Relato finalista, premio de Relato Corto "Entre Libros", 2002.
La zona centro de la
ciudad comenzaba a despertar al compás del viejo eléctrico. Conforme éste
anunciaba a los turistas su publicidad de patrimonio histórico mediante
folletines con horario y fotos antiguas en su quiosco, la zona más viva de la
ciudad abría sus negocios, con ese silencioso quehacer constante, aparentemente
aletargado, que distingue Portugal de otros países.
Desde las orillas del Tajo
hasta la zona alta de Lisboa, se abren callejuelas repletas de comercios, en
cuyos escaparates pareciere que el tiempo transcurriera tan sólo en los
precios, euros y escudos junto a ropas apolilladas en moda, muebles de
anticuario, licorerías y espesos cafés de todo el mundo recién tostados y
molidos, pescados en salazón unidos al licor ginjinha, marisquerías
alternando con jamón cocido y presunto, y un sinfín de plantas
entremezclando los olores con la lejana brisa del Atlántico, vertido de
industria naval.
En la Rua da Prata,
arteria del comercio de la Baixa Lisboeta, Helena abría la puerta de la
perfumería acompañada por el sonido de la campanita avisadora de clientes;
llegaba tarde, y sin saludar a la dueña comenzó a ordenar con inquietud los
botes de esencia que la noche anterior habíanse quedado desperdigados por el
mostrador.
Era la Alceste una antigua perfumería del
siglo XIX, donde el tiempo no hubiere transcurrido y que regentaba por herencia
familiar la licenciada en químicas doña Amalia Ferro, una mujer menuda,
moderadamente elegante, con lentes de intelectual salpicadas de caspa,
entregada íntegramente a su comercio, cuya sabiduría y conocimientos de
esencias naturales admiraba profundamente la joven Helena.
-Rapariga-
le dijo doña Amalia señalando su reloj de pulsera en tono de reproche.
-Lo
siento, doña Amalia- le contestó con gestos de no poder evitar aquellos
retrasos-. No he escuchado el despertador.
Lisboa
se desperezaba con el café corto y los dulces de frutas confitadas. Los
restaurantes para turistas ordenaban ya en las aceras butacas y mesas con los
menús bien visibles, combinando comida rápida con platos deliciosamente
elaborados, y los escaparates de franquicias europeas eran acicalados en sus
puertas con grandes plantas de linóleo por jóvenes estilizadas, cuyo vestuario
asemejábase más a los modelos de la maniquíes que a la indumentaria de los
portugueses de ciudad.
Un ir y venir pausado
resucitaba poco a poco, y un aroma intenso, que nadie podría concretar, emergía
de pronto conforme los rayos del sol apropiábanse de la oscuridad. Sin embargo,
en la Alceste, todos los olores de la vieja Lisboa parecían neutralizados por
los ungüentos y perfumes de doña Amalia Ferro, que a esa hora, y desde el
amanecer, aún permanecía en sus libretas como quien no tuviese más vocación en
la vida que repasar incansablemente asientos de contabilidad.
En
los estantes de madera astillada, atiborrados de grandes botes de cristal, el
misterio de los perfumes permanecía en los posos de madres, especie de neblina adherida
al vidrio como una medusa extraña, y que al capricho de clientes se alterase a
regañadientes una vida de misterios.
-Rapariga,
violeta.
-Rapariga,
Chanel número cinco.
-Rapariga,
jazmín.
-Rapariga,
Loewe homme.
-Rapariga,
crema para las arrugas; piel mixta.
-Rapariga,
Eau de Rochas...
Revolvíanse
lentamente los posos de las madres de esencias al sacudirlos Helena, llenaba
con minúsculo embudo las medidas solicitadas, y con un obrigada cortés
de comercio, veía transcurrir su horario laboral como una lisboeta más cuyas
raíces resultaran ser como la naturaleza de las esencias aquéllas, dedicada a
dar perfume a la piel de jóvenes presumidas, damas de tiempo avanzado cuyo olor
de edad rechazaran, amarga vida o amor inoportuno desearan ocultar, y a hombres
en búsqueda de huellas atrayentes para mujeres o también para otros hombres.
Unas fragancias que agitaban su estómago de pequeña burguesa lanzada a la clase
social obrera, despreciándolas una a una en lo más profundo de su corazón.
-Rapariga...
Todos
los perfumes deseados, imitaciones de un famoso olor de diseño caro de cualquier
lugar del mundo, jardines de allende los mares, o combinaciones de todos ellos,
doña Amalia los conseguía a precio de colonia vulgar. Enfrascábase la mujer entre
su bata blanca y sus apuntes, rebuscaba en sus viejos libros y en los que había
heredado de generación en generación de delicados perfumeros, y en ocasiones se
adelantaba a olfatearlo en su mente con el simple pensamiento de mezclarlos en
la dosis adecuada, con el convencimiento absoluto de ser la causante de que su
ciudad oliese como ninguna otra ciudad del mundo, y que a su capricho Lisboa se
tornara en bello jazmín sin control de estación, nardo perenne, azahar,
lavanda, o en cualquiera de las esencias que ella eligiera de las miles de que
disponía.
A
mediodía, al finalizar el horario de la mañana, Helena se dirigía a almorzar a
la Rua Augusta, al viejo bar regentado por Toni, un hombre de edad madura de
ridículo cabello apelmazado de brillantina que recibía a la clientela como si
de la propia familia se tratase. El pequeño negocio rebosaba de olor a bacalao
hervido, a garbanzos y mantequilla echada a perder sobre las mesas
desatendidas; en las grietas de sus paredes rezumaban mugrientos vapores,
manchas de vino tinto y salsas sobre los manteles, que Toni intentaba disimular
con grandes pósters de cantantes de fado y toreros que algún día de esplendor
conociera y flores de tela colocadas sin delicadeza, que daban al local un
rancio aspecto decadente.
-Cogumelos,
espinafres au creme, graos, queijo do Alenteijo, bifes...
El
viejo Toni, con su bandeja de acero abollada por los bordes y el cabello
apelmazado, relataba su menú con tanta familiaridad que no importaba en sí la
carta que anunciara, sino la melancolía con que su boca los transmitía, bien se
tratara de grandes platos como de la sopa del día.
-Rapariga,
¿queijo?
-No;
queso, no, Toni; un filete.
-¿Bife?
-Sí.
Para
Toni, los españoles comían poco y hablaban muy alto. Así veíalo, tras muchos
años sirviendo mesas a madrileños, gallegos, andaluces, catalanes, vascos:
todos comían poco y hablaban a voces, dejando intactos las mantequillas y
quesos que servía para untar con el pan, siempre terminando el vino verde sin dejar ni
propina, tan sólo el eco atronador de sus voces y sus carcajadas de poca clase.
En cambio, para Helena, cuando escuchaba a los turistas hablar en español, una
extraña melancolía le raía las entrañas rechazando la idea de regresar a una
vida más cómoda junto a sus padres; pero las palabras su mente ya las traducía,
tan simultáneamente, al portugués, que lo creía muy tarde, demasiado tarde para
desandar los caminos.
Los
días de Helena transcurrían entre la luminosa pensión de la Avenida da
Liberdade, la vieja perfumería de doña Amalia y la taberna de Toni. Una soledad
absoluta que decidiera el día en que no supo aceptar que Barcelona se había
transformado en una horrible ciudad donde sentíase la charnega, forastera en
todas partes, con ese acento suyo portugués heredado de sus padres y su
infancia en la bella Sintra; una lengua que ni tan siquiera identificaban con
su país de origen, sino con Brasil.
-Noia,
¿una brasileña blanca? ¿Bailem salsa?- le decían con sorna algunos compañeros
de universidad.
En
cambio, ser española en Portugal era tan distinto… Sus gentes no acechaban con
palabras hirientes o penosos sarcasmos, sino que siseaban al hablar como quien
cuenta al oído un enigma recién resuelto. Ser de ninguna parte era lo esencial
de aquel país distinto, y las patrias sólo eran cuentos que a nadie que sienta
la inmensidad del mundo consigan impresionar. Aquellas personas con quienes
decidió compartir raíces pasadas, observaban con las pausas debidas el preciso
transcurrir de la vida, como quien se sabe inmortal y mira a los demás como si
también lo fuesen, haciendo innecesaria la batalla.
Una
vida del hogar prestado al trabajo y alguna vez el capricho del océano en las
playas de Cascais, tan distinto al mar Mediterráneo… Sentía Helena el océano
como un volcán de olas y vientos indomables, desobediente a los imperios, con
espumas de gigantescas barbas acumulando millones de años y que jamás se
dejaran controlar en las dimensiones… Agua y sus visitas al Botánico los
domingos muy temprano, a sólo unos minutos de la perfumería, justo para
atestiguar que las plantas despiertan, abren los ojos y bostezan al ser rozadas
por la luz de febrero. De ese modo Helena, domingo a domingo, en su
contemplación sin prisas, despojaba su mente de tanto estímulo falso creado por
manos humanas, conseguía limpiar su olfato con el latido de plantas, menos
presuntuosas para las esencias que el capricho y las pasiones del ser humano.
Miraba
a los comensales como quien examina marionetas que no interesen al espectador
menos exigente; todos comían aprisa, sin detectar, tras el cristal, que febrero
es un mes que pareciera posarse en las calles de Lisboa como invisible piel de
acera, discretamente despertando la vida de plantas en su multitud de parques;
la respiración animal sobre la tierra, por debajo de las aguas del Tajo y por
el cielo dominado por los vientos que Las Azores como un saludo a los mundos
que no desean patria.
Manuel abrió los ojos con
dificultad, se revolvió entre las sábanas y balbuceó maldiciones que hacían
referencia al ruido. Todas las madrugadas, antes de acostarse a la salida del
sol, repetíase insistentemente no olvidar pisar nunca más aquel cuartucho de
alquiler con vistas a la Praça Rossío. El sonido de los motores de los
autobuses urbanos y el volar de los aviones de pasajeros rozando los edificios
más altos de la ciudad, era la justificación de una terrible jaqueca que achacaba
a aquel trajín del transporte, y no a sus juergas tras beber ginjinha noche a noche en el Café
Rodrígues, centro de trasnoches y fados junto al puerto lisboeta, donde Manuel
acudía a alternar con turistas ebrios negociando la compra de cualquier enser
personal salvador de apuros y deudas imprevistas, que adquiría a bajo precio,
en euros y tocateja, para revenderlos en locales de dudosa legalidad. La luz de
aquella mañana de febrero le devolvió, una vez más, el recuerdo de otro febrero
no distinto a aquel. La monotonía de sus actos acecha sus pensamientos en
regresar a ninguna parte. No tener pasado alguno era la constante en la vida de
aquel hombre maduro, de pelo cano, ojos de águila, alto y robusto, con aspecto
de gran señor en decadencia que resistiérase al tiempo como un rompeolas a ser
derribado por las tempestades.
El teléfono móvil lo
arrebató de sus pensamientos, clavándosele, en las sienes, el sonido agudo de
“Para Elisa”, de Beethoven.
-¿Sí?...
Sus negocios de
adquisición de premuras, chatarra por oro, diamantes acordados a precio de
baratas zirconitas, pasaportes, perlas auténticas por diminutas bolas de
plástico taiwanés falsificadas con profesionalidad por estafadores
cualificados, cazadoras de plástico por cuero español, tarjetas de crédito… Mercaderías,
en definitiva, cuyo origen desconociesen todas las manos por donde aquellas
hubieran estado, vendidas con urgencia, luces tenues, alcohol y tristes
canciones; sus asuntos de comerciante oculto y rapiña de confusiones,
aportábanle a Manuel muy buenos resultados económicos y no demasiados riesgos.
En todas las ciudades encontraba gente desesperada, cuyos límites transgredidos
le beneficiaban sin que nadie sospechara nada raro.
-Bien, bueno… Después
haremos las cuentas… Según las que yo tengo no son esas…, luego hablamos, chao
chao...
Caminar por la Baixa
Lisboeta sin apenas comercios abiertos a esa hora de la tarde, el placer de su
vida errante desde Londres, Madrid, Roma o Moscú. La torre del Castelo Sâo
Jorge apreciábase Hércules vigía de la ciudad atisbando los límites del Tajo.
Tan sólo esos malditos autobuses, conducidos por audaces suicidas con carnet
oficial, y los aviones, despegando del aeropuerto enclavado dentro de la
ciudad, sobraban en sus cálculos para que la vieja Lisboa alcanzase el
esplendor de un paraíso, donde la vida parecíale tan sencilla a Manuel para
vivir sin complicaciones.
Un gran señor paseando por
las estrechas callejuelas de la Universidade das Ciéncias, desde cuyo centro la
vida del Botánico, y el capricho del aire, acariciánbale unos pensamientos
semejantes a las letras más nostálgicas de los fados que noche a noche se
escapaban de sus oídos, inmerso en el regateo de sus negocios.
Hombre sin amor presente, sin
mayor pretensión que el de lograr recordar los nombres de quienes compartieran
con él sábanas de olvidadas pensiones; corazón desierto donde las mujeres tan
sólo representaban ya alguien a quien regalar mercancías sin óptimos
resultados, que solamente le dijeran muy sonrientes obrigada, thank you, danke, merçi… Claro, sí, las gracias por nada, por falsificaciones,
baratijas, donde su orgullo de hombre apuesto no encontraba sino la
satisfacción de no ser aún cadáver de sus recuerdos. El intenso perfume de las
plantas del Botánico asomaba en el atardecer por los muros sin impedimento. Perseguía
Manuel con latente inquietud el misterio de todas juntas, de todas ellas sin
excepción; una vez localizadas, el aire límpido de una áurea Lisboa filtrábalas
por su nariz finamente, después las derramaba en sus pulmones con un vaivén de
dulces recuerdos inventados, y posábalas dulcemente entre sombras de sueños que
jamás tuviera enteramente suyos, unidos a la brisa del agua dulce del Tajo y la
salinidad violentada de un Atlántico intuido negándose a renunciar.
En esta seguridad de
hombre solo que se proclame invencible, deambulando por las callejuelas
colindantes a la Baixa Lisboeta, acompañado por el aroma de plantas y la visión
de ropas al viento en los tendederos de arruinados edificios, Manuel sentíase
el hombre más solo de la tierra, sin necesidad de desamar o ser odiado, amar o
saberse sentido, o qué más tristes historias de las que el ser humano pudiera
disponer para su desgracia e infortunio.
Obediente al rastro del
aroma como quien persiguiera con insistencia a un enemigo para destruirlo,
arribó Manuel a la vieja perfumería de la Rua da Prata. Tras el sonido de la
campanita del negocio, Helena vio ante sí a un hombre hecho trizas en miradas;
a un hombre que, tras el mostrador, no olía a nada sino a hombre, y que de
pronto aniquilara todo lo creado artificialmente en el negocio de doña Amalia.
-Busco un aroma…- le dijo
cortésmente en portugués, con ligero acento del sur.
-¿Alguno en especial?-
preguntó Helena, aún despejada del intenso perfume de la tienda.
-No sé… Creo que todavía
no lo sé muy bien…
Con tal mal momento
elegido para atenderlo como cualquier cliente se merece, ante aquel hombre qué
aconsejar, qué materia escoger entre tantas alternativas, si a ella le sobraban
todas para inspirarse en cualquiera de ellas sin la intensidad de las fórmulas
sabias de doña Amalia ni sus libros antiguos de potingues y ungüentos
perfumados… Y, ¿por qué el deseo de oler distinto en este hombre? Los olores
confunden las mentes, pensaba Helena observando aquellos ojos de águila rotos,
confunden el corazón, anudan los recuerdos y después no pueden ser
desmenuzados, sino que el perfume impone las pautas que deben ser obedecidas,
compuestas, resucitadas al placer de su ocaso…
-Busco algo especial que
deben tener en el botánico; ya sabes, ese que hay junto a la universidad de
ciencias; debe tratarse de alguna planta exótica, o flores nuevas…, no sé…,
porque encuentro que aquí también hay un olor similar…
-Será porque está cerca.
Febrero es un mes extraño para las plantas. Para ellas, cada estación tiene sus
secretos.
Dedujo Helena que aquel
hombre perseguía un imposible. ¿De dónde conseguir el perfume de todas ellas,
para apresarlas en líquido? Ni siquiera doña Amalia podría conseguirlo. De ello
estaba completamente segura.
-Doña Amalia, la dueña, no
está; si quiere volver luego… Tal vez ella pueda conseguirle lo que estás usted
buscando.
-Puede ser. Volveré más
tarde. Gracias, muy agradecido.
Un hombre en quien de
inmediato encontrárase reflejada Helena en sus ojos de espejos hechos añicos
que recordábale antiguos retratos impresionistas que había contemplado en el
museo Calouste Gulbenkian; caras de hombres con gestos afilados y que sin
embargo conservaban una expresión romántica justo ahí, en la línea de sus ojos:
alguien que buscaba lo que ella deseaba dejar atrás y que sin embargo sentía en
un común punto de encuentro. Al marcharse el hombre, Helena volvió a inspirar
las miles de fragancias unificadas en el ambiente de la perfumería, regresando
en ella, de pronto, las mismas leves náuseas que le ocasionaron los primeros
días de su empleo de dependienta.
Al bajar la persiana de
seguridad, las dos mujeres se despidieron en la puerta de la Alceste. La noche,
enraizada ya en las calles y el cielo de la ciudad, dirigía a doña Amalia a su
casa de la Praça Marqués de Pombal, la zona privilegiada de la ciudad, junto al
parque de Eduardo VII. Oscurecido el cielo, las luces de los aviones parecían
rozar las grandes copas de los más altos árboles y el tejado del hotel Fénix,
dejando un rastro sonoro similar al de las tormentas. Doña Amalia caminaba
despacio; parecía agotada, destruida por la sempiterna compañía de sus
silencios y esa terrible soledad que acechara a quien sólo vive para el
trabajo. Sentíase ya, en la edad madura, sin metas adonde arribar. Nadie la
esperaba en casa, y sus sentimientos habían tocado el fondo de que jamás nadie
la esperase ya.
Helena caminaba en busca
del consuelo en la voz quebrada de la ciega Branca, una mujer que al caer la
tarde colocaba un cartón sobre las aceras y echábase en las paredes de los
comercios ya cerrados y cantaba con un sentimiento profundo, estremeciendo sus
ecos a los más solitarios transeúntes. Interpretaba antiguos fados como nadie
lo consiguiera en la vieja Lisboa, al compás de un triángulo que tocaba
torpemente con un temblor de alcohol y trasnoches. Con sus ojos fijos en la
nada, la voz de Branca ofrecía al corazón de Helena una nostalgia que no sabía
situar en el tiempo. Todas las noches, sin que ella pudiese sospechar de su
presencia, Helena quedaba inmóvil frente a ella, escuchando a la mujer aquella
con vestimenta de mendiga transmitir lo incierto de la vida y la pesadumbre de
no recoger a tiempo todo cuanto al alcance un día se haya tenido y se sepa
irrecuperable.
Pero las calles, una vez
cerrados los comercios, quedaban en poder de los solitarios câos de lata, perros vagabundos, almas
solitarias que escarban en sinrazones guiándose por el amargor del pasado. Por
esa razón, y con temor a que a su voz acudieran almas turbias abandonadas a la
noche, Branca tan sólo cantaba dos o tres fados incompletos, lo justo para un
par de tragos en la licorería Ginjinha, que la hicieran olvidar, y tal vez
recordar, su lejana Nazaré, al norte del país, sus tiempos de recogedora de
percebes, y los días de cuando cantaba fados frente a las indómitas olas de un
Atlántico que entonces podía admirar.
Cuando Helena desvió su
mirada, entristecida por la voz de Branca, sintió que era observada. Bajo la
tenue luz de una farola unos ojos quebrados de águila perseguían sus pasos,
provocando que acelerase el ritmo de sus pies. Antes de cruzar la calle,
escuchó:
-¡Rapariga!
Manuel se le aproximó con
gesto abierto.
-¡Muchacha! ¿Le has
preguntado a la dueña?...
-No... Lo siento, pero se
me ha olvidado.
La proximidad a Helena sobrecogió
al hombre. De pronto, ante ella, la fragancia del Botánico inundaba su olfato;
y al parpadeo de sus ojos el intenso perfume manteníase intacto.
“Las mujeres”, pensó Manuel, “son un misterio
para los hombres. El recuerdo de mis paseos por el botánico se centra en esta rapariga por qué. Qué motivo puede hacer
que lea mis pensamientos esta joven con acento español”.
-En realidad- dijo Helena
serenamente, evitando esos ojos en cuyos espejos temía identificarse-, no sé
qué perfume busca usted. No comprendo, pues, qué podría preguntarle yo a doña
Amalia. Usted mismo lo reconoce; que no sabe cuál desea. Será más fácil cuando
lo tenga claro. Vuelva otro día.
Helena comprobó que aquel
hombre la desnudaba de las esencias de la Alceste; frente a él, sentíase mujer
desprendida de recuerdos cuyas visiones estuvieran unidos a los perfumes que
caprichosamente elaborase doña Amalia. Una mujer a merced de un hombre que no
podía relacionar con ningún otro olor conocido anteriormente y que la invitaba
a seguir con él.
-Tomemos un café;
charlemos…
Dejándose llevar por la
fragancia de nada, por la huella de nadie; sólo hombre junto a ella, ojos,
cuello que bajo la camisa ábrese a sus labios, manos, boca, cuerpo que no
renuncie a aquello que es, sin más pretextos que sí mismo y que jamás volviera
a ella en frasco de vidrio etiquetado con Herrera, Boss, Rabanne, o las
perfectas falsificaciones de doña Amalia. Para Helena, ningún nombre comercial
debiera dejar al antojo de los perfumistas los recuerdos de estar con alguien
compartiendo lo que fuere.
-Me dedico a los negocios.
Sorprender a una mujer con
esas palabras, entraba en sus cuentas de hombre seguro con solvente economía.
-… Intermediario de
grandes valores bursátiles. Nueva York, Tokio, Wall Street…
Una edad en la que los
hombres lanzan ante las mujeres su tela de araña con la pasión de la economía,
como si ya su cuerpo fuera incapaz de conseguir ser amado por sí solo, y hayan
de acompañarlo, para hacerlo apetitoso, con materias de compraventa.
-Dependienta no es mi profesión.
Estudié biológicas en la universidad de Barcelona.
Unido a la belleza, para
una mujer ser inteligente era para Helena un valor al alza ante los hombres
apasionados, un complemento extremadamente importante que háyase de especificar
cuando se ocupa un oficio menos remunerado.
-Aunque es un trabajo como
otro cualquiera. Digno, quiero decir. Hasta que encuentre mi lugar.
La excusa cuando no se
siente aquello que se realiza.
-¿Barcelona? Conozco bien
la ciudad, debido a que, por mis negocios, viajo con frecuencia. Me gusta
visitar el Parque Güell en las tardes de otoño. Gaudí es un mundo aparte.
-Yo también paseaba en ese
parque; los domingos por la mañana.
Helena sentíase atrapada
en su mirada. Los ojos de Manuel traspasaban los suyos como si en el iris
estuviera escrito el libro de su vida, advirtiéndola que no lo engañara, porque
de ella lo sabía todo, absolutamente todo. Su semblante era tan hermoso, un
ejemplar de hombre tan delicado, que todos los hombres a quienes un día amara
desaparecieron de su alma.
Manuel temía que sus
palabras lo delataran, y en sólo una sílaba Helena descubriera un historial de
engaños y estafas, tal vez la edad, que a sus cuarenta y seis años los pensaba
catástrofe que no pueda impedirse con el fuerte carácter. Porque los rasgos de
esa mujer eran tan ardientes, tan provocador su aroma, que comenzó a recordar
nombres de mujeres que habían pasado por su vida.
-¿Te gustan las perlas?-
le preguntó, como recurso ante aquel temor de no estar a la altura de las
circunstancias.
-No demasiado.
-Toma; esta te gustará,
Helena. Cógela. Es auténtica. Un regalo para ti.
Los salvavidas de Manuel
batiéndose en el mar para atraer a las mujeres, y de nuevo escuchar:
-Obrigada.
En esta ocasión, con un
beso en la mejilla, un extra inesperado producido por una perla made in
Tailandia, mercancía inservible que no había conseguido colar, y el rostro de
Helena tan cerca del suyo, que continuó recordando nombres que daba por
extinguidos.
Paseando por una Baixa
Lisboeta ya solitaria, donde los câos de
lata arrebatan el dominio de las callejuelas a las gentes diurnas. Con el
perfume del Botánico en Helena desesperándolo, cautivándole, envuelto en un
deseo que resucitara de las cenizas. Y ella con la ausencia de fragancia
falsificada en él, despejándola de vértigos, con ganas de él. En esos segundos,
al amparo de aquellos callejones a las faldas del Castelo, donde los gatos
resguardábanse bajo los coches al refugio de sus panzas, ambos desconocían el
valor de cuanto vivían entregados en sus aromas y urgentes besos a la luz de la
licorería don Cesáreo Crisóstomo, en cuya pared, a tinta roja, leíase
“Capacidade para 15 pessoas”.
Doña Amalia charlaba en su
oficina con un viajante nuevo. Este, a pesar de ser instruido por la empresa
del historial burgués de su familia y del exquisito trato con el que debía
tratarla, charlaba con ella con una confianza a la que la licenciada no estaba
acostumbrada. Era un hombre joven, con esa vitalidad de lanzarse a vender
convencido con la personalidad. Su espontaneidad era torrente de energía y
llamaba la atención de la mujer, a pesar de haberse rociado, según su olfato de
experta indicábale, con una pésima eau de
toilette que incluyera proteger da
luz solar e nâo êxpor a temperaturas superiores a 50º C. Qué tiempos de
basuras con los sprays, pensaba doña Amalia, identificando la composición; con
lo inalterable que es el vidrio para la naturaleza de las plantas y éstas a la
luz del sol.
-Los negocios deben
ofrecer lo que los clientes reclaman con los tiempos. Con mis respetos, doña
Amalia, que la mirra, las rosas, el clavo, maderas de oriente, espliego…, todo
eso está bien, sí, por supuesto que en la perfumería y la cosmética
tradicionales tienen, y deben permanecer… Pero la baraja de sus posibilidades
han de ser más amplias, con vistas a las nuevas exigencias de los tiempos…
Doña Amalia,
pacientemente, escuchaba al joven viajante, y en sus adentros comprendía que
alguna razón tendrían sus argumentos, pues sus datos estarían basados en
importantes estudios sociológicos de la empresa. Sí, algo debía de ocurrir con
los perfumes tradicionales; quizá por ello su contabilidad no fuese tan óptima
como en otros tiempos.
-Le aseguro, doña Amalia,
que estas muestras de nuevas esencias le servirán de ayuda para abrirle nuevos
proyectos… No se cierre al progreso…
Relacionándolo con la
contabilidad, al marcharse el joven vendedor doña Amalia estaba convencida de
la urgente renovación de su viejo negocio, y enfrascándose en sus tratados de
perfumería y cuadernos comenzó a experimentar olores nuevos que le diesen la
oportunidad de mejores ingresos. Alcanzar los más vendidos, los más solicitados
por las nuevas generaciones, dispuestas a pagar cifras altas por excitantes
aromas.
Cuando Helena abrió la
puerta, doña Amalia no la miró con gesto duro, ni le reprochó nada por su
tardanza. Tan sólo dijo:
-Hay mucho trabajo. Hoy
almorzaremos aquí. Helena, cierra y pon el cartel.
¿Cerrar? ¿Y, por qué hoy?,
pensó Helena. Precisamente hoy, que llevaba los ojos de Manuel fundidos en los
suyos, su piel de bálsamo a nada más que a hombre plasmada en la suya,
haciéndole olvidar el repugnante agobio que producíale ahora, tan segura ya de
ello, la Alceste. ¿Dejarlo todo con un “Disculpen las molestias”?
Un día de náuseas a las
órdenes de doña Amalia y sus nuevas obsesiones de mujer sin más inspiraciones
que las genéticas, las cuentas y ocultar el olor natural de las personas.
Revolviéndole el estómago todas aquellas nuevas elaboraciones para qué, pensaba
Helena rabiosamente, sino como castigo por haber conocido el misterio del mejor
perfume en la piel de Manuel, que tal vez notara en sus ojos sin ella saberlo,
sí, los trazos de sus ojos de águila plasmados en los suyos, fundidos por tanto
traspasarlos, ovillo de hembra en una fragancia del alguien ajeno a la empresa,
y que la experta de perfumes, con su olfato, detectara, envidiase, sospechara y
alarmada quisiera aniquilar para que Helena retornase a su sitio, al envolvente
e intenso mundo que ella dictaminara a cambio de un mísero sueldo de sirvienta.
Al anochecer, Manuel la
esperaba escuchando a Branca, echada en la pared del Café Caetano, en la rua
Augusta. La luna asomaba ya por las faldas del imponente castillo, y el
eléctrico reposaba de sus vaivenes como reliquia abandonada ante un incierto
destino. Una fría brisa había precipitado la soledad en las calles, y apenas
viandantes cruzaban las callejuelas de la Baixa Lisboeta.
Cantaba la ciega Branca
aquella noche penosamente, con la voz aún más quebrada, susurrando
desmemoriada, las letras de viejas canciones del norte portugués. Tocaba con gran
descompás su triángulo, y daba pausas para tragar su saliva espesa. Manuel
observábala sin asombro junto a la taberna de Toni, preguntándose qué razones
tan secretas podría abocar a las personas a no sentir que los demás los
inquietaran, como se mira los câos de
lata, revolver en los contenedores de desperdicios todo cuanto otros
desechen por inútil.
Pensando en Helena, nervioso por recuperarla;
oliéndola en su pensamiento como quien retornara a un perfume para atraer la
sexualidad que diera por perdida. Porque, con ella, su piel abierta, cubierta
con todo el Botánico al alcance de su boca, que conquista la suya, el enigma de
la misteriosa Lisboa en su cama revuelta, entregado al placer, olvidando, por
una noche, sus negocios, el regateo, la furia que le despertaba el ruido del
tráfico, el Café Rodrigues y esa terrible soledad que lo acechaba día a día
como lobo hambriento para devorarlo en cualquier esquina de la edad. Portando
en su bolsillo un viejo reloj rechazado que pasaría por buen oro, con la hora
oficial de Lisboa, para no caer en errores. Un regalo para Helena, diseño
suizo.
Sobre la acera, el cartón
de Branca mezclaba ya algunos escudos y céntimos, que al término de interpretar
el segundo fado recogió con urgencia como quien acabara de atracar un imperio,
dirigiéndose a pie ligero hacia la licorería Ginjinha.
La proximidad de Helena la
percibió muy distinta a la noche anterior. Al verla frente a él, una envolvente
mixtura le trajo al corazón viejos otoños vividos al unísono en diversidad de
lugares, y sintió miedo.
-Hola…
Ser besado con su ternura
lo confundió aún más, y lo estremeció sospechar que el aroma de aquella mujer
solamente hubiera vivido en su más alucinante fantasía, en los más olvidados
recuerdos, como otras muchas otras mujeres pensadas en las noches solitarias.
Helena, por su parte, al
besarlo olfateó que su piel no era la piel del hombre que traspasábale los ojos
con sus espejos entre los poros ausentes en falsificaciones, y un grosero
perfume de after shave inundaba el
cuerpo de un Manuel que de pronto no reconocía Helena y que provocábale un
vacío de recuerdos frescos y aversión.
-Hola.
Los dos, ignorantes de
aquel contradictorio punto en común, guardándose los suspiros y razones de un
amor que apenas reconocían nacido y que, al callarlos, tomados por muertos,
entre la fría brisa de la noche surgieron las excusas, falsos motivos y los
deberes por cumplir.
-He de marcharme; ya
sabes: los negocios. Te iba a llamar, pero me lo acaban de comunicar por el teléfono
móvil.
Palpando en su bolsillo el
reloj puesto en hora, valorando a cuán ridículo punto de encuentro puede llevar
la miserable pasión cuando no se ama. Concluyendo, al instante, no regalar, sin
necesidad de más obrigada, aquella
mentira.
-Yo me siento muy
cansada…, y doña Amalia estaba hoy tan rara…
-Mañana nos vemos.
-Mañana.
-¿En la taberna de Toni?
-Sí; aquí mismo.
Sin rozarse las manos por
no volver al encuentro, para dejarlo intacto, con la esperanza rota, sabiéndose
lejos. Manuel, olvidando los nombres de todas sus mujeres porque ya eran
Helena, y ésta recordándolos a todos ellos en la lejana playa de la
Barceloneta, entre guitarras y voces que cantaban, con infantil acento francés,
las más conocidas canciones de George Brassens.
Sabiéndose dos, aquella
noche de febrero en la Baixa Lisboeta los introdujo de nuevo en sus caminos sin
melancolía ni pesadumbre, lanzados a la continuidad de ser câos de lata, almas de fado, ajenos a los días venideros, cuando
Manuel, sin saber que buscara a Helena, recordara en cualquier ciudad del mundo
también su gesto de inocencia en la lucha con la altivez, su piel propensa al
sabor y jamás, a pesar de sus esfuerzos, jamás aquel aroma de la perfumería y
el Botánico, negándose las dudas de no poder vivir sin ella.
Helena, tras el mostrador
de la Alceste, indagaría con urgencia en los ojos de clientes apuestos la
mirada partida en vuelos de Manuel; odiando que, entre tantas esencias al
alcance de sus manos y las posibilidades de conseguirla, no conservaba ninguna
fragancia suya, para rescatarlo en la memoria justo en el punto de la noche en
que ambos creyeron no amarse.
Ignorando que, a mayores
días perdidos, su deseo de reencuentro conseguiría enturbiar sus corazones de
una pasión desechada que dieran por falso punto en común. Pero ya sería tarde
y, tal vez, alguien como Branca, en alguna calle de la bella Lisboa, los
trajera al recuerdo en compases de un fado, convertidos ya en câos de lata, entre los brazos de nadie.
© Marta Antonia Sampedro Frutos (2002)