domingo, 28 de marzo de 2010

Storni y la pitón azul, de Marta Antonia Sampedro

Si le llegan a decir a Claudia, tan sólo hace cinco años, que mantendría conversaciones consigo misma de tal calibre conversadas, seguramente Claudia, tan meticulosa y estrictamente profesional como en lo laboral fuese reconocida y admirada, mediría con escalímetro sus palabras y hasta sus pensamientos. Pero ella no se había percatado, porque no era la misma Claudia de entonces, de entonces de cualquier tiempo anterior. La separaban de muchas parcelas de su vida bandadas de recuerdos migratorios.
Estaba acostada en ese domingo cualquiera, con la luz de las mañanas de todos los domingos que el calendario asista en las estaciones, con la almohada a su espalda como una pitón azul aplastada que la hubiese engullido, leyendo a poetas que no entendía los leyese cuantas veces los leyera, y que insistía en asimilar por sentirse segura ante versos que no pudieran vencer su testarudez en pensar que el amor existía. Bostezó cuidadosamente, para no molestar. No estaba sola. Junto a la pitón azul antialérgica, con la cabeza y el resto del cuerpo semioculto por azules sábanas y a ras del colchón, había un hombre cualquiera, parecía un hombre porque ni siquiera recordaba su nombre, y sabía de él que estaba vivo porque respiraba, roncaba levemente, movía los párpados como quien sueña que vive, y tenía piel de persona del género masculino. Dejó el libro del poeta cualquiera sobre otros libros de colegas de lo incomprensible para ella y cerró los ojos para volverlos a abrir y que aquel hombre no existiera, fuese una más de sus alucinaciones de las mañanas de los domingos, un verso más no entendido, pero al abrirlos el hombre continuaba siendo piel, sonido, estera entre las sábanas de azul tintadas, género.
No recordaba dónde lo había conocido, ni qué verbos, adjetivos, cartera, referencia o pronombres usaría para llevarlo hasta su apartamento, ni qué verbos, adjetivos, cartera, referencia o pronombres habría usado él para que ella le abriese con consentimiento y nocturnidad su puerta blindada. Lo observó de nuevo, y comprobó que en la nuca un tatuaje vulgar, parecido a un dragón, adornaba la prominencia de sus blancas vértebras. Seguía roncando. Todos los hombres roncan, es su sonido más distintivo de hombre, el rugido de su hombría salvaje de león inconforme, una cualidad que Claudia había comprobado en el género masculino y que no le molestaba si conseguía dormirse antes que ellos; de todos modos, así, roncando, se ve que continúan vivos y no han sufrido un colapso postorgásmico o preprostático. Ni siquiera sabía de él su nombre, si es que acaso tenía nombre conocido por haberle sido indicado por su boca o la boca de otros en los saludos en una cafetería, una discoteca, una acera. Tenía cara de llamarse Pepe, Emilio, tal vez Juan. Qué importaba. Un hombre cualquiera. Encendió un cigarrillo, y en el chasquido del mechero el hombre modificó perezosamente la postura de un dedo, una pierna, la vibración del oído interno, y continuó roncando.
De qué color tendría los ojos, negros, azules, miel, aceituna, cómo su mirada, si de seductor, de pobre hombre o divorciado reciente, de niñato, solterón suelto que sus padres aún le interrogasen dónde había pasado la noche... De qué forma los dientes, si estaría mellado o blanqueados estilo gringo para hacer desaparecer las manchas de café y tabaco; acomodada en su boca prótesis metalizada, esto podría indicarle la edad del individuo. Cómo sería el tono de su voz, su articulación en las cuerdas, tartamudo, seguro de palabra, meloso, voz con tonillo a vicio, o tranquilamente sólo voz de hombre cualquiera que cualquier palabra le sirva. Palabras. Cuál su lengua, italiana, española, francesa, si sería mudo, sordo, ciego, cojo, dónde sus muletas, quizás en el vestíbulo porque no las necesitara para estar por casa. Pero lleva gafas, duda descartada como ciego, quién sabe, miope, estrábico, hipermétrope, astigmático, porque descansaban, abiertas, sobre la mesita. Unas gafas pequeñas, de intelectual, que no correspondían con su vulgar tatuaje de pirata trotamundos. El pelo era de un tostado similar al del pan cuando ha sido preparado para untar aceite; tostado, en definitiva, pero era pelo tieso, y se esparcía como alambres de cobre por su cabeza. Cabello de poca vida, calvicie segura, cuestión de esperar y el león perdería su melena.
El examen de Claudia se dio por finalizado cuando súbitamente el hombre agarró la almohada enroscada para atraerla hacia sí, consiguiendo que la pitón extendiera su cola de algodón azul hacia su cuello, y masculló:
-Elena...
Suspiró profundamente, para decir de nuevo:
-Elena...
Y siguió roncando.
Elena. Muy bien, pensó Claudia. Ya veo. Elena. ¿Quién será esa Elena?
Le estaba bien empleado, por no recordar siquiera dónde había tenido el encuentro con él.
Elena, Elena..., repitió Claudia en voz baja, y, como si fuese una clase de dicción por ave de alumno, el hombre continuó con otro par de “Elena, Elena...”, susurrantes, para regresar a los ronquidos. Después, volvió a mirarlo; a mirarlo con cara de desconfianza, tuareg vendiendo arena. Al menos, ya sabía algo de él. Que hablaba español. Claro que bien pudiera tratarse de hombre con cierta cultura, y los nombres los pronunciara en su origen, pero, ¿con hache, sin ella? Lástima de la lengua, de la lengua de la boca, que no hace distinciones con algunas palabras de la otra lengua, la lengua de las academias. Y no era mudo, claro que hay mudos que saben algunas palabras sueltas, podría ser el caso, y solamente supiese decir Elena, y él no oírse por ser más sordo que una estrella. Claudia no conocía a más Elena que la infanta de España, y también la marca de un detergente. La infanta, descartada, aunque no más que el detergente.
-Elena...- decía ella ahora, repasando en su memoria alguna más, que, por nombre no usual, pudiese pasársele por alto-. ¿Elena?... ¡Elena..!
Volvió a coger el libro de poesía, por si en algún poema el autor había previsto que en la noche de Claudia con un hombre cualquiera, esa tal Elena aparecería en su cama a través de la boca de un desconocido y cuyas preferencias anduviesen entre las pitón antiácaros. Lo hojeó, leyó las dedicatorias por si Elena era una letra agregada, un vago recuerdo, desapercibida presencia, el nombre de la editorial, familiar del autor o simplemente una ele que no tuviese nada, una elenada. Todas las eles tenían letras compañeras. Él, incompleta, ella, complejamente, el, determinantemente escasa, luna, no sirve ni para soñar con desconocidos, panfleto, qué, libro con la ele entremedias, para qué, nada de Elena. Ninguna ele sola acompañada del resto, y las nas, ídem. Vaya con los poetas, pensó Claudia, no tienen en cuenta lo realmente importante de los amaneceres con uno de quien no se sepa ni quién es, sino alguien que está metido en nuestra cama como un aparecido. Poetas.
El hombre había dejado de respirar porque no roncaba; pero el anuncio de su fallecimiento era falso y precozmente intuido, alerta sin fundamento; a los seis segundos, una respiración de ballena que surgiera del océano ansiosa por tragarse todo el oxígeno aspiró el espacio, para darse media vuelta; Claudia dejó de ver su cara de hombre cualquiera. Era mejor levantarse, olvidar que los poetas pueden darte la explicación de los nombres o las letras que una mañana te asalten en tu propia cama ante la amnesia más inesperada. Dejó a la ballena disfrutar de todo el oxígeno apresado, a la pitón sin el peso de su espalda, y bostezando quiso olvidar la pregunta de dónde demonios habría conocido a ese hombre tan vulgar, que ahora volvía a roncar, con la cara hacia las gafas; está bien el detalle, pensó Claudia, a esas lentes les iban haciendo falta unos ojos para darles sentido. Unos ojos de cualquiera.
Su apartamento de sola era muy confortable, tenía todo tan en orden como se pueda tener una estancia donde el desorden esté controlado. Sillas, mesa, cortinas, ventanas, puertas, menaje, ninguna planta auténtica, un apartamento cualquiera. Y café. El café, es como ser recibido por los padres cuando se es niño. Vas a la cocina con cara de confusión y ahí te espera, te da los buenos días estés como estés, hayas dormido con Peter Pan o con un hombre de verdad, un hombre crecido a sabiendas de serlo. Su sonido subiendo por el filtro de la cafetera, es como el respirar de alguien que súbitamente meditara en suspiros su hartura familiar, lentamente avisando, para luego estallar en bufidos de domingo temprano; y su aroma intenso, que aminore a ligero al ser bebido, como la fragancia de las colonias que una se unta cuidadosamente en la adolescencia, para que un hombre cualquiera detecte que se está higiénicamente protegida ante la repugnante posibilidad de compartir sudores con un desconocido; porque un hombre cualquiera vale lo que cualquier colonia delicada pueda valer, en un momento determinado no sabemos nada de él porque el precio valga el encuentro o su abandono. En la madurez, a la colonia la sustituye el café para transmitir fragancias hogareñas. Si el hombre que Claudia ha dejado en la cama no está muerto, despertará con la visita aérea del café. Desde la cocina de su apartamento hasta el dormitorio, sólo habrá, a ojo de buen cubero, cuatro metros, es cuestión de esperar a que le llegue hasta el olfato. Pero podría ocurrir que esté soñando con la tal Elena, y ella, adelantándose a Claudia, le sirva en sueños el café para compartirlo en un cursi Tú y Yo, ¿una, cariño, o dos cucharadas?, le preguntará esa mujer, esa cualquier mujer, sin tener en cuenta que no está solo, sino con ella. Cuando alguien que no conoces prefiere tomar el café de la mañana en sueños con otra, date por vencida, Claudia, pues jamás lo toma en la cocina, a sorbo de obrera, padre o madre, sino en la cama, antes o después de la tragedia amorosa, según intuyes de ese cuerpo que nada te dice, de modo que no se arriesga a que ocurra, y decide que lo mejor es poner la radio con volumen moderadamente alto, para que las noticias de las elecciones generales aturdan sus sueños y se levante de una vez, alertado porque haya elegido votar por correo, pongamos ese ejemplo conscientes de que es improbable que alguien, un domingo cualquiera, sienta nada que ese ejemplo pretenda plasmar. Pero es domingo, y los domingos todo lo público desaparece, se abre paso lo privado más crudo, sobre todo en las camas, las serpientes se sueltan. Mejor música, sí, la música es idónea para despertarle y que deje de estar con esa Elena, que no aparece ni en los libros de poesía ni como garabato, no será muy recordada por nadie, sólo por esa ballena que estrangula a la pitón azul con tanta pasión, bueno, sí, también por las lavadoras de carga frontal. Hombres.
Con la voz de María Callas anunciando que el día es un día como otro cualquiera por más que sea domingo, Claudia piensa que ningún otro hombre ha recordado en su presencia el nombre de otra mujer, al menos pronunciado, eran más exquisitos en el trato con el subconsciente que este pueda serlo, pues ya se sabe que el amor de los hombres tiene por costumbre acomodarse a cualquier órgano, no tienen, digamos, ninguno preferido, y jamás pensarían que podría tratarse de instrumento musical, hay sinónimos que los hombres desconocen. Por qué este hombre sí pudiera tenerlo, esa preferencia, digo, qué tendrá esa Elena que ella no tenga. ¿Bonito cabello? El suyo es estupendo desde que utiliza el champú alisador de rizos; de tener el pelo por debajo de las orejas ahora le llega a la cima de los hombros, y ya parece una mujer de hoy, mejor dicho una mujer sin tiempo, e independiente, pelo estirado, brillante y sin caspa, y europea, que sabe deslizar sobre el pecho de cualquier hombre, de un hombre cualquiera en los momentos de placer, sin miedo a los complejos. Una mujer. ¿Cuerpo? Si esa tal Elena la conociese, si conociese a Claudia, jamás adivinaría su edad, porque todo el mundo le calcula veintiocho años y tiene cuatro más, todos los cuatro de los junios saben, saben que Claudia miente al mundo con maldad y sin arrepentimiento confesado; esa ventaja de engañar a los músculos es sencillamente labor de meditación y gimnasio y saunas, y poder controlar la atracción a los dulces y grasas animales, tan peligrosas para el cuerpo de una mujer cualquiera, de una mujer europea. ¿Y se habrá creído esa Elena, que ese hombre tatuado vulgarmente, vale la pena? ¿En qué razones, motivos, cualidades, o llámese como quiera el lenguaje aplicable, se podrá basar para tener por él cierta debilidad carnal? Ni siquiera sabe quién es el tipo que está aletargado en su sábana abrazado a una pitón azul, porque se ha levantado con la sensación de no haber sido satisfecha su necesidad de amor. ¿Lo sabrá ella? ¿Conocerá Elena su nombre? ¿Y si, la Elena ésa, es más joven que ella? Bueno, ante ese reto, sólo queda el recurso de la inteligencia, y ella tiene mucha, mucha más que Elena, porque de la boca de ese hombre pudiera salir un día el amor y el deseo por Elena, pero también se le derraman hilillos de saliva sobre la sábana, y no son Elena. Hombres. Su inteligencia. Eso es. La inteligencia, es básica para una mujer que no sea tan joven como Elena seguramente lo será; y ella posee mucha, mucha inteligencia. Desde Tolstoi, todos los rusos; desde García Márquez, todos los latinoamericanos; todos los españoles desde Góngora a Gala, y con él Lorca y el resto que no dice nunca una ele sola sin ser tildados de algo, gente que sabe su oficio, exceptuando colocar a Elena en sus versos para ser descubierta por una mujer que acompaña en la cama a un desconocido. Todos hombres. Hombres cualquiera. Exceptuando a Alfonsina Storni, las demás mujeres poetas cualquiera no tienen la delicadeza que a Claudia le gusta de las letras. ¿Leerá Elena, a Alfonsina Storni?, ¿sabrá, al menos, quién es? Con total seguridad que no; si acaso, sólo habrá escuchado la canción que habla de ella suicidándose en el mar porque un hombre dejó de amarla, uy, qué locura, menuda sería ésa, suicidarse ahogándose una misma, hay que ser tonta, ilusa soñadora, intrépida inconsciente, y no temerle al frío, si yo probé una vez en el jacuzzi y casi me muero de angustia, y por un hombre, bah, un hombre, la inocente de Alfonsina Storni, con los que hay, aunque sean desconocidos se les puede llevar a cualquier cama en cualquier noche de cualquier luna ciega, ya lo dijo la poetisa, “¡Sólo el hombre hace ruido!”, basta un hombre cualquiera para comprobarlo, hasta callados hacen ruido los hombres. En cuanto a ciencia, el trabajo de Claudia en el diario provincial la ponen continuamente al día. Sus crónicas de denuncias a hospitales públicos y medicina privada han hecho que Claudia tenga una amplia agenda de cruces y batallas entre juzgados, afectados y huesos, o músculos, o quién sabe qué más descosidos médicos. El tema de la reducción de estómago, sin ir más lejos, es un tema que la apasiona. Claudia es de la opinión que la naturaleza se equivoca en muchas ocasiones, y no entiende el porqué ha de darle un estómago grande a quien mucho come, no, eso no debe ser así, y hay que corregirlo, pero con precaución y seguridad; luego se les ve operados, muy contentos, la verdad, con el estómago a la mitad, y cuando comen más de la cuenta el estómago dice no, no, no puedes..., si continúas así me expresaré... Últimamente, Claudia se ha preparado a fondo para el tema de las prótesis de silicona en los pechos, labios, glúteos, pómulos y demás partes proclives a la deformación estética. Antes de estudiar esos informes médicos, que la dejaron espantada en el curso previo obligado por el diario en un congreso muy interesante, Claudia tenía previsto hacerse un retoque labial, tan sólo el labio superior, no necesita los dos, por ahora; pero lo ha descartado, no sin pena, porque ha leído que a veces no se controla la comida o la bebida, y se cae sobre el mantel, como se les caen las babas a los ancianos. Y los pechos aún no se le desparraman hacia las axilas cuando acompaña a un hombre cualquiera en los pasos hacia la senda de un placer cualquiera. Claudia ha aceptado que cuando necesite aumentárselos y ponerlos en su sitio, la ciencia ya habrá vencido a la naturaleza sin riesgos, eso espera, si no qué, qué será de sus pobres pechos si éstos deciden darle la razón a Newton o a la pitón azul, y quedarse a su aire, dunas arrasadas sobre el colchón. Una tragedia. Prefiere no pensar en ello, sino confiar en la ciencia. La ciencia, ese dios que por fortuna corrige los errores cada vez más perfectamente. Magia negra, blanca. Ciencia.
El café no ha hecho que la ballena se desperece; ni María Callas, con su voz de muerta recordada por los altavoces de cualquier nostálgico entendido, le afecta. Es un hombre, está muy claro, sin sentimientos. Un hombre cualquiera. Volvió al dormitorio por si al fin estaba muerto, o en profundo coma. Pero ahora abrazaba con pasión a la almohada, tenía hasta aspecto de hercúleo ser que de pronto pintado fuese por un aficionado adolescente. Bah, se dijo Claudia, no vale la pena ni para la tal Elena, qué le habrá podido ver, y por qué abraza con ese ímpetu a la almohada, en vez de abrazarse a sí mismo. No tendrá suficiente calor de hombre. Las mujeres, cuando queremos el cobijo a solas, nos abrazamos a nuestros pechos; despiden calor de cuerpo, qué mejor que el de una misma, y no el calor de algo que huele a suavizante de fácil planchado. Hombres. Coges a uno, y ya los tienes a todos. ¿Cómo se llamará éste? Los nombres tienen su importancia. Claudia lo observa más de cerca. Si se llamase Humberto, por ejemplo, le gustaría un poco, y, quién sabe, hasta le perdonaría su ordinario tatuaje de lagarto alado. Nunca se ha acostado con alguien que se llame así; que ella recuerde, no; de no ser su nombre, también podría servirle Alberto, o Roberto, pero nunca Ruperto no, qué barbaridad..., con el tatuaje ya es suficiente para parecerme un hombre acostumbrado a dormirse ante, pongamos, un partido de fútbol; un simplón. Así que no me daré por acomplejada, éste no es hombre sino bestia para dormir. Pero no tiene cara de llamarse sino de cualquier nombre elegido al azar por alguien sin delicadeza. La primera idea es la que siempre vale, Claudia, de modo que se llamará Pepe, Emilio, Juan. Tiene las pestañas negras, los ojos con forma de guisante echado a perder de un pisotón en las juntas del gres, y granos salpicados. Sus labios, menos mal, son hermosos, muy hermosos, especificó en honor a la verdad Claudia. Pero no recuerda haberlos besado nunca, ni de él ni de otro hombre cualquiera, esos labios son de cera, de nube rosácea y blanca, esa chuchería que engullen los niños, o de qué. Qué raros labios, por hermosos. Se acordaría de ellos, son demasiado esponjosos para olvidarlos; ¿silicona, pudiera ser?... No es probable, los hombres no le dan importancia a sus labios, sino a los labios de las mujeres, y ellos no valoran el tacto de éstos, sino el tacto que a ellos se les da. Los labios de los hombres son demasiado precipitados, se impacientan ante la piel de una mujer. Labios cualquiera. Voy a tocarlos con suavidad, se dice Claudia acercando sus dedos, pero el hombre se mueve agarrando la pitón azul como quien nada en altamar tras de un buque que se le escape abandonándolo a su suerte. Intuición de compromiso rechazado, cree ella, qué sinceridad tan cruel. Todos la tienen, los hombres conocen muy bien a las mujeres, y además éste está ahora con Elena, tomando café en cualquier cama que no sea precisamente ésta, cuando la olvide en sueños querrá saber de Claudia, pero Claudia ha decidido que ya está bien, de acuerdo, que se quede con Elena, ellos verán en qué lío se meten, allá historias, y decidida se dirige al salón, a matar la voz de la muerta Callas.
Los mimos a los hombres los hace niños malcriados, creen que todas las mujeres puedan ser sensibles porque ellos se lo merezcan o ganen por el hecho de serlo. Ve una chaqueta abrazada al respaldo de una butaca. Duda Claudia, pero finalmente decide rebuscar por los bolsillos de ese hombre cualquiera una cartera, una agenda, un pañuelo con iniciales bordadas a hilo de seda, piensa Claudia que sería bonito que llevase la hache de Humberto, pero encuentra un teléfono, descubrimiento científico, “¡Eureka!”, éste Pepe, Emilio, Juan o de quien sea ese cuerpo, tiene móvil, once llamadas perdidas, sonido de timbre en silencio, que la Callas continúe agonizando como ave del paraíso, por mí como si se queda en el cielo, mejor para ella, no es necesario hombre alguno para ningún éxtasis de una mujer, aquí me tengo yo, mucha mujer para sí sola. Éxtasis. Pero, qué hacer, si las reviso se verá que lo hago, no importa, lo haré igualmente pase lo que pase, riesgos de compartir misterios, consecuencias, y buscaré en la agenda a esa Elena que entre sueños se le escurre por el cuerpo como una víbora gelatinosa para salírsele por la boca en palabras. Agenda, sí, agenda, eso es, vamos, en la E estará ella. Lo demás no me importa, ningún hombre cualquiera me va a humillar diciendo en sueños el nombre de otra. E..., E..., a, be, ce..., El Corte Inglés..., Ernesto..., Esperanza... Nada de Elena. Por qué no, qué relación cualquiera tendrá con ella que ni lleve su número de teléfono, quizá no tenga móvil, como yo, los móviles son un rollo, bah, no busco más, qué me importa a mí ese hombre que ni conozco, de ese hombre cualquiera, lo que debe preocuparme es que se haya largado antes de que tenga que colocar en el microondas el ultracongelado de los domingos e imprevistos días de estrés, no vaya a pensarse que esto es un hotel, faltaría más, no, y para colmo traiga a esa Elena de segunda invitada, con el café ya lleva más que de sobras con él, que no sé, aún, qué le ha podido ver a ése...
No recordar dónde se ha conocido a alguien que esté en tu cama una mañana, es como no saber quién se es, como no recordar dónde se ha vivido la infancia, la escuela donde se ha aprendido a escribir y leer, o la tabla de multiplicar. No recordar el aroma de alguien, es no haberlo amado nunca, haber olvidado las líneas de sus labios, o haberlo rechazado para siempre por recordar su olor a cuanto nos huela su cercanía. Como no recordar el amor es increíble, como olvidar el odio imposible. Persona. Hombre. Alguien.
Claudia, junto al hombre desconocido, intentaba recordar quién demonios sería ese blancanieves que yacía en su cama como si se tratase de la suya propia, acomodado de tal modo que allí hubiese nacido, ese hombre que no parecía necesitar ninguna princesa para ser besado, pues ya tendría los besos de Elena, aunque éstos no serían muy buenos besos, porque, de serlos, habría despertado, que es para lo que sirven los besos de amor. Ese hombre cualquiera no olía a nada sino a rugido, por qué no podría ocurrir, los sonidos pueden ser olidos por una mujer, a ella le olían a abrupta selva, a caballerizas o aliento de nicotina y alquitrán, a besos de cigarrillos legales, ya liados, que tienen poder de matar, esterilizar, provocar cancerígenas enfermedades, en definitiva, terrorismo comercial, porque para ella era un desconocido, y los desconocidos huelen como nos pueda parecer a nosotros, a bomba humana, al preguntarnos mil veces a mil segundos por segundo qué hacen en nuestra cama, impregnados de nuestro calor, o quién los ha invitado a cobijarse en ella, para concretar a quién hay que romperle la cara. Rebuscando en su memoria los lugares donde los sábados acudiera en búsqueda de compañía masculina, a Claudia no le venían sino turbios recuerdos de otros sábados cualquiera, en cualquier lugar donde el ruido se llamaba música, melodía, jaleo alegre, y las bebidas copas con nombres exóticos, asignados en memoria de todos los continentes más lejanos posible de Europa, a falta de memoria de quienes los consumían con prisa de sedientos. De aquel hombre, qué, su almacén de memoria no lo tenía registrado sino como Nadie. De buena gana lo despertaba, zarandeándolo, a grito suelto de cualquier Tarzán colonizado por los presidentes imperialistas, acusándolo de promotor de la caída de las Torres Gemelas, con el riesgo de muerte súbita para el dormido, que deberá despedirse de la pobre Elena, viuda de él en pleno amor. Se fastidie Elena, eso le ocurre por aparecerse en sueños a cualquier hombre que ande por las camas de mujeres desconocidas, otra vez se lo pensará mejor, que le sirva de escarmiento.
La propiedad de su apartamento y los enseres que en él decoraban paredes y suelos le daban a Claudia cierto derecho a hacerlo, porque aquel hombre cualquiera, al no ser reconocido por su memoria sino como Nadie, ni por su cuerpo satisfecho de placer sino como Nada, aquel hombre era un intruso, un ladrón de sombras, no había duda ni espacio para ésta, de modo que podía impedirlo, despertarlo, con “¡Oye, tú, Pepe, Emilio, Juan, vamos, arriba, y lárgate de mi casa!”, eso es, sí, sería lo correcto, cómo no, de ser ella mujer valiente, mujer sin tiempo, y sin esa represión aprendida de dejar la paciencia en su límite y que Dios nos perdone los pensamientos de ira que nos pasan por la mente con Isaac inclinado, mirándonos. Dios lo perdona todo, piensa Claudia afirmando sus pensamientos acompañándose con leves movimientos de cabeza, es muy bueno, por eso es Dios, pero no sabe si provocar la muerte súbita a un desconocido, que no nos ha dado más motivo que abrazar nuestra almohada, mancharla con saliva y roncar, lo pasaría Dios por alto. Seguramente que no, que Dios no se ocupa de ello, minucias de mujer independiente, estará acostumbrado ya, y menos los domingos, con la de gente que habrá que no ha cumplido con su obligación cristiana de asistir a las ceremonias, no, qué va, eso es asunto mío, mi asunto. Así que puedo matarlo. Tranquilamente. Nadie me ve. Bueno, sí, Dios, pero con eso ya cuento siempre. Dioses. Pero necesito un plan mejor, mejor que la muerte súbita, porque si falla y entretanto tarda en morir, qué, puede cogerme por el cuello, del pelo, con los rizos sería más difícil, qué asco la obediencia a la publicidad y el consumismo, todo tiene sus pros y sus contras, ya lo decía mi madre sacando la Visa siempre, y a pesar de la agonía los hombres tienen mucha fuerza; digamos, que, más que fuerza en sí, fuerza física, tienen más mala fuerza, eso es, más mala fuerza. Si no, a ver, a ver qué hace este tipo con tatuaje de dragón hortera en la nuca, que ni siquiera es chino para poder ser comprendido, y en mi cama, recordando a Elena. Elena..., toda la culpa es suya, está muy claro, de esa Elena, que ha interrumpido la mañana de mi domingo. Antes de que ella apareciese, me encontraba leyendo poesía tranquilamente, mi esfuerzo me cuesta, los versos se me atraviesan como hormigón armado, y este hombre cualquiera no me gustaba, no, pero qué se habrá creído ella, si está en mi cama es porque me pertenece, no se puede separar el almohadón del juego de sábanas, ni las tazas del café con los platillos o las servilletas de un mantel, algo me hará de bien este hombre cualquiera cuando decidí, aunque no lo recuerde, meterlo en mi cama, así que es mío, como lo es esta casa en miniatura. Eso es. Mío. Así que voy a despertarlo.
-Oye...- dice Claudia zarandeando al desconocido-. Despierta. Oye, tú...
El hombre se mueve como cualquier hombre se mueva, y está vivo como cualquier dormido pueda estarlo, porque agarra con más fuerza la pitón azul y refunfuña estirando su cuerpo entre las sábanas.
-Oye, tú...- insiste Claudia-. Es muy tarde. Levántate.
La mira de frente, con sus ojos de guisante mordisqueado por la luz que de pronto le cegase.
-¿Qué quieres? ¿Por qué me despiertas?- le pregunta el desconocido-. ¡Déjame dormir!... ¿Tú quién eres para...?
-¿Qué quién soy?... Pues Elena- responde Claudia, sorprendida-. ¿Quién, si no, sino Elena? ¡Venga, espabila!
-¿Elena?.. Ah..., ya... ¡Déjame en paz con tus rollos!, ¡tengo sueño!
-Sí, claro... Elena, eso, Elena... Vamos, ya has dormido demasiado. Tenemos que ir a ver a tus padres, quedamos anoche con ellos para almorzar; ¿no lo recuerdas?
-Ya basta de bobadas familiares, no tengo padres..., de sobras lo sabes..., y déjame que siga durmiendo... ¡Y quita de una vez para siempre a María Callas!... ¡Qué harto me tienes con tus gustos musicales!
-¿Qué te tengo harto? ¡Tú sí que me tienes harta con esa Elena a la que tanto amas, Emilio!...
-¿Emilio?...
-O Pepe, o Juan, o como te llames.
-¡Que me dejes en paz, Claudia! ¡Tengo mucho sueño!
-¿Claudia?..., ¿Claudia? ¡Claudia!
-¡O María, o Carmen, o como demonios te llames!... ¡Que me dejes!
Y siguió enroscado abrazado a su pitón azul, roncando tranquilamente en la selva de Claudia, para que Elena le pusiese entre la boca dos cucharadas de azúcar en el café.
Claudia subió el volumen a la voz viva de la muerta María Callas sumergida en las aguas del jacuzzi, recordando poemas no comprendidos de Alfonsina Storni, pronunciando en suspiros “Humberto...”, entre el susurro del agua burbujeante, a la espera de que ese hombre cualquiera, de ese cualquier hombre, abandonara su cama, marchándose ambos por el mismo lugar en que ninguno recordaba haberse conocido.
Al otro lado de la ciudad, de la ciudad cualquiera, adonde también era la mañana de un domingo, de un domingo cualquiera, Elena tendía la ropa bajo unas nubes anunciadoras de día soleado y frío. Su bamboleo de tejido azul de ola al amparo del viento, de olas de algodón teñido, pronunciaban un nombre. Un nombre de cualquiera. De un hombre cualquiera.


Finalista Premio Relato Corto "Entre Libros", 2004.

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