-Nunca me has dicho tu nombre. Apareces de
repente, creyéndote supremo, y ni siquiera tienes nombre.
-Qué indiscreción. Claro que tengo nombre.
¿Cómo si no, podrías comunicarte conmigo para que te advierta de los peligros?
¿No es así cómo me has definido, ángel de los peligros? Qué nombre tosco, que más
bien sería asignado para un alias. Y no soy un ángel, no está bien que barajes
naturalezas. Los ángeles son estatuas de adorno; a tal evolución han devenido semejantes
seres cándidos y valientes, acicalando cementerios.
-Mejor que te hubieras quedado solamente
en mis sueños.
-Tu imaginación es muy limitada. La otra
noche soñaste con un ángel que mantenía sobre sus manos un libro y estaba
leyéndolo. Y todo el día te lo pasaste preguntándote qué libro sería, en vez de
centrarte en razonamientos. ¿Los ángeles necesitan leer? ¿Para qué? Luego en
vano te esfuerzas en agrandarte, diciendo que escribes… Ahora, a cualquier cosa
lo llaman escribir.
-Arrogante te iría muy bien por nombre. Y
yo no te busco; eres tú quien apareces a tu capricho. Me asustas más que los
peligros de los que presumes avisarme. La última vez evitaste que tropezase en
la acera. Gracias, gracias…
-¿Arrogante? Además de la capacidad del
sarcasmo, la arrogancia es otra característica muy propia de los artistas o
digamos infundados artistas. Y vengo porque tú me reclamas. Puedo ser arrogante
cuando quiera. En este momento no me apetece. Y era una valla. Perdóname por…
¿evitar que te rompas las lentes?
-¿Lo ves? Arrogante. A ver a qué cuento
estás aquí. Yo no te he lo he pedido.
-También puedo elegir venir, si así lo
estimo oportuno.
Él ya está dentro cuando llego
con las llaves de la casa, sentado en los escalones del recibidor. La visito por
encargo de unos conocidos, para valorar su precio. La casa está vacía, excepto
de nosotros. Se levanta. Su altura de libélula ser humano coloso, hace que las
alas muevan la lámpara.
-Cuidado no la rompas, que luego hay
quejas.
-Esta lámpara no es tu única preocupación.
Por cierto, es presuntuosa. Tiene diez brazos y sin embargo dos bombillas. Un ejemplo extraordinario sobre la arrogancia.
Un reloj de pared suena, son las once de
la mañana según compruebo en mi reloj de pulsera.
-El número once es un número prodigioso.
Dos símbolos mellizos unidos en la factoría circunstancial. Bella melodía la de este reloj. Excelente
entonación.
-Por favor deja de hablar. Tu voz ronca retumba en el hueco de la
escalera.
-Mejor pensado, me marcho. Tengo cosas que
hacer.
-¿Cosas que hacer? Lo dudo mucho.
-Desaparecer es la inmediata. Como hicieron
los habitantes de esta casa.
La casa está helada. Se nota que está
deshabitada. Y el aire es denso. Suele ocurrir, que se concentran humedades y
ventilaciones interiores y en el ambiente se produce un olor muy singular. Es un edificio de tres plantas, aisladas las estancias por una
escalera lateral que las une entre sí. La planta baja es un almacén saturado de
enseres que no permiten apenas ni abrir la puerta. Me dirijo a la primera. Todo
frecuente: cocina amueblada y despensa, aseo, salón, ventanas, puertas, suelo
de cerámica grisácea aunque con dibujos… Mi experiencia en el oficio, hace que en
mi cabeza, de un sencillo vistazo, ya tenga los espacios organizados. Está
amueblada parcialmente, con enseres viejos y polvorientos y que la deslucen:
aparadores de poca calidad, sillas de enea, cuadros sin definición, ausencia de
cortinas… Quizás alguna vez tuvieron mejor
mobiliario y apariencia.
Continúo hacia la segunda planta. Las
puertas están cerradas. Abro tres y subo las persianas para que entre luz
natural. Camas, armarios, libros y adornos de poco valor… Entro a la estancia que
me queda por abrir, supongo que es el cuarto de baño; a nadie se le pasa por
alto no instalarlo en la planta de dormitorios. ¿El baño? No existe. Es un
habitáculo de cocina antigua. Me sorprendo mucho. Hay una mesa redonda, de las
que se usan para poner el brasero en los inviernos. Y dos mujeres sentadas, una
frente a la otra, sus piernas cubiertas por las enaguas de la ropa de mesa. A
ver cómo arreglo justificar qué hago yo en la casa.
-¡Disculpen!- les digo apurada-. ¡Me
dieron las llaves para que viniese a ver la casa, y me dijeron que no vivía
nadie!
No me miran, no dicen nada, están de
perfil, frente a frente entre ellas.
-Buenos días- insisto, pero no dan signos
de percibir mi presencia.
Expectante me quedo en la puerta, no me
atrevo a entrar. Una es anciana. Tiene el cabello canoso, recogido en un moño;
tez blanca, nariz chata. La otra es una niña de unos ocho o nueve años, y sobre
su pecho se distingue una trenza color castaño; piel blanca, nariz alargada y
recta. Tienen vestimenta de frío, en tonos marrones. Están quietas,
indiferentes a mi llegada. El espacio me recuerda a cuando yo era niña y los
azulejos blancos y brillantes eran novedosos.
-Buenos días…
Pero son dos maniquíes humanas. Tras ellas
se ve una puerta cerrada. Me decido y me dirijo hacia ella, bordeando por la
parte izquierda la mesa donde están las dos mujeres, procurando no aproximarme
a la que está más cerca, que es la anciana. Camino despacio, esperando
cualquier sobresalto. Abro la puerta. Es un cuarto de baño blanco,
completamente blanco de paredes, solería y piezas. A la derecha hay una tina
muy baja, llena de agua limpia. Y una niña de muy corta edad está inclinada mirando
al agua, tan cerca que pienso que puede caerse. Tiene un blusón blanco y
holgado. Desde esa posición no puedo verle el rostro. Chillo hacia la puerta:
-¿Nadie se ha dado cuenta? ¿Que la niña
puede ahogarse? ¡Esta niña está sola!
La anciana entra, la veo frente a mí, la
cara firme de ausencia de la realidad, el nerviosismo es enorme y se me acelera
el pulso. Ahora que la observo de frente, su perfil coincide armoniosamente en
simetría. Su rostro se me queda en la memoria como un mensaje que me transmite para que jamás lo olvide. Me dice
con gesto y voz ásperos:
-¿Qué niña? ¡Aquí no hay ninguna niña!
En ese instante su mirada traspasa la mía,
sus ojos han llegado hasta la parte más escondida de mi cerebro y la intuyo
ladrona de pensamientos. Comienzo a sentir que me cuesta respirar, el corazón
se alarma, es una detonación rotunda que me ocupa todo el organismo y ya a mi
pecho no entra oxígeno. La anciana continúa mirándome inmóvil y arisca. Mis
ojos espantados ven a la niña caer al agua; un ruido de oleaje la rebosa y cubre
mientras peleo por respirar. Pienso con todas sus palabras Hoy es mi día, y el
corazón a voces me contesta un sí. No me agrada ese paisaje para un adiós, pero
estoy sin elección.
Veo
al ángel de los peligros encorvado traspasar la puerta, y tomando a la niña pequeña
ya inerte entre sus patas, se dirige a la anciana:
-Soy Dru, me conoces. Tu hijo no está. Él
nunca volverá. Deja la vida brotar. Vete.
La anciana le advierte con su mano y dice
enfurecida:
-¡Suelta a mi hijo! ¡Dámelo! ¡Nadie puede
echarnos de nuestra casa!
-Esta ya no es vuestra morada. ¡Vete!
Salí de la estancia desesperadamente con
mi pecho paralizado, dando golpes a las puertas con los brazos abiertos y en
alto para poder recuperar la respiración. Y en giros de ahogo me desvanecí
en el pasillo.
No sabía qué tiempo había transcurrido. Abrí
los ojos y vi dibujos del gres. Me hallaba tumbada en el suelo. Con la garganta
dolorida, carraspeaba una y otra vez; llegué a temer haber perdido la voz, pero
dije en alto varias palabras para probar, entre ellas Tengo que salir. Mi bolso
estaba junto a mí, con las cosas desperdigadas. Uno de mis dos pendientes se
había desprendido de mis orejas. Pero era muy extraño que estuviese sobre el
suelo, con las dos piezas que lo entrelazan, juntas. ¿Cómo era posible que,
cayéndose, volvieran a unirse, si para soltarse deben dejar de estar unidas? Miré
el reloj. Debía irme de allí. Eran las doce y media pasadas. Busqué las llaves
para desaparecer enseguida de aquel lugar. Pero no las encontraba. Amontoné
todo y lo volví a introducir en el bolso.
Es sencillo decir corre y vete sin llaves,
un portazo es suficiente para dejar atrás una maldita vivencia. Pero esa
cuestión ni se plantea. Mi oficio me ha enseñado que hay veces que la realidad
es poco fiable incluso para una misma; y más teniendo en cuenta que escribo
historias, entonces podría considerarse nada creíble. En mi oficio, las llaves
son piezas sagradas, la divinidad representativa que da derecho a las
propiedades privadas. ¿Estaba yo dispuesta a decir que he perdido las llaves de
una casa vacía? Sabía la respuesta.
Me armé de valor y las busqué por las
habitaciones; cabía la probabilidad de que las hubiese dejado sobre algún
mueble. Recordaba el llavero: un trozo de metal cuadrado y multicolor. El
dormitorio principal era corriente, al menos así lo había visto antes. Pero
ahora estaba ante un espacio con dos ventanas demasiado pequeñas enrejadas y
con poyetes en su interior que previamente no tenían ese aspecto ni tamaño. El
hueco de una escalera, sobre un extremo. Del mobiliario del dormitorio no
quedaba nada, y en su lugar una mesa redonda con una silla de enea al lado eran
sus únicos enseres; encima de la mesa unas tijeras de hojas largas y las llaves
de la casa.
Las recogí enseguida para salir lo antes
posible de aquel espacio. Cuando me disponía a marcharme, lo vi junto a la
puerta. Un hombre de unos sesenta años, mediano de estatura y peso, cabello muy
corto, negro y lacio, piel blanca, bien vestido. Me recordó a los retratos que
decoran las paredes de las casas viejas. Retrocedí. Con seguridad me desafiaba,
porque su mirada era de odio y amenaza.
Sentí el peligro recorrer a toda urgencia mi
instinto más primario. Tomé la silla y se la lancé.
-¡Sois todas unas zorras!- gritó apartando
la silla de un solo golpe. Su voz era media y no correspondía a su aspecto
masculino, pues se diría que pertenecía a una mujer.
Yo comencé a gritar, dirigiendo mi voz
hacia las ventanas.
-¡Socorro!
El hombre me miraba, yo esquivaba sus ojos
intemporales, tan horrorizada estaba. Sabía, mejor dicho suponía, que ese
hombre no era verdadero, no podía serlo, por lo tanto ningún arma o razón lo
detendría.
-¡Socorro!
La luz entraba tenue por las ventanas
estrechas. El silencio era rotundo y mis gritos ecos de espanto.
-¡Ayuda!
Me fijé en las tijeras y cuando estaba
dispuesta a lanzarlas, apareció el ángel de los peligros. Dru se relamía con
tranquilidad sus patas de libélula. La calma cuando hay miedo también preocupa.
Aquel hombre continuaba mirándome con sus ojos de ido.
-¿Aún mantienes tu propósito?- le preguntó
y el cuarto resonó-. ¿Romper la cuerda que te lastima? Ya no es posible.
-Estoy donde tengo que estar- contestó el
hombre, aún con su mirada en mí.
-Vete. Mírame. Vete.
-No me iré, Dru. Esta es mi casa.
-Entonces permite que ella se marche.
El hombre dejó de mirarme y haciéndose un
ovillo sobre el suelo, bajo el hueco de la escalera perdió sus ojos de algún
ayer abismal. Agarré las llaves y en la compañía de Dru salimos de esa
estancia. Ningún interés en ver el resto de la casa. Bajando hacia la primera
planta observamos sobre el piso una sombra que se deslizaba hacia la cocina.
-¡Seas quien seas aléjate de aquí!- gritó
Dru y su voz nos fue devuelta en ecos.
Deduje que a esa silueta él no la conocía.
Al llegar a la entrada de la casa, yo ya estaba
sola. En algún peldaño Dru se ausentó. Abrí la puerta para salir huyendo y el
reloj de pared dio dos grandes toques. Dos gotas sonaron igual que si cayeran desde
las nubes más altas sobre un pantano lleno.
Ni siquiera quise huir por la misma acera
de la casa. Crucé la calle y mientras caminaba miré la fachada. Nada de
espectros asomados por las ventanas, cortinas que se mueven o luces
parpadeando. Al menos en esa casa. En las demás casas, noté cómo algunos
vecinos me observaban atentos. Algo sabrían. Pero ya no importaba.
Sólo a alguien tan peculiar se le puede
ocurrir llamarse Dru. Así se han dirigido a él en la casa vacía. Y lo pueden
ver. Pensaba que sólo yo tenía la mala suerte de tener que aguantar a ese
arrogante que dice que me protege de los peligros. Me fui a un parque cercano, para
tomar el aire. Aún tenía molestias en la garganta. El sonido de las hojas de
los árboles me servía de fuerte alivio.
-Alguna vez quise, o pude ser, un
pajarillo. Para mecerme en una rama desnuda.
-Vuelve a repetirlo. Me gusta mucho para
unos versos.
-Tú y tus poemas para afligidos… Seguro
que se emocionan. Pásame el borrador cuando lo escribas. Son graciosos
pasatiempos.
-Eres demasiado grande de estatura para ser
un pájaro.
-Hay árboles inmensamente más considerables
que cualquier ser que conozcas.
-Pero las ramas no son troncos. Son más
débiles.
-Ni mis alas son de pájaro.
-Tu nombre es Dru.
-Ya te dije, que por supuesto tengo un nombre.
-Gracias por protegerme.
-Gracias por darme problemas.
-¿Tiene algún significado? Casi todos los
nombres lo tienen.
-Me dices arrogante, y ciertamente lo soy.
La arrogancia es una gracia especial. Soberbia, impertinencia, petulancia… No
todos los seres pueden dominarlas, pues se asemejan a lograr sujetar en la palma
de la mano contra el viento una leve pluma. Me asignaron el nombre de Dru, el
que ve con lucidez. Visionario,
iluminado, ese es mi nombre. También iluso, ahora que lo pienso.
-Ambos lo somos. Dos ilusos.
-Hablarás por ti. Me refería a ilusiones.
Apoyado en un árbol sus alas transparentes
permitían ver la madera, en realidad como si no tuvieran cuerpo. Aquel ser
había vuelto a irrumpir en mi vida cotidiana.
-Esa casa no está vacía- me centré en lo
vivido para intentar comprender.
-Vacía. Absolutamente.
-A eso que ha ocurrido no se le puede
llamar vacía.
-No hay nadie. Igual que de vacío está el
corazón de quien un día decidió tomar una silla, hacer un nudo de cuerda,
acabar con su vida y mostrar su muerte por las ventanas a todos los niños que a
esa hora jugaban por la calle. Decretó el fin de su ciclo.
-Qué desgracia. Cuánto se puede llevar
encima y a pesar de todo parecer ligero.
-El duelo pesa más que las raíces de todos
los árboles juntos. Anda en desespero buscando a quien esté dispuesto a cortarle
la cuerda para retroceder, reniega de su vacío, volver a disfrutar de cuanta
oportunidad perdió. Pero ya este tiempo no le corresponde. Por suerte no le
lanzaste las tijeras. Enseguida comenzaste a gritar; no es nada práctico. Qué
exagerada. Te creía más audaz.
-¿Y la anciana? ¿Y las niñas? ¿Quiénes
son?
-Su
dolor sufrido entre la cuerda derramó su corazón. Todo cuanto guardaba en él regresó
a su origen y malogró el de su madre. Y ella a espejismos de su infancia. Ella
lo deseó niña, pero él era un niño. Insistir en los deseos es poco práctico; en
ocasiones sólo fructifica en un terrible fiasco. Desde entonces se anhelan atribulados
sin encontrarse, a pesar de agitar la misma zona donde ambos vivieron.
-¿El niño? No es posible. No había ningún
niño. Un hombre sí. Lo hemos visto y bien visto.
-Créeme: sólo había una niña y es, fue, un
niño. Y más tarde un adulto. Con muy mal gusto para la ofensa, no cabe duda.
-No comprendo nada- contesté aun más
confusa.
-Es de suponer. Tu mente acepta mejor lo
que inventas sin ton ni son, que las realidades humanas. Y tus lectores son
poco exigentes. Me temo que contigo pierdo mi valioso tiempo dándote explicaciones
que son tan obvias de resolver para cualquier ser inteligente.
-Impertinente.
-Dru. Te consiento dirigirte a mí con ese
nombre.
El árbol quedó solo de nuevo. Miré sus
ramas. En realidad no estaba solo, ni yo sola. Algunos gorriones revoloteaban
entre sí, bajaban a la tierra y subían por el aire adonde quisieran ir o ser
llevados por el viento. Pensé en el deseo expresado, ser un pájaro para poder
estar en una rama desnuda. Qué deseo tan puro, no podría ni imaginármelo de ese
creído, ser tan enorme y preferir una minúscula dimensión.
Y encaminándome hacia el centro de la
ciudad, el cielo de oscuras nubes anunciaba la venida de la lluvia.
©Marta Antonia Sampedro Frutos (2018)
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