lunes, 27 de octubre de 2025

De hoja y de harina, de Marta Antonia Sampedro

 

Vive en tus días hijo

cumplimiento de ti mismo

y cuatro temas importantes

lo demás es todo un restar

el tiempo es una espiga

delicada y persistente

que hace de tu persona

cuánta tierra miras y atmósfera

no te espante nada

ni el color de la tormenta

o el páramo de una calma

porque hay veces algunas veces

que los ojos brillan

de misterios y alegrías

pero otras son la magnitud

de la entrega a la voz del miedo

a pesar de lo palpable

o tal vez por ello

finalmente tenemos la vida

con sus planos de recuerdos

y los parámetros irrealizables

que nos hacen cuanto pensamos

es decir cuanto sientes

nunca te dejes vencer

por los índices de otros

tintados de inquina

atiende a tu corazón y sus latidos

con sus prólogos y contradicciones

porque vivir no es más historia

que una sábana en la cuna

que a solas nos indica los epílogos

y entre un eclipse de encinas

nos despierta cualquier luna

con doctorado en geometrías

y sin la edad percibida

a la espera de un consuelo

tendrás que revivir las veces necesarias

tu supervivencia imaginativa

y los sonidos de tu risa de niño

y cuántos llantos evitó el amor

porque ninguna mano es igual a otra

y sin embargo unidas o alejadas

los pulsos laten juntos

nunca iguales bien es cierto

no olvides que la lucha de vivir

es la propiedad de las razones

no te importen los motivos

o sus arrogancias miles

siempre con hambre de adeptos

para reclutar jerarquías

y tantos sometimientos

y sé de hoja y sé de harina

un pulso para la lucha

y otro latido para amar

son dos tiempos compatibles

que nos forman de futuro

a pesar de tus ocupaciones

las maquinarias del mundo

serán  prioridades ínfimas

no vaciles nunca

pero ten tus excepciones

por ejemplo dejar que la duda

tenga cabida en los segundos

y sonríe siempre aunque llores

ríe siempre y procura

para que tu pulso esté contigo.


(C) Marta Antonia Sampedro Frutos. (8 de julio de 2012).

 De la obra de la autora "Estancia de hojas".

jueves, 23 de octubre de 2025

Los astronautas dormidos, de Marta Antonia Sampedro

 

En la vista no hay lunas

ni estrellas para mensajes

los planetas tan lejos olvidados

y la estación espacial del mundo

ha pasado varias veces sobre la lámpara

mientras se deciden ser ingrávidos

ellos los astronautas dormidos

bajo sus máscaras de oxígeno sienten

que el corazón es maquinaria esencial

y sonríen en la hora surrealista con letras

el miedo a amar se apodera del espacio

y asoma el silencio en la cápsula de los cuerpos

pero se acarician brazos desnudos y el cabello

los pies se entrelazan fríos

una lágrima paralizada en roca lunar

las miradas juntas a la ventana y el abismo

las memorias dispersas en nebulosas

dispuestos para soñar el tiempo

los astronautas dormidos a la espera

de que el cometa no los despierte.


(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (2025).

martes, 21 de octubre de 2025

Dru y el poeta que quería morir de verdad, de Marta Antonia Sampedro

 

El verano está siendo suave. Normalmente los veranos del sur son muy sofocantes si nos llega el aire africano. Pero este año, como solemos decir, nos estamos salvando. Paseo como hago siempre por las calles. Las calles de donde sea. Sentirme vagabunda sin tener meta adonde llegar, y disfruto sin horarios. Hay charcos en las aceras y no ha llovido: es que las gentes riegan las plantas de los balcones; por norma general son geranios y jazmines. Las calles de todos los sitios no se diferencian mucho cuando se atiende desde el corazón, con la excepcional cuestión si son las calles de nuestro pueblo donde nacimos y crecimos. En esas calles de nuestra infancia todo es tomado desde otra visión emocional, porque aparecen, convertidos en espacios, personas y nosotros mismos: los pasados formados.

Entro a la iglesia de ese pueblo que no es el mío. Sé por qué entro a esa iglesia. Me siento ridícula. Pero continúo allí mirando las estatuas, las velas falsas de luz eléctrica con su depósito para echar monedas, esas majestuosas lámparas que podrían iluminar los cielos y la pila de agua bendita completamente seca. Hace días tuve un sueño con el nombre de una iglesia llamada como esta. Vi a un buen amigo en pie, rezando; y sobre él caía un haz de luz que se inyectaba sobre su cuerpo desde una de las vidrieras. Ni esa iglesia ni él se conocen entre sí. De modo que allí estaba yo, para confirmar los detalles del sueño. Me coloqué en la misma posición que vi dormida. Nada coincidía. Después me senté en una de las hileras de bancos de madera con reclinatorios de rezo; a contemplar el altar y sus dorados. No me impresionan. Todas las iglesias y templos me resultan similares. Y quedaba ya nuevamente confirmado que los sueños son las mayores de las libertades que un ser humano tiene en su mente. Después de tener conciencia de mi ridículo allí sentada en horario donde no había sino ambiente fresco y motivos religiosos, decidí marcharme. Pero en la salida, allí estaba él.

-No sabía que eras religiosa. Estoy conmocionado. A punto de llorar. ¿O, mejor dicho, podría ser… suspirar?

No le contesté. Cuando aparece, me inquieta. Y más si se lame sus patas de libélula. Para él será como quien se toca por hábito el cabello. Sus ironías ya las voy aceptando; son irremediables. Inclinado en la gran puerta, su altura aun así resulta enorme.

-¿Ya has comprobado que en realidad tu sueño te advertía de algo? Por eso estoy aquí. De otro modo no habría venido. Tengo muchos, demasiados quehaceres.

Su voz ronca, de árbol antiguo y quebrado. Su voz de cuento de miedo:

-Ya lo has experimentado en otras ocasiones. Y este también era un sueño sin sentido.

-Fue un sueño consentido. No es lo mismo.

Una mujer entraba a la iglesia y dejé de mirar la puerta hacia arriba. Él se apartó para dejarla pasar. Es demasiado humano para ser ángel. Su gesto caballeroso me sacó una chispa.

-Pero Dru, ¡si no te puede ver!- le dije con risitas.

-Yo a ella sí la veo. Y es muy buena persona- me contestó con tono excesivamente educado para ser cierto.

Todos los disparates regresan con él. En realidad, yo me alegro de sus visitas. Pero nunca se lo diré. Los peligros de los que me protege, no tienen demasiada trascendencia para una poeta que odia la luna.

Me senté en uno de los bancos de la plaza y allí se sentó a mi lado. Y digo sentar por costumbre en decirlo, porque su cuerpo parecía un alambre de grosor extraordinario intentando empaquetar el banco. Esperé a que no me viesen de cerca los paseantes, para no hablar sola.

-Bueno y ahora dime qué peligro me acecha. Porque tu visita, como siempre, me resulta de un mal presagio. Y deja de lamerte las patas, por favor. ¡Ya!, ¡para, Dru!

-Me podré lamer las patas cuando lo desee. Donde tú ves patas, yo siento alivio. Soy un ángel. También tengo mis debilidades.

-Está bien. Disculpa.

Ciertamente una piensa que tal vez los ángeles son seres sin pasado. Pero incluso este ser creado, sin duda alguna por el surrealismo azaroso de la naturaleza, ha de tenerlo.

-Ya está refrescando y acaricia el aire. Es buen momento para conversar. No quiero que me interrumpas. Porque he venido a ti para un propósito muy serio y no deseo que alguien pueda verte hablando sin nadie. Los humanos, de tan majaderos, sois complejos. Si habláis solos, alguien lo considera locura. Locura, es algo mucho más terrible. ¿Hay algo más sensato, que hablar con uno mismo?

-Mejor que hablar con un ángel de los peligros.

-No tendré en cuenta tus timoratas observaciones.

-Gracias.

-Debes acompañarme a un lugar extraño. No te solicitaría que lo hicieras si dispusiera de otra persona adecuada; pero no conozco más poeta que logre verme y escucharme, que a ti. Aunque ya conoces mi juicio al respecto. Si eso que escribes es poesía, pues yo me considero el dueño de los agujeros negros.

-Gracias; siempre tan amable.

-¿Es correcto concretar a las diez de esta noche?

-¿Y por qué lo preguntas? Apareces igualmente cuando quieres. Pero dime a qué tengo que ir contigo. De un nuevo peligro no me has avisado todavía. No me dejes con recelo.

-No corres peligro…, directamente. Pero sí en cierto aspecto, digamos, de poeta vocacional.

-¡Ya era hora de que aceptases que mi vocación es ser poeta! ¡Qué halago al fin! Esto habrá que celebrarlo.

-No es halago; no seas presuntuosa. Se trata únicamente de una fórmula para convencerte. Adiós.

Así, adiós, sin decirme cuál es el peligro. Me quedé sola en el banco. Mirando la iglesia en frente. Con las ramas de los naranjos revueltos por los gorriones y las hormigas. Placenteramente. Aunque preferiría un horizonte al océano. De vez en cuando es agradable salir del interior. Aún pensando cómo era posible haber soñado con mi amigo iluminado por una, ya descartado el misterio, lámpara sospechosa. Y dice Dru que no conoce a más poetas que puedan verlo y escucharlo. Me extraña. Un poeta es capaz de ver cuanto se proponga. Será más bien porque ambos nos entregamos algo. Quizás un trato normal y corriente.

Como quien espera la llegada de un conocido que no soporta, así me preparé yo un poco antes de las diez en la puerta de mi casa. A la defensiva y con una intriga propia de los relatos de castillo destartalado y luna llena. Se presentó sin saludar al menos.

-Vamos- me ordenó sin más preámbulos.

En el silencio de la noche, caminando hacia las afueras y callados, escuchaba los lametones a sus patas. No me quejé; porque ya me había revelado que era su debilidad de ángel. Los árboles descansaban del calor diurno, y una suave brisa estival hacía que las hojas manifestaran un lenguaje que adormecía. Señaló un montón de grava y me indicó:

-Nos quedaremos aquí.

Igual que los aficionados a la astronomía. En la oscuridad cortada por la luna, esperando a que pase una estrella fugaz o un fantástico cometa y aviones que van a todas partes que desconocemos. O dos chiflados de remate. Incluso reclinado en el suelo, Dru hacía tres cuerpos de los míos.

-¿Y ahora qué hacemos?- pregunté, expectante.

-Ahora cierra los ojos. De paso puedes aprovechar que no verás la luna.

Ante mí una puerta abierta y una estancia rectangular. Dru estaba a mi espalda. Se escuchaban unos susurros de llanto, aunque no se podía saber su procedencia. Pero era el único habitáculo que se veía, por lo tanto era de ese lugar.

-Debes entrar- me indicó Dru-. Yo te esperaré. Ve. No temas.

Y sin rebelarme y sin miedos, traspasé.

Era una habitación alargada, con las paredes y el techo de piedra burda. Ninguna ventana o cavidad que la permitiera deslizarse; pero había luz natural, semejante a los atardeceres de otoño. A ambos lados una fila de bancos de una sola pieza es todo cuanto de útiles tenía. Y sentados en ellos personas ancianas vestidas con harapos que comenzaron a mirarme con gesto indiferente. Eran siete o nueve personas. Los miré mientras caminaba cautelosamente ante ellos. A algunos los reconocía. Eran ancianos cuando yo aún era pequeña. Recordaba sus caras. Dos vecinos, una tía mía, la abuela de una amiga de la infancia. A los demás nunca antes los había visto. Ninguno de ellos lloraba. Y al fondo a la izquierda, había otra persona sentada inclinada hacia la pared. Por qué esta persona no muestra su rostro. Me aproximé. También vestía jirones oscuros. Escuché un leve gemido. Le toqué el hombro.

-¿Eres tú el poeta?- le pregunté notando la aspereza de sus vestidos.

Volvió hacia mí su rostro.

-¡Yo soy el poeta!- me gritó con rabia-. ¡El poeta! ¡Quiero morir de verdad! ¡Sácame de aquí!

Sentí un temor que me paralizó por su semblante y los alaridos.

En su cara había señales de cadáver. Sobre sus ojos blanquecinos, hundidos e inyectados de enojo, resaltaban dos líneas muy gruesas de cejas de carbón que le ocupaban buena parte de su frente. Apenas tenía cabello y el cráneo asomaba irregular. El resto del cuerpo lo ocultaban las ropas y estaba descalzo, con los pies a salvo de la muerte, así como sus manos, que tenía finas y dedos azulados. La piel estaba momificada, pero aún conservaba el aspecto y rasgos del hombre que en vida debió ser. Lo imaginé alto, delgado, cabello lacio y claro, ojos verdes. Para no dejarme llevar por la realidad que tenía ante mí.

Me senté junto a él, a su izquierda. Continuaba llorando. Unos gemidos de agotamiento traspasaban los tiempos y no puedo precisar cuánto transcurrió hasta que me preguntó:

-¿Tú también eres poeta? ¿Por eso estás aquí?

Miré las piedras toscas de las paredes; miré a los ancianos que continuaban sentados observándome con desinterés por mi presencia.

-Sí. También yo soy poeta. No muy buena. Pero este lugar no sé qué lugar es.

-¿Estás viva?- se sorprendió.

-Sí. Lo estoy. Eso creo al menos. Viva- contesté repasando la estancia.

Dejó de gemir. Y ahora que lo miraba fijamente, no había rastro alguno de líquido de lágrimas en su cara; sus lágrimas eran vacías.

-Cuando yo viví, como persona quise muchas veces morir. Cuando tuve grandes dolores, lo pensaba. No recuerdo esos dolores. Ahora sólo siento un dolor pero mayúsculo. Cuando escribía mis obras, la muerte era siempre un tema muy repetido. La paz, la eternidad, el cielo, el infierno, el mal y el bien, el amor, el odio… Qué poeta no piensa en esas cosas que yo ahora ya no sé qué son. Sólo me quedan palabras sin los significados.

-Los poetas…, y también los charlatanes repiten.

Sonrió. Pude comprobar que sus dientes estaban ahí, detrás de sus labios finos y resecos. Sonreímos.

-Qué cosa tan rara. Me has hecho recordar las religiones. Están llenas de charlatanes. Nunca me pudieron convencer de creer en Dios.

-¿Crees que estás aquí, porque no crees en un dios? Nadie tiene la obligación de creer en dioses, los poetas menos todavía. Por la naturaleza nos ha sido regalado un don especial, el de la libertad de imaginar y de pensar. Y si hay Dios, él lo comprenderá. Y si no hay Dios, la preocupación debe ser ninguna. No debes sentir resquemor por nada de eso. Es absurdo. No tengas pesar.

-Pues entonces será por mis obras. Tan pésimas serían. José se dedicó a los libros; y sin embargo ya no recuerdo lo que yo escribía. Sólo quiero morir; es mi ruego eterno: morirme de verdad. Sácame de aquí. Te lo ruego.

Su mano estaba templada y escasamente la envolvía piel.

-¿Te llamas José? Es un nombre hermoso.

-Es lo único que recuerdo, mi nombre.

-Yo también escribo. Y cuando muera no importará qué escribo. Tampoco a ti debe ya interesarte. Dejaste tus escritos en los lectores y en tus seres amados. Leer poesía va siendo cuestión marginal, quedan pocos lectores. Los poetas quedamos retratados en sinceridad. Es decir damos la cara, al frente honestamente, y en ocasiones quedamos señalados como si fuésemos grandes enemigos de la humanidad.

Volvimos a sonreír.

-Eres poeta de las malas.

-Soy poeta de las malas.

-Puede ser que en vida yo también lo fuese, un mal poeta.

-Y puede ser que no.

Hubo un silencio. Nos quedamos pensativos y serios.

-¿Y por qué lloras tan desesperadamente?

-Ya te lo he dicho: porque quiero morir de verdad.

-¿Y qué quieres decir con morir de verdad?

Me soltó la mano. Miró hacia las piedras.

-Morir. Ser nadie y nada. ¡Morir de verdad! ¡Mi corazón es lo que ruega, morir de verdad! ¡Sácame de aquí!

Con ese pesar del poeta desdichado, dirigí la mirada hacia los ancianos. Entre ellos, sentado, vi a Dru. Su cabeza rozaba las piedras del techo. Estaba muy serio y no gesticulaba nada, no me ofrecía ninguna indicación. También parecía indiferente, porque ni siquiera se lamía las patas.

-Quieres morir de verdad. Eso ya lo he comprendido. Pero me alivia ver que ya no lloras. Es buena señal, José.

-José es mi nombre. Sólo sé mi nombre. Y también que soy poeta, pero no recuerdo ninguno de mis escritos. Te ruego que me saques de aquí, a morirme de verdad.

-No tienes que rogarme. Un poeta no ruega. El poeta da por hecho.

Vimos antes su sombra que su cuerpo. Una figura muy alta se aproximó a nosotros y miramos hacia arriba.

-La paz te cuide, José. Soy Dru, el ángel de los peligros.

-No sé lo que es un ángel. Sólo sé mi nombre. José.

-He venido acompañado por esta poeta. Es mi deseo que no te haya recitado algunos de sus horrendos poemas. Si ha sido así, te pido perdón.

-Habría sido muy bonito escuchar poemas, incluso horrendos- contestó José-. Porque ya no recuerdo qué es un poema.

Dru negó con la cabeza aquella afirmación.

-Un poema es lo que escriben las personas sensibles, rebeldes, inteligentes y buenas, como tú lo fuiste en vida. Y tuviste la mala fortuna de tener en cuenta la maldad que enseña el humano, a todo humano al nacer: que existe el infierno y existe el cielo; hasta inventaron un purgatorio, si es que ya había pocas nefastas opciones. Si haces esto o aquello, tendrás aquello o esto. Un trueque moral. Cuestión de clientela para agrandar los grupos. Pero la nada es lo único que existe, José. Esa nada es un derecho natural. Tú también lo tienes. La vida te lo concedió al nacer. Y yo, ángel de los peligros que existo por naturaleza, no puedo consentir esta desgracia y condena tuya por necedades que asumió como realidad, a pesar de tu resistencia, ese corazón.

-¿Y también esas personas lo son? ¿También eran poetas?-señaló José al lugar donde estaban los ancianos.

-¿Qué personas?

Las líneas de madera estaban vacías. De los ancianos no quedaba rastro alguno.

-Se han marchado. Me hacían compaña. Qué será de mí ahora. Solo, sin que nadie escuche mi sufrir.

-¿Los conocías? ¿Eran familiares o amigos tuyos?

-Me sonaban sus caras de algo, pero no sé quiénes eran. Sólo recuerdo mi nombre. José.

-No estás solo, José. Estás con nosotros. Ven; vayamos hacia la puerta. Salgamos.- Dru tomó entre sus patas el cuerpo cadavérico de José. El poeta se dejó llevar. Sus piernas y sus brazos caían igual que un árbol seco del cuerpo enorme de Dru. Un gemido de llanto distinto al anterior, se escuchó en la estancia hacia la salida.

-No llores, hijo de la vida- lo tranquilizó Dru-. Cesará este martirio cruel que te marcaron en tu noble corazón.

-Al fin tengo lágrimas en la cara y me mojan los labios. Estoy recordando el sabor del agua del mar. ¿Qué es el mar?, ¿qué es el agua?, ¿qué es la sal? Yo soy José.

-Sí que recuerdas, José, lo que es un poema- le dije, emocionada-. Un poeta jamás lo olvida.

Tras la puerta, un pasillo del que no se percibía el fin, traía en el aire un libro cerrado con las portadas en blanco, y otro y otro de igual modo, que se unían entre sí a nuestro paso. La oscuridad era considerable. Dru me avisó:

-No avances más. Espérame aquí.

Aquí, dice; en la oscuridad. Y viendo libros en vuelo. Bueno, no tengo más remedio que confiar en él. No era momento de dudas relampagueando temores.

-Adiós, poeta José.- Le acerqué mi mano a la suya, pero su cuerpo ya no era cuerpo y quedó mi mano sola en el ambiente-. Me alegro mucho de haberte conocido. Siempre te recordaré.

-Adiós, poeta. Yo ya sólo recuerdo mi nombre.

Se adentró Dru en más oscuridad con José llevado entre sus patas, atrapado en un gigantesco abrazo. Los libros de portadas blancas comenzaron a brillar hasta obligarme a cerrar los ojos por la inmensa claridad. No puedo calcular el tiempo que me supuse sin ojos teniéndolos, hasta el instante cuando hube de abrirlos al escuchar la voz ronca de Dru.

-Ya descansa. Ha muerto de verdad.

Sentí mucha pena por él. Como si al conocerlo lo hubiese considerado vivo y de repente ya no lo estaba. Pero también el consuelo.

-Marchémonos- dijo Dru-. Ya hemos concluido nuestra labor. Él regresó a su mayor deseo: al aire de su pueblo de nacimiento.

Sentados sobre la grava de nuevo. Aún de noche, con la luna molestando a una poeta que la odia.

-¿Por qué odias la luna?

-Porque me impide ver bien las estrellas.

-Y en la oscuridad, si no hay luna, ¿con qué verías?

-Bueno, del todo no la odio. La saco a relucir en muchos textos.

-Ya. Lo clásico de los poetas simples. Luna lunera… Qué vulgaridad.

Los cielos negros nos protegían con nebulosas y sin vía láctea. Pero en el corazón llevábamos el misterio de haber conocido a un poeta que estando ya muerto quería morir de verdad.

-Esos ancianos te miraban también a ti. Como si te reconociesen. ¿Eran conocidos tuyos?

-No. Nunca los había visto.

-Lo dudo mucho. Precisando: que me ocultas la verdad.

-Serían conocidos de José; él mismo dijo que le sonaban sus caras. Que lo acompañaban en su desgracia.

-De eso estoy seguro. Pero algo te guardas y no quieres decírmelo.

-Tienes razón.

-¿Sabes que Pedro negó a Jesús?

-Pero luego se arrepintió. Yo puedo hacerlo también cuando quiera.

-Poeta insolente.

-Todas las mañanas cantan los gallos.

Dejando atrás la oscuridad llegamos a las calles, los edificios, los automóviles, las farolas, que amarilleaban, dando un aspecto de cuento muy tradicional. Al pasar por la iglesia visitada en la mañana anterior, volví a pensar en la luz especial sobre el cuerpo de mi amigo.

-Dru, ¿crees que desde donde no hay luz, se puede recibir? Es decir, si no hay luz, ¿cómo se va a poder iluminar a alguien o algo?- yo aún seguía sin encontrar respuestas al sueño.

-¿Y has pensado, alguna vez, que la luz también puede emanar, en vez de tener tan sólo la característica mínima, de recibirse? El egoísmo humano no tiene remedio. Cada día me alegro más de ser un ángel.

-Y luego me dices que yo soy la presuntuosa.

Amanecía cuando yo repasaba cómo desaparecían las últimas estrellas y los murciélagos y anunciaban otro día las primeras golondrinas. Escribiendo, con la naciente claridad, este relato de los hechos sobre el deseo rogado a llanto del poeta José; el poeta que sólo recordaba ya su nombre y que al fin pudo morir de verdad.

 

© Marta Antonia Sampedro Frutos (Agosto de 2019).

De la obra de la autora "Ama Noviembre" (2019).

sábado, 11 de octubre de 2025

Juana la Picochumbo, de Marta Antonia Sampedro

 

Del libro de la autora "Un corazón leonado y otros relatos", 1995.

             Diputación de Córdoba (Andalucía). 

 

Atisbó desde la pita el culo grande y gordo de la mujer. Podía verle la piel blanca de las nalgas no cubiertas por las medias, que al agacharse, o al incorporarse de nuevo, deslizaban hasta la rodilla las ligas de goma elástica.

Llegar hasta la Mesta no le había resultado difícil, pues su cuerpo delgado y menudo se escondía fácilmente detrás de una oliva, y el único inconveniente eran las bandadas de colorines y otros pajarillos que, alertados, despegaban con alboroto sus alas ante su presencia. Juana entonces miraba hacia atrás. Pero no veía, tras sus ojos cegados por la opacidad del cristalino y el estrabismo heredado, más que olivares secos, cuyas ramas enganchaban sus escasos cabellos y tierra sedienta saturando de arena sus alpargatas negras.

Encinita jadeaba, rezagada en la vigilia de aquel acecho. De vez en cuando arrancaba una hoja de oliva para calmar la sed; la saliva aparecía entonces fresca y nueva en su boca y continuaba escuchando el chirriante sonido del traqueteo del cubo de Juana, que parecía resonar acorde con los pasos de la mujer.

Al cruzar, desde la última oliva hasta la pita más próxima a las chumberas, ahogó un grito al aplastar un chumbo podrido y temió ser descubierta.

-¿Quién anda ahí?- gritó la mujer.

Pero el silencio devolvió sus palabras en el descampado de chumberas y continuó cortando chumbos maduros, asiendo del puño oscuro y sucio de madera vieja el cuchillo desdentado. Los sacudía de uno en uno, desprendiendo de sus cortes la sustancia blanquecina, lechosa y amarga, con extrema precaución; para no enfermar de nada malo, según había aprendido de chica.

Giró en torno a la planta para no ser vista por Juana cuando ésta se aproximó a las olivas para recoger ramas secas. Las acarreó hasta los chumbos, desparramados en el suelo, para barrerlos sobre la tierra. Entretanto, Encinita miraba las manos de la anciana; pero, a pesar de su esfuerzo, no veía rastro de sangre en ellas. Comenzó a revolver de un lado para otros los frutos, arrastrando en su labor piedras, restos de cactus secos, cáscaras flacas de naranjas, y todo aquello que Encinita ya no pudo reconocer desde su escondite. Colocó la pila de sustancias y objetos junto a una piedra grande y se sentó, levantando el vestido negro para despatarrarse a gusto. Revisó los chumbos, que habían perdido en el barrido la mayoría de sus púas, y los colocó esmeradamente en el cubo. Repleto ya, acomodó el asa a su antebrazo y se dispuso a regresar.

-¿Cómo puede ser que no se pinche?- se preguntaba Encinita, que ya sentía deslizarse  el sudor por su rostro.

Dejó a la anciana regresar sola, y tomó un atajo distinto para volver al pueblo.

-¿En dónde te has metido?- le regañó su madre al verla beber del botijo fresco, sedienta.

-Por ahí jugando- le contestó, limpiándose de agua la barbilla.

-¿Por ahí…?

-Sí, mama.

-¿Es que no puedes hacer lo que hacen las demás niñas? Jugar con las muñecas…, aprender a bordar…

-No me gustan las muñecas, mama- respondió triste.

-¡No, clarito que no! Tú, como una marimacho: apedreando perros y pendoneando por ahí.

-No mama. Yo no les tiro piedras a los perros.

-¡Cállate y pon la mesa!- ordenó la madre con firmeza-. Pero antes, te lavas esa cara y esas manos, y que papa no te vea así.

-Sí, mama- contestó sumisa ante el enfado de su madre.

Al atardecer, cuando el calor abrasador cesaba despertando del letargo al pueblo, Juana colocaba limpios y con buen aspecto los chumbos junto al paredón de la calle, cerca del quiosco. Y Encinita, recién aseada del sudor de la siesta y vestida de limpio acudía como los demás niños a comprar golosinas de color chillón y chumbos.

-¿Cuántos quieres, nena?- le decía. Y ella evadía la torcida mirada de Juana, cuyos ojos la escrutaban a la espera de una respuesta.

-Quiero dos- acertaba a decir, temerosa de que conociera su secreto-. Pelados.

Encinita quería observar, sin desperdiciar detalle alguno, cómo desprendía Juana las cáscaras de su mercancía. Los señaló verticalmente con el filo de la navaja y cortó parcialmente sus extremos; los frutos aparecían, amarillentos y jugosos, entre las manos de la mujer, que hacía gestos a la niña para que los cogiese.

-Son dos pesetas- le dijo.

-Tenga.- Las depositó sobre la palma de su mano.

En los puños guardó los chumbos, hasta llegar al barranquillo de las últimas casas, para estrellarlos sobre las pizarras esclarecidas y plateadas por el calor.

Juana la Picochumbo, era viuda. No como cualquier viuda de un pueblo pobre: devastada por la soledad y la emigración de sus dos únicos hijos, parecía haber recibido de buen grado que éstos jamás la recordaran. Su dolor de madre, que intuía sería ya abuela, no parecía perturbarle. El invierno era la mayor prueba, y la más dura, que el destino le podía causar.

Ató sobre su espalda el saco de picón. Había acarreado cuatro desde el amanecer. Llegó hasta su casa, y sacó un corrusco de la talega; lo mojó con agua para ablandar la masa y calentó los dos pajarillos fritos que había atrapado en las trampas del patio el día anterior. Después de almorzar, arrastró el nuevo saco hasta el cuarto que utilizaba de almacén. El polvo embadurnó, como era habitual durante el invierno, las deformes y ennegrecidas paredes de su casa. Chasquearon los minúsculos troncos de oliva quemados y sacudió del revés el saco sobre el montón de picón arrinconado, para asegurarse de que lo vaciaba sin desperdicio.  Durante aquella tarea siempre echaba de menos una ventana en el cuarto, pues las toses aligeraban sus pasos hacia la puerta, que cerraba tras de sí con una silla de enea.

-¡Que yo no quiero ir, mama!- sollozaba Encinita a su madre.

-¡Tú, vas!- le ordenaba amenazante.

-¡Que no, mama…, que me da miedo…!- rogaba la niña.

-¿Miedo va a darte, ir a comprar picón?

-Que no, mama... ¡Es que hay muchos ratones!

-¿Ratones?- preguntó sonriente la madre-. ¡Vamos, Encinita…! ¿No será que no quieres hacerme los mandados?

-Que no, mama…- continuaba el sollozo al observar, en la mano de su madre ahora, la zapatilla.

-¿Y qué te van a hacer? ¿Te van comer?

-No, mama, pero…

-¡He dicho que vayas! Toma el cubo. Me traes cinco duros.

Al salir de su casa absorbió los mocos que el llanto le había provocado. Se abrigó el cuello con la bufanda y durante el camino pataleó varias veces el cubo y algunas piedras de la calle.

Llamó a la puerta y Juana apareció, asustando a la niña con la piel clara, tan sólo, en sus ojeras de anciana. La mujer le sonrió, mostrando sus dientes largos y estrechos.

-Pasa, nena- le dijo.

-Dice mi madre que me ponga cinco duros.

Juana le cogió el cubo y encendió la bombilla desnuda del cuarto. Encinita se detuvo en la puerta. Sentía miedo. Mientras Juana escarbaba el picón con la pala de medir, una danza de ratones saltarines, negros de carbón, trajinaban ante la presencia de la mujer, que permanecía indiferente.

-¿Cinco duros me has dicho, nena?- preguntó entre toses.

-Sí- contestó expectante a la aparición cercana a ella de algún ratón.

A medida que la anciana removía el picón más brincaban los animales. Y más miedo sentía Encinita. Quiso evadir la visión del miedo cercano y sopló el polvo oscuro de la cal de la pared. La puerta contigua estaba entreabierta y la curiosidad la empujó a mirar. Era un dormitorio, pues una cama grande ocupaba la mayor parte de la estancia. Las paredes, contrariamente a lo que Encinita hubiera imaginado, también estaban renegridas, y una silla pequeña hacía de mesita de noche.

Pero había algo extraño en aquel cuarto, que no supo adivinar hasta que volvió a observar la cama y vio que, bajo la manta raída y oscura, sobre la almohada, asomaba la cara rellena de ojos tristes, los dientes finos y blancos, el pelo rizado y rubio de una muñeca.

Oyó la voz de Juana y regresó a la puerta del picón.

-¿Cinco duros te ha dicho tu madre, nena?- preguntaba de nuevo la anciana.

-Sí, cinco- contestó la niña, jadeante por temor a ser descubierta.

-Pues aquí tienes- le dijo al devolverle el cubo, ahora lleno de picón y Encinita le entregó el dinero, que resonó tintineante en la mano de Juana.

-Con dios.

-Adiós.

Volvió a su casa, cuidando que el borde del cubo no le manchase el abrigo. Recordaba la muñeca. Jamás un juguete la había deslumbrado tanto. El recuerdo de los ratones, tan temido en sus mandados, había quedado olvidado ese día. Una muñeca. Y dormía, con sus ojitos abiertos, junto a ella, porque estaba tapada y aquella debía ser sin duda la cama de la Picochumbo.

Por la noche, Encinita observaba los rostros de las muñecas que tenía sobre el baúl y el ropero de su dormitorio. Pero, por mucho que se fijase en sus caritas inocentes, no encontró nada especial en ellas. Cerró los ojos, pensando que aquellas muñecas permanecerían, a pesar de la oscuridad, sonrientes. Recordó la muñeca de Juana y se durmió.

Al día siguiente, cuando salió de la escuela a mediodía, miró en el corral y cogió picón a escondidas. Lo metió en un pequeño saco que guardó bajo el abrigo y se dirigió a las afueras cercanas a su casa y lo tiró.

-Mama, ¿te voy a por picón?- le preguntó al regreso.

Su madre la miró extrañada. Pero aprovechó la buena gana de su hija.

-¿Ya no te asustan los ratones?

-No hay ratones, mama- contestó sonriente-. Es que no tenía ganas de ir.

-¿Y hoy sí?

-Es que hoy hace más frío- respondió al coger el cubo vacío y el dinero.

-Cinco duros.

-¿Cinco?

-Sí, hija. ¿Es que no sabes contar?

Aligeró sus pasos hasta alcanzar la puerta de la casa de la anciana.

-Buenas- le dijo en la puerta.

-Muy buenas, nena- la saludó la anciana, masticando inútilmente restos de almuerzo.

-Dice mi madre que me ponga otros cinco duros de picón.

-Hace mucho frío, ¿verdad que sí?

-Sí.

-Y claro, los braseros se acaban pronto.

Aprovechó para ver de cerca la muñeca. Le gustaba. La sacó de la cama para observarla entera. Estaba limpia y su vestido, de encaje blanco y crudo, no tenía huella alguna de picón. Tocó sus dedos, pequeños y duros, de perfectas uñas esmaltadas de color.

-¿Qué haces, nena?-la sorprendió Juana.- Tiró la muñeca sobre la cama, sobrecogida por haber sido descubierta-. ¿Te gusta, verdad?- preguntó afable la mujer y la niña asintió con la cabeza-. Me tocó en la feria de Linares, hace muchos años…, tantos, tantos…, que ni me acuerdo. Cógela si quieres, que yo tengo las manos sucias.

Encinita tomó de nuevo en sus manos la muñeca de Juana y le acarició los cabellos.

-¿Es bonita, verdad?- dijo al observar la cara de la niña-. Y me acompaña por las noches. Le cuento historias que aprendí de chica, para que no se me olviden. ¿Tú tienes muchas muñecas?

-Sí, muchas.

-Yo sólo tengo esta. Pero la quiero mucho, porque es muy bonita.

-Sí, esta es muy bonita.

-Y se ríe mucho… Pero sólo cuando no la miras. Es que es muy vergonzosa.

Le dio el cubo con el picón al recoger los cinco duros de la niña, que le devolvió una sonrisa mirando sus apagados y desiguales ojos.

-Cuando quieras verla, nena, puedes venir si quieres- le dijo al despedirla en la puerta.

El invierno, aunque frío, sopló cálido en sus vidas, a la espera de la recogida de chumbos, allá en la Mesta. Para barrer secretos guardados que sólo conocen las muñecas del picón.

 

© Marta Antonia Sampedro Frutos (1994).