Publicado en la revista cultural
"Bailén Informativo".
Carvanal 1.996.
Como en otras ocasiones recogió la cesta
de mimbre que su madre le había entregado, y bajó en el ascensor mirándose en
el espejito sus trenzas rubias rematadas por lazos de color rojo y
enderezándose la caperuza. “Estoy hartica de hacerle los mandaos a mi madre,
con lo a gusto que se está sentá en el brasero”, se dijo al cruzar la calle
contemplando la arboleda de pisos y farolas. Pero al adentrarse en la calle
Arroyo se sobresaltó al ver un demonio de ojos eléctricos e intermitentes, que
le dijo:
-¿Dónde vas, Caperucita? ¿A la puesta de
largo de tu abuelita? ¡Ja, ja, ja!
“¡Será tonto del culo!...”, pensó al
verlo desaparecer en un portal, pues ella nunca decía palabras ofensivas, como
muy bien le decían siempre las monjas que una niña muy mujer debía hacerlo.
Pero a cada paso se sumergía de lleno en el Paseo, y añadió: “¡Madre mía, cómo
está hoy el bosque! ¡No me va a costar hoy na llegar hasta mi agüelita!”.
Con una mano en la cesta y en la otra
sus trenzas, un escalofrío le ponía el vello de punta a Caperu, que, al
cruzarse con osos de extraño pelaje y diversos tamaños, mujeres de dudosa moral
con voz de minero, chinas que hablaban muy bien el andaluz, decenas de payasos
que le hicieron sonreír tras habérsele caído una lágrima al espantarse con un
concejal del ayuntamiento que repartía pegatinas de las elecciones, su corazón
se aceleró y hubo de ponerlo a tono suspirando en la puerta de una tienda de
jamones, cuyos efluvios la tranquilizaron antes de poder continuar entre una
corte de princesas, a quienes hizo una leve reverencia que la indignó por las
risas recibidas tras el noble saludo, rehuir de una bruja que creyó de un
partido de derechas pues tenía las cejas negras como un grillo y mechas rubias
platino en el cabello, esquivar un par de canguros que enseñaban aquel mundo
vergonzoso a sus crías, mirar de reojo a dos mariquitas gigantes con un chupete
al cuello y comiendo gusanitos, comprobar chaplines curados de los pies zopos
pues caminaban muy derechitos todos ellos, y se emocionó al ver a Bart Olo
Sinson junto a la puerta de los futbolines fumándose un cigarro.
-¡Bart… Olo…! ¿De verdad que eres tú?-
atónita a punto de llorar por tanta dicha al ver en persona a su mayor ídolo-.
Yo me llamo Caperu, encantada de…
-Vete al peo- le contestó él,
inundándole de humo la cara, pero ella no tosió ni pizca para no parecer
descortés-. ¿Es que no ves que estoy con mi novia?- indicó señalando con la
barbilla a una cerdita que comenzó a gruñir-. ¡Lárgate, payasa!
Retrocedió cabizbaja, sin poder creer
que aquellas palabras las hubiera pronunciado un líder en audiencia y
cuantiosas reposiciones televisivas, y le dijo:
-Yo ya sabía que eras distinto a los
demás niños, Bart Olo, por eso me gustas. Pero que sepas que hay niñas más
guapas que ese bicho, con ese pelo chuchurrío que llevas hoy, so mequetrefe.-
Aquello la llenó de satisfacción porque no era una palabrota y además siempre
la decía la hermana Augusta en las clases de buenos modales para niñas con
futuro marido bien.
-¡Vete a la mierda!- le contestó con el
hocico muy húmedo la novia cerdita de Bart Olo, y continuó Caperu arropada en
su capa, caminando por el bosque abrumada por árabes con turbantes de lunares,
camellos sin joroba, viejos y viejas chillones con garrotes amenazantes, y a
punto estuvo de ser atropellada por el cochecito de protección civil justo en
la curva de la cafetería Solca cuando vio al lobo feroz, quien, con voz
simulada a la de Chiquito de la Calzada, le dijo:
-¡Madre míar…! ¡Pero qué veor, si ere
tur, amor míor de mis entretelar! ¡A ver, a ver qué llevar tú en el capachorr!
Le arreó un patada en la espinilla, y
mientras el lobo en vez de aullar gritaba de dolor humano, Caperu le contestó:
-¿Qué quieres de mí, pedazo de
desgraciao? Ya veo que todavía no te has comido a mi agüelita, porque tienes la
barriga lisa. ¡Pero como te vea otro día, te voy a dar otra patada que te vas a
enterar, tanto lobo y tanto…!- Y el lobo se alejó cojeando, apoyado en un Rambo
con bolso y cadena dorada e incrustraciones de piedrecitas de río.
En la barra del bar de Piñero buscó
ansiosa a su abuelita; pero, al ver que aún no estaba por allí, se tomó durante
la espera un mosto con una hamburguesa, sentada junto a los ventanales,
contemplando cómo en la calle Real andaban de bien dos girasoles de pipas
listos ya, un grupo de monjas que a punto estuvieron de provocarle un
atragantamiento por el miedo a ser descubierta en un bar, conejos de bigotes
cortos y gatos de colores extraños, amén que a un cura raro con barbas largas y
una peculiar familia con la casa a cuestas en donde, en vez de poner Ave María,
decía “El rincón de Omaíta”, que le recordó a la Cándida Eréndira y su abuela
la desalmada, de un tal García Márquez a quien según la televisión le habían
dado un premio bien gordo en algo relacionado con las letras del papel escrito,
quiénes serán esas, pensó Caperu, por qué mote conocidas, qué harán en el
bosque y además tan bien vestidas.
En el último sorbo de mosto vio llegar a
su abuelita, acompañada por sus amistades del centro de adultos y la saludó con
la mano.
-¿Me has traídos las cosas, Caperu?- le
preguntó inspeccionando la cesta.- ¡Piñero pon unos tragos! ¿Tú quieres otro
mosto? ¡Y un mosto pa la niña! Vamos a ver: aquí está la fiambrera…, huele muy
bien…, parecen albóndigas en caldo… El termo con…
-Té con limón, agüelita. Dice mi madre
que va muy bien para perder peso y que no sube la tensión.
-¿Té con limón? ¿Pero es que se ha
vuelto loca tu madre? Le tengo dicho que para después de comer lo que mejor me
sienta es un buen lugumba. ¡Dios mío, vaya hija más cursi que has tenido a bien
el darme! ¿Y se puede saber dónde están las pastillas pa los nervios?
-Dice mi madre que como no nos has dao
el cartón del seguro…
-¡La rácana esa! ¡Pa trescientas pesetas
que vale la caja! ¡Me vais a enterrar las dos, con estos disgustos!
-Pues mi madre siempre dice que a ti no
te tumba ni el toro de osborne, agüelita.
-Eso dice tu madre…, ¿verdad? ¡Muy
graciosa me salió mi Leti Carmen! ¿A que sí, amigas? Si no se quedara con las
treinta mil doscientas con quince de mi pensión, no tendría que estar vendiendo
por las calles, que hasta un curso de ventas estoy haciendo en la casa de la
cultura, pa ver si me salen bien las cosas con eso del fomento de las ciudades
que nos gustan a las mujeres. ¡Ajá! Aquí está la mercancía, amigas. Una, dos,
tres, cuatro, cinco… seis docenas de condones. ¡Empezaremos la jornada en Las Palmeras!
¡Qué suerte que los boticarios de este pueblo no quieran venderlos por causas
morales! ¡Camarero, ponnos otra ronda de lo mismo a estas y a una servidora!
¿Has visto hoy al lobo, Caperu? Me ha preguntado por ti.
-Sí, agüelita. Se ha metío conmigo, pero
creo que lo voy a dejar, porque lleva una vida muy arrastrada y además le estoy
notando aire pelín grosero.
-¿A ese ejemplar de lobo, hijita de mi
alma? ¿Habéis escuchado eso, amigas mías?- Las otras asintieron con la cabeza.-
¡A ese lobo tan lustroso, tan tierno…! Natural que tenga sus rarezas, como to
el mundo…
-¡Lo que sea, agüelita! Además con él no
voy a poder tener nunca una casita adosá, con su patio pa la lavadora ni la
bombona de gas, ni su garaje para el día de mañana… ¿Tú sabes cuánto gana de
asustador de esquinas? ¡Una miseria! ¡Y que sepas que ya se te acabó el
contrabando de condones, que ya no me da la gana de pasar más por el bosque!
-Pero… ¿qué dices, insensata,
deslenguada, víctima de la inocencia de los sapos, hierba altramucera, rosa de
los tapaculos…, querida nietecita de mis entrepaños?- expresó muy consternada,
ante esa decisión de Caperu, su abuelita.
-¡Que ya estoy harta!- respondió Caperu
con enfado ante la perplejidad de las amigas de su abuelita, que hasta dejaron
de hacerse carantoñas y arrumacos entre ellas.- ¡Además, siempre espero
encontrarme con el leñador ese que tiene que venir a salvarme, y no hay manera!
¡No he visto ni a un municipal!
-¡Pero… qué dices Caperu…! ¡Dios mío!
¡Con lo que se gasta tu madre en la escuela de pago en las monjas, pa que no
sepas na más que ecuaciones de octavo grado, que si te ponemos en la cabeza una
olla nos sale un guiso con diploma! ¡Pero so pavurcia, asombro de mis pestañas,
panal de bellotas, querida nietecita…, que eso es de un cuento, y los cuentos
no son verdad!
Aquello pareció afectarle mucho a
Caperu, pues pidió un cuarto mosto y tan mal estaba que dejó la tapa a elección
del camarero; cómo se encontraría de decepcionada con la cruda realidad, aunque
dicho sea de paso fue servida con una talega exquisita especialidad de la casa,
que amenazó a su abuelita, diciéndole:
-¡Pues ahora me voy a vestir de
republicana con la bandera esa de la Pineda, y me voy a los carnavales de
Cádiz, que ya han empezao, y no como aquí, que ya estoy hartica de tanta
rutina… ea!
© Marta Antonia Sampedro Frutos (1.996).