viernes, 11 de octubre de 2024

Eres mi reina, de Marta Antonia Sampedro

 

Relato finalista del Certamen

 de Relato Corto “Entre Libros”. 

Linares, año 2000.


A mi madre.

Y a su madre, mi abuela Antonia.

Con todo mi amor.

 

         Benita Morillas abrió la puerta de la alacena al mismo tiempo en que su marido, recostado en el sillón, dio un resoplido que la espantó no menos que a su hijo más pequeño, que hizo muecas de estallar en llanto pero finalmente calló ante los gestos tan extraños de su madre. En la oquedad de la alacena rebuscaba y rebuscaba con las manos trémulas, el corazón era cuello, vena a vena parecía escapársele el aire de todo el valle en el filtro de su pecho, dónde lo habré puesto, mierda, mierda, repetía en el silencio de la tarde revolucionando el orden de su tesoro doméstico, ramilletes de manzanilla seca colgados del revés, cuya lluvia de pétalos la obligaban a parpadear aceleradamente, romero para las comidas, pimientos secos en collares de guita de cera, habas secas echadas a perder, pan duro enmohecido y tres cacharros abollados que ya no le servían sino para asar castañas y guardar estropajos.

            -¡Mierda! ¿Lo habrá descubierto el esqueroso?

        Era Benita Morillas joven mujer de pocas palabras. Diríase de ella que en voz baja hablaba más que ejercitando sus cuerdas vocales, pero cuanto éstas pronunciaran también pudiera ser reprobado de palabras poco adecuadas para una mujer de su clase, clase ésta más que pobre paupérrima la de Benita Morillas no por nada, no por nadie, culpa ni de la providencia ni de las costumbres asignable pudiera serlo, ciertamente parcas alteradoras de las ideas de las generaciones; tampoco achacable a su condición de pobre es la escasez de esperanza, pues sabe rezar desde niña, y reza mucho hasta que se cansa o duerme, sin que por ello vea más que retroceso en sus monedas, si es que le pone velas a algún santo, y en lo referente a loterías ni hablar, no conoce a nadie con esa suerte, ese camelo son cosas de la tele, piensa cada vez que ve a personas brindando con champán por Navidad besando a presentadores, sino que ella es pobre porque no tiene dinero, pues no hay más clara cosa en la vida, certera o no, que saber qué es uno midiéndose con lo que posee, y Benita Morillas se conocía muy bien, de modo que desde aquel triste día en que vio todo ante ella, comprendió más que comprendida la vida que llevaba y el porvenir que la acechaba en los días mientras éstos nada novedoso anunciaran.

            -Me cago en la leche…

        Una visión que ese día se le presentó con el cuerpo de otra forma, con otra sangre. Su marido, aunque hombre apuesto, con el cabello ensortijado en ricillos jerezanos algo estropeados por el sol y el paso de los años, ahora le resultaba a la luz de la lumbre un duende enjuto que la había engatusado con mentiras y verdades que ella, cuando más enrabiada estaba, tal cantidad de engaños resumíalos en: “Mentiras: Eres mi reina”, porque tanta mujer para un solo vasallo en este castillo de cartón, quiá, cojones”, sin más quebraderos de ideas que la nueva realidad de sus ojos; y, en “Verdades: Cuando tengamos la casa llena de nenes, verás”, y sí, lo había visto, pero en su cabeza se le aparecían todos como un rebaño sin control, drástica en sus planteamientos de ventilar dudas, a qué tantas prisas de mujer loca, Benita, asaltaba el ángel de la conciencia, un rebaño rumiando noche y día su tiempo de persona, reventando los somieres, desportillando vajillas, devorando sus recuerdos de delicados bordados y motivos de bolillos que tan bien matara el tiempo de aquellas tranquilas siestas de su adolescencia, donde no había ni la más mínima sospecha de que su marido ya hubiera venido al mundo para inseminarla a ella, y en cambio por entonces éste iba a las mil maravillas sin él, aniquilando el tiempo, sí, asesinándolo, ella inocentemente ignoraba que el tiempo se amortajaba más que amortajado cuando el heredero ya no decía ni esta boca es mía cuando era necesario hacerlo.

           Con el niño más chico colgado a ella chupándole la teta los miraba a todos ellos, a todos juntos comiéndose las migas sin más paso atrás de la gran sartén en el centro de la mesa de piedra que el empujón del hambre y las prisas de la edad y la salud del campo, y no pensaba sino en cuántos días llevaba rodando el mundo sin contar con su persona, con esa vida suya de repetición, sin más cálculos que los nidos de las cigüeñas intactos por los aledaños de la aldea, el sonido de los tractores, los ladridos de los perros, la poda de los árboles frutales, los chichones de sus niños más traviesos con las bandas de otros vecinos, el color del cielo y cuatro cosas más que tenían la importancia de la supervivencia, aunque Benita, en sus silencios, lo llamara Hartura.

            -Los jodíos… ¡Lo que tragan!

         Y ahí estaba él, vestido de vasallo, con los brazos con grasa de motor, los zapatos salpicados de cal sombreados de arena, él, su esposa, sí, su mitad de un par de esposas que aten a la vida, ese compinche con ella de aquella verdad y de aquella mentira, con su boca de pan rellena, algún trozo de chorizo, y esos rizos jerezanos de sirviente que come aprisa, grasiento de manos, de ojos, de ropa, de…

           -¿Por qué me miras así, niña?- le dijo él sintiendo sus miradas, rebuscando en la sartén-. ¿Por qué no comes? Se acaban ya mismo; anda y come.

           De qué manera decirle que ya lo sabe todo. Todo. Desde la A hasta la Z, sin tener que saber explicar en palabras lo de entremedias, para qué, de qué serviría, se pregunta Benita sujetando el mango de la sartén para que no caiga al suelo con la algarabía que se lía al rebañarle el culo, qué sobresaltos que de pronto le entra al chiquillerío, que ya tienen todos la cara y los mocos renegridos de tizne.

            -¿Te pasa algo?- pregunta su marido al mismo tiempo que mastica-. ¡No tendrás náuseas!...

            -Joer; lo que me faltaba.

            -Qué dices, que no te he escuchado.

            -Ni falta, leche.

          Porque antaño, hace apenas diez años, las sonrisas imperaban en la casa de Benita; así lo sentía ella ahora, en su nueva realidad, y lo insólito era precisamente eso: que solamente lo recordara ella, pues su marido, de tan serio, podríase decir que no extrañaría pregunta alguna con respecto al sonido demoníaco de la risa; en cambio ahora, ahora todo eran momentos desastrosos, un entremorir continuo, la ruina de la mente y el corazón, y ella…, ella, ella ¡qué!, sino una fuente nodriza deslechándose en la juventud, sin más pago que la manutención, poca, que no es de mucho comer, no, una fregona con agradecimiento de griterío resbalando en el jabón casero recién compuesto, en las ropas hechas jirones de altercados, mordidas de perros víctimas de sus asedios, enganches en ramas, subidas a los árboles más altos y rodilleras a zurcir por la noche, si total el resultado de la crianza es que la desamparan a una en la vejez prematura, y para colmo Benita se siente una cualquiera en la cama, y testigo firme de ello es el crucifijo de la dote, una cualquiera sin más pago que…, a veces con más hijos, con un hombre que…, que a veces se aguanta.

            Después del almuerzo abrió la puerta principal, y un griterío de chiquillos hizo presencia por los caminos frente a la casa; quedó un buen rato observándolos, hasta que desaparecieron por los cerros más próximos y se emocionó porque le pareció atisbar que dos de ellos le decían adiós con las manitas de tizne. Se dirigió a la alacena, a buscar un precioso traje que había conseguido a base de buenos retales de ropa antigua, el traje de su partida.

            -¡Joío vestido! ¡Al fin te tengo!

        El niño más chico todavía andaba despierto, echado junto a su padre, escuchando sus ronquidos. Tras abrazar el vestido como quien abraza una cruz en una terrible desgracia, Benita Morillas miró muy detenidamente a su último hijo de teta. Observaba sus ojillos de ratón de campo, su boquita de ardilla, sus orejas de becerro enano, su nariz de rana, su flequillo de gato raro, olía su aliento y su cuerpo de leche cortada, donde ella no reconocía organismo alguno de sí misma, y supo que aquel ejemplar de hijo no tenía aspecto de ser distinto a los demás engendrados que de sobras ya tenía, y no obstante acusando una debilidad maternal quiso darle su último beso, para darse un empujón el día de mañana, si es que acaso tuviera la mala sombra de recordarlos, pero tuvo miedo a que llorase, y finalmente no le dio un beso, pero le susurró: “Cuando hables, de mí di lo que quieras, que ya na me importa un pimiento; y a ti”, añadió Benita mirando a su esposo, “a ti te digo tres cuartos de lo mismo”, muchas palabras eran esas para ser pronunciadas sin descanso, pero es que Benita creyó conveniente no parecer miserable en una despedida así.

        Con esta actitud de mujer sin corazón, quiso Benita enterrar su tiempo amortajado, porque le pareció que olía a podrido, a cloaca, a muerto remuerto. De modo que entrando a su alcoba se colocó el vestido nuevo sin ni siquiera mirarse al espejo porque no tenía ninguno desde que sus hijos hicieron añicos la luna del ropero, cogió su maleta más ligera porque era la única que tenía, y comenzó a echar en ella todo lo que creía de buen aspecto, hasta que las prendas elegidas para la ocasión de presa justamente huida no le parecieron adecuadas más que veinticinco, ropa interior incluida y dos zapatos rellenos de hojas de periódico de cuando se casó.

            Por el coche, que no se preocupara el vecino, un camionero que durante su ausencia les confiaba las llaves. Y no porque pensara ella en devolvérselo, que de eso nada, sino porque lo cuidaría muy bien, como ella sabía cuidar de todo. Arrancó a la primera, cosa extraña en aquel coche casi de mentira, pero así fue y ella creyó de buena señal ese gesto de un cacharro tan arruinado. El camino hasta la carretera principal se le hizo eterno, el vaivén sobre sus tierras irregulares y sus piedras era lo de menos, así lo pensó Benita viendo a través del retrovisor correr tras de ella a uno de sus perros: porque lo importante era ese gran paso, no le quedaba más alternativa en la vida que esa salida al galope, mejor dicho entrada porque la mujer se lanzaba a nacer de nuevo, y hasta tuvo la duda de subir al perro y llevárselo, pues le gustaban mucho los animales, porque nunca preguntaban y tampoco respondían, pero sus dudas se dispersaron porque el perro quedó atrás, rascándose los lomos.

                                                                                 II

            Llegar a la ciudad había resultado sencillo. Pero desenvolverse en ella no tanto, aunque era lo más fascinante. Era una ciudad enorme, porque Benita Morillas, puesta a nacer de nuevo, quería amplitud, y así se le presentaba esa visión maravillosa de edificios de espejos limpios sobre limpio, tantos coches con distinguidas bocinas, grandes avenidas, arbolitos de pitiminí, perritos con lustre y collar, setos como los del cementerio de la aldea pero más cuidados, qué detalles de modernidad, cuánta diferencia de su valle a eso, vaya, vaya, caballa, susurraba incesantemente, algo inhabitual en ella tales rimas, y las mujeres que desde el coche divisaba a Benita le resultaban de revista semanal, muy elegantes ellas, salían todas de un edificio donde en un gigantesco rótulo decía ROCHESBANK, qué lugar, pensó la mujer, seguro que es la competencia de El Corte Inglés de aquí, los hombres también van que vaya, vaya, caballa…

            Cuanto veía en la ciudad, Benita lo creyó maravilloso. Pero, a eso de las cuatro de la mañana, mientras dormitaba en un gran descampado hecha un rosco en el asiento del copiloto del coche, la tentación vino del cielo en forma de sonido bronco que la juzgaba en un tono no menos grave.

            -Benita, mala madre, ¿qué haces aquí?

            -¡Joer!- contestó ella, a regañadientes.

            -Benita, mala madre, ¿sabes lo que has hecho?

            -Déjame.

         -No me eches el culo, Benita, que no soy tu esposo, sino el ángel de tu conciencia, que te dice que tienes que volver a tu casa.

            -Que me dejes.

            -Despierta, Benita, y vuelve a tu casa antes de que te arruines la vida, que todos te necesitan.

            -No habrán cenado.

            -Que todos están sin dormir.

            -Porque no habrán cenado.

            -Que todos están llorando.

            -Porque no habrán cenado.

            -Porque…

            -…Porque no habrán cenado…

            En ese tira y afloja sus sueños alterados, hasta que aquella voz tan insistente la dejó de escuchar y soñó sus sueños de siempre. Por la mañana, bien despierta porque ningún niño la había reclamado durante la noche para cualquier impertinencia o necesidad de mimos, esto último así denominado por pediatras y solteronas, según la opinión de la mala madre, con el estómago más vacío que a esa hora cuando estaba en su hogar, Benita Morillas se sentó en la acera y comenzó a vociferar palabras que nadie entendía, frases sin pies ni cabeza que para la gente eran de burla, amén que de loca.

            -Pusieot kiaujan, plastincetronumiac or traintre cunati pot hugre mimgru.

            ¡Qué caramba!, pensaban los viandantes, las mujeres de hoy quieren parecerse a los hombres, y así se ven, tiradas por las calles, alcoholizadas, prostituidas, qué olor a sudor etílico, sí, y a humanidades, parece una mujer sin clase, y no como otras, que otras al menos conservan sus pulseras y aretes, o van bien peinadas, caray, que se note que no quieren perder el rumbo ni la categoría cristiana de ser femeninas le pase lo que le pase a una…, y no como ésta, que…

            -Ulniumbre fareciange toldin bresan grian.

            Ella continuaba rogando al mundo que se apiadase de su alma moribunda, que por culpa de una banda de salvajes niños salidos de sus entrañas habíase confundido de vereda pero que ahora estaba allí, y en ese lenguaje del que no entendía ni palabra su persona hallábase íntegra, liberada de ese pesar de mortaja.

          Como ahora todo está de pena con tanta inmigración o como eso se llame, continuaban en sus opiniones los ciudadanos que la observaban sin interés, pues las lenguas de la madre patria ya no son las mismas; esa hablará algo de por ahí lejos.

            -Intruren gasti juleon minamina trecu pasteblan.

            Cuando la policía urbana llegó hasta Benita Morillas en paquete de un par, ésta, muy sonriente, al ver sus trajes impecables se complació por ser tan bien recibida en la ciudad por las autoridades, y además por dos hombres tan apuestos, de modo que no opuso resistencia a ser metida entre empujones en el coche patrulla, sino muy al contrario, pues desde el asiento trasero, con las yemas de los dedos traspasando el entrelazado de acero, les hablaba en su nuevo lenguaje de mujer liberada a la pareja uniformada, aunque ésta, por respeto a tan valiente mujer, sólo contestaron incongruencias que ella creyó delicadas palabras de hombres del orden maravillosos.

           En la comisaría, qué diferencia; allí Benita Morillas, arrellanada en un escaloncito color granate, engulló dos bocadillos y tres cafés, y con el cuerpo ya templado regresó a ella el habla que en su aldea usaba, y se dio cuenta de que los demás tampoco así la entendían, pues todos pasaban ante ella sin percatarse de su presencia.

            -¿Qué hago aquí, mierda?- decía a grandes voces, sin que nadie la mirara, sino que todos andaban con papeles en las manos y mucha prisa descolgando teléfonos-. ¡Si ha sido por mala madre, mierda y mierda para todos vosotros! ¡Una ensaimada de vaca así de grande!

            A las dos horas le abrieron las puertas de lo que ella asimiló como jaula con camastro y grada pintada, y luego las otras, las más grandes, que daban a la calle, y allí fue despedida Benita Morillas sin más connivencia con la autoridad que las palabras de un hombre uniformado, que le dijo sin mirarle a los ojos, cosa que le dolió y eso que ella era mujer muy fuerte:

            -No quiero verte más por aquí, puaf, o te las verás con el juez…, ¡o la jueza!

            Qué miserablemente atendida, jamás en toda su vida la habían atendido así, con ese desprecio, ni siquiera su marido, que algún derecho tendría, y ahora que lo recuerda dónde habrá dejado el rebaño de los hijos cuando haya salido a trabajar, bah, se apañen, se dijo, mientras recordaba que no sabía en dónde estaba, y lo sentía mucho, sobre todo por el coche, que como era del vecino no deseaba que se estropeara, y la maleta qué, maldita sea mi estampa, las cosas como son, pero en estas andaba Benita cuando claramente se le reveló el rostro del ángel de la guarda y de las malas madres enfrascado en vestido de algodón de nube, al ver, en la puerta de una cafetería, el cartel de “SE NECESITA CAMARERA”, qué alegría, suspiró Benita, Dios me ha oído al fin, si ese oficio es el que yo mejor me sé, el de servir desde que me casé.

            Nada más entrar, todos la miraron. Normal, pensó Benita, si estaba tan llena de salud y tan bien vestida que lo natural era que la pusieran a trabajar en ese mismo instante.

            -¿Edad?- le preguntó la encargada, una mujer rechoncha con cara de avispa.

            -La que usted quiera- contestó Benita, decidida a no salir de allí sin el empleo aquél-. Tengo todas las edades del mundo, leche.

            -Queda contratada.

            La primera tarea en realizar, fue barrer y fregar de esquina a esquina todas las aceras de la cafetería, los patios que ésta tenía, la mugre extra de la cocina, y ese largo etcétera que tiene el trabajo que no se ha especificado con anterioridad relacionándolo en asociación con el salario a percibir, hasta que ya las manos le dolían de sacar mugre de años y diversidad de invasiones, y entonces Benita Morillas quiso descansar sentándose sobre una caja de gaseosas, hasta que llegó la encargada, y le dijo con el dedo índice alzado:

            -¡Y luego querrás que te pague!

            -¿Pues no me habría de pagar? ¡Cojones si no lo hiciera!

            -¡A mí no me hables así, tía puta!

            -¿Tía puta yo?... ¡Me cago en!...

            Y es que aquella mujer que tanto despreciaba la pobreza a pesar del bien que le causaba a su negocio, no conocía a Benita Morillas, de modo que ésta se la llevó de la cafetería arrastrándola por los pelos durante el trayecto de tres calles, una plaza y dos aceras sin soltar la escoba de su mano, hasta que, cansada de escuchar sus gritos y sus amenazas, la abandonó junto a los coches aparcados, y sin mediar más palabras que las de la encargada insultándola, Benita, tras arrearle a la buena mujer de cara de avispa unos escobazos tiró la herramienta de su ira y desapareció calle arriba con los ojos a punto de estallar, con lo tarde que ya era, que ni se había percatado, cierto, que sin luces artificiales el sol ya no servía ni para contemplarlo, pero a pesar de ello un ciego intentaba cruzar la calle, a ése qué puede importarle el sol, pensó Benita como si en algún momento ella también hubiese sido ciega, maldita melancolía, qué chunga pija, se dijo, mirando que el ciego corría peligro dando bastonazos a los coches, cuyos cláxones provocaba que el pobre hombre los aporreara aún más fuerte a los que no se paraba ante aquella imperiosa necesidad suya de cruzar la calle. Y, como no quería ser mala persona, además de mala madre, Benita se acercó hasta el hombre impedido, para evitar que fuese atropellado.

            -Agárrese a mí- le dijo mostrándole el codo. El hombre, como es de suponer por su discapacidad, se agarró a lo que pudo, y en éstas andaba cuando comprobó que esa voz tan bonita era de mujer, pues son las mujeres quienes senos más grandes desarrollan, y, a diferencia de los machos, son también quienes arrean, ofendidas, un par de bofetadas si en ciertas partes son rozadas sin su consentimiento, y tras aquel pecado adrede cometido el hombre ciego preparó su rostro para ser crucificado por el género contrario al suyo, pero la mujer tardaba en reaccionar a su manoseo intencionado, qué tonta, sigue como si nada, pensó el hombre, ya se sabe que algunas son muy viciosas, y en ello andaba cuando el brazo de la acompañante dejó de estar asido a su mano menos pecaminosa, y el pobre hombre no tuvo ni un segundo de paz antes de salir disparado al aire por un autobús urbano, que lo dejó, por aquellas cosas del destino, a la puerta de un videoclub, aunque sin bastón para poder ser identificado.

            Y es que la ciudad, pensaba Benita, se le presentaba a ella con una dificultad en aumento, cuánto trajín en tan pocas horas, qué cansancio de todo, y por primera vez en aquellas largas horas recordó los cerros que por su casa le traía el horizonte en continua rutina como una pintura con vida propia, y en su pensamiento los cerros insistían, el porqué lo desconocía Benita, vaya tontería, los cerros, pues los cerros son cerros, quiá, sin percatarse de que en ellos siempre buscaba a sus hijos para llamarlos a grandes voces, desperdigados todo el día entre los matorrales. Pero no tenía tiempo de pensar en tonterías, así que decidió sentarse en un banco de una gran plaza, donde todo parecía de ensueño por lo raro, y esa luz tenue de las farolas, aquí no se ve un pijo, mierda de ciudad, despuntaba Benita en un titubeo de aquella decisión tan sopesada y que ya parecía una gran desgracia por cómo se sentía de perdida, tan preocupada, no en cómo se encontraría su familia, que eso no le quitaba el sueño, sino en dónde demonios estaría el coche.

                                                                                  III

          Durante aquella noche, durmiendo sobre el banco de la plaza intentando no sentir el intenso frío, acompañada a cierta distancia de más gente que no perdían el tiempo con forasteras, sino que entre ellos se pasaban los cartones de vino con risas y toses de tísico, durante aquella noche el ángel de la conciencia regresó a sus sueños, pensaba Benita que a darle la tabarra, porque la paz nunca viene sola, su amiga la guerra la acompaña a todas partes, así lo había visto siempre en los juegos de sus hijos, que cuando habían dejado de pelearse, con las orejas algo despegadas ya y los cabellos escocidos, entre risas de paz se arreaban guantazos.

            -Benita…, mala madre…

            -Que me dejes, leche.

            -Benita despierta.

            -Que me dejes…

            -No me eches el culo, Benita, que de sobras sabes quién soy.

            -Joer… Que me dejes.

            -Vuelve a tu casa, Benita, mala madre, que tu familia te necesita.

            -Porque no se habrán lavado, mierda, y andarán con rascabinas.

            -Que no, Benita; que uno tiene calentura.

            -Pues será mi marido.

        -Benita, mala madre, no seas mal pensada, que mira que soy tu ángel de la conciencia.

            -Que me dejes, mierda.

            -Que tiene calentura.

            -Porque el jodío no ha…

            -No sigas, Benita, que ya me voy, ya.

           Tras la desaparición de su visita, Benita Morillas volvió a tener sus sueños de siempre, y al alba despertó amodorrada, no por la luz que a esas horas del día concedía a la aldea cierto aspecto de paraíso, ni por el canto de sus pájaros o el reloj biológico de sus gallos, tampoco por el llanto de su hijo más pequeño, ni por el abrazo cálido de su marido, hecho un ovillo entre sus pechos si es que éstos andaban libres de algún mocoso, en quien pensaba ahora y lo veía sentado en el sillón de siempre, hundidos los dos, porque al sillón también daba un no sé qué verlo, machacado a taponazos por el rebaño de asalto, pobre vasallo, pensó Benita en un suspiro, si en el fondo nos queremos, qué rizos de señorito de Jerez, qué boca de ardilla…, sino porque involuntariamente despertó Benita, despertó de pronto con moderados zarandeos que fueron subiendo de nivel al ver que la mujer parecía estar muerta.

            -Psss…, ¡tú! ¡Largo de aquí!- le dijo un hombre vestido de uniforme, al verla abrir los ojos.

            -¡Déjeme en paz, mierda!- contestó Benita, enroscándose de nuevo sobre el banco de la plaza.

            -¡Que te largues! No es decente que la gente digna tenga que ver cosas así… ¡Qué asco de mujeres, cómo han perdido la razón! ¡Largo, largo…!

          -¿Qué ver el qué, cojones?- le preguntó al incorporarse. El hombre la miró sin interés, pero dijo: “No preguntes más y vete, vete y no vuelvas más por aquí, que esta es mi plaza, anda y vete, so borracha”.

            Ella, borracha. Ni siquiera sabía lo que era arrimarse al hocico el cuello de una cerveza. Bien mirado, aquel hombre no era lo que parecía, con ese aspecto de gran señor condecorado por la Legión de Lamparones, con tantas manchas en el uniforme como botones tenía el traje, por cierto algunos de ellos a punto de caerse, con los hilos flojos, advirtió Benita por la costumbre de estar en todo lo referente a la labor doméstica. Cuando el hombre se retiró, comenzó a recoger hojas secas del suelo con un pincho que Benita jamás había visto y que no le pareció mala idea para practicarla en la recogida de las hojas de la parra de su casa, en caso de volver, pero esto último estaba totalmente descartado, qué cosas le venían a la cabeza en esa aurora, plantearse esa tontería aunque tan sólo fuese para rechazarla. Se quitó varias legañas, bostezó cuanto quiso sin ser molestada por ningún niño y mirándose el vestido nuevo supo que estaba hecha un desastre, con la rebeca enganchada en quién sabría dónde, las medias con carreras de dos dedos, y los huesos hechos picón, y ahí recordó la lumbre de su casa, que de sobras a esas horas tendría ascuas si es que algún inocente se apiadó de su prole, qué frío, repetía Benita, qué frío tengo, y cruzándose la rebeca al pecho se dispuso a andar sin saber qué rumbo tomar porque estaba tan cansada, tan cansada que añoró levemente los días turbulentos de su hogar y el hambre, hasta recordó las habas de la alacena roídas por gorgojos, qué plan perfecto tiene el destino, el demonio o lo que sea, reflexionó Benita en ayunas, dejar a una mujer tirada en la calle, a su suerte, así cualquier hembra vuelve al infierno manque le pese, mierda y mierda, pero yo quiá, yo no vuelvo así me coma el cemento, los he dado por muertos, por muertos y enterrados porque son de mi tiempo muerto, me mataron los años, así que ya lo sabéis, que a joerse.

           Andando por las calles, con el cielo obscurecido, sin más suerte que el momento presente y un frío calador, Benita Morillas estiró la mano para ver si llovía y de pronto le cayó una moneda en la palma de la mano, estiró la otra y no le cayó nada, así que comprendió que se había echado a mendigar por haber consultado al cielo con los brazos en cruz, de modo que a eso de las doce menos cuarto de la mañana la recaudación era de catorce monedas de escaso valor, y estaba horadada de lluvia hasta la médula, pero muy contenta porque tenía dinero a cambio de asearse con agua tan limpia y que tanto le recordaba al río de su aldea. Al fondo de la calle, un humo distinto a industria emanaba, llevando hasta su nariz un olor a sopa, así que Benita, sin pensar más que en su hambre, hasta allí se plantó temblorosa, vio grandes filas de personas como ella y otras con peor vestuario y aseo; se colocó en una por un tiempo que no supo precisar, hasta que se halló frente a unas grandes ollas con el culo negro, le soltaron en una bandeja con distintos hoyos color de lata varias viandas que aliviaron su espíritu y que más tarde sublevaron su vientre, no encontrando en la ciudad más camino para su urgencia que refugiarse entre dos coches para no parecer mujer poco decorosa.

            -¡Mira la tía guarra!- se oyó la voz de un niño-. ¡Se ha cagado en la calle! ¡Se ha cagado!, ¡se ha cagado la muy sucia! ¡Qué peste!

            Se incorporó sin prisas, excepto para subirse las bragas, las medias y bajarse el vestido; fue alejándose de aquellos comentarios a los que en un principio no les echó cuentas, con la de veces que en tan poco tiempo en la gran ciudad había visto defecar a perros y mear a gente y nadie disparaba la alarma, y con las ocasiones que había aliviado su cuerpo en su valle, y tampoco; pero el niño insistía en dar a conocer su descubrimiento de buen servidor social a los demás viandantes, así que la culpa fue suya, tal vez se precipitara en juzgar a la mujer responsable de ese error de mancillar la calle sin contar con el riesgo de su opinión, y quizá, de haberlo sabido, valoraría distinto a esa mujer tan harta de todo, pues habríase ahorrado, con ello, la vergüenza de ser desnudado por Benita en plena calle, que lo dejó a la vista de todo el mundo antes de desaparecer llevándosele las ropas.

          -¡Creíamos que era tu madre!...- le decían testigos de la ignominia, acurrucándolo debido al frío y a sus partes de prehombría-. ¡Pobre niño! ¡No llores, no llores!...

            -¿Mi madre, la tía esa?- preguntaba el zagal, lloriqueando-. ¡Mi madre es buena!

           Desde la esquina, Benita Morillas escuchó estas últimas palabras. ¿Querría decir el zagal, que ella era mala? Y si ese niño, que no era suyo, pensaba eso de su persona por la tontería de dejarlo en cueros en la calle, ¿qué pensarían los suyos, con lo que había hecho, abandonándolos a su suerte?

            ¡Qué desengaño!, se decía Benita ahora, qué desastre de conciencia, mi ángel apareciendo de día disfrazado de zagal chillón, quiá, mierda y mierda, con lo feliz que he sido hasta ahora en estos días de mi nueva vida, y tener que verme acosada por la mente ignorante de la maternidad, solamente por la tontería de ese nene pánfilo, bah, mierda y mierda.

          De nuevo deambulando por la calle, sin más rumbo que el descubrir nuevos pensamientos que la alejaran de su anterior vida, cuando Benita Morillas creyó perder la conciencia liberadora de mujer valiente, y al sentarse en un banco de la plaza, después de espantar a las palomas para que no le mancharan más la ropa se puso a llorar con una mano encima de la otra.

            -¿Por qué lloras, Benita, mala madre?

            -Porque me da la gana; déjame.

            -¿Acaso lloras por tus hijos?

            -¡Quiá!

            -¿No?... ¿Lloras por tu esposo?

            -¡Quiá!

            -¿Tampoco?... Entonces, ¿lloras por ti, verdad?

            -¿Por mí? ¡Y una mierda! ¡No verán eso tus ojos de rayo!

            -¿Entonces?...

            -Lloro…, lloro porque me acuerdo de cosas que ya no recordaba.

            -¿De qué cosas te vas tú a acordar, cruel Benita, si no es de lo mala madre que eres?

            -¡No me digas mala madre! ¡Que yo no tengo hijos!

            -Sí que tienes, Benita. ¡Y muchos!

            -Me importa un pijo lo que digas. Vete de aquí.

            -Benita…

            -Y déjame ya, que voy a despertarme.

            -Benita, no me des el culo, Benita mala madre escúchame…

            Al abrir los ojos, Benita Morillas vio un corro de cabezas de diversos tamaños sobre la suya. Y un montón de caritas de luna sonrientes que susurraban en intentos por ahogar palabras.

            -Se ha despertado- escucharon sus oídos.

            Antes de aparecer, el olor de su esposo se anticipaba a su presencia, ella intuía su proximidad; para Benita Morillas su hombre, desde el primer beso que le diera un día bajo las ramas de un olivo y junto a dos espuertas de aceitunas a medio llenar, su hombre olía a campo, su fragancia preferida, y ese aroma lo sentía, desde aquel momento de su vida, como olor propio.

            -¿Cómo estás?- le preguntó al darle un tierno beso en la mano.

        -¿Dónde estoy?- preguntó Benita totalmente desorientada, observando los rizos de su cabello, que hoy relucían de limpios.

            -¿Que dónde estás?- se sorprendió él por la pregunta de su esposa-. Pues en el hospital. Acabas de parir hace na.

            Benita Morillas comenzó a llorar desconsoladamente ante la presencia de su esposo y del chiquillerío, que, sentados en la cama de al lado, eran testigos de su desgracia, permaneciendo, ante el llanto de la mujer, todos inmóviles, obedientes, con las manos quietas entre los muslos y por debajo de las nalgas, con los zapatos relucientes y esos flequillos y esas coletas tan de mentira que Benita preguntó a su marido quiénes eran aquellas criaturas tan extrañas y éste le contestó, con carcajadas, lo cual era en él tan inusual como aquella pandilla de niños perfectos, le contestó que naturalmente sus hijos del alma, a los que había conseguido introducir de incógnito en la habitación, y para asegurarla de su afirmación le fue diciendo los nombres de cada uno excepto el de teta y el asignado a la última, pues uno andaba en casa de parientes y la santa elegida para la recién nacida, todavía en observación, aún estaba sin acordar entre todos.

         -¡Qué sueño he tenido! Estaba como perdida en una ciudad muy grande, y me perseguía un ángel que siempre me pinchaba y pinchaba con preguntas muy raras…

            -¿Un ángel?...

            -Sí; más bien un moscardón.

            -¿Como esos?- preguntó él, señalando a sus hijos.

            -Quiá. Esos no son ángeles, mierda, sino duendes del valle.

            El chiquillerío la miraba con miedo a transgredir alguna norma, tal vez como si no fuese cierta la visión que ante sí tenían porque su madre estuviera quieta, sin trajín, está realmente malita, cuánta pupa le habrán hecho, pensaban todos, aleccionados por su padre con la amenaza de dejarlos sin salir por el valle dos tardes y una mañana, hasta que uno de ellos, el más oscuro, con el cabello ensortijado, y tan guapo como el ángel negro más guapo del cielo, se aproximó hasta ella, y le dijo:

            -Mamá, te hemos comprado un regalo, que hoy es tu cumpleaños; toma.

            -¡Mi cumpleaños, mierda!- expresó ella en voz baja.

          Al abrir el pequeño regalo que su hijo le entregaba, éste, con su boquita de ardilla, le dio un beso y se marchó junto a los demás, que aún parecían de cartulina, y Benita Morillas tuvo en sus dedos el anillo más bonito que en su pobreza o en su riqueza jamás pudiera intuir poseer, y no porque fuese de oro, que no lo era, sino porque estaba decorado con diminutas e insólitas florecillas que ellos mismos habían recolectado del valle, quién sabría con cuántos peligros, qué diablillos de niños, y Benita se creyó por sus hijos realmente una madre amada; porque renunciar a un tiempo tan querido dedicado a recorrer fantásticos cerros teniendo sus edades y su vitalidad, para emplearlo en buscar tan delicadas flores para el anillo de una mala madre, lo sintió Benita de un valor incalculable. De modo que, por una vez en su vida de casada, le dio a Benita por llorar de emoción y alegría, y aprovechando su debilidad el chiquillerío comenzó a dar saltos en la cama de al lado compitiendo en quién de ellos tocaría antes el techo con los dedos, y su padre no tuvo más remedio, temiendo armaran un escándalo en el hospital, que llevárselos a todos a la calle, dejando a la mujer de su vida de vasallo de castillo de cartón, disfrutar de ese momento de amor tan intenso mientras reanimaba el tiempo que creía perdido.

 

© Marta Antonia Sampedro Frutos (2000).