Publicado por la revista cultural “Nunca es Tarde”,
Centro de Adultos “Tamujoso”.
Ayuntamiento de Baños de la Encina (Jaén).
Había
llovido mucho por la noche.
Desde su
cama, arropada por destellos y el atronador sonido de la tormenta, una visión
inesperada, a través de un sueño, le anunció que aquellas gotas que derramaban en abundancia las nubes,
no las vería más.
-Estaba sola
en un desierto. Como cuando está seca La Mesta, cantando canciones que siempre
decían adiós, adiós… Será que vendrán tiempos de sequía- le contaba al amanecer
a su marido, mientras éste encendía la lumbre.
-Las
nubes secas son las peores- contestó él, calzándose las botas-. Mucho ruido y
pocas las nueces, eso es malo para las olivas.
-Pues yo
nunca me fío de los sueños. Nunca sabes qué es lo que de verdad quieren decir.
-Todo
eso son cosas que no se pueden agarrar las mire uno por donde las mire, así que
no te preocupes. ¿Ya está la talega?
-La
tienes encima del poyo.
Con su
abultado vientre gestante, tras haber almorzado sola mirando cómo las chispas
de la leña se oscurecían al esparcirse por las paredes deformadas de su casa,
como estrellas fugaces en pleno invierno, preparó la ropa sucia para
encaminarse hacia El Pilarillo.
Atravesando
con la canasta en la cadera algunas calles de Baños de la Encina, saludó a
personas que a su paso la saludaban.
-Ya te
quedará poco para salir de cuentas, María- le decían.
-Ya
mismo estoy- contestaba, atenta a las piedras de la calle para no tropezar.
Los
niños más pequeños, demasiado chicos para recoger aceituna, disfrutaban de su
corta infancia jugando en los portones de sus casas a las bolas, al colache, o
llamaban a las puertas donde sabían que nadie contestaría por estar abandonadas
por sus gentes, ocupados en la masa de la tierra, en los frutos que paren el
aceite lubricador de las ilusiones de los más humildes.
Sumergida
entre los eucaliptos, bajando la pendiente hasta el pilar agarraba María su
cuerpo en los matorrales, sujetaba la canasta para no dar un traspiés, y sentía
en sus entrañas moverse su fruto de hembra.
El olor
se hizo penetrante conforme se aproximaba; espeso el aire que envolvía el
silencio, alterado por sus pasos al pisar las hojas muertas y el silbido de
algunas aves.
Descansó
junto al pilar, jadeando plácidamente que por fin había conseguido llegar, sin
más novedad que un cansancio pasajero.
Buscando
el sol miró las nubes de mediodía, apresuradas en el aire confeccionando
bendiciones para otros lejanos lugares; y lo halló oculto, inmerso en
caprichoso algodón sucio que el cielo produjera.
Se
dispuso a lavar la ropa. El agua estaba fría, como todos los inviernos, y sólo
al no sentir las manos las colocaba bajo sus axilas para recuperar el calor y
proseguir en la tarea enfrentándose a las piedras y sus dedos, luchando contra
ellas para aligerar aquella labor en soledad, despatarrada guardando a su hijo
entre las piernas y los brazos.
El
sonido del agua alteraba los segundos del silencio, que en sus oídos resonaba
como latidos de un extraño corazón descompensado. Reflejaban sus cuerpos en el
espejo del agua las ramas de algunos árboles, destrozándose pausadamente sobre
las ropas que María lavaba atenta a su quehacer.
Pero en
el agua creyó verse la cara en sus años de niña, y se sobresaltó porque desde
que era muy pequeña, apresurada ya por el trabajo, jamás la había visto allí
con su cuerpo de mujer.
-Dios
mío… -dijo quebrando el silencio, apartándose del agua.
Y al
volver a aproximarse al pilar, temerosa de encontrarse nuevamente en el agua
reflejada, un susurro le dijo:
-No
busques más en el agua, María. Estoy detrás de ti.
Bajo sus
ropas, una piel en tensión la advertía de peligro. Dijo de nuevo “Dios mío”,
sin mover apenas los labios.
-Detrás…,
detrás de ti estoy, María…
Volvió
la mirada agarrándose el vientre y vio a una mujer pálida como las nubes del
otoño, de cabello oscuro ensortijado sobre los hombros; vestía un gigantesco lirio,
cuyo tallo surgía de sus piernas desnudas y los pétalos le cubrían los pechos.
Apresurada
y angustiada, María se incorporó y volvió a mirarla, al tiempo que también era
observada. Tras su etéreo cuerpo de lirio se distinguían arbustos y hierbas,
troncos de árboles y hojas, hasta que ya era aquel cuerpo el que no distinguía.
Recogió
la ropa entre rezos y balbuceos; pero al tocar el asa del canasto para
colocarlo en su cadera, volvió a escuchar:
-Detrás
de ti ya no estoy, María. Vas ahora detrás de mi ánima, surcando mi tormento.
Ven, María. Ven. Descansa conmigo en mi sombra de miel de almendro…
-¡Vete!
¡Vete!- gritó María, desesperada, a las copas de los eucaliptos.
Pero
aquella voz no cesó.
-Ven
conmigo, María… En mi desierto descansaréis, tú, María, y lo que adentro llevas
encaminado al sufrimiento… No temas… Ven conmigo a mi manantial de sueños…
Y el
grito de María se escuchó en un grave eco.
-¿Quién
eres?- presa del miedo.
-Ven
conmigo María… Trae tu cuerpo al umbral de mi pecho…, donde el agua no tiene
fin…, donde el tiempo no tiene comienzo… Ven, María, con tu fruto tierno… Que
dientes tiene la tierra y no temas… Salva tu fruto del hombre y el acecho…
María, ven, ven a mi desierto…
Huyó
despavorida abandonando la canasta, jadeante pendiente arriba, entre el
silencio su respiración sujetándose el vientre. Pero su huida no alejaba la
llamada de aquella voz.
-Parturienta
al mundo te abres…, como una carne de pena que en pedazos de convierta… Parirás
a tu hijo en un mundo cuerdo…, en las alboradas de otros besos… Ven conmigo
María, no te alejes de mi aspecto. Porque noche tienen los días…, y soles de
luz los luceros…
Abrazaba
troncos para poder continuar la huida; se tapaba los oídos para hacer
desaparecer las palabras, pero éstas insistían con apremio.
-Aunque
te alejes vendrás a mí…, como vuelve el vencejo a su hogar para engendrar
pieles y vuelos… Ven, María…, ven a mi flor de menta y eternos silencios…
Al
alcanzar el camino de La Llaná desaparecieron las voces de aquel extraño
lenguaje. Pero María continuaba aterrada escuchando un eco, hasta que
comprendió que no eran sus oídos los que escuchaban las palabras, sino su
pensamiento.
Aligeró
sus pasos por las calles, trémula de espanto, callada por aquello que no se
atrevía a decir a su paso, por temor a ser tomada como otra demente más que
creía en historias de locos y viejos.
Se encontró con Valeriana, una anciana a quien le unía un tierno sentimiento por haber sido
buena amiga de su difunta abuela. Debido a la piedad que le causaba su extrema
pobreza, se vio obligada a pararse para saludarla. La anciana caminaba con
dificultad, arrastrando un cuerpo muy dolorido, y tras sus alpargatas podían
apreciarse sus pies deformados por los años y por el duro trabajo.
-¿Ya
viene usted de trabajar?- le preguntó María inclinando su cuerpo, para que la
mujer la pudiera ver bien, y con una leve sonrisa para disimular su angustia.
Valeriana
miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la veía; se levantó el faldón
negro con dificultad; y tomando la mano de María, le dijo:
-Mira
cómo tengo las rodillas, hija, hechitas polvo de fregarle a los ricos, para dos
naranjas que me dan o un mendrugo de pan que por suerte puede ser de antier. ¿Y
tú adónde vas, criatura? Ya mismo cumples, ¿verdad? Tienes ya la cara de mal
color, por el peso.
-Sí,
Valeriana, ya mismo tendré a la criatura… Con dios, que tengo mucho que hacer.
Pásese usted luego por la casa, que hoy he hecho sopa y se lleva usted una
poquita.
-Por la
noche me acercaré, porque dice doña Virtudes que como está mala que vaya por la
noche a abrirle la cama pa cuando se quiera acostar…
-Pues
con dios Valeriana. Luego se acerca usted.
-Con
dios, hija, que tengo que ir a plancharle a doña Claudia, que dice que viene
visita de por ahí.
Y al
abrir María la puerta de su casa, regresó el susurro, la misma voz que le había
hecho huir de El Pilarillo.
-Aunque
te escondas vendrás a mí…, vendrás a mí, rama de olivo doblada por el destino…,
vendrás a mi seno de néctar…
Desquiciada
por las palabras, inundada por el incesante miedo que la perseguía dentro de su
cabeza, pensó que hasta que su marido regresara del campo estaría a salvo
escondida en el ropero del cuarto, y en donde, tras buscarla una multitud de
vecinos de Baños de la Encina durante toda la noche oscura por el pueblo y por la
sierra, fue descubierta a la mañana siguiente, sobre su propia sangre y con los
ojos desorbitados por la angustia.
© Marta Antonia Sampedro Frutos (1.996)