-Me dices arrogante, y ciertamente lo soy. La arrogancia es una gracia especial. Soberbia, impertinencia, petulancia… No todos los seres pueden dominarlas, pues se asemejan a lograr sujetar en la palma de la mano contra el viento una leve pluma. Me asignaron el nombre de Dru, el que ve con lucidez.  Visionario, iluminado, ese es mi nombre. También iluso, ahora que lo pienso.
-Ambos lo somos. Dos ilusos.
-Hablarás por ti. Me refería a ilusiones.
Apoyado en un árbol sus alas transparentes permitían ver la madera, en realidad como si no tuvieran cuerpo. Aquel ser había vuelto a irrumpir en mi vida cotidiana.
-Esa casa no está vacía- me centré en lo vivido para intentar comprender.
-Vacía. Absolutamente.
-A eso que ha ocurrido no se le puede llamar vacía.
-No hay nadie. Igual que de vacío está el corazón de quien un día decidió tomar una silla, hacer un nudo de cuerda, acabar con su vida y mostrar su muerte por las ventanas a todos los niños que a esa hora jugaban por la calle. Decretó el fin de su ciclo.
-Qué desgracia. Cuánto se puede llevar encima y a pesar de todo parecer ligero.
-El duelo pesa más que las raíces de todos los árboles juntos. Anda en desespero buscando a quien esté dispuesto a cortarle la cuerda para retroceder, reniega de su vacío, volver a disfrutar de cuanta oportunidad perdió. Pero ya este tiempo no le corresponde. Por suerte no le lanzaste las tijeras. Enseguida comenzaste a gritar; no es nada práctico. Qué exagerada. Te creía más audaz.
-¿Y la anciana? ¿Y las niñas? ¿Quiénes son?
-Su dolor sufrido entre la cuerda derramó su corazón. Todo cuanto guardaba en él regresó a su origen y malogró el de su madre. Y ella a espejismos de su infancia. Ella lo deseó niña, pero él era un niño. Insistir en los deseos es poco práctico; en ocasiones sólo fructifica en un terrible fiasco. Desde entonces se anhelan atribulados sin encontrarse, a pesar de agitar la misma zona donde ambos vivieron.
-¿El niño? No es posible. No había ningún niño. Un hombre sí. Lo hemos visto y bien visto.
-Créeme: sólo había una niña y es, fue, un niño. Y más tarde un adulto. Con muy mal gusto para la ofensa, no cabe duda.
-No comprendo nada- contesté aun más confusa.
-Es de suponer. Tu mente acepta mejor lo que inventas sin ton ni son, que las realidades humanas. Y tus lectores son poco exigentes. Me temo que contigo pierdo mi valioso tiempo dándote explicaciones que son tan obvias de resolver para cualquier ser inteligente. 
-Impertinente.
-Dru. Te consiento dirigirte a mí con ese nombre.
El árbol quedó solo de nuevo. Miré sus ramas. En realidad no estaba solo, ni yo sola. Algunos gorriones revoloteaban entre sí, bajaban a la tierra y subían por el aire adonde quisieran ir o ser llevados por el viento. Pensé en el deseo expresado, ser un pájaro para poder estar en una rama desnuda. Qué deseo tan puro, no podría ni imaginármelo de ese creído, ser tan enorme y preferir una minúscula dimensión.
Y encaminándome hacia el centro de la ciudad, el cielo de oscuras nubes anunciaba la venida de la lluvia.



©Marta Antonia Sampedro Frutos (2018)

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