Era temprano. El sol de
primavera aún relucía en el ambiente, con ese resplandor característico de
placidez climática. Ya sabía que no había luz eléctrica en aquella vivienda
deshabitada, pero las tardes son hermosas para disfrutarlas especialmente los
domingos y no para visitar viviendas con una cámara digital en la mano. En
lugar de fotografiar cielos y espacios naturales, que es más propio de un día
festivo, allí habíamos quedado.
-¿Qué prisa tienes?- le
pregunté al verlo en el portal del edificio.
-Pues que me quiero ir
pronto. Vengo pronto, me marcho pronto. Además no hay luz.
Estaba incómodo, no
podía negarlo.
Las llaves que nos
facilitan, en ocasiones tienen varias copias, apelotonadas todas en un solo
llavero. Averiguar cuál es cada una de ellas requiere de paciencia. Y la suerte
de que no te confundan con alguien que desea forzar una puerta. Así son las
puertas, tan capaces de impedir o de facilitar la vida de cualquiera.
-Pues vete si quieres –
le dije, ya harta de sus prisas.
-No, que quiero que veas
lo que te he contado.
Qué paciencia.
Me había llamado por
teléfono unas horas antes. Para que nos viésemos, explicarme más cosas y
devolverme las llaves. Y para decirme que en esa vivienda ya todo estaba
terminado, lo que quedase por hacer así se quedaría, porque ya no entraba más
allí si estaba solo.
-Nunca estamos solos,
Licis.
-Eres muy graciosa. Y
sabiendo lo miedoso que soy.
-Mientras más lo dices,
más miedo tienes.
-Imposible.
Y que me acompañaba para
mostrarme lo que allí había ocurrido. Entramos a la vivienda después de abrir
dos cerrojos que resonaron en la escalera, haciendo que otros vecinos se
asomaran a ver qué ocurría y luego cerraron disimuladamente.
La cocina estaba a la
vista, justo a la derecha de un pasillo que abría la vivienda en dos partes
hacia la izquierda, de modo que tomé mi cámara y disparé desde el vestíbulo,
comenzando el trabajo al que había ido en mis horas libres. Los muebles estaban
para tirarlos, mugrientos a pesar de haberlos adecentado Licis en su quehacer
de buen trabajador.
-No te muevas….-dijo
sigilosamente-. Quédate ahí.
-¿Un ratón? ¡Dónde!
-No, no… -susurraba-. El
espejo que te dije. No vengas, no vengas hacia aquí… Silencio… Que se ha dado
la vuelta solo. No mires, no mires…, que voy a ponerlo otra vez mirando para la
pared.
Y desapareció del
pasillo.
Licis me había contado
que el día anterior, mientras reparaba la galería y subido en una escalera, vió
en el espejo el rostro de un hombre mayor, de cabello y piel muy blancos, que
lo miraba. Se bajó de la escalera a tientas y tembloroso, con los ojos cerrados
hasta el espejo y le dio la vuelta. Después salió de la vivienda a toda prisa y
no la había pisado hasta ese momento.
-Ya puedes venir si
quieres- dijo al regresar-. Que ya no nos mira. ¿Cómo puede ser que él solo se
haya girado?
-Bueno, ya ha pasado el
peligro- le dije y continué haciendo fotografías en el pasillo, indiferente a
los hechos.
-No me crees.
-Claro que te creo.
-Si quieres me río a ver
si así me crees.
-Te queda bien la
sonrisa.
-No me he reído.
El espejo ahora era el
cartón que lo sujetaba junto a una cuerda verde oscura del techo; lo fotografié
varias veces desde lejos, para luego regresar más detenidamente. Y se abrieron
solas dos puertas de un armario empotrado del pasillo, con un leve chirriar de
bisagras, ante nuestros ojos.
-¿Lo ves? ¡Eso pasa, eso
también pasa! ¡Que las puertas se mueven solas!
¡Igual que el televisor, que se puso a funcionar! ¡Pero si no hay luz y
además no estaba ni enchufado!
-Todas las viviendas
tienen vida- le dije sonriente yendo hacia él para cerrarlas.
-¡Pero esta tiene más de
una!
-No seas miedoso, que tú
solo te haces un mundo de cualquier cosa.
-Que no es eso…
El resto del tiempo fue
moviéndonos por la vivienda. Mostrándome los pocos muebles que no había
retirado porque no se podían desarmar sin romperlos y lo bien que habían
quedado vacíos de cachivaches; los cortinajes de los años cincuenta, el
televisor antiguo que se puso en marcha solo no habiendo electricidad, y toda una historia de techo y tabiques que
las viviendas suelen conservar incluso deshabitadas. Él nervioso de una
estancia a otra, deseando de que nos marchásemos, y yo haciendo mi trabajo en
distintas perspectivas. Por dentro me sonreía de las cosas que me había contado,
porque jamás pensé que Licis fuese tan miedoso. El joven Licis, con esa altura
de casi dos metros y su envergadura corporal de guerrero ancestral, nadie
podría ni suponerlo. Me sorprendían más sus paseos intranquilos por la
vivienda, que las historias que me contaba con la ansiedad de que las
comprendiese como si yo las hubiese también presenciado junto a él.
-Mira este cuarto.
Parece una cámara de tortura. ¿Esos no son los hierros que les ponen a los que
se han roto huesos y no se pueden mover?
-Sí, tiene pinta de eso.
Lo cierto es que queda horrible.
-Los han sujetado tanto
a la pared, que no ha habido forma de quitarlos.
-Da repelús.
-¿De quién sería este
cuarto?
-Y yo qué sé.
Tanto y tanto se movía
con nerviosismo, que en varias tomas mi cámara recogía su figura que de pronto
aparecía.
-Me estás asustando más
tú, que tus historias.
-Vámonos ya, anda.
-Miedoso…
-Que soy miedoso, lo
reconozco. Pero este sitio me da miedo con razón.
-Exagerado.
Finalicé en el salón de
espaldas al balcón, era bastante amplio. La orientación al este. Pensé que
sería un salón poco caluroso, está bien para los veranos de esta zona
asfixiante. El mueble ocupaba casi todo el frontal de la pared y rozaba el
techo. La tarde iba declinando en luz. Y ya pensando más en el miedo de Licis
que en esa tarde de domingo perdida, finalizamos la inspección a la vivienda.
De nuevo sonaron los dos
cerrojos al cerrar la puerta cuando nos marchábamos; se asomaron los mismos
vecinos por sus puertas y volvieron a cerrarlas disimuladamente.
-¿Te has dado cuenta de
que es verdad lo que te dije por teléfono?- me preguntó ya alejados de la
vivienda-. Que ahí algo muy raro tiene. Y no es que yo sea miedoso, eso es que
da miedo a cualquiera.
-Que sí- le dije para
dar por concluido el tema.
Lo vi marcharse en su
furgón blanco en una luz rosácea de atardecer. Me dijo adiós con la bocina y
una sonrisa y le dije adiós con la mano y una sonrisa.
Hay personas que vemos tantas viviendas, que nada nos puede parecer extraño. Crujen los tabiques, suenan las tuberías, las maderas notan los cambios de temperatura, hay ruidos que se perciben y que vienen de otros lugares. Se podría decir que las viviendas tienen vida propia. Pero las historias, las formamos los humanos.
Hay personas que vemos tantas viviendas, que nada nos puede parecer extraño. Crujen los tabiques, suenan las tuberías, las maderas notan los cambios de temperatura, hay ruidos que se perciben y que vienen de otros lugares. Se podría decir que las viviendas tienen vida propia. Pero las historias, las formamos los humanos.
Transcurrieron los días.
Licis me llamaba para ver si había regresado sola a ese lugar. Yo le decía que
no, y era cierto. Él quería saber si había novedades, o las mismas pasadas; él
quería información de movimiento misterioso. Y me repetía lo mismo: que si el
espejo, el televisor, las puertas, los ruidos… Pero nada había ocurrido. Yo ni
siquiera había mirado las fotografías. Era una vivienda tan pésimamente
conservada, con necesidad de una gran
reforma, que difílcilmente alguien querría visitarla. Hasta que una tarde
lluviosa me puse manos a la obra y descargué las fotografías. Suelo hacer
muchas, siempre es mejor que sobren y seleccionar las más adecuadas .
La primeras fotografías
que abrí fue las de la cocina. Estaba mucho peor en imágenes que en la
realidad. Las siguientes, las del pasillo. Por supuesto que Licis estaba por
medio y en la siguiente inmediata ya no estaba. Me fijé en ambas porque era una
curiosa consecución de imágenes: ahora está, ahora no. En ambas se podía ver el
cuarto del fondo que daba al patio interior, con el cortinaje apolillado
cubriendo la ventana. La cortina tenía una caída lánguida y tocaba al suelo. Se
distinguían las formas de dos piernas en los pliegues inferiores, como si
alguien estuviese oculto tras de ellas. En las dos imágenes flotaban círculos
amarillentos y dorados, seguramente provocados por el flash, pensé en un primer
momento. Me sonreí porque en ocasiones la imaginación es el fundamento de las
historias más increíbles y porque si Licis ve las fotografías su pánico estaba
asegurado. Continué mirando las fotografías. Directamente a la galería. A mirar
el espejo. Éste no se había movido, estaba del revés, pero amplié la imagen
para verlo mejor. Se apreciaba una cara goyesca, esos rostros característicos
de personajes deformes que expresan dolor y gritos. No podría ser nada extraño,
ser algo, la imagen en un cartón que nada tenía. Mi imaginación fue tomando
dudas. Miré las del salón; una me llamó la atención, porque a mi izquierda
justamente una luz radiante estaba junto a mí. Una luz que era más grande que
mi tamaño en altura y que irradiaba extendiéndose iluminando la estancia. Pensé
que mi vieja cámara ya estaba fallando, nunca antes había ocurrido. Directamente
me fui a agrandar otra imagen que en miniatura se veía también blanquecina. Era
del cuarto anterior a la galería, un corto pasillo desde el cual se accedía;
también la misma luz a mi izquierda, irradiando. Enseguida pensé en mi posición
física al tomar las imágenes. En ambas mi cuerpo estaba pegado a la pared en mi
parte izquierda. A esas horas no entraba luz del exterior, el salón daba al
este por lo tanto no había sol por la tarde; la galería daba al patio interior
del edificio. Continué mirando detenidamente las demás fotografías; no había
nada peculiar. El salón al fondo tenía, desde otra perspectiva, un excesivo
cortinaje, en el cual se podía observar la ausencia de luz solar directa. Miré
el mueble del salón porque algo llamó mi atención. No quería pensarlo, incluso
rechacé la idea, pero era imposible negarla porque se veía perfectamente en la
madera la figura en tamaño natural del cuerpo de un hombre con capa y cabeza de
cabra. Recuerdo que dije en voz alta:
-¡Dios santo!
Expresión esta aprendida
desde niña, porque se solía decir mucho en mi pueblo, especialmente por las
personas mayores.
Pensé que no eran
imaginaciones. Mejor dicho: que las imaginaciones se habrían desbordado. Repasé
el mueble minuciosamente con el zoom del ordenador, y había pequeñas figuras de
caras burlescas repartidas por el mueble. Me dije con temor, que con esa luz
blanca en dos imágenes algo maligno se había acercado a mí en esa vivienda.
Aquella noche no pude dormir, pensando en que era la primera vez que mi cámara fallaba,
o eso es lo que yo quise pensar para no asustarme. Por la mañana seguía
lloviendo. Volví a ver las imágenes. Las impresiones que yo había percibido, no
habían variado. Nunca antes me había ocurrido tal disparate óptico.
Cuando me disponía a
borrarlas, pensando que aquello era una locura, lo vi sentado en el sofá.
-Menudo susto me has
dado. Podrías avisar antes de aparecer.
-Qué haces- me dijo y
extendió sus alas transparentes como quien recién levantado bosteza .
-¿Qué hago, ángel de los
peligros? Deshacerme de lo malo.
-¿De lo malo? No hay
nada malo en ser protegida.
Ya estaba con sus cosas.
Qué poco trabajo tienen los ángeles.
-¿Protegida?- Menuda
protección, ver a un ser demoníaco en un mueble, un rostro espantado en el
envés de un espejo, gente que no existe detrás de una cortina y bolitas de
polvo raro pululando por el aire.
-Tienes poca paciencia,
a pesar de que la paciencia es la palabra que más te aconsejó tu madre.
-No te molestes en
recordarme sentimientos.
-No es molestia. Vivo de
ellos. De hecho los sentimientos son los que más lustre me dan. Mira mis alas:
hoy están estupendas.
Qué presumido.
Estaba preocupada por si
alguna fuerza negativa se había fijado en mi persona como si fuese un aperitivo
de domingo. Las luces blancas de dos fotografías eran extraordinariamente
increíbles.
-La luz jamás es noche.
-Deja de lamerte las
alas. Me pones nerviosa.
-Las noches son de la
oscuridad. Por tal motivo las estrellas existen, para quien necesite un camino,
por ínfimo que sea, lo alcance.
Lo que faltaba: el ángel
de los peligros sentado en mi sofá, conversando en prosa poética.
-Los ojos de los humanos
no están hechos para percibir la luz. En cambio las cámaras made in Japan
superan al humano en el poder de captación. De todas tus preocupaciones, sólo
en la luz de la imagen debes concentrarte.
-¿En las luces que se
ven a mi izquierda?
-En ellas solamente.
Aunque te deslumbren. Es mejor deslumbrarse que nunca haber visto el brillo.
-¿Qué esconden esas
luces?
-No esconden nada, más
bien se muestran en silencio. Están junto a ti porque las tienes adonde quiera
que vayas .
-No comprendo nada.
-Yo creo que sí.
Se levantó del sofá; su
altura de hoy era dos tamaños de mi persona. Caminó por la casa igual que un
perro olisqueando los rincones. Yo estaba mirando las fotografías, impresionada
aún.
-Por cada amor, hay una
luz -dijo al regresar al salón-. Tú llevas dos, siempre contigo. Aparte de mi
presencia, que sé que tienes en gran estima.
-Te sobrevaloras en
exceso.
-La fuerza del mal, la
detiene esa entereza que te acompaña siempre y que no procede de tu persona.
Por eso están ahí, las has podido ver bien claro, a tu lado, a la izquierda de
ti. ¿Acaso no escribiste un día un poema, ciertamente muy pueril según mi
entendimiento literario, que titulaste “El hombre sentado a la izquierda”? ¿Y
no decías que ella era la mujer zurda que más amabas?
-Y aunque hubiese sido
diestra la amaré siempre.
-Sí, pero dijiste zurda.
-Lo dije.
-¿No recuerdas los poemas
que le escribiste y que nada más terminar, aún con la tinta entre los dedos querías
leerle enseguida, como si fueses una niña? Espera, haré memoria. Sí; recuerdo
uno que dice algo así como “Tú que fuiste mi luz primera”. ¿Era dedicado a
ella?
-Claro que lo recuerdo.
A veces lo leo con nostalgia. Sí, ella fue la luz primera de mi existencia.
-¿Y de tantas
fotografías, por qué en los lugares más negativos de esa vivienda, esas dos
luces grandes y brillantes están a tu izquierda, pegadas a ti? ¿Por qué no en
Licis, que también se encontraba ahí?
-No lo sé. Será por la
cámara, que ya tiene sus años.
-Y luego dices que
escribes poemas… Ahora cualquiera dice que es poeta. En mi espacio celestial,
aunque mundano en ocasiones, hay que ser muy bueno para acomodarse a un don que
muy ligeramente se dice que es de nacimiento eterno.
-Comprendo. Qué cosas
más eternas pasan en lo eterno. Y dime, ¿alguna vez los has visto en tu mundo?
Ya sabes a quiénes me refiero.
-No. Jamás me
permitirían verlos.
-No te creo.
-Cuento con ello.
-Siempre tan altivo.
-… Su descanso y mi
descanso están en dos lugares distintos. Estate tranquila, duerme en paz y vive
de igual modo. Y ten en cuenta que los demonios existen. No de la forma en que
los humanos pensáis. Tanta literatura mediocre os ha hecho inferiores a
vuestras posibilidades. Los demonios existen. Generalmente expresan el dolor y
los gritos que los humanos dejaron en vida, copian hasta sus voces, se ríen o
lloran de las figuras que un día fueron humanas. Y pueden adherirse a cualquier
materia. No los captes, no los escuches. Llevan consigo muchas mentiras y
locuras. No regreses a ese lugar. La luz que llevas contigo puede también ser
vencida, no agotes su fuerza ni la desperdicies sin necesidad. Porque hay
noches que nunca ya amanecen.
-Te haré caso. No
regresaré a ese lugar.
-…Y ahora me marcho. Que
tengas buena lluvia.
Comprendo que vivir es
un misterio. Un enorme misterio que a veces se representa de modo abrupto en
cualquier lugar de nuestras emociones.
Nunca regresé a esa
vivienda. Licis me preguntaba siempre si había visto algo raro. Le contestaba
que no, que nadie se había interesado por ese inmueble y por lo tanto no había
vuelto desde entonces.
Porque no es nada extraño que con nosotros
llevemos el amor, igual que hay quien elige ser acompañado por el odio o tal
vez el odio lo elija a él. Yo en aquella vivienda supe con certeza que mi padre
y mi madre me protegían. Siempre lo había sospechado, y también soñado; pero
eran emociones fuertes de una poeta huérfana. Ahora, sin embargo, tenía una
gran seguridad: que las luces a mi izquierda en aquel lugar negativo, mi cámara
las había captado. No había más avería que no comprender las profundidades del
amor. El ángel de los peligros, en su estilo habitual de ser inesperado, lo
explicaba sin rodeos para advertirme.
Ellas, las libélulas más
raras, son muy expertas en la luz.
(C) Marta Antonia Sampedro Frutos (Agosto de 2016)
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