domingo, 24 de enero de 2016

Relu, el grajo blanco, de Marta Antonia Sampedro

            Era un claro día, de esos de primavera donde nadie se entiende por el atronador canto de las aves, felices por tan buen tiempo.
        ¿Abejas? ¡Claro que había abejas! Con su zumbido merodeaban por las flores divisando el mejor néctar. Yo les temo, les temo mucho a las abejas porque son seres de los que no te puedes fiar, son muy valientes y, si les plantas cara, ellas te ofrecen dos, para no ser menos.
            También, desde mi lugar preferido, la entrada de una raja de una enorme piedra en donde vivo, observé los chaparros de siempre, de cuyas ramas sabrosas bellotas, agujereadas por gusanos tiernos, miraban con su puntiaguda forma hacia la tierra; y las matas de romero, de tomillo y madreselva, día a día habían crecido tanto, que desde el último otoño estaban irreconocibles.
            Ante esta visión, que dirás impresionante, y te aseguro que lo es, al asearme como todos los días despulgándome las alas, vi que mi bello cuerpo era deslumbrante, muy claro, menos brillante…, ¡y blanco!, ¡completamente blanco! ¡Incluso mi fuerte pico se había convertido en un pico blanco!
          Tal vez digas que no tiene importancia…, “no hay que tomarse a mal las cosas”…, que ser blanco es preferible a ser negro, y que donde esté la luz que se quite la oscuridad, o que ser azul es mejor que ser verde. Si así lo crees, me gustaría que respondieras a estas preguntas:
           ¿Es mejor el agua turbia que la limpia?
         ¿El carbón puede ser blanco después de haber sido quemado?
           ¿Te atreverías a revolcarte en nieve negra?
      ¿Dormirías bajo los rayos del sol, las mismas horas que duermes durante la noche?
         ¿Te imaginas que la lluvia, en vez de transparente, fuese de algún color que tú elijas?
        Y tus dientes…, ¿te gustarían que fueran de color? ¿Rojos,quizá?
         Si lo has pensado detenidamente, y tu respuesta es sí, confieso que nuestras opiniones no son muy distintas, porque pienso que llevas toda la razón, y no hay nada mejor, para ser completamente felices, que vivir con diversidad de opiniones, colores, picos y patas, según el gusto de cada cual, y aun así podamos ser amigos. Sin embargo, a pesar de nuestras diferencias, quiero que pongas atención a la cantidad de cuestiones que me surgieron por creer que para todas las preguntas que te he formulado, mi respuesta sea, como la tuya, sí.
           Después de graznar desesperado, sin saber qué hacer ante aquel cambio, intenté por todos los medios volver a mi color negro. ¡Cuánto echaba de menos aquel brillo luminoso de mi manto oscuro! Y por más que lo pensaba, no sabía si es que alguna vez había solicitado a alguna estrella fugaz aquel deseo, pues has de saber que yo a veces soy un poco romántico, y le doy las vueltas a cosas a las que después quiero darles otra vuelta que no tiene nada que ver.
            Me bañé en el pantano, sin resultado alguno en la batalla por desprenderme de aquel horrible color, más bien adecuado para las cigüeñas, pero aproveché para hacer ejercicios, porque soy uno de los grajos más fuertes de toda la sierra, y no nado, pero lo parece, y todos los patos se quedan boquiabiertos, aunque para ser sincero, aquel día todos salieron volando al verme llegar.
            Tras comprobar que ni el agua, ni restregándome en troncos de higueras, encinas y robles, aquel horrible color dejaba de ser blanco, quise consultar a mis amigos Hur, Liya y Opin, a los cuales sorprendí junto a unas rocas divisando el horizonte, y a pesar de intentar decirles con grandes graznidos que era yo, “Pero, ¿es que no me conocéis? ¡Soy Relu, el que siempre os gasta bromas!”, les aclaraba con más pistas, volaron tan rápidos que apenas recuerdo por dónde se marcharon. De modo que me acerqué a la casa de los hombres, pues tienen cerdos muy hermosos sobre un lodazal oscuro.
            -Aquí mismo me meto- me dije para mis adentros.
          Los cerdos me observaban incrédulos, porque conocen que, al igual que ellos, los grajos somos seres muy limpios, y después de ver que su presencia me era indiferente, volvieron a gruñir comiendo restos que olían peor que yo, y me vi obligado a regresar al pantano, más oscuro, eso sí, porque aquella pestilencia era un suplicio que no podía soportar por más tiempo.
            En el pantano ya estaban las ovejas de todos los días; el hombre que va con ellas, es un humano que no se fija en cosas sin valor, y permanece echado sobre la hierba viendo amodorrado cuántos matices tiene el cielo de la primavera. Su perro lo acompaña; él parece opinar como su compañero amo, y también se echa para ver cómo no se cansan de balar las ovejas, aunque no haya más peligro que el de despeñarse mientras ellos duermen. Aprovechando que nadie me acechaba, me dejé llevar por la fiambrera del hombre, tan brillante su metal como algunas hojas cuando llueve, y aunque aquella mañana no tenía demasiadas ganas de comer por el disgusto que me había llevado, escarbé entre su comida, dejando a un lado las patatas, porque él también se las deja casi todos los días, y eso seguro que debía ser por algún misterioso motivo que de momento no sería yo quien intentara resolver, por si acaso. Pero de pronto, ensimismado en mi labor, escuché una voz aguda que me dijo:
            -¡Echa para allá, chiflado tragón! ¡No te fastidia el tío…!
         Miré muy silenciosamente para atrás, pero nada, todo tranquilo, y el pastor tocaba las orejas a su perro, que roncaba; luego, hacia el frente, y tampoco nada, solamente agua dulce y burbujas creando grandes ondas que arribaban a la orilla. Y continué comiendo, apartando primero un hueso que me molestaba en los ojos, y diciéndome, que sin duda alguna, aquel horrible pico blanco sería la risión de todos cuantos me conocieran.
            -¡Que eches para allá! ¿Estás turuleta…, o qué?- volví a sentir la misma voz zumbadora de mosquito-. ¿Pero es que estás sordo?
            Frente a mí, sobre una patata, vi un garbanzo. Claro que era un garbanzo negro y por eso lo vi mejor, y porque además daba saltos, cosa extraña en los garbanzos, pensé, quizá porque era la primera vez que yo veía aquello tan extraordinario.
            -¿Qué estás diciendo, legumbre rebotada?- intenté ser educado, largándolo con mi pico de encima de la patata, desde la cual cayó sobre los demás garbanzos, aunque pronto se repuso y lo único que conseguí es que aquel garbanzo protestón chillara más.
           -¿Es que no ves que soy el garbanzo negro? ¡Cómo te atreves a atacarme, grajo…, blanco!
           Por supuesto, que quiso decir negro; por eso quedó pasmado. A veces, ciertas especies, animales o vegetales, olvidan el adecuado léxico o modo de hablar, y como les cuesta reconocerlo pasan alguna vergüenza que empeora su situación cuando quieren arreglarlo.
            -¡Un grajo blanco!- exclamó sin haberse dado cuenta de su error.
           -¿Sí…? ¡No me digas, garbanzo negro… y parlanchín!- le dije con otro empujón hacia el extremo del recipiente y se impregnó la cara de aquel pastoso caldo.
           -¡No me enfades, que mira que soy el garbanzo más temible que nunca hayas visto!- replicó con un tono un tanto amenazante-. ¡El negro, entre todos los blancos de la última cosecha! ¡Mira que cuando yo me pongo…!
        -Pues vale…- contesté para que no tomase más alas-. ¿Y qué pasa?
        -¿Qué pasa, dices? Pues que otros, antes que tú, lo han intentado conmigo. Pero de nada les valió su lucha, ni cuando nací, pisándome, maltratándome sobre las matas, ni cuando me recogieron…, ¡no sabes el trompazo que me dieron lanzándome sin piedad a un trigal y a duras penas regresé pero que muy malito!..., que desde entonces he ido de dedo en dedo para que me largara de la multitud por si mi color se contagiaba… Pero ya ves: después de tantas aventuras, de tantísimos enfrentamientos en batallas que ni puedes ni imaginar… ¡aquí estoy, metido en un cocido como los demás!- concluyó con orgullo.
            -Pues qué bien- contesté para darme por impresionado-, ya veo que eres un garbanzo muy valiente, además de instruido.
           -¡Más de lo que te piensas! ¡Y echa tu pico para otro lado, grajo blanco…, que todavía quedan las patatas! Come…, come…, que tienen mucha energía…
           Me hice el disimulado, por no ser descortés, y piqué en una; no estaba mal, pero demasiado blanda.
            -Y… ¿cómo es eso de que eres blanco? Yo tenía entendido que todos los grajos erais negros. ¡Lo que le queda a uno por aprender!
          -¡Eso quisiera saber yo!- me sinceré, la verdad sea dicha, porque de nada sirve hacerse el listo cuando las cosas nos vienen del revés-. Pero, al contrario que tú, yo no nací blanco; yo antes…, aquí donde me ves haciendo el fantoche por la sierra…, antes yo era negro.
            -Mal asunto ese- vaciló el garbanzo negro ante la noticia-. ¿Y cómo lo llevas? Por tu hambre, yo diría que muy mal no te ha sentado el disgusto… Pero come, come patatas…, que tienen muy buena pinta…
            -Que no me gustan las patatas…
         Su cara se descompuso, y el pobre de aquel garbanzo peleón pensaba sin duda que el siguiente en mi gaznate sería él. Pero como soy un grajo negro, ahora blanco, comprendí su delicada situación.
          -Encantado de conocerte- le dije para despedirme, porque sentí que el hombre de las ovejas comenzó a estirarse, dando, como es habitual, un largo suspiro que resuena entre los árboles como un rayo con sueño.
           -Lo mismo digo- contestó con mejor cara el garbanzo negro, al ver que ya me marchaba-. Y no dejes que te metan en la olla, que allí hay un gentío que para qué decirte. Mientras menos te vean, mejor; y si te ven, ¡qué le vamos a hacer! ¡Valor!
        -Gracias por tu consejo. Nunca antes había conocido a un garbanzo tan interesante. Y que conste que no te lo digo porque seas negro, sino por lo bien que te expresas.
          -De nada. Son cosas que se aprenden cuando uno es apartado de los demás por ser distinto… ¡y hay que ver lo bien que sienta el hacerse valiente! Al principio cuesta un poco, porque todos se echan a un lado cuando te ven…, pero lo vas superando, eso lo sé en los garbanzos, pero estoy viendo que en los grajos también hay diferencias…, qué vida esta…, y bueno…, aprenderás como yo que todo es válido si tiene valor y lo piensas bien pensado…, y llévate las patatas, anda, grajo blanco…, que así tendré más espacio para recrearme.
         -¡Ya te he dicho que no me gustan las patatas!- refunfuñé para darle a entender que sólo mi madre tenía derecho a insistir en que comiera.
         -Pues adiós, grajo blanco- dijo con prisas y se ocultó en el caldo.
            -Hasta otra, garbanzo negro- contesté volando.
         Con la panza llena, descansé en el primer tronco que encontré adecuado, para reposar tanto volumen. Un fresco airecillo, que por un instante me hizo olvidar mi nuevo aspecto, acudió en mi ayuda ese día fantástico, plumas blancas aparte. “¡Ay, qué vida esta de salvaje acecho!”, pensé con los párpados a medio cerrar. Pero mi gozo duró poco, porque unos sonidos desconocidos me inquietaron, y no parecían de jilgueros, ni de golondrinas o vencejos; tampoco de cernícalos, de cigüeñas o de tordos; y, ni soñarlo, a esas horas tan tempranas y soleadas, de mochuelos, búhos o lechuzas.
         ¿De qué, o de quién podría tratarse, si descartaba todo lo que hasta entonces yo había aprendido? Los sonidos eran disparatados: a veces decían “Pi…,pi…”, como decían “Moooo…, moooo…”. En otras circunstancias, yo habría graznado a la primera de cambio, pero mi plumaje blanco me impedía hacerlo, hasta que pensé: “¿Tú mismo te vas a creer que eres distinto porque tengas las plumas blancas, pánfilo Relu?”. Así que actué como otras veces lo había hecho: con gran valor y seguridad de grajo. Y dije bien alto:
            -Seas quien seas…, ¡deja de hacer el tonto!
          Hubo silencio. Un silencio que me confundió más que los sonidos anteriores. Pero pronto se aclaró todo, cuando encima de unas ramas de un hermoso pino se posaron mis amigos. Primero habló Opin:
            -¡Vete de aquí, grajo raro!
            Luego, lo hizo Liya:
            -¡Fuera! ¡Por aquí no queremos gente como tú!
            Por último, habló Hur:
            -¡Vete, esperpento blanco!
           Yo, me quedé mudo. ¿Cómo era posible que mis amigos no me reconocieran, solamente por la insignificancia de mi plumaje blanco?
            “¡Ya está!”, pensé de pronto. “¡Es porque no han oído bien mis graznidos!”. Así que les dije muy contento:
          -¡Pero si soy Relu, vuestro amigo Relu! ¿No me reconocéis? ¡Relu…, el que os lleva de vez en cuando a ver los panales para enfadar a las abejas!
        -¡Vete de aquí!- contestó Hur antes de que los tres se marcharan a toda prisa.
            Detrás de ellos, en el aire, insistí en mis graznidos. “¡Soy Relu!, ¡soy Relu!, ¡Relu!”, repetía, hasta que Opin me dio un picotazo. Aquello me dolió; también la pequeñísima herida, que ni siquiera sangró, pero eso era lo de menos comparado con el rechazo que sentí de mis mejores amigos. ¿Por qué ya no me querían con ellos? ¿Es que ya no éramos la misma pandilla de cuatro jóvenes grajos que merodeaban los campos haciendo rabiar a los campesinos, y que competían en lanzamientos en picado? ¿Por qué? ¿Por qué yo era blanco y ellos negros? ¿Dónde estaba la diferencia que en poco tiempo yo ya no sentía?
          “¡Pues no quiero este cuerpo blanco, que me quita a mis amigos!”, me lamenté en la rama, antes de que la brisa anterior volviera a hacerme cosquillas en las plumas, donde un brillo pequeño resaltaba en tan bellas plumas blancas.
        Después de resolver el asunto pesado de mi buche y de la decepción de mis amigos, fui a darme un garbeo por una de las casas humanas. Es una casa muy bonita, hecha hacia arriba, y no hacia adentro; y tiene ventanas, puertas, tejado y más cosas raras que yo jamás pondría en la mía; y en esa casa no temen al fuego, porque en invierno sale humo y cuando eso ocurre nadie sale huyendo. Allí vive una niña que a veces me echa trocitos de comida muy dulce, que en la sierra, por mucho que yo la busque, jamás la encuentro, y cuando ya no le quedan más trocitos me marcho diciéndole cosas que parecen gustarle, porque sonríe dándome grandes gritos con una escoba en la mano. Aquel día estaba asomada a la ventana, y al verme, en vez de estar pendiente de un invitado tan agradecido como yo, dándome de comer, quedó maravillada por mi nuevo plumaje, y agarrándome por el pescuezo me colocó sobre un mueble de la casa.
          -¡Oh…, un grajo blanco!, ¡como la nieve que se ve en algunos inviernos! ¡No te muevas de ahí…, y pon mucha atención!- me dijo metiéndome en una caja por la que sólo pude sacar la cabeza. Y de buenas a primeras, se puso a emitir estos sonidos:
          -¡Doooo..., Ree…, Miii..., Faaa…! ¿Te vas quedando con la copla, precioso grajo? ¡Repite conmigo! ¡Doooo…, Reee…! ¡No, no, no! Es: ¡Doooo…, Reeee…! Tienes que fijarte bien en mi boca, para llegar a ser un extraordinario grajo que llene salas de conciertos… ¡Verás!..., verás cuando ganes muchas monedas y lleves anillos en las patas… Anillos de diamantes…, no creas que serán de chatarra, no…, no… ¿Ves éste? Este es de mi muñeca Rici, y costó muy caro porque brilla mucho. Pues los tuyos van a ser así, así de bonitos si aprendes a decir bien Dooooo, Reeeee, Miiii…, ¿comprendes? ¡Un grajo blanco! ¡Qué maravilla! ¡Verás el mundo…, aprenderás que tiene por lo menos veinte mares y muchos, muchos montes que tocan las nubes! ¡Dicen que hay el doble que en la sierra! ¡Venga!, ¡repitamos! ¡Dooo…, Reeeee…, Miiii…, Faaaa…, Sooool…!...
        Eso mismo pensé yo: el sol, ¡menuda insolación, y sólo estábamos en primavera!, porque aquella niña, siendo ahora blanco, me quería más que nunca, y eso…, eso también me extrañó. La dejé que continuara canturreando, espantando moscas. Y mientras tanto, yo miraba por todas partes para ver por dónde podrían estar los trocitos de comida dulce. Pero…, nada por aquí…, nada por allí…, y yo aguantaba con mucho valor las lecciones de mi amiga humana, a la espera de que al primer descuido se olvidara de mí.
         -¡No…, no…! Tienes que fijarte en mi boca- seguía insistiendo-. Así…, así… Tienes que ser aplicado si quieres ser un artista… Cantemos juntos… ¡Doooo…, Reeeee…, Miiiii…..!
        Poco a poco, al comprobar que aquella caja pesaba sobre mi robusto cuerpo menos que un moscardón mediano, hice que tomara más confianza…, más…, más… de modo que me puse a graznar: “¡Juaaaahhhh!... ¡Juuuuaaaaahhh!”. Al ver ella que yo no parecía muy listo, cuando sus gritos de enfado la despistaron de mi presencia, taponándose los oídos, me largué por la ventana, diciéndome que, comparada con aquella humana, no había en toda la sierra quien supiera chillar mejor que un grajo, ya sea blanco o sea negro, violeta o naranja, y que no había conseguido la comida dulce, pero al menos me había escapado de parecerme a una muñeca.
        “Voy a darme un garbeo por el pantano”, pensé en un momento. Y es que yo soy así, que lo mismo digo esto, que digo lo otro si veo que lo otro puede ser aquello o esto. Por eso no me extrañaría, como te dije al principio, que alguna vez le haya pedido a alguna estrella fugaz ser más blanco que las nubes sin lluvia. Si ha sido así, pues me alegro mucho, porque se demuestra que las estrellas tienen oídos, contrariamente a lo que algunos puedan pensar.
          Las ovejas comenzaban a trasladarse de lugar; también el humano y su perro, al que se le veía muy contento moviendo su largo rabo junto al amo, que le ofrecía de vez en cuando un cariñoso puntapié, para que despejara de ovejas los sembrados y dejaran de hacerse las bravas burlándose de los toros, que las observaban parsimoniosos al otro lado de las alambradas. Pero lejos de ellas se hallaba una de las ovejas, que indiferente comía arbustos. Tenía cuatro patas; ya veo que me sigues; un cuerpo regordete que estiraba al balar; también que no te pierdes, y que alguna vez en tu vida has visto ovejas; su balar era como el balar de las demás, cansino y algo escaso en recursos lingüísticos, propio de su especie; y estiraba su cuerpo negro cada vez que… Sí, la oveja era negra. ¿Por qué te extraña? ¿No habías pensado que el color de una oveja podría ser de un color distinto al blanco? Pues reconozco que yo tampoco…, hasta que la vi.
         No insistas; que sí: que he dicho negro. No, no… Veamos: el blanco era yo; y ella era la negra, como el garbanzo temible y sabiondo. Aquella oveja era negra. “Interesante, Relu”, pensé perplejo. “A lo mejor todo se vuelve distinto a como es, y los prados serán turquesas, ¡menudo color!..., y el cielo marrón con tonalidades lilas…, ¡vaya, si así fuese! No está mal eso de ver cosas que nunca antes me había planteado al estar siempre de la misma manera desde que salí del huevo”.
           -Ejem…- dije al acercarme a ella, que no pareció asustarse; más bien dio un balido suave, casi inapreciable, mientras se echaba sobre la hierba con las patas hacia arriba.
       -¿Tú eres un grajo?- me preguntó una vez repuesta por mi inesperada visita.
            -El mismo- contesté colocando adecuadamente mis plumas.
            -Pero si eres…
        -Ya, ya sé que soy blanco… Pero eso a ti no creo que pueda sorprenderte, pues veo que eres una oveja negra, además de muy valiente, pues al verme sólo te ha dado un pequeño síncope, pero no has salido corriendo y eso demuestra mucho valor. ¿Qué haces por aquí? Las demás ovejas ya van con el humano dando resoplidos de cansancio mientras muerden al perro.
           -¡Bah! No me importa… Yo voy a mi aire, porque mi pelaje no lo quiere ese humano…, ese cretino de pastor, porque es distinto a los demás.
          -Pues a mí sí me gusta tu lana… oveja negra… Parece calentar mucho. ¿De verdad que es tuya? No lo parece, por lo preciosa.
       -¡Claro que es mía! ¡Y calienta mucho! ¡Menudos inviernos paso! Y cuando las demás están sin apenas nada de lana, yo me pongo muy orgullosa, pues bien mirado, esto de ser negra, es mejor que ser blanca. Lo malo son los veranos, qué calor, pero como son más cortos que los inviernos no me importa demasiado.
            -Ya veo que estás contenta, oveja negra, y que no te importa el ser distinta; pero en cuanto a mí no puedo decirte lo mismo, pues de momento, por convertirme en blanco ya he perdido a mis mejores amigos.
          -¿Has perdido a tus amigos? ¡No sabes cuánto lo siento, grajo blanco! ¡Qué espanto! Dicen que los amigos es lo mejor que le puede pasar a alguien. Al menos en eso yo he tenido más suerte que tú, porque nunca he tenido amigos de mi misma especie, pues ya nací así, negrita y linda como el picón suave, y no dejaban que sus corderitos se acercaran a mí.
        -¿Por qué no? ¡Pareces una oveja muy alegre! ¡Y muy dispuesta para todo! No hace falta sino ver qué forma tan bonita has dejado al comer de este arbusto, que parece una nube verde.
          -Es sólo por mi color; y a veces, cuando comprueban que las demás no las ven, alguna oveja viene a mí para decirme que lo siente mucho, pero que tiene miedo a que la aparten del rebaño y puedan dejarla como a mí, sin derecho a compartir los buenos pastos de los montes altos.
          -¡Qué tontería! En los montes bajos también hay manjares; y agua.
          -Eso mismo les digo yo. Pero tampoco quiere el humano que me mezcle entre ellas, y me deja suelta por si viene un lobo me coma primero a mí, que soy la de peor lana. ¡Será…, o no será mala gana!
            -¡Qué crueldad!
            -… Pero lo que no sabe el pastor, es que el lobo que acecha por esta sierra es un lobo muy bondadoso… Tuvo la desgracia de convertirse en un lobo azulado, parecido al color del agua.
            -Permíteme, oveja negra, que te corrija tu falta de preparación en la materia; pero es que el agua no tiene ningún color- le expliqué para no llevar las cosas fuera del conocimiento físico de las cosas-. Si la observas gota a gota, el color se pierde. Si no se bebe demasiado aprisa, eso se ve al momento si colocas bien bizcos los ojos.
         -No lo sabía…, y te agradezco tu interés por hacerte el listillo…, pero es que a mí me gusta que el agua sea azul.
         -Siendo así, te contesto que de nada. Pero son cosas que sé por tanta contemplación. Y ahora, continúa.
            -… Pues a veces, ese lobo, me da sustos, pero de broma, y nos contamos cosas que estoy segura de que todos dirían que se tratan de boberías y tonterías. Y dice que con los suyos no se entiende muy mal, porque creen que por su color azulado aúlla más que los otros, pero que la soledad le gusta más que nada.
           -Es posible, oveja negra. Si lo piensas bien pensado, ese lobo, al estar solo, tiene mucho tiempo para entrenar. ¡Menuda ventaja!, ¡todo el día despanzurrado!
            -¿Y tú, cómo es que eres blanco? ¿Te has bañado en clara arena de algún sitio que por aquí no conozcamos?
           -No… ¡qué va! Al parecer, estoy así por cosas de las estrellas, aunque no recuerdo si es por eso, porque lo que más me gusta hacer por la noche, es dormir a pata encogida.
        -¡Ay…, las estrellas…! Las estrellas, grajo blanco, son muy caprichosas. A veces me visitan en la noche fría, y siempre les pido seguir siendo oveja negra, para estar bien calentita sin tener que usar mantita de hierba. De momento no me puedo quejar, porque me hacen caso. Tal vez porque las ovejas negras tenemos fama de no tener muy buen humor y educación, y teman represalias con canciones nocturnas.
            -¿Y tú, que pareces conocerlas mejor que yo…, crees que si yo les pido volver a ser negro, me harían caso?
        -¿Por qué quieres ser negro? ¡Tienes un plumaje espectacular!- opinó de mi bella estampa y estiré las alas para que las viera mejor-. ¡Menudas plumas de rocío menudillo recién posado!, ¡flor de almendro florecido que vuela fuera del árbol!, ¡nube que en la tierra esconda su natural manto con ese encanto!- me sorprendió la oveja negra con versos de poeta chiflada aunque maravillosa-. No hagas caso más que de ti mismo y de tus emociones…, deja a un lado los malos sermones… Y si tus amigos no te quieren tal y como eres ahora, es que no son buenos amigos.
           -¿De verdad crees, oveja negra, que es porque soy blanco por lo que ahora me desprecian? Yo diría que su enfado es debido a que la última vez que los llevé a ver a las abejas, éstas de veras los asustaron.
            -¡Claro que sí! No todos los seres aceptan que la diferencia sea lo más adecuado para compartir las mejores cosas. Además, algo les harían a las pobres abejas, para que se enfadaran.
          -Entonces, oveja negra…, ¿de verdad piensas que mi cuerpo es…, espectacular?- le pregunté para alegrarme el día escuchándolo de nuevo.
          -¡Por supuesto que sí! ¡Espectacular, como un buen balar!
      -Pues desde esta mañana cuando aparecí completamente blanco… a mí también me lo va pareciendo. Además, he conocido cosas que antes no conocía.
         -¡Y las que te quedan por conocer! Verás el mundo de otra forma. El aire a veces olerá a flores y otras veces olerá a flores marchitadas… Pero de todo eso, aprenderás más que oliendo solamente el mismo olor de las mismas flores conocidas… Y te aconsejo que te marches ya, porque escucho el aullido del lobo azulado, y no te molestes, grajo blanco, porque es que a ese lobo no le gustan los grajos sean del color que sean. Quiero decir… que no es porque seas blanco; si fueses verde, celeste o amarillo, tampoco le gustarías.
          -¿Y eso por qué? Los lobos y los grajos nunca queremos saber nada entre nosotros. Es más: algunas veces, los grajos les servimos de guía, siendo sus ojos en el aire, así que no entiendo el motivo.
            -Porque el lobo azul, que es muy sabio, dice que donde estén las aves siempre acuden humanos para dar grandes truenos y matar.
         -Comprendo, oveja negra. De todas maneras, ya me marchaba. Hoy el día ha sido para mí un poco ajetreado y estoy algo cansado. Adiós.
            -Adiós, grajo blanco con ese manto.
            -Adiós, oveja negra.
            -Que viene el lobo azul, diciendo “uuuuhhhh”.
            -Ya me voy, voy.
          Salí de allí pitando, sin volver la vista atrás. Con su presencia, también los lobos traen detrás humanos que los persiguen para matarlos.
            “Qué color tan complicado tiene ése”, pensé al ver volando a otro grajo. “¡Pero qué dices, Relu! ¿Es posible que estés acostumbrándote a ser blanco?”, me dije justo en el momento de ver una rara mariposa. No, no era de ningún determinado color; bueno, quiero decir que no era de un solo color, sino de diversidad de colores, todos combinados como sólo Madre Natura, y las estrellas, saben crear. Fue su forma lo que hizo que me fijara en ella; de modo que la perseguí hasta una encina próxima, donde al posarse le dije entusiasmado:
            -¡Vaya alas!, ¡ya las quisiera para mí!
            -¿Y se puede saber qué tienen de bueno mis alas?- preguntó un poco triste.
          -Pues que son las alas más bonitas que jamás haya visto- le aclaré a la mariposa.
           -¿Te parece a ti que unas alas de la misma forma que la del rostro de la luna, tengan algo especial?
           -¡Ya lo creo que sí, mariposa circular!- contesté incrédulo porque ella no pensara lo mismo.
           -Pues yo no lo creo, grajo blanco… Por cierto, ¿eres de verdad blanco, o es que a mí me lo parece? Hoy no tengo muy bien las antenas, y se me bajan a los ojos porque tengo mucho sueño, con este solecito que hace.
           -Sí, soy blanco, antes Relu negro; el más veloz de todos los grajos de la sierra entera.
            -Pues muy bien… Adiós- dijo de repente, para despedirse.
            -… Adiós- contesté a la mariposa circular al verla marchar.
           Viendo las cosas de las que anteriormente no me había fijado, mis pensamientos estaban como locos. ¿Cómo era posible que antes de convertirme en blanco, no me hubiese percatado de la diversidad de seres distintos que habitan nuestro espacio? Posiblemente, porque nunca había vivido con otro aspecto, y tal vez llegué a creerme como derecho único el ser igual a como todos fuesen, o como todos quieren que seamos, sin contar con nuestra opinión.
      Al atardecer, aún me hallaba sobre una rama de un pino, investigando cosas que la cabeza nos ordena investigar. El sol se marchaba para ocultarse detrás de un horizonte, y pensé que este ser, durante el día, toma distintas formas de luz que a nadie extraña… a no ser que su color se volviera gris, como así estaba ocurriendo. En la sierra, un alboroto de canto pareció surgir de todas partes; todos los seres querían decir lo que pensaban al respecto. Y es que no hay derecho a que las cosas se hagan sin permiso, como ese día hizo el sol, quién sabe por qué motivo. Era gris…, gris… Y en la sierra, el sonido de alarma era una algarabía que no puedo recordar bien, porque eran muchos sonidos que juntos no se entendían. De pronto, mientras el sol continuaba con su color gris, de todas partes aparecieron seres a los que nunca antes había visto:
        Jilgueros de lunares y picos verdes; ranas blancas que croaban al mismo tiempo; lindas cigüeñas violetas y pico chato; lagartos sin rabo andando a tres patas; lirios que se abrieron y eran de flor transparente y bella luz; caballos salvajes de largas crines doradas; liebres azules con sus crías de bigotes plateados; diminutos ratones amarillos… y un sinfín de seres extrañados porque el sol hubiese cambiado sus gustos de siempre.
            Yo, patitieso, no me movía de la rama, por si acaso seguía siendo el ser más raro que mis amigos hubiesen visto nunca, hasta que el sol volvió a su color rojo, escondido detrás del gran monte, y quedamos al descubierto todos los seres a quienes las estrellas habían concedido otros dones diferentes a los de la mayoría. Pero nadie me miraba con atención, y poco a poco fueron desapareciendo todos de mi vista, opinando entre ellos que qué caprichoso se había vuelto el sol, vaya color más bonito ese nuevo color, le queda de rechupete, decían, y que estaban muy contentos, porque si volvía a hacerlo ya nadie se sorprendería de su cambio, y que gracias al sol, soberano de las estaciones, sabían que todo es posible si se desea, aunque los demás se aparten de nosotros o nos digan que estamos majareta, y que a partir de esa tarde quedaban para salir juntos todos los atardeceres, para verlo.
          Yo, estaba de piedra. Bueno, no sólo de piedra, sino de pico y plumas blancas, viendo con cuánta suerte las estrellas me habían elegido a mí, entre tantos grajos negros, para sentir cosas que los seres aburridos por su aspecto no pueden conocer si sólo se miran a sí mismos.
            Desde entonces, por supuesto que sigo siendo un grajo. Un grajo veloz, que de vez en cuando ve a sus nuevos amigos, porque aprecia las cosas importantes. Al garbanzo negro, la última vez que lo vi fue anteayer, tomando la sombra bajo un limonero junto a unos restos de patata, y comí algunas, porque es muy cabezón ese garbanzo parlanchín, y lo cierto es que yo tenía un poco de hambre, que si no… A la niña humana, la vi el otro día, escondido en su ventana: ensayaba con un hermoso sapo que ella era una elegante princesa, y él debía lucir un sombrero de príncipe, ¿quizá transparente?, le preguntaba, de modo que hiciera el favor de quitarse el disfraz que tenía, que ya se estaba hartando de esperar; el sapo le contestaba que sí con la cabeza, pero que antes le diese un beso, y ella le respondía que ni soñarlo, que ella había hablado primero y que después ya vería qué hacer con su relación.
            A la oveja negra y poeta la veo todas las tardes, a la espera de su amigo el lobo azul y solitario, mientras las ovejas persiguen por los montes al perro del hombre, y éste sigue gritando que dónde está su comida, que yo ya he procurado zamparme en silencio mientras él observa cosas del cielo tumbado sobre la hierba; ayer, llevaba arroz, y me puse morado. A la mariposa circular, siempre que la veo nos saludamos y ella continúa volando a su aire, un poco adormilada, porque no le gustan demasiado las charlas, aunque a veces me pregunta:
            -¿De verdad que te gustan mis alas, grajo blanco?
            Y yo le contesto:
            -¡Son más bonitas que todas las que vuelan por este aire!
          En cuanto a mis amigos Hur, Opin y Liya, también los saludo, y ellos me contestan:
      -¡Adiós Relu…! ¿Ya nos has perdonado la broma que te hicimos?
           -¡Claro que sí!- les digo de verdad, porque perdonar nos protege de ser presos del rencor, que es mal asunto para cualquier ser.
        Y de vez en cuando vienen para preguntarme cómo hay que hablarles a las estrellas, no porque quieran ser blancos, rosas o granates, sino porque dicen:
            -Queremos ser abejas grandes, para que no se enfaden cuando nos ven.
            Yo, les digo:
            -No lo sé; ya me conocéis: ¡tengo muy mala memoria…!
          Y todos los atardeceres estoy muy ocupado charlando con mis otros amigos, mirando qué caprichoso es el sol, que ha decidido rodearse de muchos colores, mientras sin decir ni mú observa tantos seres distintos que andan o vuelan por su vida como pueden o desean, acompañados de un grajo blanco que no desea más que ser libre y feliz en la libertad y felicidad de los demás y en la suya propia, sea cual sea la forma o el color elegido por las estrellas.


© Marta Antonia Sampedro Frutos.

(1.996)

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