jueves, 21 de septiembre de 2023

Los apuntes de Nereida, de Marta Antonia Sampedro

 

            Mi nombre es un nombre vulgar: así lo concibo, adherido a mí como cuestión que nada importa, pues es nombre que no me define en las batallas, aunque, pronunciado en derrota, de voz callada resulta su eco.

         Durante años, he sido una simple sombra, perdiéndome del perfil de una criatura cualquiera, a la luz de los demás: “Es que eres esto, o lo otro, corrige tu forma de ser”… Siempre imaginando que ante mí una gran meta inalcanzable era la lucha continuamente a seguir, y después otra más extensa, más turbia y confusa atrapada en algas y palabras, aferrándome a mis propias culpas, analizando hasta la más tonta huella, el sonido imperfecto de mi canto más esperado, que pudiera acusarme de mi mediocre felicidad.

            -No, que no; que al guisado de ternera no le acabas de dar el punto- era una dificultad a superar con la especie animal, o “No estás mal, para ser quien eres; pero podrías estar mejor”.

            Nací por nacer, como semilla depositada al descuido de la inexperiencia adolescente, que el viento traslade marcando su destino allá donde cese el aire. Por pura casualidad sobre tierra firme. Un día de calor asfixiante, abrí los ojos y volví a cerrarlos para llorar, según me contaba repetidas veces mi abuela, antes de la senectud que la dejara ajena a los días presentes.

            -Abuela, que soy yo- le decía al percibir su desconcierto viéndome frente a ella.

            -¿De quién me has dicho que eres?

         En ella descubrí que las luchas consideradas como perdidas nos abocan a la desorientación, y al cobijo de nosotros mismos, deambulando por almas de aire espeso. Me apenaba verla así, con expresión de vencida, no recordando que, como una María Bellido aguerrida a la furia de hembra herida, con piernas ligeras bajo el refajo y calzada por agujereadas zapatillas, enfundada en su valentía se enfrentara no ya a las temibles tropas de Napoleón, pero sí a los años y a la miseria de una posguerra civil que recordaba asiduamente, antes de ser una extraña en su propia casa, espantada por la presencia de sus más allegados conocidos.

            Pasaba las largas horas mondando patatas. A tajos, torpemente con sus dedos de títere manejado por quién sabe qué misteriosos y crueles hilos, sujetando un cuchillo que no pudiera herir sus brotes ajados de uñas endurecidas. Una, y otra, lentamente, incansable, con sus ojos monótonos puestos en ninguna parte, mezclando pieles y carne de tubérculo desenraizado, y yo la dejaba libre en aquel camino sin determinar, en ese semblante de miradas que ven más allá de los ojos que la vida nos asigna, que no necesitan del parpadeo porque ya están resecos por los pensamientos vacíos.

          Ella me crio. No conocí más madre que a ella, más pechos que los suyos, inservibles para amamantarme, desamparados por la madurez y el trabajo duro, y aun así me cobijaba pacientemente al latir de su corazón y el columpio imparable de su respiración era mi colchón más preciado y natural. Ni más calor que su calor, ascuas de palabras secretas y atenta siempre a que el brasero aliviara los días del invierno. Mis recuerdos sus recuerdos, transmitidos en las noches de insomnio, cuando las tormentas amenazaban los tejados, o si quería que mis oídos comprendieran, una vez más, tanta vida sufrida al azar.

            -Tu abuelo era tan alto…

            La figura de un hombre venía a mi encuentro, e inclinándose me daba un tierno beso en la frente.

            -Tan apañado…

            Me miraba con gesto de ánima, y su sonrisa reconocía mi rostro.

            -Le pareces mucho… La nariz recta, la piel morena y las orejas chicas…

            Abriendo sus escuálidas manos me decía adiós lentamente, y entre las palabras de mi abuela su imagen, en la oscuridad de la noche, se esfumaba en mi mente, me daba la espalda más arriba que donde la luz de los relámpagos se apaga en las habitaciones.

            -Se lo llevó Dios tan temprano…

            La voz de mi abuela me transportaba a otros lugares, donde yo creía que otra luna y otro sol acompañaban otras estrellas que las que iluminan el espacio de Bailén.

           -Donde él se fue, hay muchos pisos. Pero no como los que hay por aquí, tan bajos, no, qué va. Los pisos de verdad son como las casas chicas, pero a lo alto, muy alto, muy alto, una sobre otra hasta que la vista se pierde. En una ventana está tu abuelo; ¿lo ves?

            -Todavía no…

            No me imaginaba las ventanas de aquellas extrañas casas que fueran el último recuerdo de él. Pero deberían ser muy especiales, porque mi abuelo estaba allí, en el espejo del cristal, y ella lo veía.

            Sobre los edificios, cerca de las nubes, me hallaba yo, divisando el horizonte: tan grande, tan exuberante, tan fascinantemente trasladada de lugar… Pero él ya no estaba: tan sólo al darme el beso revivía mi alucinación.

            También, su voz tranquila, infundió en mí desarrollar historias contadas en la serena compañía de la oscuridad. En el techo, de pronto, aparecían figuras mostrando aventuras rurales que mi espíritu soñador reconocía familiares.

            -Aquel hombre, solo, perdido en la sierra, sin más luz que la de un candil y la luna, con sus hijos llorando, llevando a la madre muerta sobre el borrico para traérsela a Bailén…, qué cosas tan malas de vivir nos pasa a los pobres, hija, y de pronto el pobre hombre se acuerda que hacía tanto tiempo que no la había besado…, ni tampoco de haberle dicho que era la mujer más guapa y más trabajadora que había conocido en toda su vida, con todo lo que habían luchado, hija, y terminar así, sin despedirse al menos con ese recuerdo de cariño. Pero ya, con la cara fría, no quería hacerlo, hija mía, porque un hombre, cuando lloran sus hijos la pena, tiene que ser más hombre que nunca, aunque que le pese.

            En aquel hombre yo veía al padre que no conocí, arrepentido de su pecado mortal. Y lo hacía llorar, hasta dejar desiertos de llanto sus ojos, por haberme abandonado sin saber al menos quién era yo.

            Y en la mujer muerta a mi madre, echada en el animal, adornada con plumas finas de gorrión, que yo le echaba a cada paso, gimiendo sin que algún buen padre me viera, porque yo debía ser valiente al frente de la vida, antes que niña, y no cobarde en la retaguardia. Por el camino, en sus carnes abiertas de mujer, unas gotas de sangre marcaban la señal hacia la muerte, donde yo me reconocía, pero solamente en las lágrimas saladas que se me escurrían por las mejillas y los gestos instintivos de lactante.

            -… Y lo que le pasó a un nene de aquí, ¡esa sí que es buena! Porque aquella vez, con todo lo que se diga, sí que eso no tuvo explicación ninguna. Ni siquiera don Rafael, el mejor médico que había por entonces en Bailén, podía entender esas ronchas que al chiquillo le habían salido en los brazos. Claro, por supuesto que no; y es que hay cosas que no la tienen, y ese nene era muy listo, y muy espabilado, que por eso todos creyeron la historia que contó, lo de haber sido atacado en el Arroyo Matadero por un animal muy raro, que tenía tres lenguas, ochenta patas y una boca tan grande como la de un pozo. ¡Menuda suerte tuvo con poder escapar, el pobre chiquillo! Claro que todo hay que decirlo, para no ofender a Dios: ese nene, era muy valiente, hija. De familia le venía.

            Un guerrero listo: y ahí estaba yo, con los brazos marcados por cada día de ilusión y por otras realidades que de pronto se me presentaban. Así que, con ramitas de árboles sustituyendo las espadas de aguerrida soldado, hería mi piel con letras “amor”, y un corazón dibujado torpemente, o un “te quiero”, y después los ocultaba con las mangas largas, hasta que las heridas sanaban y aquellos deseos desaparecían como humo soplado. Una luchadora intrépida, como pocas habría en todo Bailén, era el retrato que yo traspasaba a mi cuero de combatiente.

            Pero ya, de los sueños que hacen andar con pies ligeros, quedaba la esencia misma de los sueños: su destino, es hueco, que nos culpa de ser soñadores inapropiados para el resto de los mortales.

            -Que no le das el punto al cocido, no.

            De las fantasías, su nivel culminante: aire.

            -Tu abuela no te enseñó a ser una mujer, o qué. ¿Historias de vieja, es lo que vamos a comer?

            De los rastros de misterio, lo realmente importante: que mis ojos tuvieran líneas de mujer: el párpado trazado a lápiz, fruto de carbón tostado, pulso firme para la apariencia concreta, sombra en los ojos penumbra en el alma, apelmazadas las pestañas para conseguir darle el punto ajeno a mi sentido de vida.

            -Todas las mujeres se pintan. Qué machorra te crio tu abuela; mejor hubieras sido hombre, y estarías mejor educada. Ella, ella es la culpable de que siempre vayas hecha un adefesio, que por eso no quiero ir contigo a tomar nada, claro que no; que te comparo con las demás mujeres, y no sé qué se me pasa por la cabeza cuando lo pienso bien pensado. Y es una pena, porque no tienes muy feos los ojos.

            Y de mi sonrisa…

            -Recuerdo, hija mía, que en un bautizo me tomé un poquito de ponche. Tu abuelo, que era muy recto, aunque también era alegre cuando era menester serlo, me tuvo que llevar en brazos por la calle, y yo venga con la risa, y no quiero ni acordarme de los días que tuve que estar sin salir de la casa, abochornada, claro, hasta que tu madre, que todavía era muy chica, me decía que volviera a contarle los chistes que a ti te cuento ahora y que tanta gracia te hacen, porque ese día se los conté con mucha guasa. Pero claro: yo, avergonzada, hasta que la gente lo olvidó.

          Mis dientes de leche asomaban a la vida en una boca enjoyada por ilusiones y vivencias que algún día tendría como propias, que me esperaban en esas sendas hacia la libertad de mí misma.

            Pero mi sonrisa, que ahora lucía unos dientes adultos, sin carmín mi sonrisa era simples labios, membranas cerradas para apagar palabras.

            -Píntatelos un poquito, mujer, aunque sólo sea por mí. ¡Pero qué suerte la mía, con una mujer así de desastrada!

               Por él lo hice, y mi lengua rechazaba el sabor aquel a caramelo podrido.

            -No, no, pues claro que no: que tu abuela, no te enseñó nada bien, no. Lo dulce te sabe salado. Así está ella, con la cabeza ida. Pero porque ya lo estaría antes, seguro que sí. Qué mala suerte hemos tenido, al no tener tú una verdadera madre. O, a saber, si ya estaba así también, como tu abuela; que esas cosas se heredan, y no se sabe qué hubiera sido peor.

          La herencia de mis sueños no me daba derecho alguno, y en cada uno de ellos buscaba la razón de mi soledad, y en otras ocasiones en la casual lucidez de mi abuela.

            -¿Te acuerdas, abuela, del día que hice la primera comunión? ¿A que iba muy guapa? Fue en La Encarnación, en la calle Iglesia. Por las calles, todo el mundo me miraba el traje, los guantes y el velo, y decían “qué guapa va la nena, si su madre pudiera verla”, dándose codazos mientras yo me hacía la disimulada, colocándome el rosario entre las manos. Tú me apañaste el vestido, ¿te acuerdas qué bonito? Tardaste mucho en arreglarlo, porque era el de la prima Isabelita, la de tu tía Mercedes, la de la calle Real, que tenía una tienda de dulces en…

            -¿De quién me has dicho que eres?

            Imposible lucidez, inmersa en su quehacer continuo, en su desocupación, enrollando la lana de viejos jerséis para que sus dedos no olvidaran el movimiento, agarrando fuertemente el cabo, apretando el ovillo, piedra entre sus marchitadas fuerzas, mezclando los colores y el grosor, con los ojos perdidos y resecos anudando cabos que ya no se dejaban unir.

            -Mal ejemplo para los niños es ese que estamos dándole. Porque soy muy bueno, y abusas de mí, que si no, cualquiera en mi lugar la habría llevado al asilo, que es donde tendría que estar. El otro día al nene lo asustó, contándole que tenga mucho cuidado, que no se acerque a ninguna orilla, que una bruja muy fea se aparece en los ríos, y qué sé yo cuántas monstruosidades más de loca les estará metiendo en la cabeza a los niños.

            Esa historia no era como él acusaba, sino tal y como la recuerdo en mi memoria de niña libre para los sueños:

            Las apariciones en los manantiales, donde las mujeres iban a lavar la colada, consistía en una ilusión de esperanza misteriosa que los grupos de mujeres y niñas compartían, en el deseo de que hubiera ninfas que limpiaran la ropa por ellas, mientras éstas dormían, descansando de la fatiga por las faenas del campo y las de la casa. Echadas en la hierba, sin más labor que atender la paz y el sentido de sus cuerpos, cerraban los ojos, y al abrirlos los trapos estaban relucientes, tendidos en los matorrales, y completamente secos. Ellas, tras el dormitar placentero, ajenas al duro trabajo reaparecían frescas, resucitadas en su lozanía, merendando naranjas y manzanas y cantando coplas antiguas que hablaban de amor, mientras doblaban las prendas ayudándose todas, radiantes porque el maravilloso hecho las hubiera señalado como preferidas para la divinidad y la suerte.

            -¿Así es la historia, mamá?

            -Así es, hijo. Cosas que se inventan para poder tirar adelante cuando la realidad no nos agrada.

            -¿Y la abuela te lo contaba a ti?

            -Eso es. ¿Te gusta?

            -¡Es muy bonita! ¿Y si yo pido el deseo de que alguien se aparezca para que me haga los deberes, vendrá?

            -No…

            -¿Y si cierro los ojos?

            -Si cierras los ojos, hijo…, si cierras los ojos el mundo es muy grande, más grande que los deseos más grandes que puedan pedirse, porque detrás de un mundo hay otro, y luego otro más maravilloso, y otro…

            El valor de los recuerdos de la fantasía, que durante mi vida me ha empujado a verme de otra forma, a sentir otros horizontes, al margen de las costumbres y lo cotidiano, de todo cuanto pertenece a la visión de los ojos y su simple función de órganos vitales para guiarnos: el valor de otros ojos invisibles, envueltos con el celofán del palpitar de los océanos, una realidad paralela que el alma necesita tanto como sangre anhela el corazón.

            -No le acabas de dar el punto a la sopa de pescado, qué va, que no.

            Desde niña, mi abuela vigilaba que no me arrimara a la lumbre.

            -¡Pero si no me voy a quemar!

         -Por si las moscas. Tú, a pelar los ajos, que con el fuego nunca se sabe. A veces, cuando menos se lo espera una, salen unas estrellas muy chicas, para atraer a los niños, porque todavía son inocentes. Se alimentan de las velas de sus ojos y la saliva limpia de su sonrisa, para ser más importantes en el cielo. Te voy a contar, hija, lo que le pasó a Mateo, un niño muy oscuro de piel, que son los mejores para las relucientes sonrisas, y sus ojos eran como el cielo de la primavera. Pues Mateo, vivía en una choza muy vieja, una que había yendo por La Cuesta La Muela, el camino que hay para ir desde Bailén a Baños de la Encina. Su familia era tan pobre que no tenían ni alpargatas, y el nene estaba embrujado por las chispas de los fuegos, y se imaginaba que los crujidos de la madera agonizando en la lumbre eran llamadas de hadas buenas que les ayudarían a vivir sin penas ni enfermedades que no pudieran sanar las plantas del campo. Y, claro, de tanto mirar las llamas, al final ellas se llevaron al pobre chiquillo, porque era un niño muy especial, como te pasa a ti, hija mía. Y ahí lo tienes, al tierno de Mateo: de jinete en las estrellas fugaces; y en las noches de agosto, si se está bien al acecho, es cuando se le puede ver mejor, y sus dientes son tan preciosos, y tan aprisa recorre el universo, que algunos niños, sobre todo los niños ricos, lo envidian. Por eso, cuando lo enterraron, su cajita estaba vacía, y su cruz mira siempre hacia el cielo.

            -¡Pero abuela!, ¡déjame al menos arrimarme, para calentarme las manos!

            -¡Que peles los ajos! Que al fuego lo entendemos mejor los mayores. Ahí, en esa lata, tienes ascuas recién sacadas, y puedes calentarte.

            -Ayer, por poco no quema la casa. Tenía un mechero en el bolsillo del mandil; ¡un mechero! ¡A saber qué más peligros corremos con ella! Te lo tengo dicho: el asilo, es lo mejor para este tipo de personas.

            -No tiene piedra, y tampoco gas. Se lo dejé porque así cree que ella también tiene derecho a guisar.

            -¿Derecho…? ¿Qué derecho puede tener, el que está con la cabeza ida?; ¿un vejestorio que no sirve para nada, sino para meterle a los niños historias para que tengan pesadillas y miedos?

            -¿Y tú, mamá, alguna vez has llegado a ver a ese niño tan especial?

            -Sólo en las noches de invierno, cuando Bailén huele a alpechín y a barro húmedo. Entre las nubes de la noche, si miras bien, brilla más que un pequeño sol. Y también cuando miro tus ojos.

            -¿Y nunca lo has visto en agosto, como te decía la abuela?

            -En agosto, hijo, las estrellas viajan tanto, y es tan fuerte el intenso olor a galán de noche, que a veces no llegas a contemplarlas bien.

           -Ese Mateo tiene mucha suerte mamá, porque el cielo es más grande que los mundos.

            -Ya lo creo que sí, hijo.

            Mi abuela, había sido cabeza de una familia muy reducida: solamente dos, en una época de familias muy grandes, generalmente pobres, cuando los abuelos convivían con los hijos y los nietos colaborando en la unión, haciendo un gran frente a la miseria y a los malos tiempos que trae la honda tristeza de la escasez.

            -A veces, Dios nos suelta de la mano, hija. Pero no lo hace porque no nos quiera: lo hace, solamente, para que aprendamos a andar solos. Así debe ser.

            Del mismo modo en que aprendí a pensar libre, a estar entretenida enriqueciéndome recreando historias, asimilé que la vida era caprichosa con quienes jugamos a crear ensoñaciones sin más sentido que conseguir ser más libres.

            Por eso no vi su falso amor.

            -Te quiero tanto… Pobrecita: sin madre, muerta en el parto; sin padre, un bala perdido que la abandonó, y sólo con tu abuela, tan vieja ya… Pero no sufras, que te comprendo: el amor, ya está contigo, ya lo has encontrado, y soy yo.

            El amor hecho persona, atento a mi presencia.

            Pero yo era también mis sueños, paloma de mar, y todo cuanto me hizo lo que fui: un yo que en la noche llora, buscando historias auténticas, no falsificadas por rapsodias confusas, donde los versos son versos, cálculo de las sílabas, y las palabras palabras, paisajes de tinta reseca, sin más imagen para recordar que el canto fúnebre de lo certero, tantas veces sumas de infundios. Historias que sorprendan en las veredas salinas, en los surcos de la arena, como la aparición del amor que nada sepa de una, sino de su alma inquieta, su influjo de savia distinta, y la desnude como un lirio al despertar al tiempo y hora de máximo esplendor.

            -¿Que ha sido una niña? Bueno, ¡la próxima vez será, qué le vamos a hacer!

            Perdón por ser quien soy, parto de nada sino de desilusión ajena, y haberme tragado por sagrado lo que no es sino hierbajos que devoran preciosas flores despreciadas. Perdonar triste sino, inyectada de un deber absurdo tenido por real.

            Dar vida, mirar sus pequeños dedos de alas tiernas, y esos labios pintados de sangre y amor, pedazo de estrella escapada expresamente para mi contemplación en la tierra, para cuidar de sus ojos, y dejarle por semilla historias que la ayuden a avanzar dentro de sí misma.

            -¡Por fin un macho! ¡Esto hay que celebrarlo!

            En la siguiente, un lucero.

            Dar vida, mirar sus pequeños dedos de alas tiernas, y esos labios pintados de sangre y amor…

            -Tienes los pechos… No sé…, pareces más vieja de lo que eres.

            Y qué. Quién podrá determinar el tiempo de mis sueños, si ellos, por encima de mi instinto y deseo, dieron alimento preciado a mis hijos; encontraron calor en este de mujer hundida por la necedad que todos creen privilegio, e historias de ilusiones por realizar, a pesar del terrible sabor del desamor: cuatro paredes limpias, diversidad de espejos blanqueados, jaula de oro, alambre sin ilusión, y selección de los mejores alimentos, estómago satisfecho. Calidad de vida, alma en pena. Apariencia casi perfecta, si no fuera porque da la impresión de que no hay dinero suficiente para ingresar a la vieja en algún centro que aprueben todos, adecuado a su chochez. Decencia de mujer, solitaria con sus embrollos de locura hereditaria. Honra; que solamente existe si existen los sueños. Y sin amor. ¿Para qué? ¡Cuántas exigencias!

            -No le acabas de dar el punto al gazpacho. Te lo tengo dicho: el gazpacho, tiene que estar menos espeso. ¡Ay! ¿Qué voy a hacer contigo?

        En los veranos, durante el duermevela de las siestas, mi espíritu se refrescaba recordando los dibujos de los abanicos que mi abuela celosamente guardaba, y sólo en contadas ocasiones los hacía girar en su mano, por temor a estropearlos. Eran dibujos de ensueño y narración pintada, representaciones que al momento yo incorporaba a mi imaginación. ¡Cuántos bailes conocían las señoritas coloreadas de esmalte! Reían a carcajadas, tan felices por la embriaguez de la música y el saberse deseadas por jóvenes muy bien educados que rozaban su piel. Y después del baile, replegados ya los vuelos de sus vestidos, las trasladaba de espacio: a mi deseo, se hallaban bajo grandes tejados, al resguardo de la lluvia silenciosa; o sentadas en la puerta, en movimientos pausados de mecedoras y hamacas, esperando un nuevo baile, ya arregladas de limpio, trenzados sus cabellos, suspirando por la emoción contenida. Luego, al punto de entristecer por la inútil espera, aparecía una preciosa yegua, a la que montaba la dama más audaz sin pensárselo dos veces, para pasar la tarde al vuelo de su deseo bajo las ramas de olivos y eucaliptos, porque había cambiado de parecer según el perfume del día le indicara al corazón.

            -Con este calor que hace, tu abuela huele más. ¿Seguro que la bañas todos los días?

            Un barreño en el patio, al atardecer del estío, y allí estaba ella, arrodillada junto al latón, restregándome un estropajo de esparto y jabón casero por toda mi desnudez de niña.

            -Una vez, hija, toda la tierra se quedó sin agua.

            Yo escrutaba fijamente sus ojos, para aclararle que aquello no era posible, pues había mucha, sobre todo en los mares de los mapas que adornaban las paredes de la escuela. Pero me lo aseguraba muy seria, asintiendo con la cabeza y dejando quietas sus manos untadas de espuma aceitosa.

            -Como lo oyes. Fue hace mucho, cuando ni siquiera mi bisabuela Juana estaba en el mundo. Dicen, que en un lugar muy, muy lejos de aquí, nació un ogro, no se sabe cómo eso ocurrió, pues de ninguna de las maneras los ogros pueden nacer, como ya te he dicho muchas veces, pero pasó, ¡vaya que si pasó! Cuando era chico, todavía el ogro no daba mucho que hacer, y tenía como esclavos a personas para que le llevasen alimentos y agua, a cambio de dejarles comer sus restos, que era la sangre de más seres vivos. Pero cuando se hizo muy grande, tan grande como todos los pueblos de alrededor juntos, ese bicho no tenía suficiente con nada, el frío era su mejor temperatura, así que acabó con toda el agua, para no pasar calor.

           Y yo miraba atenta las ramas del viejo granado, por si asomaba su cabeza de monstruo y bestia indomable, mucho más grande que juntando todas las granadas que tenía; pero no: sobre mí, las diminutas hojas del árbol, en soledad celeste, aún abrían a la luz sus párpados. Y, más allá, investigaba el cielo, para ver si me sorprendía aquel fiero y maravilloso ser, tan capaz de arrasar la tierra devorando pantanos, mares, arroyos, charcos… Pero, ante mis ojos, las golondrinas volaban apaciblemente veloces, y no parecían, desde el aire, ver nada extraño.

            -Luego todo se arregló, hija, porque Dios lo condenó a devolverla, teniendo que ir por los lugares que no tenían ni una gota, y mientras más agua sacaba de su cuerpo, más débil se sentía y más caluroso, se acababan sus fuerzas más y más, y, cuando ya hubo terminado su castigo, para que pagara su egoísmo el hizo el todopoderoso tan chico, tan chico tan chico, que no se puede ver por mucho que una quiera. Y, a los esclavos, el Señor los convirtió en amapolas, pues ya sus cabezas no estaban cuerdas para poder volver a ser personas libres; por eso nacen tantas. Así que agradece siempre que puedas tener agua hasta para lavarte.

            -¡Pero mamá!- dice mi hija, perpleja por el relato-. ¡Eso cómo va a ser! Eran cosas inventadas por la abuela, para que te quedaras quieta en el barreño.

               -¿Crees que no lo sé?

          Pero confiamos en los sueños, para proyectar hacia algo esencialmente distinto nuestra vida, alimentar nuestras células de aliento renovado en nosotros, y conseguir crear una visión personal, sólo nuestra, perdurable hasta el final de nuestros días.

            -No estés tan triste, mujer. Al fin y al cabo, ya era muy vieja; demasiado ha durado. Muerta, al menos está descansando. Y nosotros también.

            La tristeza, a los soñadores, nos hace fuertes. Aunque lloremos, porque los valientes también lloran.

            Pero en mí, tal vez denotaba debilidad. ¡Y tantos cobardes no lloran!

            Los ovillos estaban quietos, reposando en la canasta, y vestidas de piel arenosa las patatas sobre el poyete de la cocina, a la espera de sus manos de anciana.

            Su sillón vacío, inflados sus cojines; su cama siempre hecha, y sus ojos dormidos para la perpetuidad, revoloteando en mi recuerdo.

            -No acabas de darle el punto a los fideos; siempre están pasados. Y ese, ¿por qué no quiere comer?

            -Está malo.

            -¡No tendría algo contagioso tu abuela! Ponle el termómetro; venga.

            Cuando enfermaba, las historias de ella hacían de mi fiebre calor de cariño, y de mi sudor charcos de vida y esperanza:

           -… Pero aquel niño, cuando estaba a punto de perderse, y de caerse rendido de cansancio, encontró un camino lleno de romero muy oloroso, y en vez de arena el camino hierba de muchos colores, y de la hierba, de pronto, salió su madre, para llevarlo a cuestas hasta su casa. Tardaron en llegar unos días, hasta que el niño se puso bueno del todo. Así pasó eso, hija, y todo el mundo se alegraba porque aquel chiquillo hubiera llegado sano y salvo al pueblo, y hasta la banda de música, que por aquel entonces era de las mejores de Jaén, tocó una canción nunca hasta entonces escuchada por nadie.

            -Abuela…, que esa historia ya me la has contado muchas veces.

            -¿Ah, sí?

            -Que sí, abuela…

          -Pues mientras te tomas este caldito de gallina, te contaré la de una niña muy especial, que tenía más o menos tu edad y tu misma mirada. Venga, empieza a beber; que yo te vea. Eso es. Luego, otro poquito.

            -Bueno…

            -… Pues aquella niña era tan preciosa, tan buena y cariñosa, que muchos que no la conocían creían que sería una tonta, de esas que cuando menos te lo esperas se ponen a llorar por cualquier cosilla insignificante. Y, de eso, nada de nada. Porque era más fuerte que nadie, y no había nada que la venciera, porque tenía un secreto, sí, sí, como lo oyes; un secreto que no había dicho a nadie: el secreto de las palabras misteriosas.

            -¿De las palabras, abuela?

            -Eso mismo. Todo, pero todo, todo lo que escuchaba, era capaz de recordarlo; cada cosa suelta, cada susurro, ¡zas!, ella lo entendía de todas las maneras dicho, aunque fuese hablado por gente de pueblos remotos, o de las gentes de los circos, que ya sabes que conocen todas las patrias del mundo entero. Era tan fuerte que las calenturas le temían, porque eso son cosas para los que no tienen secretos, como ya no estás tú, porque ahora sabes esta historia que nadie sabe…

            -La abuela tenía muchos secretos; ¿verdad que sí, mamá?

            -Sí: todos los secretos que guardan las olas, las burbujas de las aguas y los vientos.

            -¿Y yo también puedo tenerlos?

            -Ya los tienes, hijo. Tienes todos los que yo te cuento, y los que tú solo crearás, que serán los que más quieras de corazón.

            Y la paz de los soñadores tan llena de guerra…

            -Mujer, que este vaso no está muy limpio.

            -Yo no veo que tenga nada.

            -Es que tú, nunca ves nada.

            Mirar importa en las batallas: el enemigo, enfundado en traje de fantasma, al capricho se presenta hincando su invisible punta hasta hacernos creer que nos lo merecemos, y que somos simples andantes que bajo las patas de sus caballos de cartón debemos ser masacrados.

            -¿Todavía estás triste? ¡Pero bueno! Pues mejor harías pensando en limpiar bien limpio el polvo, que la casa está hecha un asco, con tanto cuento y tanto…

            Polvo de encantamiento amoroso y cuentos veraces, dejados atrás, el camino se hace duro de andar al frente. Enrevesado, traspasado de lugar la ley del despotismo hacia verdades posibles, prefiriendo el maná de las mentiras.

            Pero en nosotros quedan los recuerdos de la realidad paralela, la misma que desde niños nos indica otras armas para luchar. Así lo comprendí en una hora sin reloj, en un tiempo sin determinar, un momento que ante mí pasó sin dejarse atrapar, pero derramando claramente un rastro del perfil anhelado en tantas noches de llanto, mientras fingía que dormía, para lograr hacer desaparecer el sentido adulterado de mi existencia.

            Por ello, desde aquella visión, comencé a imaginar que un hombre llamaba un día a mi puerta. Yo estaba en la cocina, calculando cuánta cantidad de amor y ternura necesitaba para darle el punto exacto a mi vida, y condimentar mi añorada locura. Al escuchar el timbre, abría mi marido.

            -¿Está ella?- preguntaba el desconocido.

            -¿Quién?

            -Ella.

            -¿Quién es ella?

            -Ella.

           Yo, ansiosa por el momento tan esperado, salía a su encuentro quitándome el delantal, y ofreciéndole mi mano a un ser invisible dejaba atrás mi vida hueca, enlazada a los nuevos sueños por descubrir, desnuda de conocimiento práctico, y emprendíamos un camino abandonando todo cuanto no se desea poseer, y apartándolo hiciera el horizonte amplio de más sendas.

            -¿Esa ilusa era por quien preguntabas? ¿Esa es “Ella”? ¡Pues que sepas que no le da el punto a nada! ¡Así que vete enterando de sus modos de mujer a medias!- escuchaba a mi marido señalándome por el rellano, antes de desaparecer.

            Sería suficiente para abrazar con ganas la vida.

            Sin más equipaje que el de ida hacia un manantial lúcido en sueños, escuchando las trovas silenciosas de las ninfas.

          Todos los días, trémula de confianza en su increíble posibilidad, esperaba esa llamada, modificando el sentimiento temible de sentirme vencida.

            Perseguida por mi sombra, unidos a otros hombros mis brazos, mis labios en otras bocas abiertas, mis piernas amarradas a las barcas de los pantanos, los oídos entre amados cantos susurrados por el roce que produce el vuelo de alas abiertas, calibrados en otro lenguaje pensamientos que interpretaba sin más dificultad que:

            -Este arroz te ha salido bastante bueno, ¿ves tú? Me parece que ya vas en el camino de darle el punto a ser una mujer de su casa.

            Entonces comprendía que durante largos años estaba perdiendo gran parte de mí; que la sangre que derramaba la mujer subida al animal de carga no era la de la muerta, sino la mía, mi aliento más preciado las plumas que yo misma me arrancaba, y sin más resignación que la de estar a solas con mis noticias tomadas por los demás como falsas, los acontecimientos sobrevenían por sí solos, en un segundo elegido por alguien que ya antes me eligió por mi ser completo, empujándome a no claudicar, ampliando en silencio el sentido de cuanto me ocurriera.

            -No creas lo que tus ojos vean- era la bandera que yo cada mañana sacaba a la luz, mientras el traperío se bamboleaba en el tendedero riéndose de mi pobre trapo invisible, zurcido en tantos remiendos como mis sentimientos más pertinaces, hasta que una tarde mi hijo me preguntó:

            -Mamá, ¿tú tenías de chica los pies torcidos?

            -No…

            Pues papá dice que sí.

            Y vi con claridad que él, por una vez, tenía razón: no estaba enredado el camino por donde yo comencé a caminar un día, creyendo que debía enderezar aquella senda caprichosa: eran mis pies, estos pies hartos de andar por diversos sueños, quienes se empeñaban en dejarme sola, virada y estática en la rectitud malformada, de metal sangrante, arrancados los rastros, sin más pasos que la torpeza asignada, asimilada como pura sabiduría inalcanzable. Así que uno a uno ordené al ejército de mis deseos que mis pies fueran de nuevo torcidos, para conseguir reanudar la marcha que mi corazón con tanto afán buscaba.

            Después, convencida de mis fuerzas, miré las cosas; y las cosas eran cosas, pero más que puedan contarse nunca, valoradas al revés, a ambos lados de los espacios abiertos, de los giros de los ojos, y nunca al derecho impuesto. La libertad, libertad; más grande que el ogro que desertizara una vez la tierra, imprescindible dote que en la cuna se ofrece. Mis sueños, los sueños de siempre, tan amados, tan necesarios, ligados a mi espíritu volador, amapolas liberadas de la esclavitud y la armonía desorquestada, una a una las palabras secretas de mi espíritu en paz. Y yo, fruto de reflejo de mujer que sobre el agua permaneciera inmóvil a las ondas.

            -¿Eso es lo que te vas a poner para que te saque a dar un paseo? ¡Menudo vestido! ¿Es que no tienes más ropa, para parecer una mujer normal?

            -¿Qué decías?

            -Que vas horrible, vestida así.

            -Vestida cómo.

            -¡Madre mía! ¡Con eso que llevas! ¿Con qué, si no?

            -Es que no me he vestido para ti.

            -¿Ah no?

            -No.

            -¿Y para quién, entonces?

            -Pues para mí. Déjame pasar, que tengo prisa. Ahí te quedas; volveremos a las diez.

            -¡Pues bueno! ¡Y a mí qué! ¡Menuda mujer! ¡Si ni siquiera vas pintada!

            Hacia el frente.

            Andando por las calles acompañada por dos manos pequeñas a ambos lados de mi cuerpo, calor de fruto compartido, palpando la cal limpia, mirando la forja de ventanas y balcones y el esmalte natural de geranios y claveles, trompetas de victoria que anuncia acontecimientos de savia nueva untada con sal, tierra fértil y oxígeno; las tejas alumbradas por el atardecer, agua y barro en la luz, tiempo de lucha hacia el sueño de los ojos.

            Por el Paseo de Las Palmeras, buscando nuevas sendas que perdiera entre soles desorientados algún día que ya no importa. Tardes escuchándome los pasos entre el canto de multitud de aves asomadas en las ramas de sus árboles; tan altas sus copas, tan llenos de vida su centro de palpitaciones…

            -La libertad, hijos, jamás se pierde si uno lucha- a la luz cegadora para los dormidos la bandera nueva, tejido inmaculado, de mástil firme, tronco entero de diversas materias, para hacer sensatamente hechizada la existencia de los nidos-. Entre las sábanas de la cuna se forma un invisible vestido, hijos, y éste nos cubre conforme nos crecen manos, espalda, ojos, cuerpo entero, corazón y mente… Y nunca, nunca, nos deja de abrigar si no nos desnuda por el miedo la vida. Así lo creyó una vez una sirena muy hermosa, que junto a una gran roca observaba el horizonte acariciando su cuerpo, imaginando que eran suyos todos los espacios por donde volaba su manto, antes de que el agua del mar fuese dulce un día que…

            -¿Dulce, mamá?

           -Eso es: alguien, no se sabe muy bien quién, o por qué misterioso embrujo, les ordenó a las aguas que cambiaran el sabor que al ser humano le da su materia, porque unos pescadores muy pobres, que se hallaban perdidos en el mar, estaban a punto de morir por una terrible sed…

            Ensimismada en el canto de la bella fuente, gigantescos girasoles de agua visitada por los tenues rayos de sol, adornando el gran mural, de apariencia férrea, evocación de una batalla ganada por un frente de valientes y mucho coraje encontrado en sus espíritus, tenidos por quebrados por un enemigo altivo. Pero detrás de los ojos, de todas aquellas personas celebrando una gran victoria, hay barro, material perceptible al tacto, resguardado en material metalizado, para proteger la dignidad de sentirse fuerte, con una costilla de más o de menos. Un escudo de heridas y sangre que se curan con el aire de los encantamientos fascinantes y los brazos al descubierto, donde late un solo corazón.

            En soledad propia mis latentes silbidos, mirándome los zapatos, fundas de mis pies obstinados en perseguir rumbos equivalentes a nubes de tonalidad de esperanza que por fin se deje encontrar.

            -Mamá, ¿los caminos del mar pueden ser visto desde tierra?

            -Pues claro que sí. Y los de la tierra desde las aguas, hija. Sólo se necesita creerlo profundamente, de corazón, para comprobarlo.

            Y mi amor…, alguien que jamás llamara a mi puerta, sino que desde sus sueños me reclamara sin palabras conocidas por nadie. Entonces, con toda seguridad, el punto de la vida hueca solamente sería un punto y aparte, para dejar paso a nuevas formas creadas expresamente para una misma.

 

© Marta Antonia Sampedro Frutos (1.995).

 

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