domingo, 5 de agosto de 2012

Registro de los días lentos, de Marta Antonia Sampedro


Una noche, hace tanto tiempo que ni sé si era yo, soñé que trabajaba. Soñar que se trabaja es una persistencia capitalista que una ha de soportar si quiere mantener el estatus de obrera. Con el dolor de los sueños reales que acucian incansables la pena, soñé. Soñar es una persistencia humana que nos mantiene al frente de la vida y al margen de cualquier sistema. Soñé que estaba casi desnuda en mi mesa de papeles y una agenda del año en curso, donde escribía poemas imposibles llenos de ilusiones y corazones de mucha tinta, al lado de “se vende tercero sin ascensor”  y un teléfono que ya no existe. Soñar con una misma en su dinámica diaria no tiene más sentido que sabernos aferrados en la rutina. Esta rutina la había roto el amor y también el desamor. Amar es una sorpresa que los poetas no solemos esperar de la vida propia y el desamor una muerte fulminante de la que debemos sobreponernos como si de una enfermedad grave se tratase y buscamos los síntomas para tratarlos con las Letras, a ver si tiene alguna cura que nos cuadre. En estas yo trabajaba. Y envuelta en un pañuelo grande. Ciertamente si una obrera se viese sin sus ropas adecuadas encontraría la clave de un sistema al que nos sometemos dejándonos la vida. Pero mi sueño no era obrero. Mi sueño era de amor. No todos los sueños de amor son tú me besas yo te beso. Algunos sueños de amor son sueños de rescate. Por ejemplo, antes de este sueño tuve uno donde al hombre que amo lo rescataba de una montaña de estiércol y le curaba sus piernas; luego, apoyado en mí, nos marchamos cojeando entre una pestilencia de seres dominantes que comían de sus gangrenas de desgracias y escuchando gritos de disidencia la oscuridad se perdió. Las disidencias, cuando se alimentan de otras cobardías, nunca me preocuparon. Pero esta era distinta, porque en esa montaña de estiércol estaba invalidado el hombre al que amo. Esta vez yo estaba envuelta en un pañuelo grande ante mi mesa de trabajo. En el tajo del jornal. Soñando en el mismo lugar donde pasaba los largos días de la tristeza y forzada a sonreír porque el cliente siempre tiene razón según el capitalismo, y si no la tiene la sonrisa es tan rebelde que nos doblega a dársela si nos pone cara amable. Miro hacia la puerta y veo al hombre que amo. Tan guapo que dudo si es él. Nunca las bellezas me inquietaron demasiado, más bien las creo rechazables porque la belleza física suele conllevar el escaparate primero y luego la trastienda llena de cosas inservibles. Soy más de la fealdad con buen alma. Se dirige a mi mesa y me dice muy serio:
            -Vámonos.
            Primero, recordar que esto es un sueño. El sueño con alguien que no es capaz de llevar a cabo tal compensación, a pesar de haberse curado de su gangrena porque acudí en su ayuda en un sueño donde arriesgué mi vida. Es lo bonito de los sueños, que lo imposible podemos verlo realizado.
Con la conciencia adiestrada a obedecer en el trabajo antes al que me dice que trabaje que a un gran amor que nos venga a rescatar, miro hacia un despacho:
-No puedo. No le he dicho nada al jefe.
Pobre poeta, hasta en sueños debe ser obrera. Capitalismo, qué asco das.
Contesta:
-Da igual.
Parco en palabras, no me convence.
-Y estoy desnuda.
De pronto el pañuelo grande que me envolvía ya no está, y desnuda me muestro completamente ante el hombre por el que sueño durmiendo y despierta. Lo recuerdo tela negra. Serían los retales de pequeños pañuelos donde había dejado tantas lágrimas en su ausencia. La bandera de mi naufragio, recorriendo todas las islas en verso que tenía por dentro. Lágrimas transparentes que los poetas jamás coloreamos, más que nada por falta de interés.
-Da igual.
Escribir poemas a alguien que apenas habla, es un milagro que sólo el amor puede conseguir, no con demasiado éxito. Y yo le había escrito tantos, que quizás era un sueño viviendo dentro de otro sueño, y sólo venía a verme reclamando derechos de autor. Yo se los habría dado todos, incluso de los poemas de amor y otras rarezas que me queden por escribir. Porque comparado con el derecho exclusivo de amar, los derechos de autor son insignificancias y podemos reproducirlos cuantas veces tomemos tinta azul y un poco de tristeza no muy seria; así nos alimentamos los poetas que vivimos el milagro de amar.
Cuando del mismo argumento concluyo que debo marcharme con el hombre al que amo, se escucha una voz ajena a nosotros:
-¿Dónde vas?
La voz profunda del dirigente laboral ante un deber que cuenta diariamente con nuestra vida y de todo cuanto en ésta hemos aprendido a realizar. Cuando iba a informarle de que me marchaba, el héroe recién formado y de escasas palabras, contesta:
-Nos vamos.
Y no contento con una respuesta tan sencilla y comprendida por todos, pregunta de nuevo en otra versión de destino y lugar:
-¿A dónde?- seguido con mi nombre.
Preguntar adónde va una persona que ama, es la típica pregunta de alguien que no sabe hasta dónde se puede amar si tenemos ante nosotros al sueño que se perdió.
Contesto yo:
-Me marcho.
En los sueños que organizan, a saber dios los motivos, los valientes, se suelen hacer pruebas para animar a los que lo son reciente o súbitamente. Por entonces yo estaba flaca porque el estómago se aferra a las penas aunque a una le guste cocinar recetas nuevas e incluso viejos poemas. Yo estaba flaca. Eso me vino bien para aumentar caudales de obrera pobre y bastante regular cuando preguntaban a mis espaldas qué enfermedad me quitaba los quilos. Mi enfermedad se llamaba espanto humano. Recibir toda la capacidad que una persona puede albergar en la cobardía ante cualquier sonido que diga Uy que te asusto, y la persona cree a pies juntillas que el susto es terror y te contagia de dolor a expensas de su traición. Pero el terror más temible es ser cobarde y no avisarlo. Decía, que yo por entonces estaba flaca. Flaca de llorar. En el sueño yo estaba entrada en carnes. Tomar una pluma lo superan hasta los ratones más diminutos. Pero tomar un cuerpo que es cuerpo y además lleva consigo su alma cansada, sólo a un hombre hastiado de ser cobarde se le puede poner esta prueba. El hombre al que amo, me tomó en sus brazos y la voz del jefe sigue reclamando:
-¿A dónde?
En los brazos de quien amamos la vida no es la misma. Sin ellos, perdemos lo que por dentro somos y en el registro de los días lentos se nos asigna una orfandad que nada puede hacerla desaparecer. Ni las cosas que compramos como felicidad rápida, los amantes a los que se les paga por su tiempo y nos dicen por céntimos cuanto queremos, ni ninguna vida ajena por mucho que esté en el mundo porque le hayamos dado la suya o la nuestra sea por su causa, puede quitarnos la orfandad de sentirnos desdichados sin unos brazos determinados, con tantos brazos como tiene el mundo y necesitamos sólo esos. Nuestros brazos quedan huérfanos como los árboles talados y las plantas de secano. Cuando nuestro peso está en los brazos de quien amamos hemos vuelto a comer con ganas y a edificar fuentes, volvemos a las cavernas más limpias sin los plásticos y aceros que nos amordazan la boca y hasta nos mellan. Porque son los brazos donde dormimos los mejores sueños, los brazos que se formaron entre los nuestros.
-No sé. Pero me marcho.
Las calles del centro nos vigilan. Hay juicios hasta en los balcones. La prueba más fácil de la vida está siempre de nuestra parte cuando soñamos las realidades más sencillas.
-¿Vamos?
-Sí.
Yo miro al hombre que amo y el hombre que me ama me está mirando. Acaso el mundo es tan enorme y monstruoso que no podamos hacer que dos vidas se sigan amando. El mundo que observo es un mundo enemigo de los amantes, una enorme batalla de envidias disfrazadas de recomendaciones y de obligaciones eternas que nunca terminan y se enlazan con las nuevas. Olvidamos que tenemos la última palabra si esta es nuestra.
Al tiempo eterno de este sueño, el hombre al que amo llora mi ausencia y lloro yo la suya. En las aceras donde voy vestida, en las aceras donde va vestido. Llorar por separado es un destino vulgar para cualquier héroe. Pero llorar está bien visto. Es hasta elegante. Se tapa con ropas a cualquier precio y con cosas de cualquier valor. Eso reconforta mucho a quienes no saben lo que es amar para siempre, y que sólo son valientes en los sueños de otros.


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