Del libro de la autora,
"Un corazón leonado y otros relatos" (1995)
Diputación de Córdoba (Andalucía)
A
José Joaquín
Fue al
salir a la calle cuando comprendió que ya había llegado el invierno. La nieve
estaba dura, aún blanca en las aceras. Había dormido tanto aquella noche, que
no recordaba el día que era.
Invierno.
Así, de golpe, igual golpe que le comía el deseo por aligerar el camino. Si la
estación que hace que las hojas de los árboles se caigan ya pasó, y la nieve
estaba ya en las aceras, sí: era invierno. Otro invierno, como llegaba otra
primavera o el verano la sorprendía con la humedad del barrio chino. Cerró los
puños, como su padre le había enseñado de niña para mantener las manos
calientes. Se miró las muñecas, observando aquellas manchas y morados que
parecían crecer por minutos.
Encendió
un cigarrillo. Viendo su propio vaho parecía que el humo no existía, que sólo
era fruto de su propia respiración. Ajustó el gorro de lana que se había
comprado en las rebajas de invierno el año anterior. Los labios querían unirse
intermitentes ante las bajas temperaturas. Comenzó a tiritar.
Atravesó
Las Ramblas. La ciudad parecía dormir el plácido sueño de los reyes magos. Las
bombillas de colores que adornaban las calles exhalaban calor eléctrico, como
si estuviesen a punto para estallar. Las aceras, testigos ya de la última
fiesta de Navidad, demostraban la dejadez de la alegría con tiras de colores y
serpentinas abandonadas y sucias.
Se
dirigió a la dirección que llevaba apuntada en un papel que había arrancado de
su agenda. Vio un número impar y cruzó la calle. “Sí, es este. Número ochenta y
seis”.
Era una
pensión antigua. En su fachada, podía leerse aún en la piedra el año de su
construcción: mil novecientos once. Las cornisas, sujetaban la nieve que poco a
poco iba cediendo por el peso. Llamó al único timbre que había junto a la
puerta. No se abría. Esperó. Tiritando por el frío creyó que el hombre no
recordó la cita. Se escuchó un fuerte golpe y la puerta quedó abierta.
La
escalera se halló a oscuras cuando cerró tras de sí la puerta. Palpó la pared
derecha y encontró un interruptor. La bombilla del portal quedó encendida y se
dispuso a subir los peldaños. Era oscura, de madera antigua que crujía al
pisarla, impregnada por una masa pegajosa al tacto y que apestaba a humanidades.
Puerta
diecisiete. Llamó dos veces con los nudillos, aunque estaba abierta y el hombre
apareció.
-Sígueme-
le dijo.
Tras
estas palabras, Irene palideció. Ser mayor le había hecho cambiar, no había
duda. Veía que sus palabras se transformaban en posibles decisiones de los
demás. No era un juego, de eso estaba segura desde hace mucho tiempo. Aquello,
desde luego, era ser adulta.
-¿Trajiste
la pasta?-, preguntó el hombre.
-Sí.
Toma, cuéntalo si quieres-, le entregó el dinero.
Un sudor
extraño se deslizaba por su espalda. Se quitó el abrigo y el gorro.
Por
supuesto que había llevado el dinero. Día a día, comprobaba que era su
aspiración mayor. De lo contrario, todas aquellas horas y noches, todos
aquellos años, no habrían servido de nada. Ahora tampoco le servirían ya, pero
podía comprar otro deseo, el mayor deseo desde hacía algo más de un año: ser
libre de verdad.
Una
compra como otra, un sueño comprado con pasta usual, de las que agradan al
hombre o lo empequeñece, hasta convertirlo en nada más que un hombre. O en una
mujer.
Pero era
una compra poco habitual. No se hallaba expuesta en los escaparates de ningún
comercio; no se podía conseguir de otra forma que no fuese aquella. Por una
vez, por un solo instante, Irene se sorprendió a sí misma dando dinero por un
favor nada habitual.
De niña,
el dinero le parecía valioso, decisivo, casi sagrado. Porque, al carecerle,
debió emigrar a otros lugares junto a su familia. Las uvas daban dinero; la
remolacha daba dinero.
También
los hombres daban con dinero las gracias por los placeres. En todas partes, en
cualquier lugar del planeta. Porque había nacido con la estrella de ser mujer y
compensar, a cambio de dinero, la eterna lucha por no haber nacido hombre.
Aunque tuviese que pagar.
Sí. Le
debía mucho. Ramblas arriba o abajo. Cercadillas o La Alameda, todo lo tenía en
ella.
-Puedes
tumbarte ahí- le dijo el hombre.- Y, relájate.
Pensó en
el mar, al echarse sobre aquel sofá cama mugriento y descolorido. La primera
vez que lo vio, suspiró. Nunca hubiese creído antes, que el mar llevara a otros
sitios que no fuese el horizonte, para derramarse en el espacio con su inútil
agua salada. Pero era verdad que llevaba a otros lugares, porque una vez subió
en un barco hacia Ibiza y llegó, sin problemas.
“Me
gusta esa palabra”, pensó, “relajarse”. Olvídate del mar, Irene, porque te
mareabas y hasta vomitaste varias veces”.
Estiró
bien las piernas. Colocó sus manos sobre el pecho.
“Olvídate.
No pienses en nada”.
Pero
sintió que una manta le abrigaba su cuello de niña, mientras el viento le hacía
cerrar los ojos por las calles de su pueblo. Su madre la despertaba.
-Venga,
Irene, que ya son las cuatro-, le decía.
Y subía
al autobús con dirección a la fábrica. Las manos heladas por la escarcha y la
nieve; las calles desiertas, en una ciudad extraña.
Él la
notó helada. La cobijó con el abrigo.
-No- le
dijo ella-. No me hace falta. Son los nervios, nada más.
-Mira-,
agitó él sus manos-: si quieres, te devuelvo el dinero y aquí no ha pasado
nada.
-¡No!-
exclamó Irene-. Por favor…, prepáralo todo. Son los nervios, ya te digo.
De todos
los hombres que había conocido, este le parecía el más atento. También el más
apuesto. No era muy alto, pero su tez morena, la nariz perfecta y unos labios
como recién pintados, le daban un atractivo especial. Miró sus manos. Le
recordaron a Chele. El tatuaje en la muñeca izquierda, dos lunas y una estrella
de tinta, le confirmaron que era del mismo tipo de hombre.
Un
tatuaje para recordarlo. Solamente. Así de fácil. Apenas un año en su vida y
aparecía ahora, doblando la esquina del olvido, presentándose, de invitado, en
el sofá cama. Como en un fugaz viaje de LSD. Entradas y salidas de la Modelo,
de Carabanchel… Buscar pasta por los rincones y plazas de la ciudad,
reconvertir burbujas de sueños en viajes largos hacia la muerte.
Pero no
se encontraría peor que ella. Ya, nada debería pagar para conseguir dos lunas y
una estrella, o las que quisiera; porque el viaje, en su recorrido, calculó mal
la distancia de la tierra y lo transportó lejos, hacia el cielo que tanto amaba
en las noches de tormenta.
Y
también recordó a Julio, novio de su juventud más inocente. Inculto, pobre y
fuerte. Con ella…
Dos
hombres, dos vidas para recordar. Entre tantos hombres. Entre tanta vida y
recuerdos.
-Mi hermano
me dijo que le gustaba la poesía- dijo el hombre mientras preparaba café.
-Sí, me
gusta escribir, de vez en cuando- le contestó-. Pero son tonterías,
pensamientos de niña pequeña, sin importancia.
Su
hermano. Ella también tenía hermanos, aunque de sus caras recordara, acaso,
lejanos rasgos comunes de la juventud. Sonrió irónicamente al pensar si la
pudiesen estar viendo en aquellas circunstancias. Seguro que llenarían de
beatos aquella pensión de perdidos y los condenarían, aunque ya estuviesen condenados,
a la vida en los infiernos, con sus rezos y sus obligaciones de hablar del
evangelio en las más insospechadas ocasiones. Citas bíblicas, suspiros y
emoción.
“Pecar, pecar y además sufrir”, pensó.
Podía saber que el café casi listo, con
sólo oler su aroma. Le parecía como el tabaco: fuese a donde fuese, siempre lo
tenía al alcance.
-¿Quieres tomar café?- le preguntó él.
-No. Ya he tomado.
Ya estaba relajada, y no quería que un
café, o el simple hecho de tomarlo, confundiera su ánimo.
A medida que retornaba a sus
pensamientos, más cómoda se encontraba en aquel sofá cama.
También sus padres se perdían el
escenario, a punto para el mejor espectáculo que jamás pudieran imaginar. No
poder rogar a dios por su hija pecaminosa, entregarse al cielo en el éxtasis de
la oración, era imperdonable. Una ocasión perfecta para relamer el mundo en sus
versiones y girarlas al derecho, recto a sus mejores deseos de buenos
cristianos.
Salvarla y recuperarla, demostrar a los
demás espectadores que el amor sagrado incita al amor humano. Orar todos
juntos, educar mejor, en el señor. Y esperar sobrecogidos a que, de la chistera
de la sorpresa, avance un conejo blanco que olvide el rencor en todos, recupere
la verdad y la mentira y los estrangule en su agonía.
Recordó que nadie conocido sabía nada de
ellos. Sólo, que vivían en un pueblecito, cerca del Pirineo. Vaciló, pero no le
dio importancia: ya lo sabrían, tarde o temprano. Una prueba más para ellos que
Irene les dejaba, de recuerdo. Ir hasta el piso de su hija, de su “maría
magdalena” a la que no conocían y por la que, seguramente, oraban todas las
noches. Encontrar un cuarto oscuro en una ciudad desconocida, fotos de alguien
que quedó en el recuerdo, estática, deshumanizada, de ojos estrellados que no
quería conocer al dios que le enseñaban, con avisos. Una oveja negra en el
rebaño blanco; droga blanca en un brasero de carbón.
-Quizá no sirva de nada-, dijo él.
-¿Cómo dices?
-La poesía.
-Quizá.
-A veces, no la entiendo. Creo que son
rollos para vender libros, ¿no te parece?
-No, no lo creo.
La Poesía… Bellas palabras adornando la
vida; frases rococó a las vivencias de los mortales; sentirse un dios con
verborrea ordenada.
Recordó Irene su cuaderno de notas. Era
un pequeño diario de adolescente, en el que escribía en las tardes de otoño,
pisando hojas, llorando sin saber por qué… La espesa niebla se convertía en
espíritu de su suerte; la escarcha, en llanto de nube y sal.
No. No llevaba razón aquel tipo, que
vivía a costa de la escasez de poesía. Aunque ella le pagara. Era distinto.
“Nadie comprendía el perfume de la
oscura magnolia de tu vientre”, pensó recordando a Lorca, “nadie sabía que
martirizabas un colibrí de amor entre los dientes”.
-¡Qué bueno está el café!- le dijo el
hombre-. ¿Seguro que no quieres?
-No, no quiero.
“Mil caballitos persas se dormían en la
plaza con luna de tu frente”, regresó a Lorca, “mientras que yo enlazaba cuatro
noches tu cintura, enemiga de la nieve”.
Recordaba a Lorca, a Machado, a Miguel
Hernández. Todos sus versos, compañeros de unos viajes sin droga ni pesadillas
entre sudores; olvidados en el tiempo y entre los pasos de callejuelas húmedas.
Qué emoción tenerlos por compañía; separar, indiscriminadamente, los buenos
ratos de los peores; elegir el mal del bien de dentro de una misma y saludarlos
a todos ellos, sin distancias.
Pero, cómo poetizar los retretes en los
que comenzó a saber que ya, en la vida, nada le sabría a agua de pantano.
“Te entrego la simiente de mi aliento”,
recordó unos inocentes versos de juventud, “con el aroma de la fuente. Mis
labios te llenan y quieto recorres mi cuerpo transparente”.
-Todo listo- anunció él, encontrándose
con la mirada de Irene.
-¿Haces esto solamente por dinero?
-¿Te refieres a lo tuyo?
-Me refiero a lo que te dedicas.
-¡Pues claro! No soy un alma caritativa,
ni cumplo los deseos como si fuese un rey mago, por la cara. Yo te hago un
favor, y tú me lo pagas. Cosas de la vida.
“Es verdad, Irene”, pensó. “Son cosas de
la vida. ¿Acaso los favores no son eso?”.
-Además- dijo él-, igualmente ya no vas
a necesitarlo. ¿No es verdad?
-Verdad.
Una verdad que Irene comprendió con la
mirada del hombre masticando chicle, sin más.
Ella no era una reina egipcia, para
poder llevarse sus tesoros. Tampoco los tenía. Aquella conversación le pareció
ridícula. Inspiró profundamente y preguntó la hora.
-Las doce y cinco- le contestó el
hombre.
Buena hora, sí. Para no estar buscando
hombres a los que alimentar de deseos; para no necesitar absolutamente nada de
este mundo hostil; ni siquiera su dinero para inyectárselo en el retrete de
alguna cafetería y continuar día a día.
Sintió un hormigueo en las piernas. Una
media rota transparentaba su piel. Por primera vez supo, con toda seguridad,
que no importaba nada; que, tras la muerte, todo ha muerto para quien muere,
como para el vivo sólo existe lo que tiene vida. Irene no vaciló.
-Cuando quieras- expresó el hombre
entrecortada su voz.
Él se acercó. Tomó su brazo, acarició
sus venas, que sobresalían, hinchadas, de la piel.
De cerca, era aun más guapo. Tenía los
ojos como las aceitunas negras, y las pestañas arqueadas como la fina seda.
-Bésame- le pidió ella. Y un sabor a
limón le inundó la boca.
Deseó permanecer así durante más tiempo,
pero el hombre la separó lentamente.
-¿Es que da miedo besar a una moribunda?-
preguntó Irene con sarcasmo.
-No es eso.
-¡Ah, ya caigo! Seguramente, tu hermano
también te habrá dicho sobre mí que estoy enferma de sida…
-No, no es eso, chica.
-No importa, hombre. De todas formas, me
hubiese gustado conocerte antes.
-Sí, ya lo sé.
-¿Qué ya lo sabías?- se sorprendió Irene
y una sonrisa se le dibujó en los labios.
-Sí. Todos me dicen lo mismo. Quizá
porque soy el último a quien ven antes de partir.
-¿Todos?, ¿verdad?
-¡Sí, todos!- contestó con enfado-. Y,
te dejo bien claro, que mi hermano no me había dicho nada de lo tuyo.
-¿De lo mío?
-Del sida. Sólo hace falta mirarte, para
saber que estás enferma.
Quiso Irene sentir vergüenza, pero cerró
los ojos, suspiró, y le dijo:
-Acabemos de una vez.
Cerró los ojos. Sintió que Chele la
esperaba tras el océano que se derramara por el espacio.
“Señor, dios mío”, rezó Irene, “deja que
el mar sane estas llagas que encharcan mi cuerpo; para que no me vea tan fea mi
amor, señor, y pueda recoger estrellas de su mano”.
Le tomó el brazo. Sintió un pinchazo
hondo.
“Qué hora será”, pensaba Irene, mientras
sentía que el cansancio podía con ella, agotada de bucear. Que ya nada, ni
nadie, la iban a despertar.
La última dosis corría por sus moradas
venas. Como un relámpago, sintió que su cuerpo se hundía en los muelles del
mugriento sofá, mientras pensaba:
“Ya deben ser las doce y media”.
©
Marta Antonia Sampedro Frutos (1990)