sábado, 1 de junio de 2019

Noche oscura de manantial, de Marta Antonia Sampedro


                 Había llovido mucho por la noche.
            Desde su cama, arropada por destellos y el atronador sonido de la tormenta, una visión inesperada, a través de un sueño, le anunció que aquellas  gotas que derramaban en abundancia las nubes, no las vería más.
            -Estaba sola en un desierto. Como cuando está seca La Mesta, cantando canciones que siempre decían adiós, adiós… Será que vendrán tiempos de sequía- le contaba al amanecer a su marido, mientras éste encendía la lumbre.
            -Las nubes secas son las peores- contestó él, calzándose las botas-. Mucho ruido y pocas las nueces, eso es malo para las olivas.
            -Pues yo nunca me fío de los sueños. Nunca sabes qué es lo que de verdad quieren decir.
            -Todo eso son cosas que no se pueden agarrar las mire uno por donde las mire, así que no te preocupes. ¿Ya está la talega?
            -La tienes encima del poyo.
            Con su abultado vientre gestante, tras haber almorzado sola mirando cómo las chispas de la leña se oscurecían al esparcirse por las paredes deformadas de su casa, como estrellas fugaces en pleno invierno, preparó la ropa sucia para encaminarse hacia El Pilarillo.
            Atravesando con la canasta en la cadera algunas calles de Baños de la Encina, saludó a personas que a su paso la saludaban.
            -Ya te quedará poco para salir de cuentas, María- le decían.
            -Ya mismo estoy- contestaba, atenta a las piedras de la calle para no tropezar.
            Los niños más pequeños, demasiado chicos para recoger aceituna, disfrutaban de su corta infancia jugando en los portones de sus casas a las bolas, al colache, o llamaban a las puertas donde sabían que nadie contestaría por estar abandonadas por sus gentes, ocupados en la masa de la tierra, en los frutos que paren el aceite lubricador de las ilusiones de los más humildes.
            Sumergida entre los eucaliptos, bajando la pendiente hasta el pilar agarraba María su cuerpo en los matorrales, sujetaba la canasta para no dar un traspiés, y sentía en sus entrañas moverse su fruto de hembra.
            El olor se hizo penetrante conforme se aproximaba; espeso el aire que envolvía el silencio, alterado por sus pasos al pisar las hojas muertas y el silbido de algunas aves.
            Descansó junto al pilar, jadeando plácidamente que por fin había conseguido llegar, sin más novedad que un cansancio pasajero.
            Buscando el sol miró las nubes de mediodía, apresuradas en el aire confeccionando bendiciones para otros lejanos lugares; y lo halló oculto, inmerso en caprichoso algodón sucio que el cielo produjera.
            Se dispuso a lavar la ropa. El agua estaba fría, como todos los inviernos, y sólo al no sentir las manos las colocaba bajo sus axilas para recuperar el calor y proseguir en la tarea enfrentándose a las piedras y sus dedos, luchando contra ellas para aligerar aquella labor en soledad, despatarrada guardando a su hijo entre las piernas y los brazos.
            El sonido del agua alteraba los segundos del silencio, que en sus oídos resonaba como latidos de un extraño corazón descompensado. Reflejaban sus cuerpos en el espejo del agua las ramas de algunos árboles, destrozándose pausadamente sobre las ropas que María lavaba atenta a su quehacer.
            Pero en el agua creyó verse la cara en sus años de niña, y se sobresaltó porque desde que era muy pequeña, apresurada ya por el trabajo, jamás la había visto allí con su cuerpo de mujer.
            -Dios mío… -dijo quebrando el silencio, apartándose del agua.
         Y al volver a aproximarse al pilar, temerosa de encontrarse nuevamente en el agua reflejada, un susurro le dijo:
            -No busques más en el agua, María. Estoy detrás de ti.
            Bajo sus ropas, una piel en tensión la advertía de peligro. Dijo de nuevo “Dios mío”, sin mover apenas los labios.
            -Detrás…, detrás de ti estoy, María…
            Volvió la mirada agarrándose el vientre y vio a una mujer pálida como las nubes del otoño, de cabello oscuro ensortijado sobre los hombros; vestía un gigantesco lirio, cuyo tallo surgía de sus piernas desnudas y los pétalos le cubrían los pechos.
            Apresurada y angustiada, María se incorporó y volvió a mirarla, al tiempo que también era observada. Tras su etéreo cuerpo de lirio se distinguían arbustos y hierbas, troncos de árboles y hojas, hasta que ya era aquel cuerpo el que no distinguía.
            Recogió la ropa entre rezos y balbuceos; pero al tocar el asa del canasto para colocarlo en su cadera, volvió a escuchar:
            -Detrás de ti ya no estoy, María. Vas ahora detrás de mi ánima, surcando mi tormento. Ven, María. Ven. Descansa conmigo en mi sombra de miel de almendro…
            -¡Vete! ¡Vete!- gritó María, desesperada, a las copas de los eucaliptos.
            Pero aquella voz no cesó.
            -Ven conmigo, María… En mi desierto descansaréis, tú, María, y lo que adentro llevas encaminado al sufrimiento… No temas… Ven conmigo a mi manantial de sueños…
            Y el grito de María se escuchó en un grave eco.
            -¿Quién eres?- presa del miedo.
            -Ven conmigo María… Trae tu cuerpo al umbral de mi pecho…, donde el agua no tiene fin…, donde el tiempo no tiene comienzo… Ven, María, con tu fruto tierno… Que dientes tiene la tierra y no temas… Salva tu fruto del hombre y el acecho… María, ven, ven a mi desierto…
            Huyó despavorida abandonando la canasta, jadeante pendiente arriba, entre el silencio su respiración sujetándose el vientre. Pero su huida no alejaba la llamada de aquella voz.
            -Parturienta al mundo te abres…, como una carne de pena que en pedazos de convierta… Parirás a tu hijo en un mundo cuerdo…, en las alboradas de otros besos… Ven conmigo María, no te alejes de mi aspecto. Porque noche tienen los días…, y soles de luz los luceros…
            Abrazaba troncos para poder continuar la huida; se tapaba los oídos para hacer desaparecer las palabras, pero éstas insistían con apremio.
            -Aunque te alejes vendrás a mí…, como vuelve el vencejo a su hogar para engendrar pieles y vuelos… Ven, María…, ven a mi flor de menta y eternos silencios…
            Al alcanzar el camino de La Llaná desaparecieron las voces de aquel extraño lenguaje. Pero María continuaba aterrada escuchando un eco, hasta que comprendió que no eran sus oídos los que escuchaban las palabras, sino su pensamiento.
            Aligeró sus pasos por las calles, trémula de espanto, callada por aquello que no se atrevía a decir a su paso, por temor a ser tomada como otra demente más que creía en historias de locos y viejos.
            Se encontró con Valeriana, una anciana a quien le unía un tierno sentimiento por haber sido buena amiga de su difunta abuela. Debido a la piedad que le causaba su extrema pobreza, se vio obligada a pararse para saludarla. La anciana caminaba con dificultad, arrastrando un cuerpo muy dolorido, y tras sus alpargatas podían apreciarse sus pies deformados por los años y por el duro trabajo.
            -¿Ya viene usted de trabajar?- le preguntó María inclinando su cuerpo, para que la mujer la pudiera ver bien, y con una leve sonrisa para disimular su angustia.
            Valeriana miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la veía; se levantó el faldón negro con dificultad; y tomando la mano de María, le dijo:
            -Mira cómo tengo las rodillas, hija, hechitas polvo de fregarle a los ricos, para dos naranjas que me dan o un mendrugo de pan que por suerte puede ser de antier. ¿Y tú adónde vas, criatura? Ya mismo cumples, ¿verdad? Tienes ya la cara de mal color, por el peso.
            -Sí, Valeriana, ya mismo tendré a la criatura… Con dios, que tengo mucho que hacer. Pásese usted luego por la casa, que hoy he hecho sopa y se lleva usted una poquita.
            -Por la noche me acercaré, porque dice doña Virtudes que como está mala que vaya por la noche a abrirle la cama pa cuando se quiera acostar…
            -Pues con dios Valeriana. Luego se acerca usted.
            -Con dios, hija, que tengo que ir a plancharle a doña Claudia, que dice que viene visita de por ahí.
            Y al abrir María la puerta de su casa, regresó el susurro, la misma voz que le había hecho huir de El Pilarillo.
            -Aunque te escondas vendrás a mí…, vendrás a mí, rama de olivo doblada por el destino…, vendrás a mi seno de néctar…
          Desquiciada por las palabras, inundada por el incesante miedo que la perseguía dentro de su cabeza, pensó que hasta que su marido regresara del campo estaría a salvo escondida en el ropero del cuarto, y en donde, tras buscarla una multitud de vecinos de Baños de la Encina durante toda la noche oscura por el pueblo y por la sierra, fue descubierta a la mañana siguiente, sobre su propia sangre y con los ojos desorbitados por la angustia.

© Marta Antonia Sampedro Frutos (1.996)
Escrito y publicado para la revista cultural “Nunca es Tarde”,
Centro de Adultos “Tamujoso”, del Ayuntamiento de Baños de la Encina (Jaén)


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