“La despedida no se acaba nunca.
Desde el suelo mismo de las cosas
parte, continúa, sigue la despedida.
No lo mires, camina en busca
de tu propia despedida,
ese llegarte a ti mismo
que es esa sombra siempre presente,
esa desnudez del alma que es,
en definitiva,
la única imagen verdadera”.
María Zambrano.
Llevaba algo más de una hora esperando,
sentada en el coche con las manos sobre el volante, aparcado próximo a la zona
del autobús urbano.
Hacía frío, y sólo en contadas ocasiones
había visto aquella neblina nocturna, más propia del Pirineo, posándose sobre
las farolas de la ciudad.
Observaba la gran puerta de la cárcel
Modelo, cerrada a cal y canto y con algunas luces en puntos clave de vigilancia
difuminadas entre la densidad del aire. Revisaba en la penumbra sus uñas y
volvía a mirar la puerta una y otra vez. El tráfico de la ciudad comenzaba su
bullicio. Buscó las canciones de Marifé de Triana para acompañarse en el frío
extraño de la noche y sin darse ni cuenta las lágrimas regresaron a sus ojos
con la presencia de la música, recuerdos en palabras, ilusiones que ya daba por
perdidas al resumir sus vivencias, su cruel pasado del que no obtuvo ninguna de
aquellas, obrera de la nada, productora de más nada. Se vio siendo niña
abrazando a su muñeca con vestido de encajes esperando a ser mayor y vivir su
historia de amor a través de los hijos de verdad y ahí estaba, nada.
Al tiempo que sus lágrimas eran un
descontrol de letra de canción deslizándose, la puerta de la cárcel se
entreabrió, bajó del coche apresurándose y limpió sus ojos.
-¡Suerte colegas! ¡Adéu! ¡Que vaya bien!-
escuchó la voz de su hijo mientras un grupo se desperdigaba por la acera en
distintas direcciones-. ¿Qué pasa mamá? Por fin ya estoy otra vez en la calle.
Joder qué fresquito hace.
Le había dado un solo beso. Olvidando su
calor de madre, el sentimiento que día a día la sumergía en un extraño lago de
ansiedad.
-Aquel es el coche- le dijo indicándolo-.
Lo he comprado hoy mismo.
-¡No jodas que este es tu coche!- se
sorprendió Pablo pasando sus manos por la chapa, incrédulo-. ¡Joder qué pasada!
¿Y dónde está el otro? ¿De dónde has sacado la pasta para comprarlo, y por qué
hay dentro tanto trasto? ¡Hosti, vaya movida que te traes! Y luego dices que no
tienes dinero.
No le respondió. Subieron al automóvil y
al ponerlo en marcha los ojos de Manuela parecieron secarse, decidida a dar ese
paso que todos los segundos de los últimos meses había elaborado su mente y
hacer frente a osos de peluche que fueron transformándose en tiburones reales y
le rasgaban las entrañas a través de las venas de su único hijo.
Aquella neblina chocaba contra el cristal,
asfalto y calefacción, calor y soledad, y junto a un semáforo de la Sagrada
Familia intuyó que aquel monumento se derretía en las nubes bajas como un
pastel de chocolate infectado de contaminación.
-¿Y cómo estás?- le preguntó al fin a
Pablo mientras sus caras se iluminaban de rojo semáforo.
-¡De puta madre ahora, ya en la calle! No
sabes tú lo mal que se pasa en el trullo, todo me pica mucho y es que me parece
que tengo hasta piojos. ¿Por qué no sigues todo derecho? ¿Es que no vamos a
casa?
-No Pablo. No vamos a casa.
-¡No me jodas! ¡Tengo que llamar por
teléfono!
Las canciones de copla lo decían, que hay
actitudes propias de madres que no merecen el amor de sus hijos y de hijos que
no merecen el amor de sus madres; una indignidad escribe sus letras de desamor
y de hastío. Buscó una emisora de radio para encontrar gente que hablara por
ellos que no hablaban y centrar su interés en noticias del mundo al que había
decidido renunciar.
-¿Sabe papá que hoy me dejaban libre?
-Lo he llamado varias veces al trabajo
pero no he podido hablar con él; estará fuera de Barcelona.
Pablo suspiró. Su padre, cómo no, fuera de
la ciudad. Por tema del trabajo. Sacó de su cazadora tabaco y papel de fumar y
comenzó a calentar hachís para liarse un cigarro.
-Tira eso- le ordenó Manuela.
-¡Pero qué te pasa! ¡Si sólo es un poco de
chocolate! Ya no me meto. Mira mis ojos y verás que no, que ya no me meto.
-Ya he oído eso muchas veces, creo que
vamos por el millón de veces.
-¡Pero qué mal rollo tienes, mamá! ¿De
dónde iba a sacar la pasta para caballo, si en todo este tiempo sólo me has
ingresado limosnas?
Paró bruscamente el coche; un cartel
grande decía algo en inglés reclamando ser visto, parpadeaba agobiante
resaltando entre todas las luces de la gran ciudad. Pablo miró a su madre en
silencio. Ella se acercó a su hijo como si fuese a abrazarlo, pero agarró bruscamente
su cabello y mientras Pablo pataleaba en su cara insistía una fuerza de la mano
de su madre, un pañuelo, una sustancia; en unos segundos quedó inconsciente.
Disminuían las luces, Barcelona quedaba
atrás. Las vías cruzadas en un laberinto de caminos que no le importaban desde
hacía mucho a su espalda creía enojadas, acechantes en su huída; vociferaban en
un silencio tenso a la gran masa humana que claudicaba una vencida o, lo que
era peor, una recién estrenada criminal. Por el retrovisor las calles eran
lombrices urbanas por donde sólo seres inanimados pasaran, como si el aire los
empujase a los precipicios, a la mierda que finalmente diese con el hoyo del
reposo, el anuncio del llanto con que se nace.
Pablo permanecía inerte, echado sobre la
ventanilla, la cabeza contra el cristal y a cada giro del automóvil su cuerpo
era de trapo sujeto. Dormido, pensó serenamente Manuela; dormido su hijo era
perfecto.
Al adentrarse en la autopista todo quedaba
lentamente a oscuras. Los faros la encaminaban, luces cortas, luces largas,
luces que a Manuela le parecían de la misma longitud; siempre hacia el pasado,
pasado corto, pasado lejano, pasado de todo. Pasado de mentira, una vida ajena
que sin embargo ella protagonizó, una reencarnación de sí misma donde no se
reconocía. Pero no temblaban sus manos ni sus labios dudaban al pronunciar
palabras pensadas repetidamente o de sus ojos salían lágrimas porque todo
estaba ya hacia adelante, no había marcha atrás, insistiendo en que la única
senda era la de las luces aquellas y un coche nuevo, las señales de tráfico
confirmándole que era una demente abriendo el camino para dementes, de loca,
sí, loca de remate, Manuela vuelve, vuelve atrás mala madre, vuelve porque esto
no es real, decían los fantasmas morales y los títeres de los horizontes negros
de la autopista, vuelve Manuela porque esos brazos amoratados de Pablo los
necesita la ciudad y sus venas serán comidas por el asfalto, vuelve a tu
cordura Manuela, no seas mala madre, y aunque los huesos ya famélicos de tu
hijo tú los formaste no tienes ningún derecho a secuestrarlos porque pertenecen
a la ciudad, parirlo no te da derecho a impedirle ser un hombre libre.
El dibujo de una gasolinera. Mil metros.
Pablo continuaba con la voluntad perdida. Qué historias dormirían.
Paró unos metros más allá del surtidor.
Bajó del coche, cogió del maletero las cuerdas que había preparado y colocó a
su hijo sobre los asientos traseros; las ataduras rodearon sus pies y manos y
lo tapó con una manta.
-Lleno, por favor- le dijo al empleado de
la gasolinera.
-Hace mala noche, señora- le contestó el
hombre al tomarle las llaves-. Demasiado frío.
-Sí, mucho frío.
El hombre comenzó a dispensar la gasolina.
-Ha hecho usted bien en tapar a su marido.
-Es mi hijo.
Continuó el viaje al ritmo de pensamientos
que parecían nuevos como aquel flamante coche que podía bajar, subir, caer,
levantar, más perfecto que una madre que se culpa a sí misma y se mira desde el
precipicio, incapaz de seguir, proseguir, andar, correr, cuando la decisión de
parar llega al punto de la meta y en realidad comienza la carrera hacia qué
parte, para qué ni por dónde. Pero que sepan los pies que el camino ha
empezado.
Castellón, 29 kms. Alguna luz se le escapa
al cielo; parece el mismo cielo de invierno de sus cuarenta años vividos.
Y no olía a mar, a pesar de no haberlo
abandonado en su trayecto costero. Huele a calefacción y a materiales plásticos
nuevos.
Luego Valencia, ya con más auroras
divisadas entre masas de chimeneas de la producción industrial, el progreso, el
vómito pestilente que en la fría mañana provocaba en Manuela más deseos de
escapar, arrollarse a sí misma embistiendo el volante contra no importaba qué,
conforme entendía que aquella locura de secuestrar a su hijo era un precipicio
donde sólo hay abismo infinito, similar al espacio de los astronautas que
pierden su dignidad de pisar firme y quedan como estúpidos globos de feria
colgados en una locura de no poder guiar sus movimientos por mucho que lo
intenten.
Bajo la manta, Pablo comenzó a moverse y a
decir algunas palabras sueltas incomprensibles como quien sueña. Paró el coche
en un área de servicio y preparó una jeringuilla; destapó el cuerpo de su hijo
y sin piedad alguna al ver sus ojos pesados por la somnolencia le inyectó un
sedante. Volvió a taparlo.
-Sigue durmiendo, amor de mi vida.
Una inmensa llanura se divisaba con la luz
del día. Una llanura que le hizo recordar a Cervantes; alguna vez lo leyó de
joven. Cervantes inventó a Sancho Panza porque no la conocería a ella, Manuela
esa burla, Manuela qué ridículo, una demente desdichada donde la caballería del
progreso eran caballos y más caballos para aniquilarla metidos en las venas del
ser que más amaba en el mundo, y por él segundo a segundo de su vida cuidaba
enfermos, limpiaba excrementos, tomaba la tensión arterial ajena porque estaba
presa de la suya que sabía a la perfección, tensión continua, testigo de la
destrucción de su fruto de mujer, midiendo orina en los retretes del hospital,
y al tiempo calculando y espiando los pasos de su hijo, los azulejos manchados
de su sangre, eternos momentos de dónde estará Pablo, no te mueras hijo te lo
ruego; atrás esa Dulcinea que al parir desconocía ser don Quijote lanzando en
vano las aspas de los molinos en un mundo de maleteros, caminos hormigonados
pero llenos de piedras y peñascos que acababan día a día con todos los sueños
conjuntos de una madre con su hijo, estrellados en las frases otro día más y
Pablo no ha muerto gracias a dios.
Abandonó la autopista para estirar las
piernas. No quiso comprobar si Pablo aún dormía, pero observó que su
respiración movía ligeramente la manta.
Gasolinera. Pago a cuenta con tarjeta,
donde ya nada habría que pagar.
-Tres mil, por favor.
El sol le inundaba de sensaciones
extrañas. Se preguntó una vez más qué era el amor, si la luz permanecía siempre
en los corazones a pesar del dolor causado; por qué veía en la vida de su hijo
su propia vida, si eran dos cuerpos distintos, un respirar distinto, un
pensamiento distinto. Tan distintos. Se esfumaban entre los rayos del sol y
desvanecían sin ser alcanzadas las respuestas y nada se concretaba.
Andalucía. Cartel grande, blanco nube,
verde pasto. Despeñaperros. Divisaba olivares entre cerros.
Párpados cansados, meta cercana. Corazón
de Sierra Morena, tierra de aceituna verde y luego negra. Milenios de aceite
dando inviernos. Cerro Navamorquín, al resguardo de plásticos y de
pestilencias. Castillo Burgalimar, fortaleza aún viva. Cuántas noches durante
los años en Barcelona, la añoranza por su pueblo la hacía dormir pensando que
estaba cobijada por la oscuridad y las estrellas de ese cielo, a la espera de
que la luna rozara su almena gorda. Y ahora que lo tenía tan cerca, no se
alteró en sus emociones, tomó la dirección al pantano, calefacción apagada,
toros bravos junto al camino alambrado, encinas. Era ella quien embestiría a lo
primero que osara ponérsele por delante.
Huele a diversidad de plantas. Embriagan.
Emborrachan. Enloquecen. El coche salta, da brincos. Teme que Pablo se caiga de
los asientos y reduce la marcha. Ahora parece que es una barca. Ya ve las nubes
reflejadas en el agua. Aquella es una tierra que nada conoce de otras tierras.
Baja del coche.
-Me duele todo.
El horizonte es el mismo que recuerda. Se
estremeció al inspirar profundamente el aire limpio de la sierra. Se acercó a
la orilla; el agua estaba fría y bebió en sus manos; siempre de niña lo hizo y
bien sana que creció. Lavó su cara para despejarse y el agua le devolvió la
sensación de una paz que hacía muchos años que no sentía.
-Serán los fantasmas del agua- dijo para
sí misma en voz baja-. La gente del pueblo les tiene miedo. Pero yo miedo no
tengo ya a nada. Pronto seré una de ellos. A saber la antigüedad que tendrán y
todos con sus razones.
Regresó al coche y abrió la puerta
trasera. Pablo tenía los ojos abiertos y parpadeaba lentamente. Pero estaba
inmóvil.
El espacio era tormenta de silencios.
-¿Quieres un zumo?- le preguntó.
Y el silencio de nuevo.
La provisión de alimentos era escasa.
Total, si no la necesitarían. Ni ropas. Sólo un coche nuevo para la ocasión y
un hijo con su madre y una madre con su hijo. Un botiquín con lo necesario para
aliviar si era preciso la bienvenida a la muerte. Y un pantano azul invierno.
Y un equipo de música de coche. Eres hijo
para mí lo primero. Y hasta después de muerta te amaré. Y ya por sufrimiento no
le temo ni a la vida ni a la muerte. Lo dicen todas las letras de las mejores
canciones. Y Manuela se lo repite todos los días. Vida, muerte. Han llegado a
ser tan nombrados conjuntamente, que son conceptos similares.
-Pablo, Pablo…. Hijo…, ¿quieres un zumo?
Y espera el silencio; pero se escucha:
-Déjame en paz. ¿Se puede saber dónde estoy?
Me duele la cabeza.
-¿Oyes los pájaros? Hay muchos. Y por la
noche salen los búhos.
-Estás loca. Yo no oigo nada.
Manuela se acerca a su hijo, lo toma para
sí. Lo abraza. Huele a prisión. Y también a niño. Él, con enfado, rechaza su
abrazo.
-¡Suéltame!
-Ya te avisé, hijo, que esto un día acabaría;
que acabaría malamente.
Pablo se incorporó. Repasó con las manos sus
ojos una y otra vez. Vio el pantano ante sí. Manuela se sienta junto a él.
-Esto no es Barcelona.
-No. No lo es.
-Déjame que me líe un canuto.
-Bueno, te dejo. Hazlo. Que sean dos.
-¡Mamá!... ¡Qué payasadas dices!
-Uno para ti y otro para mí. Venga.
-¿Algo raro ha pasado este tiempo y me lo
he perdido?
Manuela ya no hace caso a ninguna
observación de su hijo. Demasiado tarde todo.
-¿Ves aquel puente? ¿Aquel? Por allí se
tiró un muchacho del pueblo y se ahogó. Tenía más o menos tu edad. La novia lo
había dejado.
-Menudo gilipollas, matarse por eso. Venga
vámonos.
-Tomaremos un zumo.
Pablo salió del coche.
-Me duelen los músculos joder.
Un avión militar apareció súbitamente del
cerro Navamorquín. Tan bajo que se podía ver difuminado su cuerpo metálico en
las aguas y un sonido atronador contundente cortó el silencio de la sierra.
-¡Qué pasada!- dijo Pablo-. ¡Qué bajo!
-¿Quieres morir conmigo, hijo?
Pablo no contestó.
Prosiguió Manuela:
-Si tú mueres conmigo, volveremos a la
vida como antes de nacer yo y de nacer tú. Si eso quieres, eso haremos.
Pablo y su indiferencia porque a su madre
se le ha ido la cabeza.
-¿No quieres? Entonces moriré yo por los
dos. ¿Te gusta este paisaje para ver morir una madre? A mí me gusta. Nubes,
agua, aire limpio. No soy de morir con la vida al filo de cuchilla cada día. Es
mejor morir de una vez.
-¡Ya basta!, ¡prou mare!, ¡vale!- dijo
Pablo, molesto-. ¡Déjalo estar!
-… Y podrás seguir siendo un suicida vivo
el tiempo que quieras sin que nadie te reproche nada. Porque yo te pienso
muerto cada día. Pero ahora, desde la Diagonal hasta las Atarazanas, desde Sarriá
hasta la Barceloneta, toda Barcelona será para ti solo. Serás feliz como hasta
ahora lo eres, a ver qué suerte de mercancía te han vendido. Quédate sin hogar vendiendo
tu casa y métete todo en las venas. Las venas entienden mucho de ventas. Vende también
este coche y que vaya a tu cuerpo. Mata tu amor a la pintura y deja que tu don
artístico sea la burla de tus camellos; qué divertido será, ellos pondrán el
precio a tu arte y a tu pensamiento. ¿El precio será morirte? Me parece caro,
pero a ti barato. Aunque a mí ya no podrás matarme, porque ya estaré muerta. Y
como veo que no quieres morirte de una vez, me voy yo sola. A mí no me dejó mi
novio, pero me dejó mi hijo, que es mucho peor; me vendió a sus camellos, una
mercancía; me vendiste Pablo, hijo, me vendiste y ya soy propiedad de alguien,
estoy marcada por el amor a ti. Ya lo he comprendido. Y como aquí nací, aquí
decido morirme por mi cuenta y locura; porque yo aprendí aquí mismo donde
estamos que nunca seré propiedad de alguien. Ni siquiera tú serás mi dueño,
¿entiendes? ¡Una persona libre no tiene dueño! ¡No tiene!
Pablo ahora la miraba atónito. A su madre
se le ha ido la cabeza.
Manuela le dio la espalda y se encaminó entre
lágrimas hacia al puente hecha una locura de pizarra bruta, resbalando sobre el
musgo y las piedras húmedas y ante la mirada atenta de su hijo. Se escuchaba la voz de Manuela:
-¡No tiene dueño!, ¡no tiene dueño una
persona! ¡No tiene!
La loca hablando sola por la sierra. Espantadas
por los gritos, algunas aves huían de las ramas de los árboles.
Pablo miraba a su madre, ya a lo lejos.
Qué habrá ocurrido durante su ausencia en
prisión.
Qué ha sucedido.
Y
comienza a llamarla insistentemente.
-¡Mamá! ¿Qué haces? ¡Mamá! ¡Ven aquí! ¿Qué
haces? ¡Mare!
Manuela no miraba atrás. Se había herido
las manos y las rodillas en las caídas. Pero la sangre, cuando se ha decidido
morir, no es necesaria.
Pablo corrió hacia ella; torpemente,
cayéndose una y otra vez.
-¡Mamá! ¡Mare!
En ese instante una cigüeña atravesaba el
pantano y Manuela se paró para mirar su vuelo doble del cielo y del agua. Le
pareció que la llamaba por su nombre, “Manoli”, y recordó su nombre de antes de
todo. Las nubes la miraron en su demencia de los tiempos malos, porque las
nubes miran con especial mirada a los desesperados que las ven nacer, y las
contó, qué absurdo contar ahora, diez, doce, veinte, estoy tan cansada, veintiocho…,
desde la más grande a la pequeña, gris o rosácea, a todas las miró diciéndole
adiós a todas, ya me voy, me marcho pero nos veremos en alguna parte, adiós
queridas compañeras, soy la misma que quise un día ser, adiós…
Pablo la alcanzó a duras penas; jadeante la
abrazó por la espalda sujetándola con firmeza porque ella se resistía, y le gritó:
-¡Ya basta! ¡Basta!
Y en la sal de sus lágrimas no había
diferencia alguna. Hay materia que es idéntica por dentro.
-Yo llevaré el coche. Ya está, ya está, mamá. Vámonos a casa. Comeremos algo por el camino.
© Marta Antonia Sampedro Frutos. Barcelona, 1980.
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