domingo, 27 de julio de 2025

Centelleos agitando el alma, de Marta Antonia Sampedro

 

Unos meses atrás, a la segunda asistencia de ella un hombre se sentó a su lado en el patio frente a la paella y la barbacoa en el día de convivencia. Se dijeron sus nombres, charlaron amigablemente y con los demás presentes. Hombre mayor educado y serio, ella educada mayor y alegre. Fue como quien no quiere la cosa que compartieron misterio y materia y cuando ella pensó en alto Me llevaré de recuerdo de este día una rama de los eucaliptos, él contestó Son muy bonitos y medicinales. Y al finalizar la reunión al aire libre bajo los árboles y el sonido del viento en sus ramas adormeciendo la despedida de los reunidos, él apareció con una rama y se la entregó, ella sonrió emocionada Muchas gracias, el otro respondió De nada, para eso estamos.

No faltaban a ninguna de las reuniones, siempre sentados uno frente a la otra y todos atendiendo el orden del día. Él apenas hablaba, ella extrovertida. Podría decirse que entre ambos su comunicación en grupo era inexistente, aunque se miraban de reojo sin que nadie se percatase de que allí se cocía un instinto a fuego lento, que era extraño que dos compañeros no se dirigieran la palabra, con lo bien que congeniaron al principio, y que ni siquiera se pasaran un caramelo de miel y limón para la carraspera repentina. Nadie se detenía en los ojos de ella ni en los ojos del otro cruzándose las miradas en geometrías humanas moleculares, sus mentes atentas a la reunión, fingiendo ser dos desconocidos

Solamente en esas tardes una vez a la semana se veían en persona. Se esperaban en la puerta para entregarse unas pocas palabras con un mínimo de testigos. Si él llevaba ropa anticuada ella se lo indicaba, No me la volveré a poner. Si ella se había teñido el cabello de otro color él opinaba Te queda bien, pero me gusta más cómo lo tenías antes; entonces ella dudaba entre caoba y el castaño. Y así él comenzó a llamarla por teléfono un día sí y otro día no y después de cenar.

Todos ignoraban que en secreto había surgido entre los dos una dinámica confidencial en las llamadas y días alternos. Las horas transcurrían entre risas y vivencias pasadas y él era detallista con ella dedicando tiempo con el sonido quitado al fútbol de la televisión, tan importante la hacía sentir, y ella le correspondía acostándose sin cenar, tanto alimento era la emoción. Al principio las trivialidades; pero con los días incorporaron sus pueblos de origen, la infancia tan lejanísima, el dolor de espalda y los oficios en los que trabajaron, el calor estival o sus aficiones al fútbol y la astronomía. El día que no había llamada se almacenaban temas para el siguiente, y así poco a poco surgieron otros asuntos por ejemplo Te gusta la playa o prefieres el campo, La playa, o la rebeldía No pienso ser la cocinera de nadie, Yo sé guisar. Al no verse las caras, ninguno de ellos percibía las expresiones corporales del otro, ella menos pues él tenía buena mano para las bromas en el mismo tono aproximado que para lo riguroso; él tampoco podía observar que ella era alegre también en la mirada y los ojos le lloraban ante las ocurrencias de los dos.

Ella siempre acudía andando y él en coche, pero una avería determinó que un día caminaran juntos de regreso por las calles de la ciudad. Aún se escuchaban en los árboles las cotorras argentinas y en las farolas doradas comenzaban a destacarse revoloteando pequeños murciélagos. En el trasiego del paseo algunos conocidos los saludaron por separado. Y así, en el corto caminar, lado a lado se percataron de que no habían deducido cuánto más alto era que ella, o cuánto más baja era ella que él o si alguno tendría un andar especial a calle abierta. Hasta en las frases de relleno fueron escuetos y apenas se dijeron nada, en persona no se atrevían a tocar ni un solo tema de los muchos que guardaban. Y así finalizó aquella tarde noche hasta que el otro tomó el autobús urbano y la otra se fue a pie hasta su casa.

Siguiendo la costumbre, al día siguiente la volvió a llamar como si fuese el otro hombre a la otra mujer; el otro que marcaba el teléfono de ella un día sí y otro no. Multiplicar el mundo personal de dos adultos mayores resultaba entre ironías y carcajadas un disparate que los hacía imaginarse aún jóvenes idealistas, incluso una propuesta para ella, Cenar juntos en el pantano y ver las estrellas, qué te parece dime, y la otra No tengo coche, Tranquila, que yo te llevo y te traigo. Voluntario para taxista a ella le pareció impertinente la respuesta del otro y ahí quedó la cosa. A partir de ese día y aunque seguía llamándola fielmente un día sí y otro día no, ella dejó de atender sus llamadas, moribundas ya a un solo toque. Y aunque en las reuniones se veían una vez en semana, seguían siendo dos que se evitan y ya no se decían si le quedaba bien la ropa o el cabello de otro color ni cómo seguían con la rodilla el uno ni la otra y se sentaban alejados como siempre. Hasta que una tarde a última hora y mientras las golondrinas exploraban el aire de las calles entre los tejados y las plantas terceras de los bloques, ella paseaba a su perrita y fingió no verlo, él quieto en la esquina junto al colmado y evaluando el acercamiento dio unos pasos. Primero saludó a la perrita Hola chica…, y luego a ella, Hola zagala…, y añadió con resentimiento:

-Tú también puedes llamarme por teléfono, que no me llamas nunca.

Y ella recordó que esa noche tocaba que la llamase sin obtener respuesta, otras cuarenta y ocho horas y nada, y le contestó No me gusta romper la rutina de nadie, y el otro ¿A qué rutina te refieres?, ella dándole la espalda y él un adiós inexpresivo. Hasta que decidió volver la mirada y observarlo de frente. Y ahí estaba: el hombre que la llamaba un día sí y otro no, con el gesto muy serio, reconociendo al fin que ambos hablaban en confianza, pero por teléfono y días alternos. Que ella había desbaratado su costumbre de hombre con el tiempo calculado, los minutos contados segundo a segundo, desinquieto por el paso de los años y la salud. Y ahora los días que no le contestaba a su llamada, aunque tocase hacerlo, sentía un temor terrible que no aliviaban el fútbol ni el paracetamol. Miedo a perder la risa de ella, miedo al amor de él, miedo a creerse un chaval indefenso, miedo a la vejez conjunta del presente y futura, miedo a la muerte… Ambos con miedo en general, tanto este como aquella, mayores, acobardados por sentir. Ella le había pulverizado su dinámica de soledad controlada que anteriormente jamás había dado resultado alguno, destruido el proyecto de resignación de la madurez acelerada. Pero ser considerado un hombre sin palabra, no estaba dispuesto a terminar así. Se sintió valiente al reprocharle que ella no lo llamaba, que nunca lo recordaba igual que él tan formalmente le demostraba a ella un día sí y otro no, “Claro, aunque tengo mis defectos, como todo el mundo”. Entonces a la otra le vino un extraño destello astronómico. Ese hombre era para ella un enigma matemático en el cielo de las estaciones, el responsable de resucitarle sus tiempos alegres por las noches con llamadas nocturnas como estrellas fugaces recompuestas, desde entonces hasta sonreía a solas, siempre a su espera, que en cualquier momento surjan centelleos agitando el alma. Y, mirándolo de arriba abajo, le dijo:

-Qué camisa tan horrenda llevas hoy.

Y el otro, algo sonriente, respondió:

-Nunca más me la volveré a poner... Pero hazme el favor de no dejarme en silencio.


(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (2024).

De la obra "Cuida tu letra, niña de nubes".

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