domingo, 23 de noviembre de 2025

Alguna vez le habrá pasado, de Marta Antonia Sampedro


¿Alguna vez le ha pasado,

ir viajando en los autocares esos

que tienen dos plantas

y dan vistas amplias? 

Alguna vez le habrá pasado

que está como llevado

por ni se sabe qué le ocurre al ánimo

 que necesita pensar en la belleza del campo, 

y de pronto una perdiz

un ciervo una liebre cruzar

las lindes amarillentas,

o una gran luz estelar

será un ovni un reflejo singular 

y optimista claro está con sorpresa

seguir pensando

esto es sólo el comienzo

veré otras es cuestión de paciencia

no es cierto que la naturaleza

ni los sueños estén muriendo,

este viaje estará lleno

de vivencias similares o mayores

qué belleza y emoción pues seguiré mirando, 

habrá tantas oportunidades

momentos ocasiones suertes, 

alguna vez le habrá pasado, 

y ver pasar los años y venga viajes

recordando la posibilidad esperando, 

aunque no es extraño

a veces pasa a mí por ejemplo

que haya sido la única vez

que le ocurriera ese milagro...

 

Bueno.

Pues así la amaba yo,

reconoció con nostalgia.


(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (2008).

De la obra "Reverso Calamitas".

lunes, 17 de noviembre de 2025

Yo y mis cosas..., de Marta Antonia Sampedro

  

Yo y mis cosas...

me advirtió.

 

Y sus cosas qué importaban

si era cuanto yo quería.

 

Su risa, su tristeza,

su pelo, su religión,

su ateísmo, su calvicie,

su salud, sus ideas,

su enfermedad, su indiferencia...

 

Ay qué suerte ese etcétera

que con él apareciera:

la simbiosis, el parasitismo,

los paseos, los encierros

contando estrellas,

o cuanto quisiera

de esta mujer a su espera.

 

Pero sus cosas

eran su automóvil,

sus trapos con etiqueta,

sus casas y cartera,

sus hipotecas de vida,

y hasta su perra

con pedrigrí era él

para su pre-entrega.

 

Cuando entró a mi casa

comparó qué era él

qué yo era.

 

Se sentó en el sillón

-precisamente el que estaba roto,

era el único que había-,

y el asa de la taza se despegó

al calor de un hirviente café.

 

Yo me reía con él.

Y él lloraba conmigo.

 

Para él también yo era

yo y mis cosas

incluida mi gata de yeso

con los ojos de canicas verde y azul

y me dijo adiós por las buenas

ni siquiera un hasta luego

nos vemos.

 

Qué podía hacer yo

si no tengo más que letras

que necesitan de papel

anticipado por colegas y poetas

-pero son muy buenos

ni me lo apuntan al menos-.

 

Cuando devuelva mi préstamo

de dinas cuatro y bolígrafos

le enviaré este poema.

 

Por si acaso ahora

sólo se tiene a él

y mi gata lo aprueba

-lo arañó saliendo por la puerta-.


(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (2006). 

miércoles, 12 de noviembre de 2025

Proceso a una poetisa, de Marta Antonia Sampedro

 "No dejes caer los párpados

pesados como juicios

no te quedes sin labios

no te duermas sin sueño

no te pienses sin sangre

no te juzgues sin tiempo".

Mario Benedetti.


Declaró ante todos los presentes que la acusada lo amenazó con versos, y no tuvo más alternativa que leerlos al dispararle ella proyectiles de repetición. Presionado por la palabra escrita herido fue por besos bajo presión, acorralado en naranjos, olivos y álamos, ríos, charcos, águilas, sapos y demás testigos silenciosos. Hipnotizado con poemas aderezados para atraerlo a sus brazos la amó, lo reconoció el denunciante, pero sólo por su escasez de experiencia con las letras escritas.

Consolado por partidarios de la prosa numérica especificada en tíquets y facturas tomó tilas, manzanillas y derivados para continuar su grave ponencia de víctima del abecedario. Que, a pesar de sus matinales mensajes por colaborar voluntariamente a las artes, insistía ella en amarlo con su ser (todos los presentes partidarios de él a la cabeza se echaron las manos), susurrándole que sus tiempos eran su cuello y cabellos trigos y ralos (ordenaron protección a menores ante detalles tan rapados), y que ni pensarlo iba a olvidarlo (textualmente no recordaba las palabras por ser él de ciencias y el estrés ocasionado).

Acosado por los poemas de la acusada cambió su concepto personal de noche, y en vez de dormir hacía el amor también durante el día, en la cama, en el baño, en el coche. Se emocionó tanto al recordarlo que la señalada deseó besarlo (los guardias la esposaron por temor a desacato).

Los partícipes de su bando anulaban sus oídos y la inyectaban lecciones mudas en bombarderos de papel, mientras yo escribía en crónicas sus angustias de hombre secuestrado por mujer. Se lamentó de que sus palabras a pólvora aplazaran sus citas al cardiólogo, neumología, endocrinólogo, dermatología, homeópata, otorrinolaringólogo o callista, y se disparasen sus cifras en pensamientos y cenas bajo el cielo, helados de nata y fresas, ropas nuevas y visitas al dentista, furtivos viajes a aguas cristalinas; y que allí estaban reunidas las pruebas a cuadrículas, para demostrarlo: estaba más sano de milagro.

Era la letra de ella. 

Su armamento y estilo de amarlo. 

No podía negarlo. 

Tan ciertamente real, que su abogada defensora por oficio la escrutaba con cara de difícil caso, pero la interrogaba el fiscal por lealtad al protocolo anti poetisas, y no negarle sus derechos de letrista sin licencia legal escrita. 

-Lo confieso- contestó con atómicas risas al interrogatorio abortista de poesía-. Son letras mías. Tienen destellos de verano la hache de hombre él y de mujer la eme mía, y víboras son las eses con veneno de vida.

Silencio en la sala. 

A ver qué más decía en contra de sí misma. 

-Te enviaré nuevos versos con matasellos de corazones a tinta, porque te amo digas lo que digas.

Qué murmullo de escándalo provocó tal amenaza en el bando antiterrorista.

El juez continuó rellenando crucigramas sin llamar al orden. 

Sus partidarios, bohemios, cantautores, gente proscrita, bostezaban más que aplaudían; tanto se aburrían que finalmente quedó sola con sus proyectiles anti cuentas.

Analizó la fiscalía: 

Culpable por utilizar armas no controladas, aromas y bioquímicas. Inocente el hombre por enajenación mental transitoriamente incompetente. 

De amor no conveniente las pruebas concluyentes.

El juez expresó: 

-¡Lugar donde se cumplen los sueños! ¿Alguno de los presentes puede darme una verdad? 

Ella contestó:

-El corazón.

Recibió sanción (permitida pague a plazos por su veterana pertenencia a la estricta Academia de Asaltos). 

Su abogada recurrió la sentencia al Tribunal Superior de Prosa Poética. Están estudiando su legalidad en las urgencias judiciales de Artistas Enamoradas Progresistas. 

En su condena provisional, y mientras decidan firme sentencia, ella le envía poemas anónimos en postales de Singapur. Con matasellos de tinta a corazón, que él relee y guarda como pruebas.

 

(C) Marta Antonia Sampedro Frutos.

Del libro de la autora, “Días en Singapur”.

miércoles, 5 de noviembre de 2025

Pantano azul invierno, de Marta Antonia Sampedro

 

“La despedida no se acaba nunca.

Desde el suelo mismo de las cosas

parte, continúa, sigue la despedida.

No lo mires, camina en busca

de tu propia despedida,

ese llegarte a ti mismo

que es esa sombra siempre presente,

esa desnudez del alma que es,

en definitiva,

la única imagen verdadera”.

María Zambrano.

 

Llevaba algo más de una hora esperando, sentada en el coche con las manos sobre el volante, aparcado próximo a la zona del autobús urbano.

Hacía frío, y sólo en contadas ocasiones había visto aquella neblina nocturna, más propia del Pirineo, posándose sobre las farolas de la ciudad.

Observaba la gran puerta de la cárcel Modelo, cerrada a cal y canto y con algunas luces en puntos clave de vigilancia difuminadas entre la densidad del aire. Revisaba en la penumbra sus uñas y volvía a mirar la puerta una y otra vez. El tráfico de la ciudad comenzaba su bullicio. Buscó las canciones de Marifé de Triana para acompañarse en el frío extraño de la noche y sin darse ni cuenta las lágrimas regresaron a sus ojos con la presencia de la música, recuerdos en palabras, ilusiones que ya daba por perdidas al resumir sus vivencias, su cruel pasado del que no obtuvo ninguna de aquellas, obrera de la nada, productora de más nada. Se vio siendo niña abrazando a su muñeca con vestido de encajes esperando a ser mayor y vivir su historia de amor a través de los hijos de verdad y ahí estaba, nada. 

Al tiempo que sus lágrimas eran un descontrol de letra de canción deslizándose, la puerta de la cárcel se entreabrió, bajó del coche apresurándose y limpió sus ojos.

-¡Suerte colegas! ¡Adéu! ¡Que vaya bien!- escuchó la voz de su hijo mientras un grupo se desperdigaba por la acera en distintas direcciones-. ¿Qué pasa mamá? Por fin ya estoy otra vez en la calle. Joder qué fresquito hace.

Le había dado un solo beso. Olvidando su calor de madre, el sentimiento que día a día la sumergía en un extraño lago de ansiedad.

-Aquel es el coche- le dijo indicándolo-. Lo he comprado hoy mismo.

-¡No jodas que este es tu coche!- se sorprendió Pablo pasando sus manos por la chapa, incrédulo-. ¡Joder qué pasada! ¿Y dónde está el otro? ¿De dónde has sacado la pasta para comprarlo, y por qué hay dentro tanto trasto? ¡Hosti, vaya movida que te traes! Y luego dices que no tienes dinero.

No le respondió. Subieron al automóvil y al ponerlo en marcha los ojos de Manuela parecieron secarse, decidida a dar ese paso que todos los segundos de los últimos meses había elaborado su mente y hacer frente a osos de peluche que fueron transformándose en tiburones reales y le rasgaban las entrañas a través de las venas de su único hijo.

Aquella neblina chocaba contra el cristal, asfalto y calefacción, calor y soledad, y junto a un semáforo de la Sagrada Familia intuyó que aquel monumento se derretía en las nubes bajas como un pastel de chocolate infectado de contaminación.

-¿Y cómo estás?- le preguntó al fin a Pablo mientras sus caras se iluminaban de rojo semáforo.

-¡De puta madre ahora, ya en la calle! No sabes tú lo mal que se pasa en el trullo, todo me pica mucho y es que me parece que tengo hasta piojos. ¿Por qué no sigues todo derecho? ¿Es que no vamos a casa?

-No Pablo. No vamos a casa.

-¡No me jodas! ¡Tengo que llamar por teléfono!

Las canciones de copla lo decían, que hay actitudes propias de madres que no merecen el amor de sus hijos y de hijos que no merecen el amor de sus madres; una indignidad escribe sus letras de desamor y de hastío. Buscó una emisora de radio para encontrar gente que hablara por ellos que no hablaban y centrar su interés en noticias del mundo al que había decidido renunciar.

-¿Sabe papá que hoy me dejaban libre?

-Lo he llamado varias veces al trabajo pero no he podido hablar con él; estará fuera de Barcelona.

Pablo suspiró. Su padre, cómo no, fuera de la ciudad. Por tema del trabajo. Sacó de su cazadora tabaco y papel de fumar y comenzó a calentar hachís para liarse un cigarro.

-Tira eso- le ordenó Manuela.

-¡Pero qué te pasa! ¡Si sólo es un poco de chocolate! Ya no me meto. Mira mis ojos y verás que no, que ya no me meto.

-Ya he oído eso muchas veces, creo que vamos por el millón de veces.

-¡Pero qué mal rollo tienes, mamá! ¿De dónde iba a sacar la pasta para caballo, si en todo este tiempo sólo me has ingresado limosnas?

Paró bruscamente el coche; un cartel grande decía algo en inglés reclamando ser visto, parpadeaba agobiante resaltando entre todas las luces de la gran ciudad. Pablo miró a su madre en silencio. Ella se acercó a su hijo como si fuese a abrazarlo, pero agarró bruscamente su cabello y mientras Pablo pataleaba en su cara insistía una fuerza de la mano de su madre, un pañuelo, una sustancia; en unos segundos quedó inconsciente.

Disminuían las luces, Barcelona quedaba atrás. Las vías cruzadas en un laberinto de caminos que no le importaban desde hacía mucho a su espalda creía enojadas, acechantes en su huída; vociferaban en un silencio tenso a la gran masa humana que claudicaba una vencida o, lo que era peor, una recién estrenada criminal. Por el retrovisor las calles eran lombrices urbanas por donde sólo seres inanimados pasaran, como si el aire los empujase a los precipicios, a la mierda que finalmente diese con el hoyo del reposo, el anuncio del llanto con que se nace.

Pablo permanecía inerte, echado sobre la ventanilla, la cabeza contra el cristal y a cada giro del automóvil su cuerpo era de trapo sujeto. Dormido, pensó serenamente Manuela; dormido su hijo era perfecto.

Al adentrarse en la autopista todo quedaba lentamente a oscuras. Los faros la encaminaban, luces cortas, luces largas, luces que a Manuela le parecían de la misma longitud; siempre hacia el pasado, pasado corto, pasado lejano, pasado de todo. Pasado de mentira, una vida ajena que sin embargo ella protagonizó, una reencarnación de sí misma donde no se reconocía. Pero no temblaban sus manos ni sus labios dudaban al pronunciar palabras pensadas repetidamente o de sus ojos salían lágrimas porque todo estaba ya hacia adelante, no había marcha atrás, insistiendo en que la única senda era la de las luces aquellas y un coche nuevo, las señales de tráfico confirmándole que era una demente abriendo el camino para dementes, de loca, sí, loca de remate, Manuela vuelve, vuelve atrás mala madre, vuelve porque esto no es real, decían los fantasmas morales y los títeres de los horizontes negros de la autopista, vuelve Manuela porque esos brazos amoratados de Pablo los necesita la ciudad y sus venas serán comidas por el asfalto, vuelve a tu cordura Manuela, no seas mala madre, y aunque los huesos ya famélicos de tu hijo tú los formaste no tienes ningún derecho a secuestrarlos porque pertenecen a la ciudad, parirlo no te da derecho a impedirle ser un hombre libre.

El dibujo de una gasolinera. Mil metros. Pablo continuaba con la voluntad perdida. Qué historias dormirían.

Paró unos metros más allá del surtidor. Bajó del coche, cogió del maletero las cuerdas que había preparado y colocó a su hijo sobre los asientos traseros; las ataduras rodearon sus pies y manos y lo tapó con una manta.

-Lleno, por favor- le dijo al empleado de la gasolinera.

-Hace mala noche, señora- le contestó el hombre al tomarle las llaves-. Demasiado frío.

-Sí, mucho frío.

El hombre comenzó a dispensar la gasolina.

-Ha hecho usted bien en tapar a su marido.

-Es mi hijo.

Continuó el viaje al ritmo de pensamientos que parecían nuevos como aquel flamante coche que podía bajar, subir, caer, levantar, más perfecto que una madre que se culpa a sí misma y se mira desde el precipicio, incapaz de seguir, proseguir, andar, correr, cuando la decisión de parar llega al punto de la meta y en realidad comienza la carrera hacia qué parte, para qué ni por dónde. Pero que sepan los pies que el camino ha empezado.

Castellón, 29 kms. Alguna luz se le escapa al cielo; parece el mismo cielo de invierno de sus cuarenta años vividos.

Y no olía a mar, a pesar de no haberlo abandonado en su trayecto costero. Huele a calefacción y a materiales plásticos nuevos.

Luego Valencia, ya con más auroras divisadas entre masas de chimeneas de la producción industrial, el progreso, el vómito pestilente que en la fría mañana provocaba en Manuela más deseos de escapar, arrollarse a sí misma embistiendo el volante contra no importaba qué, conforme entendía que aquella locura de secuestrar a su hijo era un precipicio donde sólo hay abismo infinito, similar al espacio de los astronautas que pierden su dignidad de pisar firme y quedan como estúpidos globos de feria colgados en una locura de no poder guiar sus movimientos por mucho que lo intenten.

Bajo la manta, Pablo comenzó a moverse y a decir algunas palabras sueltas incomprensibles como quien sueña. Paró el coche en un área de servicio y preparó una jeringuilla; destapó el cuerpo de su hijo y sin piedad alguna al ver sus ojos pesados por la somnolencia le inyectó un sedante. Volvió a taparlo.

-Sigue durmiendo, amor de mi vida.

Una inmensa llanura se divisaba con la luz del día. Una llanura que le hizo recordar a Cervantes; alguna vez lo leyó de joven. Cervantes inventó a Sancho Panza porque no la conocería a ella, Manuela esa burla, Manuela qué ridículo, una demente desdichada donde la caballería del progreso eran caballos y más caballos para aniquilarla metidos en las venas del ser que más amaba en el mundo, y por él segundo a segundo de su vida cuidaba enfermos, limpiaba excrementos, tomaba la tensión arterial ajena porque estaba presa de la suya que sabía a la perfección, tensión continua, testigo de la destrucción de su fruto de mujer, midiendo orina en los retretes del hospital, y al tiempo calculando y espiando los pasos de su hijo, los azulejos manchados de su sangre, eternos momentos de dónde estará Pablo, no te mueras hijo te lo ruego; atrás esa Dulcinea que al parir desconocía ser don Quijote lanzando en vano las aspas de los molinos en un mundo de maleteros, caminos hormigonados pero llenos de piedras y peñascos que acababan día a día con todos los sueños conjuntos de una madre con su hijo, estrellados en las frases otro día más y Pablo no ha muerto gracias a dios.

Abandonó la autopista para estirar las piernas. No quiso comprobar si Pablo aún dormía, pero observó que su respiración movía ligeramente la manta.

Gasolinera. Pago a cuenta con tarjeta, donde ya nada habría que pagar.

-Tres mil, por favor.

El sol le inundaba de sensaciones extrañas. Se preguntó una vez más qué era el amor, si la luz permanecía siempre en los corazones a pesar del dolor causado; por qué veía en la vida de su hijo su propia vida, si eran dos cuerpos distintos, un respirar distinto, un pensamiento distinto. Tan distintos. Se esfumaban entre los rayos del sol y desvanecían sin ser alcanzadas las respuestas y nada se concretaba.

Andalucía. Cartel grande, blanco nube, verde pasto. Despeñaperros. Divisaba olivares entre cerros.

Párpados cansados, meta cercana. Corazón de Sierra Morena, tierra de aceituna verde y luego negra. Milenios de aceite dando inviernos. Cerro Navamorquín, al resguardo de plásticos y de pestilencias. Castillo Burgalimar, fortaleza aún viva. Cuántas noches durante los años en Barcelona, la añoranza por su pueblo la hacía dormir pensando que estaba cobijada por la oscuridad y las estrellas de ese cielo, a la espera de que la luna rozara su almena gorda. Y ahora que lo tenía tan cerca, no se alteró en sus emociones, tomó la dirección al pantano, calefacción apagada, toros bravos junto al camino alambrado, encinas. Era ella quien embestiría a lo primero que osara ponérsele por delante.

Huele a diversidad de plantas. Embriagan. Emborrachan. Enloquecen. El coche salta, da brincos. Teme que Pablo se caiga de los asientos y reduce la marcha. Ahora parece que es una barca. Ya ve las nubes reflejadas en el agua. Aquella es una tierra que nada conoce de otras tierras.

Baja del coche.

-Me duele todo.

El horizonte es el mismo que recuerda. Se estremeció al inspirar profundamente el aire limpio de la sierra. Se acercó a la orilla; el agua estaba fría y bebió en sus manos; siempre de niña lo hizo y bien sana que creció. Lavó su cara para despejarse y el agua le devolvió la sensación de una paz que hacía muchos años que no sentía.

-Serán los fantasmas del agua- dijo para sí misma en voz baja-. La gente del pueblo les tiene miedo. Pero yo miedo no tengo ya a nada. Pronto seré una de ellos. A saber la antigüedad que tendrán y todos con sus razones.

Regresó al coche y abrió la puerta trasera. Pablo tenía los ojos abiertos y parpadeaba lentamente. Pero estaba inmóvil.

El espacio era tormenta de silencios.

-¿Quieres un zumo?- le preguntó.

Y el silencio de nuevo.

La provisión de alimentos era escasa. Total, si no la necesitarían. Ni ropas. Sólo un coche nuevo para la ocasión y un hijo con su madre y una madre con su hijo. Un botiquín con lo necesario para aliviar si era preciso la bienvenida a la muerte. Y un pantano azul invierno.

Y un equipo de música de coche. Eres hijo para mí lo primero. Y hasta después de muerta te amaré. Y ya por sufrimiento no le temo ni a la vida ni a la muerte. Lo dicen todas las letras de las mejores canciones. Y Manuela se lo repite todos los días. Vida, muerte. Han llegado a ser tan nombrados conjuntamente, que son conceptos similares.

-Pablo, Pablo…. Hijo…,  ¿quieres un zumo?

Y espera el silencio; pero se escucha:

-Déjame en paz. ¿Se puede saber dónde estoy? Me duele la cabeza.

-¿Oyes los pájaros? Hay muchos. Y por la noche salen los búhos.

-Estás loca. Yo no oigo nada.

Manuela se acerca a su hijo, lo toma para sí. Lo abraza. Huele a prisión. Y también a niño. Él, con enfado, rechaza su abrazo.

-¡Suéltame!

-Ya te avisé, hijo, que esto un día acabaría; que acabaría malamente.

Pablo se incorporó. Repasó con las manos sus ojos una y otra vez. Vio el pantano ante sí. Manuela se sienta junto a él.

-Esto no es Barcelona.

-No. No lo es.

-Déjame que me líe un canuto.

-Bueno, te dejo. Hazlo. Que sean dos.

-¡Mamá!... ¡Qué payasadas dices!

-Uno para ti y otro para mí. Venga.

-¿Algo raro ha pasado este tiempo y me lo he perdido?

Manuela ya no hace caso a ninguna observación de su hijo. Demasiado tarde todo.

-¿Ves aquel puente? ¿Aquel? Por allí se tiró un muchacho del pueblo y se ahogó. Tenía más o menos tu edad. La novia lo había dejado.

-Menudo gilipollas, matarse por eso. Venga vámonos.

-Tomaremos un zumo.

Pablo salió del coche.

-Me duelen los músculos joder.

Un avión militar apareció súbitamente del cerro Navamorquín. Tan bajo que se podía ver difuminado su cuerpo metálico en las aguas y un sonido atronador contundente cortó el silencio de la sierra.

-¡Qué pasada!- dijo Pablo-. ¡Qué bajo!

-¿Quieres morir conmigo, hijo?

Pablo no contestó.

Prosiguió Manuela:

-Si tú mueres conmigo, volveremos a la vida como antes de nacer yo y de nacer tú. Si eso quieres, eso haremos.

Pablo y su indiferencia porque a su madre se le ha ido la cabeza.

-¿No quieres? Entonces moriré yo por los dos. ¿Te gusta este paisaje para ver morir una madre? A mí me gusta. Nubes, agua, aire limpio. No soy de morir con la vida al filo de cuchilla cada día. Es mejor morir de una vez.

-¡Ya basta!, ¡prou mare!, ¡vale!- dijo Pablo, molesto-. ¡Déjalo estar!

-… Y podrás seguir siendo un suicida vivo el tiempo que quieras sin que nadie te reproche nada. Porque yo te pienso muerto cada día. Pero ahora, desde la Diagonal hasta las Atarazanas, desde Sarriá hasta la Barceloneta, toda Barcelona será para ti solo. Serás feliz como hasta ahora lo eres, a ver qué suerte de mercancía te han vendido. Quédate sin hogar vendiendo tu casa y métete todo en las venas. Las venas entienden mucho de ventas. Vende también este coche y que vaya a tu cuerpo. Mata tu amor a la pintura y deja que tu don artístico sea la burla de tus camellos; qué divertido será, ellos pondrán el precio a tu arte y a tu pensamiento. ¿El precio será morirte? Me parece caro, pero a ti barato. Aunque a mí ya no podrás matarme, porque ya estaré muerta. Y como veo que no quieres morirte de una vez, me voy yo sola. A mí no me dejó mi novio, pero me dejó mi hijo, que es mucho peor; me vendió a sus camellos, una mercancía; me vendiste Pablo, hijo, me vendiste y ya soy propiedad de alguien, estoy marcada por el amor a ti. Ya lo he comprendido. Y como aquí nací, aquí decido morirme por mi cuenta y locura; porque yo aprendí aquí mismo donde estamos que nunca seré propiedad de alguien. Ni siquiera tú serás mi dueño, ¿entiendes? ¡Una persona libre no tiene dueño! ¡No tiene!

Pablo ahora la miraba atónito. A su madre se le ha ido la cabeza.

Manuela le dio la espalda y se encaminó entre lágrimas hacia al puente hecha una locura de pizarra bruta, resbalando sobre el musgo y las piedras húmedas y ante la mirada atenta de su hijo.  Se escuchaba la voz de Manuela:

-¡No tiene dueño!, ¡no tiene dueño una persona! ¡No tiene!

La loca hablando sola por la sierra. Espantadas por los gritos, algunas aves huían de las ramas de los árboles.

Pablo miraba a su madre, ya a lo lejos.

Qué habrá ocurrido durante su ausencia en prisión.

Qué ha sucedido. 

 Y comienza a llamarla insistentemente.

-¡Mamá! ¿Qué haces? ¡Mamá! ¡Ven aquí! ¿Qué haces? ¡Mare!

Manuela no miraba atrás. Se había herido las manos y las rodillas en las caídas. Pero la sangre, cuando se ha decidido morir, no es necesaria.

Pablo corrió hacia ella; torpemente, cayéndose una y otra vez.

-¡Mamá! ¡Mare!

En ese instante una cigüeña atravesaba el pantano y Manuela se paró para mirar su vuelo doble del cielo y del agua. Le pareció que la llamaba por su nombre, “Manoli”, y recordó su nombre de antes de todo. Las nubes la miraron en su demencia de los tiempos malos, porque las nubes miran con especial mirada a los desesperados que las ven nacer, y las contó, qué absurdo contar ahora, diez, doce, veinte, estoy tan cansada, veintiocho…, desde la más grande a la pequeña, gris o rosácea, a todas las miró diciéndole adiós a todas, ya me voy, me marcho pero nos veremos en alguna parte, adiós queridas compañeras, soy la misma que quise un día ser, adiós…

Pablo la alcanzó a duras penas; jadeante la abrazó por la espalda sujetándola con firmeza porque ella se resistía, y le gritó:

-¡Ya basta! ¡Basta!

Y en la sal de sus lágrimas no había diferencia alguna. Hay materia que es idéntica por dentro.

-Yo llevaré el coche. Ya está, ya está, mamá. Vámonos a casa. Comeremos algo por el camino. 

 

© Marta Antonia Sampedro Frutos.  Barcelona, 1980.

sábado, 1 de noviembre de 2025

Monturas, de José Joaquín Sampedro Frutos

 

“Hay soledad en el hogar sin bulla,
sin noticias, sin verde, sin niñez.
Y si hay algo quebrado en esta tarde,
y que baja y que cruje,
son dos viejos caminos blancos, curvos.
Por ellos va mi corazón a pie”.

 César Vallejo.

Cabalgando en monturas de hierro
Voy lanzando silenciosas maldiciones
Recordando extraños sucesos
Que me han traído a esta ciudad
Oigo gritos apagados que se pierden
Entre frías y oscuras callejuelas
Los gemidos de los hombres
Tan parecidos a los de las bestias
Gritan porque llegan
Oscuros barrenderos
Que limpian los sueños de las aceras
Gritan porque llegan
Oscuros barrenderos
Retiran la escoria del sistema
Amanece en la Rambla
Me guiñan el ojo las luces de los bares
Me guiñan el ojo sonrientes traficantes
Mientras que en el aire espeso de la noche cobriza
Se esparce el aliento de la muerte
Con enfermedades de tipo coronario
Con enfermedades cardiovasculares
Con enfermedades de tipo infeccioso
Con enfermedades, todas similares
Pese a que
Oscuros barrenderos
Limpien los sueños de las aceras
Pese a que
Oscuros barrenderos
Retiren la escoria del sistema
Amanece en la Rambla
Palomas tullidas en mil desamores
Africanos perdidos en el paraíso
Vagabundos que desmontan sus camas de la piedra
Yonkis solitarios tras su dosis matutina
Enemigos de la escoba
Huyendo del sol
Como sombras abocadas a un oscuro portal
Porque llegan ellos como un batallón
Trajeados de uniforme y con gafas de sol
De azul, de rojo, de verde o marrón
Con sus porras en ristre y su aire vacilón
Ellos son
Los oscuros barrenderos
Que limpian los sueños de las aceras
Ellos son
Los oscuros barrenderos
Retiran la escoria del sistema
Amanece en la Rambla.

 

Fragmento de la novela “Los estorninos”,

de mi querido y recordado hermano José Joaquín.

A su memoria y a la memoria de nuestros amados padres.

lunes, 27 de octubre de 2025

De hoja y de harina, de Marta Antonia Sampedro

 

Vive en tus días hijo

cumplimiento de ti mismo

y cuatro temas importantes

lo demás es todo un restar

el tiempo es una espiga

delicada y persistente

que hace de tu persona

cuánta tierra miras y atmósfera

no te espante nada

ni el color de la tormenta

o el páramo de una calma

porque hay veces algunas veces

que los ojos brillan

de misterios y alegrías

pero otras son la magnitud

de la entrega a la voz del miedo

a pesar de lo palpable

o tal vez por ello

finalmente tenemos la vida

con sus planos de recuerdos

y los parámetros irrealizables

que nos hacen cuanto pensamos

es decir cuanto sientes

nunca te dejes vencer

por los índices de otros

tintados de inquina

atiende a tu corazón y sus latidos

con sus prólogos y contradicciones

porque vivir no es más historia

que una sábana en la cuna

que a solas nos indica los epílogos

y entre un eclipse de encinas

nos despierta cualquier luna

con doctorado en geometrías

y sin la edad percibida

a la espera de un consuelo

tendrás que revivir las veces necesarias

tu supervivencia imaginativa

y los sonidos de tu risa de niño

y cuántos llantos evitó el amor

porque ninguna mano es igual a otra

y sin embargo unidas o alejadas

los pulsos laten juntos

nunca iguales bien es cierto

no olvides que la lucha de vivir

es la propiedad de las razones

no te importen los motivos

o sus arrogancias miles

siempre con hambre de adeptos

para reclutar jerarquías

y tantos sometimientos

y sé de hoja y sé de harina

un pulso para la lucha

y otro latido para amar

son dos tiempos compatibles

que nos forman de futuro

a pesar de tus ocupaciones

las maquinarias del mundo

serán  prioridades ínfimas

no vaciles nunca

pero ten tus excepciones

por ejemplo dejar que la duda

tenga cabida en los segundos

y sonríe siempre aunque llores

ríe siempre y procura

para que tu pulso esté contigo.


(C) Marta Antonia Sampedro Frutos. (8 de julio de 2012).

 De la obra de la autora "Estancia de hojas".

martes, 21 de octubre de 2025

Dru y el poeta que quería morir de verdad, de Marta Antonia Sampedro

 

El verano está siendo suave. Normalmente los veranos del sur son muy sofocantes si nos llega el aire africano. Pero este año, como solemos decir, nos estamos salvando. Paseo como hago siempre por las calles. Las calles de donde sea. Sentirme vagabunda sin tener meta adonde llegar, y disfruto sin horarios. Hay charcos en las aceras y no ha llovido: es que las gentes riegan las plantas de los balcones; por norma general son geranios y jazmines. Las calles de todos los sitios no se diferencian mucho cuando se atiende desde el corazón, con la excepcional cuestión si son las calles de nuestro pueblo donde nacimos y crecimos. En esas calles de nuestra infancia todo es tomado desde otra visión emocional, porque aparecen, convertidos en espacios, personas y nosotros mismos: los pasados formados.

Entro a la iglesia de ese pueblo que no es el mío. Sé por qué entro a esa iglesia. Me siento ridícula. Pero continúo allí mirando las estatuas, las velas falsas de luz eléctrica con su depósito para echar monedas, esas majestuosas lámparas que podrían iluminar los cielos y la pila de agua bendita completamente seca. Hace días tuve un sueño con el nombre de una iglesia llamada como esta. Vi a un buen amigo en pie, rezando; y sobre él caía un haz de luz que se inyectaba sobre su cuerpo desde una de las vidrieras. Ni esa iglesia ni él se conocen entre sí. De modo que allí estaba yo, para confirmar los detalles del sueño. Me coloqué en la misma posición que vi dormida. Nada coincidía. Después me senté en una de las hileras de bancos de madera con reclinatorios de rezo; a contemplar el altar y sus dorados. No me impresionan. Todas las iglesias y templos me resultan similares. Y quedaba ya nuevamente confirmado que los sueños son las mayores de las libertades que un ser humano tiene en su mente. Después de tener conciencia de mi ridículo allí sentada en horario donde no había sino ambiente fresco y motivos religiosos, decidí marcharme. Pero en la salida, allí estaba él.

-No sabía que eras religiosa. Estoy conmocionado. A punto de llorar. ¿O, mejor dicho, podría ser… suspirar?

No le contesté. Cuando aparece, me inquieta. Y más si se lame sus patas de libélula. Para él será como quien se toca por hábito el cabello. Sus ironías ya las voy aceptando; son irremediables. Inclinado en la gran puerta, su altura aun así resulta enorme.

-¿Ya has comprobado que en realidad tu sueño te advertía de algo? Por eso estoy aquí. De otro modo no habría venido. Tengo muchos, demasiados quehaceres.

Su voz ronca, de árbol antiguo y quebrado. Su voz de cuento de miedo:

-Ya lo has experimentado en otras ocasiones. Y este también era un sueño sin sentido.

-Fue un sueño consentido. No es lo mismo.

Una mujer entraba a la iglesia y dejé de mirar la puerta hacia arriba. Él se apartó para dejarla pasar. Es demasiado humano para ser ángel. Su gesto caballeroso me sacó una chispa.

-Pero Dru, ¡si no te puede ver!- le dije con risitas.

-Yo a ella sí la veo. Y es muy buena persona- me contestó con tono excesivamente educado para ser cierto.

Todos los disparates regresan con él. En realidad, yo me alegro de sus visitas. Pero nunca se lo diré. Los peligros de los que me protege, no tienen demasiada trascendencia para una poeta que odia la luna.

Me senté en uno de los bancos de la plaza y allí se sentó a mi lado. Y digo sentar por costumbre en decirlo, porque su cuerpo parecía un alambre de grosor extraordinario intentando empaquetar el banco. Esperé a que no me viesen de cerca los paseantes, para no hablar sola.

-Bueno y ahora dime qué peligro me acecha. Porque tu visita, como siempre, me resulta de un mal presagio. Y deja de lamerte las patas, por favor. ¡Ya!, ¡para, Dru!

-Me podré lamer las patas cuando lo desee. Donde tú ves patas, yo siento alivio. Soy un ángel. También tengo mis debilidades.

-Está bien. Disculpa.

Ciertamente una piensa que tal vez los ángeles son seres sin pasado. Pero incluso este ser creado, sin duda alguna por el surrealismo azaroso de la naturaleza, ha de tenerlo.

-Ya está refrescando y acaricia el aire. Es buen momento para conversar. No quiero que me interrumpas. Porque he venido a ti para un propósito muy serio y no deseo que alguien pueda verte hablando sin nadie. Los humanos, de tan majaderos, sois complejos. Si habláis solos, alguien lo considera locura. Locura, es algo mucho más terrible. ¿Hay algo más sensato, que hablar con uno mismo?

-Mejor que hablar con un ángel de los peligros.

-No tendré en cuenta tus timoratas observaciones.

-Gracias.

-Debes acompañarme a un lugar extraño. No te solicitaría que lo hicieras si dispusiera de otra persona adecuada; pero no conozco más poeta que logre verme y escucharme, que a ti. Aunque ya conoces mi juicio al respecto. Si eso que escribes es poesía, pues yo me considero el dueño de los agujeros negros.

-Gracias; siempre tan amable.

-¿Es correcto concretar a las diez de esta noche?

-¿Y por qué lo preguntas? Apareces igualmente cuando quieres. Pero dime a qué tengo que ir contigo. De un nuevo peligro no me has avisado todavía. No me dejes con recelo.

-No corres peligro…, directamente. Pero sí en cierto aspecto, digamos, de poeta vocacional.

-¡Ya era hora de que aceptases que mi vocación es ser poeta! ¡Qué halago al fin! Esto habrá que celebrarlo.

-No es halago; no seas presuntuosa. Se trata únicamente de una fórmula para convencerte. Adiós.

Así, adiós, sin decirme cuál es el peligro. Me quedé sola en el banco. Mirando la iglesia en frente. Con las ramas de los naranjos revueltos por los gorriones y las hormigas. Placenteramente. Aunque preferiría un horizonte al océano. De vez en cuando es agradable salir del interior. Aún pensando cómo era posible haber soñado con mi amigo iluminado por una, ya descartado el misterio, lámpara sospechosa. Y dice Dru que no conoce a más poetas que puedan verlo y escucharlo. Me extraña. Un poeta es capaz de ver cuanto se proponga. Será más bien porque ambos nos entregamos algo. Quizás un trato normal y corriente.

Como quien espera la llegada de un conocido que no soporta, así me preparé yo un poco antes de las diez en la puerta de mi casa. A la defensiva y con una intriga propia de los relatos de castillo destartalado y luna llena. Se presentó sin saludar al menos.

-Vamos- me ordenó sin más preámbulos.

En el silencio de la noche, caminando hacia las afueras y callados, escuchaba los lametones a sus patas. No me quejé; porque ya me había revelado que era su debilidad de ángel. Los árboles descansaban del calor diurno, y una suave brisa estival hacía que las hojas manifestaran un lenguaje que adormecía. Señaló un montón de grava y me indicó:

-Nos quedaremos aquí.

Igual que los aficionados a la astronomía. En la oscuridad cortada por la luna, esperando a que pase una estrella fugaz o un fantástico cometa y aviones que van a todas partes que desconocemos. O dos chiflados de remate. Incluso reclinado en el suelo, Dru hacía tres cuerpos de los míos.

-¿Y ahora qué hacemos?- pregunté, expectante.

-Ahora cierra los ojos. De paso puedes aprovechar que no verás la luna.

Ante mí una puerta abierta y una estancia rectangular. Dru estaba a mi espalda. Se escuchaban unos susurros de llanto, aunque no se podía saber su procedencia. Pero era el único habitáculo que se veía, por lo tanto era de ese lugar.

-Debes entrar- me indicó Dru-. Yo te esperaré. Ve. No temas.

Y sin rebelarme y sin miedos, traspasé.

Era una habitación alargada, con las paredes y el techo de piedra burda. Ninguna ventana o cavidad que la permitiera deslizarse; pero había luz natural, semejante a los atardeceres de otoño. A ambos lados una fila de bancos de una sola pieza es todo cuanto de útiles tenía. Y sentados en ellos personas ancianas vestidas con harapos que comenzaron a mirarme con gesto indiferente. Eran siete o nueve personas. Los miré mientras caminaba cautelosamente ante ellos. A algunos los reconocía. Eran ancianos cuando yo aún era pequeña. Recordaba sus caras. Dos vecinos, una tía mía, la abuela de una amiga de la infancia. A los demás nunca antes los había visto. Ninguno de ellos lloraba. Y al fondo a la izquierda, había otra persona sentada inclinada hacia la pared. Por qué esta persona no muestra su rostro. Me aproximé. También vestía jirones oscuros. Escuché un leve gemido. Le toqué el hombro.

-¿Eres tú el poeta?- le pregunté notando la aspereza de sus vestidos.

Volvió hacia mí su rostro.

-¡Yo soy el poeta!- me gritó con rabia-. ¡El poeta! ¡Quiero morir de verdad! ¡Sácame de aquí!

Sentí un temor que me paralizó por su semblante y los alaridos.

En su cara había señales de cadáver. Sobre sus ojos blanquecinos, hundidos e inyectados de enojo, resaltaban dos líneas muy gruesas de cejas de carbón que le ocupaban buena parte de su frente. Apenas tenía cabello y el cráneo asomaba irregular. El resto del cuerpo lo ocultaban las ropas y estaba descalzo, con los pies a salvo de la muerte, así como sus manos, que tenía finas y dedos azulados. La piel estaba momificada, pero aún conservaba el aspecto y rasgos del hombre que en vida debió ser. Lo imaginé alto, delgado, cabello lacio y claro, ojos verdes. Para no dejarme llevar por la realidad que tenía ante mí.

Me senté junto a él, a su izquierda. Continuaba llorando. Unos gemidos de agotamiento traspasaban los tiempos y no puedo precisar cuánto transcurrió hasta que me preguntó:

-¿Tú también eres poeta? ¿Por eso estás aquí?

Miré las piedras toscas de las paredes; miré a los ancianos que continuaban sentados observándome con desinterés por mi presencia.

-Sí. También yo soy poeta. No muy buena. Pero este lugar no sé qué lugar es.

-¿Estás viva?- se sorprendió.

-Sí. Lo estoy. Eso creo al menos. Viva- contesté repasando la estancia.

Dejó de gemir. Y ahora que lo miraba fijamente, no había rastro alguno de líquido de lágrimas en su cara; sus lágrimas eran vacías.

-Cuando yo viví, como persona quise muchas veces morir. Cuando tuve grandes dolores, lo pensaba. No recuerdo esos dolores. Ahora sólo siento un dolor pero mayúsculo. Cuando escribía mis obras, la muerte era siempre un tema muy repetido. La paz, la eternidad, el cielo, el infierno, el mal y el bien, el amor, el odio… Qué poeta no piensa en esas cosas que yo ahora ya no sé qué son. Sólo me quedan palabras sin los significados.

-Los poetas…, y también los charlatanes repiten.

Sonrió. Pude comprobar que sus dientes estaban ahí, detrás de sus labios finos y resecos. Sonreímos.

-Qué cosa tan rara. Me has hecho recordar las religiones. Están llenas de charlatanes. Nunca me pudieron convencer de creer en Dios.

-¿Crees que estás aquí, porque no crees en un dios? Nadie tiene la obligación de creer en dioses, los poetas menos todavía. Por la naturaleza nos ha sido regalado un don especial, el de la libertad de imaginar y de pensar. Y si hay Dios, él lo comprenderá. Y si no hay Dios, la preocupación debe ser ninguna. No debes sentir resquemor por nada de eso. Es absurdo. No tengas pesar.

-Pues entonces será por mis obras. Tan pésimas serían. José se dedicó a los libros; y sin embargo ya no recuerdo lo que yo escribía. Sólo quiero morir; es mi ruego eterno: morirme de verdad. Sácame de aquí. Te lo ruego.

Su mano estaba templada y escasamente la envolvía piel.

-¿Te llamas José? Es un nombre hermoso.

-Es lo único que recuerdo, mi nombre.

-Yo también escribo. Y cuando muera no importará qué escribo. Tampoco a ti debe ya interesarte. Dejaste tus escritos en los lectores y en tus seres amados. Leer poesía va siendo cuestión marginal, quedan pocos lectores. Los poetas quedamos retratados en sinceridad. Es decir damos la cara, al frente honestamente, y en ocasiones quedamos señalados como si fuésemos grandes enemigos de la humanidad.

Volvimos a sonreír.

-Eres poeta de las malas.

-Soy poeta de las malas.

-Puede ser que en vida yo también lo fuese, un mal poeta.

-Y puede ser que no.

Hubo un silencio. Nos quedamos pensativos y serios.

-¿Y por qué lloras tan desesperadamente?

-Ya te lo he dicho: porque quiero morir de verdad.

-¿Y qué quieres decir con morir de verdad?

Me soltó la mano. Miró hacia las piedras.

-Morir. Ser nadie y nada. ¡Morir de verdad! ¡Mi corazón es lo que ruega, morir de verdad! ¡Sácame de aquí!

Con ese pesar del poeta desdichado, dirigí la mirada hacia los ancianos. Entre ellos, sentado, vi a Dru. Su cabeza rozaba las piedras del techo. Estaba muy serio y no gesticulaba nada, no me ofrecía ninguna indicación. También parecía indiferente, porque ni siquiera se lamía las patas.

-Quieres morir de verdad. Eso ya lo he comprendido. Pero me alivia ver que ya no lloras. Es buena señal, José.

-José es mi nombre. Sólo sé mi nombre. Y también que soy poeta, pero no recuerdo ninguno de mis escritos. Te ruego que me saques de aquí, a morirme de verdad.

-No tienes que rogarme. Un poeta no ruega. El poeta da por hecho.

Vimos antes su sombra que su cuerpo. Una figura muy alta se aproximó a nosotros y miramos hacia arriba.

-La paz te cuide, José. Soy Dru, el ángel de los peligros.

-No sé lo que es un ángel. Sólo sé mi nombre. José.

-He venido acompañado por esta poeta. Es mi deseo que no te haya recitado algunos de sus horrendos poemas. Si ha sido así, te pido perdón.

-Habría sido muy bonito escuchar poemas, incluso horrendos- contestó José-. Porque ya no recuerdo qué es un poema.

Dru negó con la cabeza aquella afirmación.

-Un poema es lo que escriben las personas sensibles, rebeldes, inteligentes y buenas, como tú lo fuiste en vida. Y tuviste la mala fortuna de tener en cuenta la maldad que enseña el humano, a todo humano al nacer: que existe el infierno y existe el cielo; hasta inventaron un purgatorio, si es que ya había pocas nefastas opciones. Si haces esto o aquello, tendrás aquello o esto. Un trueque moral. Cuestión de clientela para agrandar los grupos. Pero la nada es lo único que existe, José. Esa nada es un derecho natural. Tú también lo tienes. La vida te lo concedió al nacer. Y yo, ángel de los peligros que existo por naturaleza, no puedo consentir esta desgracia y condena tuya por necedades que asumió como realidad, a pesar de tu resistencia, ese corazón.

-¿Y también esas personas lo son? ¿También eran poetas?-señaló José al lugar donde estaban los ancianos.

-¿Qué personas?

Las líneas de madera estaban vacías. De los ancianos no quedaba rastro alguno.

-Se han marchado. Me hacían compaña. Qué será de mí ahora. Solo, sin que nadie escuche mi sufrir.

-¿Los conocías? ¿Eran familiares o amigos tuyos?

-Me sonaban sus caras de algo, pero no sé quiénes eran. Sólo recuerdo mi nombre. José.

-No estás solo, José. Estás con nosotros. Ven; vayamos hacia la puerta. Salgamos.- Dru tomó entre sus patas el cuerpo cadavérico de José. El poeta se dejó llevar. Sus piernas y sus brazos caían igual que un árbol seco del cuerpo enorme de Dru. Un gemido de llanto distinto al anterior, se escuchó en la estancia hacia la salida.

-No llores, hijo de la vida- lo tranquilizó Dru-. Cesará este martirio cruel que te marcaron en tu noble corazón.

-Al fin tengo lágrimas en la cara y me mojan los labios. Estoy recordando el sabor del agua del mar. ¿Qué es el mar?, ¿qué es el agua?, ¿qué es la sal? Yo soy José.

-Sí que recuerdas, José, lo que es un poema- le dije, emocionada-. Un poeta jamás lo olvida.

Tras la puerta, un pasillo del que no se percibía el fin, traía en el aire un libro cerrado con las portadas en blanco, y otro y otro de igual modo, que se unían entre sí a nuestro paso. La oscuridad era considerable. Dru me avisó:

-No avances más. Espérame aquí.

Aquí, dice; en la oscuridad. Y viendo libros en vuelo. Bueno, no tengo más remedio que confiar en él. No era momento de dudas relampagueando temores.

-Adiós, poeta José.- Le acerqué mi mano a la suya, pero su cuerpo ya no era cuerpo y quedó mi mano sola en el ambiente-. Me alegro mucho de haberte conocido. Siempre te recordaré.

-Adiós, poeta. Yo ya sólo recuerdo mi nombre.

Se adentró Dru en más oscuridad con José llevado entre sus patas, atrapado en un gigantesco abrazo. Los libros de portadas blancas comenzaron a brillar hasta obligarme a cerrar los ojos por la inmensa claridad. No puedo calcular el tiempo que me supuse sin ojos teniéndolos, hasta el instante cuando hube de abrirlos al escuchar la voz ronca de Dru.

-Ya descansa. Ha muerto de verdad.

Sentí mucha pena por él. Como si al conocerlo lo hubiese considerado vivo y de repente ya no lo estaba. Pero también el consuelo.

-Marchémonos- dijo Dru-. Ya hemos concluido nuestra labor. Él regresó a su mayor deseo: al aire de su pueblo de nacimiento.

Sentados sobre la grava de nuevo. Aún de noche, con la luna molestando a una poeta que la odia.

-¿Por qué odias la luna?

-Porque me impide ver bien las estrellas.

-Y en la oscuridad, si no hay luna, ¿con qué verías?

-Bueno, del todo no la odio. La saco a relucir en muchos textos.

-Ya. Lo clásico de los poetas simples. Luna lunera… Qué vulgaridad.

Los cielos negros nos protegían con nebulosas y sin vía láctea. Pero en el corazón llevábamos el misterio de haber conocido a un poeta que estando ya muerto quería morir de verdad.

-Esos ancianos te miraban también a ti. Como si te reconociesen. ¿Eran conocidos tuyos?

-No. Nunca los había visto.

-Lo dudo mucho. Precisando: que me ocultas la verdad.

-Serían conocidos de José; él mismo dijo que le sonaban sus caras. Que lo acompañaban en su desgracia.

-De eso estoy seguro. Pero algo te guardas y no quieres decírmelo.

-Tienes razón.

-¿Sabes que Pedro negó a Jesús?

-Pero luego se arrepintió. Yo puedo hacerlo también cuando quiera.

-Poeta insolente.

-Todas las mañanas cantan los gallos.

Dejando atrás la oscuridad llegamos a las calles, los edificios, los automóviles, las farolas, que amarilleaban, dando un aspecto de cuento muy tradicional. Al pasar por la iglesia visitada en la mañana anterior, volví a pensar en la luz especial sobre el cuerpo de mi amigo.

-Dru, ¿crees que desde donde no hay luz, se puede recibir? Es decir, si no hay luz, ¿cómo se va a poder iluminar a alguien o algo?- yo aún seguía sin encontrar respuestas al sueño.

-¿Y has pensado, alguna vez, que la luz también puede emanar, en vez de tener tan sólo la característica mínima, de recibirse? El egoísmo humano no tiene remedio. Cada día me alegro más de ser un ángel.

-Y luego me dices que yo soy la presuntuosa.

Amanecía cuando yo repasaba cómo desaparecían las últimas estrellas y los murciélagos y anunciaban otro día las primeras golondrinas. Escribiendo, con la naciente claridad, este relato de los hechos sobre el deseo rogado a llanto del poeta José; el poeta que sólo recordaba ya su nombre y que al fin pudo morir de verdad.

 

© Marta Antonia Sampedro Frutos (Agosto de 2019).

De la obra de la autora "Ama Noviembre" (2019).