Publicado en el primer “Especial Real Feria de S. Agustín”.
“Linares Información”, 27 de agosto de 1.998.
Bajo
las palmeras, acompañadas de agosto y feria, sacudía torpemente su figura sobre
sus tacones, seleccionando pasos que buscaran en su mercancía otros sueños no
perdidos. Lucía un vestido vaquero, estropeado y sucio, y ajustado a su pequeño
cuerpo un mandil; el cabello, moreno y limpio, caía sobre su espalda, y, en sus
infantiles manos diminutas, rosas en papel de celofán, sin perfume, sólo un
color fuerte que entre las luces de fiesta parecía marchitado.
-Cómprame
una- decía con voz lastimosa a las parejas-. Pa tu novia, anda…, cómpramela…-.
La música era un estrepitoso ruido unido a todos los altavoces. Miles de
compases jaleando que la rutina de los días estaba aparcada para otro tiempo
celebrando a San Agustín. “Cómprame una”… Guiñaba sus negros ojos, tiraba de
las ropas para que las gentes demostraran sin reparos que en realidad sí habían
notado su presencia; susurraba las letanías mercantiles que derraman los
olvidados, y de vez en cuando a alguien le parecía barato a cómo iba el precio
de los sueños, y sonriendo con ojos tristes, decía: “A mí también me gusta la
Coca-cola. ¡Anda y cómprame otra rosa, pa que me pueda beber una”…
No
le disgustaba la feria de Linares, sobre todo por las bonitas estrellas de
colorines que adornaban el Paseo de Linarejos; pero, al margen de estos
detalles, todas las ferias eran idénticas, y como un animal que únicamente se
guiara por el instinto tan sólo encontraba la diferencia en los cambios del
aire: si calor seco más Sur, si viento litoral humedad y brisa. “Anda, que
entoavía no he comío na”… Paseando por casetas y bares, con los pies torcidos
al ritmo de sus tacones de mayor, observada por algunas personas a quienes les
extrañaba que no fuese gitana, y de vez en cuando se sentaba junto a los
puestos de hamburguesas, para pillar desprevenidos a jóvenes devorando un
emparedado moderno con olor a ecología. Mirando el cielo, para sentir que las
nubes, a pesar de la lejana oscuridad, corrían por el aire para llegar a
destinos fantásticos, donde las rosas se las quitaran de las manos, no a cien
pesetas, sino a lo que ella quisiera, y poder volver a su casa para sentir,
bajo el calor de la uralita, el silencio de su almohada. “Tiene que ser que pa
qué, esa cosa de volar como las nubes. Pero seguro que allí, en vez de flores,
tendría que vender pajarillos de algodón, y si me sudaran mucho las manos, como
las tengo ahora, se me desharían para caerse a la tierra”, se dijo, estirando
el celofán de las rosas. Miró sus pies. Los dedos le dolían, sobre todo los más
pequeños, esquinas del mucho andar para atrapar esperanza, y pensó en cuántos
pasos aventajaba ya al destino, que sin duda Dios ponía a la cantidad de rosas
necesarias para terminar la larga jornada de sus cortos años. Se entretuvo en
la tómbola de los animales. Estos, al reguardo de sus alas, intentaban huir en
sus jaulas del atronador sonido y del destello de los focos; y los peces, una y
otra vez, en sus giros alocados denotaban no conocer más aguas que la estancada
por el ser humano en un recipiente.
“Aquel me gusta más que ninguno”, se
dijo al observar un canario con aspecto enfermizo. Sacó unas monedas de su
mandil. “Quiero ese; que ese se parece a mí, que me conozco todas las ferias”.
Compró boletos, hasta conseguir que aquel pajarillo notara el calor de sus
manos.
“¿Qué llevas ahí?”, “¡Ese bicho
tiene que tener pulgas!”, “A mañana, este no llega, niña”… Observaciones de
quienes demostraban repugnancia a dos seres devorados por la indiferencia y al
fuerte perfume de la pobreza. Pero, aquel viejo barbudo y harapiento a quien se
dirigió para venderle alguna rosa, y que tenía cara de estampilla religiosa,
era distinto. Porque, después de mirarse a los ojos, el hombre le dijo: “Quiero
las flores”. “¿Todas?”, preguntó, desconcertada. El hombre asintió
apaciblemente con la cabeza, y tras recogerlas de sus manos le entregó un
papel, que decía: “Por cada flor que me das, un deseo imposible vendrá a ti”.
La niña, tras leer, llorando, buscando inútilmente al viejo, se sintió
engañada. Se sentó sobre la arena, junto a una caseta. En el canario buscaba
consuelo, y éste se limpiaba el plumaje ajeno a sus lágrimas.
-Huiré-
se dijo, decidida-. Porque, ¿qué voy a decir ahora, cuando vengan y vean que no
tengo ni el dinero ni las rosas?
Los
zapatos de la gente le traían más polvareda que se mezclaba con su llanto.
“Mírame, so tonto”, intentando culpar al pajarillo de sus penas contenía su
miedo. “¿Por qué no eres más bonito, y más grande, y así me llevarías en tus
alas, muy, muy lejos?”.
Y
mientras se limpiaba el rostro con su mano vacía de flores, aquel triste
canario se transformó en un hermoso ramo de rosas violeta, justo en el momento
en que un ave de luz sobrevolaba las cabezas de las muñecas de una tómbola,
para alcanzar, mucho más allá, la altura de un globo escapado de las manos de
un niño.
© Marta Antonia Sampedro Frutos (1.998).
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