sábado, 8 de marzo de 2025

Un verano regado de sueños, de Marta Antonia Sampedro

 

Del libro “Un corazón leonado y otros relatos” (1.995).

Diputación de Córdoba (Andalucía).

© Marta Antonia Sampedro Frutos.

 

A todas las Mujeres y Niñas del Mundo,

en especial a las Mujeres y Niñas Obreras.

 

               

No es este el verano de costumbre. El otro, los otros veranos, parecían escurrirse con el temor a desaparecer. Pero de nuevo llegaba el otoño, con su rutinaria y monótona vida, y Andrés pasaba a las siete en punto por mi calle, con esa tranquilidad que no era tranquilidad, sino un pasmo de la vida continua. Nunca le vi bostezar cuando se dirigía al campo y me daba los buenos días mientras yo barría la puerta de mi casa, antes de ir a la escuela.

Este verano será distinto; será uno de aquellos veranos repletos de cosas que no entiendes. Ninguna cara conocida que vuelva con la calor, sólo caras extrañas que día a día se ven cruzar por la calle esquivando coches, buscando, sin hallarla, una sonrisa, una sombra en donde recostar su soledad.

No me hace falta visitar al psiquiatra, como la señora, para saber que este verano será otro verano sin casas blancas ni geranios para regar en los atardeceres. Me aprendí bien la lección, “que si no te casas o no trabajas tienes que echarte a la calle”, como ya hicieron otras que al llegar a la Estación de Francia bajaban del Correo de Andalucía y no tenían ni en dónde caerse muertas.

Teniendo estas manos y este afán por la limpieza, pronto pude tener un techo y comida, sin tener que recostarme con la faldita colorada por Barcelona, como esas desgraciadas y ordinarias.

Lo presiento: que volverá este verano sin esperanza de una puerta que barrer en alguna calle de mi pueblo, mientras Andrés pasa puntual hacia el campo.

Me habían dicho de una oficina donde colocaban, sin cobrar a las muchachas, y unos parientes lejanos se encargaron de buscarme informes a través de sus amistades. “No te preocupes, Dolores, que te colocamos en donde sea”, me decían. Y así fue. Una señora tenía interés en conocerme. Era una mujer de estas elegantes, con todos sus detalles a la moda; algo extravagante, eso sí; y muy esbelta. Al hablar, daba la sensación de que se desmayaba.

-¿Cuántos años tiene?- me preguntó, llamándome de “usted”, que por cierto me impresionó mucho. “Qué bien educada”, pensé.

-Veintiuno- le dije.

-Bien- contestó-. ¿Sabe planchar, cocinar y atender el teléfono?

Yo, a todo le decía que sí, como me habían aconsejado mis parientes. Lo del teléfono era lo más difícil, pero si mi amiga Luisi, que tenía los mismos estudios que yo, era telefonista en una pensión de Madrid, yo también aprendería a hacerlo.

-Bien- volvió a decir la señora-. La señorita de la agencia le informará de todas las condiciones. Si está de acuerdo, ella me lo comunicará- concluyó y se marchó sin decir ni adiós. “Qué mal educada”, pensé entonces. Pero aquello de hablarme de usted se me quedó grabado y le agradecía la atención. Dejó tras de sí un fuerte olor y cerró la puerta con cuidado.

Seis mil pesetas, la comida y además descanso todos los jueves por la tarde me pareció un sueño. Para ganar ese dinero al mes en Linares, debería haber recogido toda la cosecha de aceituna durante todo el año desde el amanecer, hasta que ya las fuerzas no pudiesen ni con mi alma. De modo que no me lo pensé dos veces y acepté. Dos días después me trasladé con la maleta a casa de la señora, en Bonanova, un barrio de ricos. El portero me acompañó a la escalera, que contrastaba con el derroche de lujos que vi en el primer portal.

Ordené mis cosas en el armario del cuarto de servicio y cuando terminé la señora me enseñó la totalidad de la casa. Por un momento creí que me perdería por los pasillos aquellos, con tanto cuadro raro y tantos cacharros “exóticos”, que decía la señora. En la cocina no había barreños, pero sí dos fregaderos de acero, de esos que no se oxidan, y un enorme tubo sobre el gas que hacía de chimenea para los humos.

-Bien- me dijo la señora-. Ahora debo salir. Mientras tanto, ordena esto un poco. Cuando regrese, te diré todo lo demás.

-Sí, señora- contesté.

Se marchó sin decir nada, porque la llamé varias veces pero ya se había ido, dejando tras de sí aquel olor fuerte que dejara en la agencia. Recuerdo que más tarde la vi ponerse de aquel perfume; era un botecito muy pequeño, con unas letras que no entendí. Con el tiempo, supe que era “Dama de noche”, pero en francés. Me lo dijo una muchacha que servía en la casa de unos señores de al lado; se lo llevé apuntado en un papel. Se llamaba Manuela. Era gallega, con esa forma de hablar tan suave que distingue a los gallegos. A veces, nos veíamos cuando regresábamos de la compra. Como la escalera de servicio era tan estrecha, quedábamos frente a frente y nos parábamos un rato para hablar; ella, un peldaño más abajo, mirándome hacia arriba, por si sus señores nos veían decirles que ya estaba subiendo. Tenía los ojos tristes. Era la primera vez que había salido de su aldea, y tomé como obligación hacerle sonreír.

-Se ha puesto hoy la señora un pañuelo que parece que vaya a los sanfermines- le dije un día.

Ella reía, reía mucho y se tapaba la boca por si nos escuchaban, pero callaba inesperadamente y me decía adiós.

No sé el porqué de este verano tan distinto. Y Andrés se habrá casado ya, con su novia de siempre; tendrá hijos que tal vez, a las siete, saluden a alguna muchacha que barra su puerta antes de ir a la escuela. Pobre Andrés, tan callado y con la azada al hombro. A veces, imaginaba que al llegar al campo la tiraba y lloraba desconsolado, porque los demás niños sí iban a la escuela y don Rodrigo les daba coscorrones y palmetazos si no se sabían de memoria la lección.

Pensaba en él. Limpiando las alfombras de Persia y todos aquellos cuadros que parecían mirarme con sus tontas formas, que yo calificaba como de una cultura que los pobres jamás llegaremos a entender. “Cosas de ricos y gente culta”, pensaba, “y total lo mismo da”. Pasaba alegre el plumero por todos ellos diariamente, porque la señora los enseñaba a todas sus amistades nuevas. Observé detenidamente uno de ellos. Era un ser deforme que parecía una mujer muy fea, tumbada en la cama, lo recuerdo muy bien; a su lado, una especie de hombre con un refajo y un cucurucho en la cabeza, tocando una bandurria, sentado. Debajo de la pintura, con letras doradas decía “Al alba”, Pablo Picasso. No estaba mal. Sin embargo, a nadie se le ocurriría tocarle la bandurria a una mujer en la madrugada, a no ser que fuese rico y no tuviera nada más que hacer. Porque el alba de los pobres tiene otro son distinto; nadie les quita el miedo a sus herramientas mientras dan la serenata a una mujer. Y menos si los dos son tan feos.

Sí: pensaba en él. A veces, en los momentos más inesperados, y suspiraba tomando aire. Siempre le vi un zagal al que no podía amar; aunque cerrase fuertemente los ojos y me aprendiese repetidas veces su cara, no pude quererlo como las demás niñas querían a otros. Y ahora, aparecía en mi cabeza sin saber, recordaba su cara y deseaba verlo como nunca, en mi soledad.

La señora, siempre tan esbelta y con ese perfume tan fuerte, me dejó sola todo un día, sola completamente con los cuadros, las baldosas de cerámica pintadas a mano y el teléfono, que sonó al poco tiempo de su marcha.

-¿Nuria?- decía la voz de un hombre al que no pude aclarar que yo no era la señora-. Soy yo, Alfonso. Elvira se marchó ya. Te espero en el “guch”- entendí-. La muy idiota ha perdido la oportunidad.

No pude sacar de la confusión a aquel hombre. Siempre pensé que todos eran muy educados; al menos, así me obligaban a comportarme a mí, como una muñequita con un loro adentro.

No. Ya no. Los días estivales se marchitaron, y no volveré a escuchar a mi madre llamándome a voces “¡Dolores…!”, cuando yo jugaba al escondite y las horas pululaban entre los cabellos recogidos en trenzas, grasientas de brillantina. Aquellos días, lo sé, no volverán nunca; acaso las lunas (ahora roja, luego plateada), que silenciosamente nos avisaban, al punto que algún niño nos levantaba la falda y presumía a gritos del color de nuestras bragas de algodón. Quedaron en el ayer las meriendas de chorizo de las matanzas y la escuela primaria sin concluir. Pero seis mil pesetas y la comida ocupaban mi vida cansinamente en Barcelona, tierra de trabajadores y prosperidad con un precio establecido a cada lucero de las estaciones.

Manuela, que reía y lloraba a la vez con su pena y su alegría, se ausentó por unos días, según me contó el portero, gallego también, menudo y con un bigote muy fino (al hablar me daba risa, porque parecía una marioneta antigua). No se encontraba bien y descansaba en su tierra.

Los jueves se tornaron lunes, o viernes. Sólo me consolaba deshacerme de aquel ridículo gorro, al que le decían cofia y que tan torpemente me ponía. Me sentía segura en donde fuese si nadie me conocía. Mi pasado quedaba sólo en mí, a la espera de Manuela y un verano esperanzador en Barcelona.

Y una tarde conocí a Juan, en una calle oscura. Los gatos parecían apreciarla, porque eran los únicos que por allí paseaban como en su casa. Se acercó y me dijo “hola, me llamo Juan”, pero no le contesté. Se marchó por un callejón aún más oscuro, lentamente y sin volver la vista atrás. El jueves siguiente lo vi también en la misma calle. Me acompañó sin hablar. Sentía que me miraba tímido, parecía estar conforme con ser una sombra a mi lado. Pero me besó lentamente otro jueves y acarició mi mejilla; y al siguiente jueves, y al otro. Durante mucho tiempo, ocupó todas las tardes de los jueves en mi mente. Decía que me llevaría lejos de Barcelona, que sería una reina preciosa eligiendo mi hogar entre cualquier parte del mundo. Pero yo le contestaba “sólo deseo regresar”, continuamente, y se aburrió de oírme. O, al menos, así creo recordar haberlo soñado.

El Juan de mis sueños debería ser distinto. Al saber que barría mi casa todos los días en la imaginación tendría que sonreír alegre, montar en la escoba conmigo y recorrer juntos toda Andalucía.

Una tarde, la señora llegó muy agitada. Se tumbó en el sofá floreado y me llamó por el timbre, que retumbó en mis oídos en la cocina.

-Dolores- me dijo-, toma reina, ponte este anillo.

-Sí, señora- contesté al cogerlo.

Me observó la mano unos minutos, pensativa.

-Es lo que yo digo- dijo al fin, resuelta-. Vosotros no podéis lucir, lo mismo que nosotros, estas cosas. Sólo aquel que ya lleva en su sangre la elegancia, nace con dedos perfectos para ser pintor, músico, cirujano o artista. Tú, por ejemplo, ya ves, Dolores, tienes los dedos deformados, reina; las uñas torcidas… Es cuestión de sangre. ¿Eh, que comprendes?

-Sí, señora: los tengo porretudos.

-Lo que no podéis conseguir es cambiar lo natural, reina. Uno, ya nace con esa virtud.

-Sí, señora: uno nace.

-Ya puedes marcharte, Dolores. Y prepárame el baño. Estoy muy tensa.

-Sí, señora, se lo preparo- aún confusa por lo ocurrido. Volvió a llamarme.

-Dolores, con el socialismo y la libertad, os hundiréis todos en la miseria, reina- continuaba con la monserga la señora-. Por cierto: devuélveme el anillo- lo había olvidado.

-Sí, señora- se lo devolví.

-La naturaleza ya lo confirma: hay quien no sabe lucir un anillo.

-Sí, señora: no sabe.

-¿Preparaste el baño?

-Sí, señora.

-Ya puedes retirarte.

-Sí, señora.- Y me retiraba.

Recordé la escuela, no sé exactamente el porqué; pero me vino a la memoria doña Encarnación, mi maestra. Porque sólo los santos nacían en familias humildes y los artistas, que no fuesen de mala vida, en acomodadas, según nos enseñó ella durante los pocos años en los que aprendí a ser más que mis padres.

El calor de aquella tarde me dijo que no, que el verano limpio ya no volvería. La distancia, llena de estaciones y de recuerdos, habría ahogado todas las escobas de la Tierra, y ya no me llamaría más mi madre para que barriese, antes de ir a la escuela, la puerta de mi casa.

Sólo el olor de la Estación de Linares-Baeza quedó olvidado en mi recuerdo, sin geranios ni jazmines para que los regase al atardecer mi sueño. El largo tren asomaba sus ojos por la lejanía de la vía, bordeado de cabezas y brazos en sus ventanillas salpicadas de esputos y pedradas.

Mi hermano Pepe acarreaba mi maleta, aunque yo podía sola porque había poco que llevar. Mi madre me dio la talega, con una tortilla de patatas y pimientos y mucho pan. Mi padre, la botella de agua y una navajilla. Yo estaba alegre, porque aún les veía desde hacía mucho tiempo, y la distancia sólo afila el corazón cuando has pensado un deseo muchas noches en silencio. No llorábamos por el destino; tampoco por lo dejado, porque la esperanza superaba con creces la realidad de la vida. Llorábamos por un momento que corría delante nuestro y que no volvería a ser igual.

Manuela no regresó. Ni una carta, ni un recado a su señora para mí. No volvimos a reírnos tristes en los peldaños de la escalera de servicio, ni vi nuevamente sus lánguidos ojos. Deseé que hubiese encontrado un novio que comprendiera su pena, que la sacara a bailar todas las tardes de los veranos.

Otra muchacha ocupó su lugar. Era extremeña, de dieciocho años, blanca de tez y ojos negros que brillaban al sonreír. Pero recordaba a Manuela cada vez que la veía cargada con la compra y su posible amistad no me inquietó.

-¡Dolores…!- gritó la señora y me apresuré-. ¡El agua no está suficientemente caliente! ¡Nunca aprenderás que necesito relajarme!

-Como usted diga, señora- dije tras la puerta.

-¡Estas catetas andaluzas…! - la escuché susurrar.

En aquellos veranos me bañaba en el río Guarrizas, casi desnuda, cuando los pechos aún parecían esconderse en mi cuerpo de niña. Mi padre rodeaba mi cintura con una cuerda y me echaba a la orilla, poco a poco, hasta que aprendí a nadar el siguiente verano y ya los pechos brotaban de su escondite. Porque nada necesitaba mi piel más que el sol y el agua para ser dichosa y soñar que el mundo era una balsa dulce y líquida, a mi alcance.

Cada mañana, a las siete en punto, lavaba mi cara en aquel cuarto oscuro y estrecho con lavabo, una pequeña ducha y un retrete. Su escasa luz me ahogaba al recordar los ventanales de mi casa, en donde mi madre me obligaba a bordar una dote inútil en aquellas siestas perezosas y eternas, aliviadas por las novelas de Radio Nacional.

Tardaba horas en planchar los vestidos de mi señora. El vuelo de las sedas y los encajes se escurrían bajo la plancha, pero resucitaban arrugados al colgarlos.

-Ni una arruga, Dolores- me decía-. No quiero ni una arruga. La elegancia, reina, está en todos los pequeños detalles. Uno a uno, forman esa elegancia bella que hay que saber conseguir. ¿Eh, que comprendes?

-Sí señora- le contestaba.

Algunas veces, cuando la señora no estaba, me asomaba por la ventana del salón, acristalada oscura. Contemplaba el paso de niños y jóvenes tan bien vestidos, que parecían modelos de los escaparates de las tiendas. También porteros y sirvientas uniformados, como soldados que se resistieran a perder una guerra ya perdida.

Y veía el cielo. De cualquier color me gustaba verlo; gris o azul, el cielo me traía a Dios y al santo que en las procesiones cargaban los hombres de las promesas anuales sobre sus hombros. Me inspiraba un cuadro vivo, una pintura que los pobres sí entendíamos por la fe, cuyo fondo era Dios y la Virgen María. Porque ellos sí podían divisarlo todo desde sus gloriosas alturas. Y todo iba bien rezando, suplicando que san Antonio hiciera el gran favor de no dejarme sin un amor, ya que el destino, o lo que fuese, incrustó en mí el olor de las calles de Linares, dándome el tonto orgullo de vivir entre horribles cuadros en Bonanova, por seis mil y la comida.

Sí. Me lo dicen estas calles y las elegancias personales de tantos niños y muchachos: que no volverán. Ni la fuente fría de aquel camino, donde los mulos y los perros bebían agua mientras sus dueños llenaban la botija para seguir con la vida y que, como Andrés, pasaban por las calles muy temprano, sin bostezar, con la talega al hombro.

-¡María…, que ha muerto Antonio, el de los helados!

-¡Santo cielo- dijo mi madre-. ¡Qué me dices, vecina!

-¡Como lo oyes! Dicen que ayer estaba tan rebien… Pero por la noche se puso muy malo, con unas fiebres muy altas, y cuando quisieron acordar ya estaba muerto.

No volverán. Ni las buenas, ni las malas noticias. Tampoco las novedades de una vida sin sobresaltos. Como las personas, mueren, quedando solamente en la memoria de los hijos del recuerdo.

-¡El entierro es mañana a las once- continuaba la vecina-. Dicen que ya han avisado a sus hijos en Barcelona y a su hermana de Alemania. Los parientes de Sevilla ya han llegado.

Todo parece morir, si es que acaso este respiro sea real, si es que alguna vez hemos nacido. Porque no vuelve lo amado; porque uno no puede regresar en cuerpo con su alma intacta en un tiempo irrecuperable. No resucitará mi grasienta trenza, ni me resistiré a creer que los pechos se recogen en un estúpido trapo. Porque mi padre me enseñó a nadar y esto no puede negarlo el tiempo, ni este verano tan distinto que no podrá matar mi memoria, a no ser que me entierren y así pueda olvidar que cuando me levanto a las siete, como quiere la señora, Andrés pasa por mi puerta con su pena al hombro.

Andrés, casado ya con su novia de siempre, tan callada y triste como él. Imaginaba a veces que a solas la pareja sonreía mucho; que aquella seriedad era sólo aparente de cara a los demás, una señal de madurez para casarse pronto. Pero nadie podría haberme convencido de que no tiraba la azada al llegar al campo y lloraba como un chiquillo, porque nosotros sí íbamos a la escuela y él no podría firmar los papeles de su casamiento por no saber escribir, manchando de tinta azul un papel que no podría leer y algunas horas la piel de su mujer. Un papel expuesto en tantas iglesias como pueblos olvidados del mundo. Andrés no necesitaba un papel, sólo unos brazos fuertes y mucho sudor para revolver gusanos de sitio en una tierra que no daba para más.

La señora, tan elegante y con aquel perfume fuerte, aunque no fuese el Dama de Noche habitual, tenía la costumbre de comprarse muchos vestidos y demás enseres para su elegancia natural. Como le sobraba ropa, porque para ella la moda era más importante que la comida, me la daba. “Antes que tirarlos, te los regalo, Dolores”, me decía, y yo les hacía unos apaños. “Claro, que no podrás lucirlos como cualquier otra persona, reina, acostumbrada a un mejor cuerpo. Pero les puedes hacer unos arreglos, monina”, seguía.

Lo cierto, es que aquellas vestimentas apenas me servían. Arreglar vestidos de noche y blusas aterciopeladas y asfixiantes no era lo difícil, sino la utilidad que les podía dar. Pero los mejores se los enviaba a mi madre, para que comprobara que me iba bien con la señora.

Deseé comprobar las machaconas palabras de aquella mujer tan elegante. La señora no regresaba aquel día hasta bien entrada la noche. Llamó por teléfono.

-Dolores, no me prepares nada, reina, que no regresaré hasta muy tarde.

-Sí, señora.

-Como tendrás menos faena, me limpias las botas de esquí.

-Sí, señora. Las botas.

-Y repasas a fondo los muebles de mi habitación.

-Sí, señora. Los muebles.

-Ya sabes que los muebles se resecan si no se les pone cera.

-Sí, señora. La cera.

-¿Algún recado para mí?

-No, señora. Ninguno.

-Bien, reina. Adiós.

-Adiós, señora.

-¡Ah, Dolores! Me planchas la camisa rosa de botones blancos.

-Sí, señora. La de los botones blancos.

Y, cuando por fin hubo terminado la señora, suspiré de alivio y me tiré en el sofá floreado que tanto le gustaba. Cogí uno de sus cigarrillos, lo coloqué en la boquilla negra que ella utilizaba y fumé, pero sin tragarme el humo porque me daba tos. Sonó el teléfono y salté por el susto.

-¿Nuria?- preguntaron.

-No, señor. La señora no está.

-¿Sabes si volverá pronto?

-No, señor. Pero puede dejarle un recado.

-Dile que mañana me espere, a las tres, en el guch.

-Sí señor, se lo diré.

Y colgaron. Otra vez aquella palabra rara en las llamadas.

No había sido suficiente el cigarrillo. Si me hubiesen visto fumar, mis padres habrían pensado que me había echado a la mala vida; aunque no me tragase el humo. Entré en el cuarto de la señora, abrí el armario y seleccioné alguna ropa, sus zapatos de charol negro y un pañuelo azul cielo que, según ella, había comprado en Londres. Me quité el uniforme y la cofia; elegí el vestido negro de encaje que tanto me gustaba mirar y me vestí. Peiné mi pelo recogido en un moño y en el cuello el pañuelo azul resaltaba con mi piel oscura.

-Dolores- me dije-, pareces una gitana rica.

Sin embargo, estaba incompleta; me faltaba pintura en los ojos y en los labios y polvos de color. Cuando vi mi nueva imagen en el espejo y mis dedos atiborrados de anillos de la señora, la quise imitar.

-Bien, reina.- Y reí.

Recordé el perfume. Puse en mi cuello y en mis brazos unas gotitas. Aquel olor tan fuerte pareció subirme por la nariz y ahogarme, pero pensé: “ahora sí que estás completa, Dolores”. Volví a mirarme en el espejo. Ahora ya no me resultaba gracioso, ni podía imitar los gestos de la señora. El olor penetró en mi sangre y deseé morir por un momento. Me quedé seria, mirándome los ojos y la boca con aquellos colores chillones y absurdos que jamás aprendería a ponerme. Y de nuevo aquel perfume, como si la señora estuviese al acecho de mi ridiculez.

Me desnudé rápidamente. No quería verme vestida con esas ropas. Sentí rabia y durante mucho tiempo me arrepentí de haberlo hecho. Desnuda aún, pensé que debía arrancarme el olor aquel de mi cuerpo, de la piel. Me duché en el cuarto de baño destinado a los invitados, con agua muy caliente, casi me quemaba la piel. Que se fuese aquel olor, que desapareciera de mis poros.

Limpié las botas de la señora. Aunque era verano y por lo tanto no había nieve, no importaba: para los ricos no existen las estaciones del año, porque transforman el mundo con su dinero. Se tuestan bajo el sol en cualquier parte del planeta y regresan a su casa para contarlo con un abrigo puesto o un descote en una fiesta. Limpié los muebles con la cera de un bote al que sólo reconocía porque era dorado y verde oscuro y no entendía sus letras. Planché la camisa y me senté sobre la cama. Llamaron a la puerta. Era el portero, que traía el correo del día; cartas para la señora, una postal con una playa muy bonita de no recuerdo qué lugar, y una para mí. Era de mis padres.

“Querida hija esperamo que al recivo desta te encuntre bien. nosotro bien a Dios las gracia. Nosotro lla ves argo contento por queste año parece que lacituna va ir mejor y va a ve mas jornale y tu que coma y tenga mucho cudiao por las calle que dice que por hai pasan muchas cosa. papa esta mejo de la silicosi. cuatro perra y a la calle hija mia. en semana santa queremo que a ve si puede veni. no sabe la suerte que tiene en teniendo trabajo. le mande a lo parientes las do boteyas de vino. por aquí to igua sienpre. Ma dao recuerdo pa ti tu amiga la Antonia la de lo poyos que a venio a pasa uno dias con su familia. ma dicho que a ve si lescribes.

bueno hija que te cudies muncho y un beso mu fuerte desta tu familia que no tolvida. no sarga mu tarde que dicen que pasan mucha cosas. recuerdos de tu hermanos el Agustin ya ira a lascuela este año y el Pepe vardao de trabaja. un beso mu fuerte desta tu familia”.

Reía y lloraba después. No es que estuviese desesperada gritando por la calle mi amargura, porque había respirado hondo el destino que Dios me había dado y así lo supe desde que era muy chica. Todas las personas a las que conocía en el pueblo lamentaban la ausencia de algún familiar o amigo por estas tierras perdidas, en donde me estaba hartando de añorar los potajes de habichuelas y los pimientos fritos con el pan aún caliente en la talega de mi casa.

Mi padre recordaba las minas de Linares; las toses se encargaban de ello todos los días. A todas horas su respiración cansina y fatigosa nos las hacía recordar también a todos. Impregnado de polvo de mineral, olvidaba que éste también queda mortalmente en el aire que respiraba. Porque la escasez de trabajo ahonda en el más pobre el puñal de la miseria. Con su esfuerzo jamás tuvimos bienes, y lo que entre todos conseguíamos con sudor, alimentaba nuestro día a día de trabajadores entre tarantas y pasodobles.

Durante algunos años de mi adolescencia trabajé de sirvienta en algunas casas. No era la única que abandonaba la escuela antes de tiempo. El futuro era esperanzador si se sabía leer y escribir correctamente con una caligrafía buena, pues la mayoría de nuestros padres no habían tenido esa suerte, con lo cual ya sabíamos más que ellos y les aclarábamos papeles que no sabían leer. Pero era un futuro engañoso, dejándonos libres más años, exentos de trabajar durante la infancia. Sin embargo, el rumbo continuaba estático, durmiendo el sueño eterno de la costumbre. Sólo los pudientes se marchaban a estudiar el bachillerato a Jaén, o a cualquier otra parte. Mientras más nos parecía que despegábamos de aquella incultura, más aceleraban ellos y la desilusión, y la obligación de trabajar para comer, se apoderaban de los más necesitados.

La primera casa era de un abogado en la calle Serrallo. Tenía tres plantas con solería de mármol blanco y cuatro niños que parecían salidos del cielo. En esa casa comprendí, con mis estrellas de juventud primera, que unos luchan para que otros continúen.

El piano de cola sonaba todas las mañanas por la calle dulcemente, a la espera de servirles el desayuno a los señores. Ayudaba en las labores a la mujer que vivía con ellos, una criada desde hacía muchos años. Como habían hablado con mis padres el acuerdo por mi trabajo, durante algún tiempo creí que, debido a mi esfuerzo por relucir aquella casa, el dinero ayudaba a mi familia a sobrevivir.

Pero supe que a veces comíamos su arroz, o sus patatas, o su aceite, o cualquier otro alimento que desearan darnos a cambio de mi trabajo diario. Desde ese mismo instante sentí vergüenza por limpiarles; nada me diferenciaba de los chinitos y negritos por los que pedían una vez al año por las calles. Y me repugnaba escuchar el piano diariamente; el olor a carbón de la plancha me provocaba náuseas con sus vapores; y aquellos niños, aunque del cielo viniesen, me daban las sobras que no necesitaban para engordar.

Los señores nos regalaban alguna ropa que ya no necesitaban. Pero mi padre decía que dónde nos íbamos a poner aquello, que se veía raro y sólo aprovechamos algunos pantalones y zapatos.

Comencé a faltar en aquella casa. Unas veces, vomitaba a propósito; otras, me costaba respirar. De modo que cuando quise regresar por complacer a mis padres, ya había otra muchacha en mi lugar. No me importó, pero la comida escaseaba y me sentí culpable.

-Mama, que dice la señora que ya no hace falta que vaya- le dije a mi madre.

-No te preocupes, Dolores, que ya nos apañaremos como sea- me contestó, con resignación-. Sólo ellos, hija mía, parecen estar sanos.

Pero trabajé en otra, en otra y en otra, hasta que comprendí que la comida regalada a un obrero, no era sino alimento para reponer fuerzas y trabajar, aún más, al día siguiente.

Juré a mis padres, al dejar la última casa, que durante la recogida de la aceituna trabajaría más que nadie al destajo, compensando así el resto del año y no iría a servir. Estuvieron de acuerdo. Pero era una zagala, casi una niña, y veía realidad en las ilusiones.

No volverán más. Ni las olivas cargadas de aceitunas, ni el tomillo de marzo. Como si se secaran en mi ausencia, como si no bebiesen nunca más la calor de los veranos aquellos mientras hombres y mujeres, empadronados ya lejos, regresan de vacaciones a la tierra que los vio jugar.

-¿No me conoces, María?- le decía a mi madre una mujer muy bien arreglada y con bolso.

-¡Soy Juana, la de Antonio el zapatero!- exclamaba la mujer.

Y la mirábamos descubriendo un fantasma al que reconocíamos al momento. Los abrazos, los besos y la admiración por darnos a todos la prueba de que podían ser realidad los sueños, abría la brecha de una respuesta:

-¡Pero hija…!- decía mi madre-. ¡Quién diría que eres tú, con lo bien que estás!

La música de Radio Barcelona aliviaba algunos días mi soledad. Pero recordaba los bailes de mi pueblo, las miradas de los muchachos eligiendo pareja para sacarla a bailar. Porque en los altavoces de aquella radio todo sonaba a extraño aunque reconociese las melodías, y se me inundaba el pecho queriendo traer de nuevo el olor a eucalipto de los bailes al aire libre, lejano ya por el perfume del progreso.

Cuando la señora estaba en casa, escuchaba música de ópera. No es que me disgustase, pero sentía tristeza sin razón. Una sensación rara se apoderaba de mí: el mundo se iba a terminar y allí estaba yo, sin un amor que me diese, al menos, malos ratos para ilusionarme.

Nunca me dio la señora un número de teléfono por si acaso debía llamarla por algo.

-No es necesario, Dolores- me decía-. Yo te iré llamando durante el día, reina.

-Sí, señora.

Me extrañaba no ver por la casa nada relacionado con su oficio, periodista. Ni periódicos siquiera; tan sólo revistas de cotilleos y una librería enorme que debía limpiar a fondo una vez a la semana. Ni escritos repartidos por su despacho, ni papelera, ni nada.

En ocasiones sentí el deseo de cambiar de trabajo, y compraba el diario La Vanguardia, con muchos anuncios de todo tipo. En las demás casas que necesitaban sirvienta pagaban mucho menos, así que desistí.

También curioseé las hojas de informaciones, por si veía algún escrito de la señora. Pero no aparecía por ningún sitio.

-Escribirá en otro periódico, o en alguna revista- pensaba.

Pero algunas llamadas de teléfono continuaban insistiendo en esperarla en el guch.

En mis paseos de los jueves por la tarde no veía cartel alguno con ese nombre tan raro. Podía ser en catalán, y como yo no sabía, quizá se escribiera de otra forma, como les pasa a otras lenguas.

Pero la soledad diaria ansia completar la vida del solitario, y no dudé en registrar curiosa sus cosas, un día de pleno aburrimiento. No encontré nada extraño, pero sí papeles en blanco que sólo tenían escrita la palabra “Rouge”, y que no me interesaron en absoluto.

Poco a poco creía en mí la curiosidad más extrema y desesperé. Escribí guch en un papel. Llamé a información de teléfonos.

-¿Señorita?- dije-. ¿Me puede decir el número de teléfono del guch?

Era la primera vez que pronunciaba esa palabra a alguien.

-¿Cómo dice usted, por favor?- preguntó la telefonista y mi pulso se aceleró.

-Del guch- contesté con miedo.

-¿Sería tan amable de deletrearlo?

-¿Cómo dice usted, señorita?

-Cómo se escribe, por favor.

-Pues…, apunte señorita: ge, u, ce, hache…- contesté, tan inocentemente.

-Un momento, por favor.

Esperé varios minutos. Las piernas me temblaban y me senté junto al teléfono, escuchando murmullo tras mi oído.

-¿Señora…?

-¿Sí…, señorita?

-Es el 2344…- se apresuró.

-¿Cómo dice, señorita?

-El dos treinta y cuatro…

-Gracias, señorita- contesté, pero había colgado y yo lo tenía ya apuntado en el mismo papel.

La guía de los teléfonos de Barcelona era un libro enorme que las rodillas se cansaban de mantener durante mucho tiempo. Después de limpiar pulcramente lo que ese día correspondía e ilusionada por algo distinto, comencé a buscar uno por uno ese número que la señorita de teléfonos me había dado. La tarea me ocupó varios días, pues cuando estaba la señora dejaba la guía en la mesa del teléfono. Pero resultó provechoso. El número coincidía, con el que yo tenía, en la página de las erres. “Rouge Boite”, decía, Calle Balmes…, número tal. Todo parecía coincidir ahora con las hojas encontradas en su escritorio. Me latió rápido el corazón por la sorpresa. Una boite sí sabía lo que era, una sala de fiestas o algo parecido; mi primo Antonio trabajaba de camarero en una todos los veranos en Mallorca.

Quizá la señora fuese la dueña, o estuviera haciendo reportajes a gente famosa para escribir sobre ellos.

Sin embargo, el azar jugó su turno una mañana. Acababa de pasarle la mopa a las baldosas del salón cuando llamaron a la puerta. Creí que sería el portero, con el correo. Al abrirla, un hombre se lanzó sobre mí.

-¡Qué sorpresa, guapa! ¡Vestida con uniforme!

-¡Suélteme!- comencé a chillar-. ¡Que me suelte!

-¡Ah… te gusta la guerra!- dijo dando una patada a la puerta de la calle-. ¡Pues guerra te voy a dar!

-¡Que me suelte!

-¡Así me gustan las mujeres, encanto! ¡Serán más de lo acordado, preciosa!

Apestaba a una colonia por todo su cuerpo y su aliento me inundaba la cara y huía de él y de su boca. Me arrastró hasta el sofá floreado y mientras más me resistía más complacido parecía.

-¡Serán cinco mil si sigues así!- me decía mientras yo me defendía como podía-. ¡Ay Nuria…, pero qué rica estás! ¡Tenían razón mis amigos! ¡Macho, esa es de batalla! ¡Ven aquí, que te voy a domar, fiera…!

Al besarme la boca le mordí fuertemente la lengua. Sentí una repugnancia que no he podido olvidar. Dio un respingo por el dolor y me solté.

Vino hacia mí. La boca le sangraba, la saliva era espesa y roja. Agarré la torre de hierro que adornaba la mesita del teléfono y con gestos le amenacé con ella cuando me quiso atrapar.

-¡Asquerosa puta!- me decía, limpiándose la sangre de la boca con la manga de la camisa-. ¡Te vas a enterar por lo que paga un hombre!

Chillé al verlo aproximarse a mí y le arreé con la torre en la cabeza, cayendo de bruces sobre las baldosas del salón.

No recuerdo exactamente el tiempo que permanecí observando su cuerpo inmóvil; la torre se me clavaba en la mano por la fuerza con que la sujetaba aún, por si volvía a levantarse; la sangre se derramaba en pequeños borbotones. Recuerdo que lloré, angustiada. No sabía qué hacer.

-¡Dios mío!- decía en voz baja-. ¡Lo he matado!- Y continuaba llorando, de terror-. ¡Lo he matado!

Intenté acercarme. Parecía que respiraba, porque la barriga subía y bajaba en su abultado vientre.

Una vez superados los primeros momentos de pánico, recordé los detalles del altercado. Esa bestia pensaba que yo era Nuria, la señora. Llamé al número de teléfono. Mi nariz aún goteaba de lágrimas cuando pregunté por Nuria.

-¿De parte de quién, por favor?- preguntaban y el corazón se me encogió.

-Soy… Dígale que desde su casa- respondí, ahogando mis lágrimas-. Que es urgente, que…

-Un momento, por favor…

Vi la vida insignificante e inmensa por momentos, escuchando en la espera el sonido de una música de fondo, parecía un bolero de esos sudamericanos; mirando aquel cuerpo de un hombre, al que no conocía de nada, y que sangraba sin parar.

-¿Dígame?- la voz de la señora.

-Señora, soy yo- contesté, temblorosa aún.

-¿Quién?- preguntó, confusa.

-Dolores- respondí, llorando-. Su criada…

-¿Qué ha ocurrido?- dijo alterada.

-¡Señora…, haga el favor de venir…!- supliqué gimiendo.

No volverán más. Por sus muertes nacen en mí pintores piadosos plasmando sus vidas. Muere en mí la esperanza como mueren los lirios y mueren las liebres en sus jaulas si nadie, como Andrés, recoge unas hierbas para que engorden y no mueran de pena.

Presiento que ya desaparecieron los cerros, y acaso continúen los grajos volando sobre el puente viejo; o hayan regresado las golondrinas para posarse sobre los cables de la luz. Se perdieron las siestas de perros secos por la calor, dormidos en las sombras de las casas blancas, jadeando un tiempo que parece eterno y permanente. Se perdieron mis pies desnudos en el río, cuando mi padre me lanzaba al agua entre el canto de las chicharras en las adelfas de la orilla.

-¡Venga, Dolores! ¡No tengas miedo, chiquilla!- me decía incansable mi padre-. ¡Vamos Dolorcilla, que vas a ser una campeona!- pensaba yo.

-No te preocupes, Dolores- dijo la señora al verme llorar.

Miró a aquel hombre. Le tomó el pulso. Entró al despacho y desde el teléfono del escritorio hizo una llamada.

-Limpia toda esta sangre- me ordenó, mientras le tomaba de nuevo el pulso-. ¡Y por favor deja de gimotear, que me estás alterando los nervios, reina!

-Sí, señora.

Apenas había transcurrido un cuarto de hora desde su llamada, cuando sonó el timbre de la puerta.

-¡Yo abriré! Tú, vete a tu habitación.

-Sí, señora.- Y me fui.

Desde mi cuarto no logré escuchar nada, pues estaba junto a la cocina, lejos de salón y de la puerta principal. Además, estaba presa de un espanto que me impedía oír todo aquello que no fuesen los latidos de mi corazón.

-¿Dolores?- me llamó la señora tras la puerta-. Ya puedes salir.

Había desaparecido el cuerpo de aquel hombre; ya sólo quedaba el rastro de su sangre en distintas partes del salón y en el pasillo.

-Termina de limpiar esto- me ordenó la señora.

-Sí, señora- le contesté y fui hasta el lavadero para traer lo necesario.

Al regresar al salón la vi sentada, fumando en la boquilla un cigarrillo. Me observaba desde una de las sillas de nogal. Arrodillada, y con los ojos escocidos por el llanto, limpié las manchas de sangre. Sentí ganas de vomitar, pero resistí bajo la mirada atenta de aquella mujer. Con sus piernas cruzadas escrutaba mis movimientos, balanceando un pie con su tacón de punta. Cambié varias veces el agua del cubo antes de escucharla hablar.

-¿Cómo ha ocurrido?- dijo al romper su silencio y di un bote al oír su voz.

-¡No ha sido culpa mía, señora!- contesté asustada-. ¡No conozco a ese hombre de nada, señora!- sollozaba-. ¡Se me echó encima cuando abrí la puerta! ¡Quería abusar de mí, señora!

La señora guardó silencio y me miraba con preocupación. Encendió otro cigarrillo.

-Siéntate, Dolores- dijo al fin-. Aquí, a mi lado.

-Sí, señora.- Y me senté.

-Y ahora- comenzó a decir-, quiero que me digas, cómo sabías que yo estaba donde has llamado por teléfono. Y, te dejo claro, reina, que no quiero mentiras. ¿Eh, que comprendes?

La miré y ella me miraba. Era la primera vez que me sentaba a su lado desde que la conocí en la agencia, la primera vez que la miraba a los ojos. Y en ellos descubrí de pronto que aquella mujer no era mejor que las muchachas que en la Estación de Francia, perdían el rumbo de su vida. Porque ellas se veían solas de todo y desfallecidas de hambre al llegar a la estación de trenes; se echaban a Las Ramblas o al puerto sólo, tan sólo, por sobrevivir.

Recordé la fuerza de mi madre ante la adversidad y deseé ser ella en aquel momento. Dejé de llorar y suspiré un “Dios mío, dame fuerzas”, de los que me ayudaban a recoger más aceituna que nadie para alimentarme de la miseria.

-Señora…- suspiré, armándome de valor-. Aquí la única que miente, es usted.

Esperé ansiosa su respuesta, pero continuó fumando tranquilamente.

-El hombre al que he aporreado con esa torre de hierro la buscaba a usted, señora, y no a mí, su criada.

-¡Cállate!- gritó, encolerizada.

-Por cinco mil pesetas y llamándome Nuria, hubiese podido perder la honra que guardo para el que sea mi marido.

-¡Que te calles!- seguía con el mismo tono de cólera-. ¿Qué sabrás tú lo que es la honra, paleta de pueblo?- Ahora probaba con el desprecio.

-Sí, señora. Soy una paleta- contesté tranquila, como si nada ya me importase-, una paleta de pueblo que no es una fulana ni por poco ni por mucho. Una charnega, ¿no se dice así, señora?, que ha llegado a Barcelona por seis mil y la comida.

-¡Pero qué imbécil eres, reina!- el desprecio continuaba.

-¡Claro que soy una imbécil! Una imbécil y una reina, como usted siempre me dice. Y usted, una señora.

-¡Calla, desgraciada!

-¡También una desgraciada! Una pobre desgraciada que se creyó que aquí se atan los perros con salchichones porque en nuestro pueblo no sabemos atarlos.

-¡Que te calles he dicho!- gritó rabiosa.

-¡Y yo le digo, que no me callo porque no me da la gana, señora!- grité, aún más fuerte.

Pero las dos callamos. Comencé a caminar por el salón, nerviosa. Ella se miraba las uñas y apagó un cigarrillo que se consumía en el cenicero.

-Es una lástima que no hayas aprovechado la oportunidad, Dolores- comenzó a decir, tranquila.

-¿A qué oportunidad se refiere?

-Hablo de tu empleo, reina. Efectivamente, aquí no se ata nada con longanizas, y no salchichones, como tú dices mal dicho.

-Haga el favor de explicarme lo que me quiere usted decir- dije, muy confusa.

-Que, si te habías creído que iba a darte el doble de dinero que a cualquier chica de servicio, por poca faena, es que eres una estúpida. Por la mitad que te pago, podría tener a dos, reina.

-Pues muy bien- y me vino la maleta al pensamiento.

-Mira, reina. Ese hombre no me buscaba a mí. Como sabes, aquí sólo vienen amigos. El trabajo es otra cosa.

El trabajo”, dijo. Si hubiesen escuchado eso las vecinas de mi madre, mi madre incluso, no se lo creerían.

-Eres maja. No estás mal, para ser de pueblo. Esta casa tiene poca faena. La mayoría del día te aburres, ¿no es cierto?- me preguntó pero no le contesté, a pesar de tener razón, que me aburría-. Bien. Pensé que como eres despabilada y maja, también podrías tener tu oportunidad, reina.

No podía creer lo que estaba escuchando. Con mi torpeza de cateta andaluza había perdido una gran ocasión para ser alguien en la vida.

-¿De qué oportunidad habla usted?- insistí.

-A la de vivir como yo vivo, y no como una desgraciada.

-¿Una desgraciada, dice? ¡Eso lo será usted, oiga!

-¡Mujer… no te enfades! Me refiero a tener todo aquello que, seguramente, envidias en los demás. ¿Eh, que comprendes?

-Sí, comprendo. Mire, señora: en Linares, mi pueblo, por si usted no lo sabía, hay de todo. También habrá fulanas, que no digo yo que no. Pero fulanas y criadas a la vez es un mal trabajo, mire usted.

-¡Eres el colmo, reina! ¡No comprendes nada, nena!

-Sí, sí que comprendo, señora. Lo comprendo todo. Usted pensó: “Cojo a esta pueblerina, le pago más que crea poder ganar, le doy de comer y un techo, le restriego ganas de lucir y negocio a la vista”. ¿Voy bien, señora?

-¡Prou!- gritó, y no la entendí.

-¿Cómo dice usted?

-¡Ya basta!

Pero continué.

-Y además estará agradecida por no acabar en la calle, igual que otras como ella. ¿No es cierto, reina?

Me miró con desprecio. Pero su silencio confirmó mis palabras. Encendió otro cigarrillo y se sentó en el extremo del sofá floreado.

-Pero Dolores lo ha estropeado todo, ¿verdad?- le pregunté pero no contestó.

Me dirigí a mi cuarto. Saqué del armario la maleta. Despegué de la pared la estampa de san Agustín, mi patrón, y otra de la virgen de la Cabeza. Me quité la falda y la camisa rota del uniforme, manchada de sangre de aquel tipo, y las tiré en el cuartucho de baño. Metí toda mi ropa, que era poca, en ella; y los zapatos, dos pares. La até con la cuerda y regresé al salón.

-¿Adónde vas?- me preguntó sorprendida.

-Me voy- contesté-. Págueme lo mío.

-¿Qué te pague, dices?

-Eso es: que me pague lo mío.

-¡Cómo sois los del sur!- dijo a carcajadas-. Mucha sangre caliente y poca inteligencia.

-Lo que usted diga. Que me pague- insistí.

-Ya has comido en mi casa todo este tiempo, reina. Estás pagada de sobra.

El corazón me inundó de sangre todas las venas de la cabeza. Sí: de sangre caliente a punto de hervir. Pero no podía dejarme llevar por una mujer como aquella. Si le cogía algo de valor, podía denunciarme por robar. Si me tiraba a ella y le arrancaba los pelos, también. No debía olvidar que yo era una muerta de hambre y ella vivía en Bonanova y era una señora.

Dejé la maleta en el suelo del salón. Me dirigí a la cocina y agarré una buena navaja. En el pasillo cogí uno de aquellos cuadros, al azar. Tenía pintadas manzanas, o algunas frutas, no recuerdo muy bien. Entré con él en el salón. Se levantó de pronto del sofá.

-¡O me paga lo mío, o le rajo el cuadro!- amenacé.

-¡Pero qué haces, desgraciada!- gritó la señora.

-¡Que me pague lo mío!- repetí, con el filo de la navaja junto a la pintura y mirándola a ella.

Cogió el bolso. Sacó dinero de su cartera de piel y me lo tiró. Dos mil pesetas.

-¡No señora!- le dije al ver la cantidad-. El trato, era de seis mil.

-Dolores, reina, no tengo esa cantidad ahora mismo- respondió.

-Pues lo siento, pero el cuadro se lo rajo.

-¡Espera…! ¡Espera!

Apartó un espejo de la pared. Había una caja fuerte. Rebuscó entre papeles.

-¡Toma, charnega estúpida!- dijo y extendió su mano para entregármelo en mano.

-Déjelo sobre la maleta, señora- le indiqué.

Recogí el dinero; el cuadro lo coloqué junto a la maleta y los puse sobre mi cadera. Me dirigí hacia el pasillo. Vi los cuadros. Leí, por última vez, “Al alba”, Pablo Picasso, la mujer y su amigo del laúd. Abrí la puerta y dejé el cuadro en el suelo. Era la primera vez que abría esa puerta para salir de aquella casa. La mujer me observaba junto a la pared del pasillo, cruzada de brazos. Tiré la navaja al suelo y cerré la puerta.

Bajé en el ascensor, pendida sobre un cable y jadeando mi suerte.

El portero, con su uniforme impecable, se sorprendió al verme.

-¡Pero muchacha qué haces!- me regañaba-. ¡No puedes salir por esta puerta! ¿Te has vuelto loca?

El hombre intentaba detenerme, pero no lo conseguía.

-¿Dice usted que no puedo?- le dije y le arreé con la maleta en las piernas.

Salí corriendo arrastrando la maleta. El portero quedó atrás, diciéndome cosas que no entendí.

Desaparecí del portal aquel, sin rumbo. La tarde me aplastaba la cabeza con los ruidosos sones de gran ciudad. Comenzó a pesarme la maleta en los brazos cuando el ocaso del día retomó su tiempo. Descansé en un banco de una plazoleta y lloré.

Deseaba llamar a mis parientes. Sin embargo, no lo hice. Nadie creería mi historia y no quise crear en ellos ninguna duda. Además, seguramente sabrían que tampoco en Linares me fue bien como sirvienta. Todos los achaques de entonces se volvían ahora en mi contra.

Miré las palomas. Todas tenían deformes las patas y, en su lugar, unos muñones horribles les impedían caminar para recoger las sobras del suelo. Pero caminaban, a pesar de todo.

Con todo lo que había ocurrido, recordé que no había comido nada desde el desayuno. Busqué un lugar para comer un bocadillo. Pero todas las cafeterías estaban demasiado concurridas. Necesitaba un lugar más tranquilo, para pensar. Además, entrar con la maleta me daba vergüenza, las miradas no las podría soportar en aquellas circunstancias.

Me introduje en un callejón. Las fuerzas me abandonaban. “Bar el andaluz”, leí. Era una taberna sencilla, decorada con artesanía como en los patios de Andalucía. Suspiré por cansancio y entré.

Los hombres que bebían en la barra me observaban con una discreción muy mal disimulada. Dejé la maleta junto a una mesa y me senté, rendida.

-¿Qué te pongo, niña?- me preguntó un hombre que parecía el dueño, porque recuerdo que llevaba un cigarrillo sobre la oreja.

-Un bocadillo- contesté.

-Los tenemos de tortilla, tortilla de patatas, atún, calamares, anchoas…

Comencé a llorar y no lo escuchaba. Frenó su relación al descubrir mi llanto y esperó.

-¿De qué me ha dicho que los tiene, buen hombre?- pregunté limpiándome las lágrimas.

-¡Ay, chiquilla, aquí los tenemos de todo!- rió el hombre-. ¿Esta maleta es tuya? – preguntó, señalándola.

-Sí, mía- contesté sin apartar mis manos de la cara.

-¿Acabas de llegar a Barcelona, o es que te marchas a alguna parte, muchacha?

-No lo sé- contesté limpiándome la nariz con el pañuelo.

Me dejó sola. A los pocos minutos, me sirvió un tazón de gazpacho y un plato de boquerones fritos. Miré a aquel hombre y me hizo gestos para que comiese.

Desde el otro lado del mostrador, hablaba con una mujer que parecía la suya o algún familiar cercano; me observaban, de vez en cuando, y callaban.

No sabía exactamente lo que quería, si llorar o reír cenando aquello. Pero las canciones decidieron por mí. “Tengo que hacer un rosario…”, se oyó en los altavoces. Y todo lo que decían me traían mi Linares al recuerdo, y veía las olivas repartidas en sus cerros y el pobre mundo minero de los obreros.

-¿No te gusta, niña?- me dijo el hombre, al ver intacta la comida y rozada sólo por el llanto.

-Sí, buen hombre- contesté-. Me gusta mucho.

Y comencé a comer, rodeada de recuerdos. Vi a mi padre sentado en la puerta de mi casa, tomando el fresco de la noche, bostezando y diciendo, por enésima vez, que ya se iba a acostar. A mi hermano Pepe, rumiando el tiempo en la taberna, aletargado por desilusión. Y a Agustín, con su bata de la escuela y muy rapado por si había piojos. Y vi a mi madre animando con sus rezos la tristeza de la escasez.

-¿Te ha gustado, muchacha?- me preguntó el hombre.

-Sí, estaba todo muy bueno. ¿Cuánto es?

-No me debes nada, si buscas un empleo- contestó.

Quedé en silencio unos segundos, desconfiada por aquellas palabras. La mujer me sonreía desde la puerta de la cocina, asintiendo.

-¿Un empleo, dice usted?- pregunté, confusa.

-Eso es, muchacha. Necesito a alguien en la cocina. Mi mujer no puede con todo, y hay mucha faena.

Le miré a los ojos. No parecía mala persona. Y yo no tenía a dónde ir.

La noche avanzó lentamente, incapaz de recoger, en pocas horas, todo lo vivido y todo lo pensado.

Sobre la taberna me prepararon un cuarto, no peor que el de Bonanova. Y, sólo con un catre para descansar, tenía suficiente si podía alimentar, alegre, mis sueños.

 

Barcelona, 1979 y Andalucía,1994.

 

© Marta Antonia Sampedro Frutos.