Publicado en la revista cultural “Nunca es Tarde”.
“Día de la Mujer Trabajadora”, 1997.
Ayuntamiento de Baños de la Encina (Jaén).
La última vez que la vi, al besarnos en el adiós parecía
que entre sus labios sujetaba el aire de Baños para afrontar su regreso a
Madrid, mientras yo recogía con mis ojos limpios de las motas de algodón que
durante el resto del año enturbiaba mi vista, como cuando de muy niñas
agitábamos los charcos para atrapar renacuajos, todo lo que estaba segura
necesitaría hasta el verano siguiente.
Años
atrás, habíamos dejado la escuela: y la escuela nos daba por dejadas desde
mucho antes de entrar en parvulillos.
Además
de aprender cuántas cosas importantes había en aquel único libro que
ensuciábamos con nuestras manos aceitosas, también aprendimos en ella la
diferencia de ser niña o no serlo, no porque marcara en nosotras el tiempo el
hacernos hembras que usaran pañito cada mes, o porque supiéramos leer sin
equivocarnos, sino por la ansiada ocasión familiar para ganar más dinero que el
que pudiéramos ganar recogiendo aceituna o reluciendo el mármol blanco de las
mejores casas del pueblo.
-¡Que se
va a ir la pava! ¡Anda y súbete ya, chiquilla!- le dije al mirar de nuevo sus
ojos.
-Ya voy,
sí- me contestó reflejando sus lágrimas con las mías-. Será mejor que me suba
ya.
-Escríbeme-
le recordé, a pesar de saber que no lo haría, porque al contrario que a mí me
ocurría, a ella le avergonzaba aquella letra empeñada en permanecer inalterable
al conocimiento de la vida.
-En
cuanto llegue, te escribo- me contestó al subirse al autobús.
Un adiós
que acudía a nosotras cada verano para devolvernos la esperanza del siguiente
año; ella, a su labor en la fábrica de pieles, puliendo pelo que asegure
confianza a quien lo luce, demostrando con ello que sobre los demás mortales
tiene dinero y poder doblegando los cuerpos caros de los animales; yo, a ver
con cuántos colores la vida podía liarse en madejas y ovillos que alguien usara
en labores creativas cegándome con basura los ojos, atentas así a las vueltas
que daban unos enormes relojes que casualmente eran de la misma marca.
-De todo
lo que veo en Madrid, lo que más odio es ese reloj, maldito sea, que parece que
no funciona nunca.
Habíamos
nacido en el mismo pueblo. En familias numerosas que día a día intentaban
esquivar monstruos que sobre los tejados pobres se posaban esperando a ver
quién cae antes con enfermedades o tragedias; sentido el mismo aire que junto a
la Cruz de la Azucena nos hacía volar por miles de caminos que en nuestra
imaginación hacíamos eternos y exentos de obligación por confesarse ante nadie;
carcajeamos colocándonos claveles en el día de la romería, mayo tras mayo,
pidiéndole un ramo de mil deseos a la virgen de la Encina, patrona y única
veladora de un sinfín de humildes sueños; conocíamos el reseco sabor de la
leche en polvo que en nuestro paladar se mantenía hasta el día siguiente con
tal de crecer más que nuestros dientes; hecho la primera comunión como
buenamente pudimos…, y sin embargo ajenas al destino y a la distancia,
continuábamos unidas en el odio hacia un reloj más grande aún que el de la
iglesia de san Mateo.
-Ese
condenado de la fábrica, pilla la mitad de la pared. Hasta soñando lo veo. Me
mira, y luego se pone a funcionar. ¿Con el de tu trabajo te pasa a ti lo mismo?
-Ese no,
Encina. En mis sueños, ese sigue parado; pero tiene agujas muy brillantes de
ramas de olivas que se secan en cuanto suena el despertador y me tengo que
levantar.
-Qué
suerte tienes.
Una
suerte de la que sólo estábamos seguras querer desechar; una suerte que nos
tocó simplemente por haber nacido, para convertirnos en niñas que trabajaban como
mujeres, unas mujeres que escribían como niñas y cuyos controlados sueños no
eran mayores que el de mirar placenteramente hacia el cerro Navamorquín, para
ver si llovería, o si por el contrario haría un espléndido sol que reavivara
las energías de las aludas.
Aunque
no me escribió, en primavera, por su cumpleaños, le envié una postal que
impreso en catalán decía “Felicitats”, la única que en su mensaje se pareciera
al castellano, porque las demás que busqué en los comercios tampoco yo las
entendía. “Aunque en la fábrica no nos los dejen ver, Encina, los demás relojes
sí funcionan porque ya tienes catorce años y otra vez llega el verano”, le decía metiendo muchos “ja, ja” de colores
para hacerle chinchar por su nueva edad. Pero a las dos semanas, el mismo sobre
me fue devuelto por domicilio incorrecto.
Con el
calor, un nuevo verano llegó; como cada año, el sol nos anunciaba que
necesitábamos con urgencia recoger fragmentos de recuerdos para arrearle a la
vida un chapuzón que la refrescara inmersos en el pantano del Rumblar.
Pero
Encina no volvió a Baños; ni siquiera su sencillo cementerio acogió la semilla
que pocos años antes había florecido entre calles empedradas y desconchones
arenosos y marrones, donde ningún reloj importaba lo más mínimo sino para las
misas de los domingos y los sones de su campana anunciando las alboradas.
En la
máquina donde las pieles eran tragadas también fueron tragadas sus manos,
aquellos pequeños dedos que trenzaran entre las risas de la infancia mis
cabellos, y extenuada sobre los motores había muerto meses atrás, en el mismo
instante en que yo comencé a sentir que el reloj de la fábrica movía sus
perezosas agujas impregnadas de grasa industrial.
Y al
regresar de aquel triste verano, ya no me importaba por qué motivos se hallaba
clavado presenciando el trajín de las indefensas abejas de las pieles y del
algodón; porque antes de aquel definitivo adiós, en su quietud alocada veía
cómo mi amiga Encina bailaba en mi esperanza por la llegada de las vacaciones,
sabiendo que no estaba sola, porque también su reloj padecía el mal de la
indiferencia, la misma indiferencia palpable que nos había hecho resistentes
uniéndonos lejos de nuestro pueblo; y que aquel maldito reloj de todas las
fábricas que marcaban las desesperanzas de tantos niños emigrantes,
acrecentando un ignorado y frenético compás de odio, sólo podría dejar de
funcionar de una vez si existía en todos el empeño por retorcerle sus agujas de
baratijas.
©
Marta Antonia Sampedro Frutos (1997).