domingo, 31 de enero de 2016

Sara Pintanubes, de Marta Antonia Sampedro

               
               Esta es la historia escolar de Sara, la niña que más sabe de las formas fantásticas de las nubes. Sara es muy morena; su piel es como el desierto al atardecer, cuando el lomo de los camellos parece una suave duna. Sus ojos, negros, merodean las miradas, esquivan el suelo enfrentándose a las miles de alboradas que la observan, preguntándose qué origen raro abriera un día la puerta por donde vio la luz de la vida. Son sus manos las manos más ágiles de toda la escuela para coger lápices de colores, y su pelo un abanico oscuro, brillante, que balancea el viento rozando en miles de caricias las mariposas que a su alrededor vuelan invisibles. “Aquella tan amarilla, es la más pequeña. Sí, aquélla que vuela juguetona”. Pero nadie ve mariposas y ni tan siquiera abejorros, sino cemento gris, cal blanca y negras rejas que al paso de Sara continúan inmóviles, quietas. Por eso los niños que la conocen, dicen de ella: “Sara dice muchas mentiras”. Sabe escribir, pero en la escuela nadie entiende que las líneas, caprichosas y traviesas, busquen otros destinos para indagar. “La letla me se tuelce, como me pasa con los dinbujos”. Son dibujos de líneas que a su antojo visitan el papel. Un día, por ejemplo, uno de los trazos que guarda Sara en su carpeta quiso bajar del pupitre, y toda la clase dejó de atender a don Antonio, quien estaba bastante acostumbrado y no se dio ni cuenta, porque la tilde corpulenta y tan preciosa, de color verde lechuga, se dirigía hacia la puerta, por donde desapareció, dejando a todos boquiabiertos; más tarde, en la hora del recreo, la encontraron en el patio, y Calcetines, el perro de Manoli, la portera de la escuela, la olisqueaba con gran interés.
               -Parecen hilos de plastilina- dice Encarnita, que es la más seria de la clase y quiere ser detective-. Veamos si la sustancia que tenemos frente a nosotros, se derrite; esperemos a que le dé el sol… ¿Estás segura, Sara, de que esto era la tilde de víbora?
               -Sí, eso mismo es- confirma Sara a la especialista en desapariciones y hechos paranormales.
               -Pues esto sin duda es cosa de mi incumbencia, claro que sí, ya que esta tilde tan importante es parte de una palabra y no podemos dejarla mal compuesta.- Calcetines opina que ese olor tan extraño del gusano tan largo, merece ser de alguien; de modo que levanta su pata trasera y antes de poder marcar la línea, Encarnita le grita: “¡Vete Calcetines!, ¡no pongas impedimentos a la ley!”. Pero los rayos del sol no alteran el trazo, sino que lo hacen desaparecer, como si antes sólo hubiera sido un reflejo de algún astro de colores.
              -Parece de una misteriosa galaxia- dice Almendra, la más fantástica de la clase, y que de mayor quiere ser escritora. “Ir por los pueblos chicos, escuchando contar a los abuelos y a las abuelas historias del año catapún, y luego escribirlas sin faltas de ortografía en un libro con un gran lazo de oro”, fantasea a doña Clotilde, la profe de lengua, y ésta cabecea no muy conforme, diciendo: “No sé, Almendra… A lo mejor los lazos de oro le van mejor a un hermoso y ceporro loro…”. Por eso, no creas que es tan raro que los amigos de Sara se pregunten: “¿De dónde sacará Sara, las cosas que pinta?”: caballos mansos que bailan música de Falla, mujeres de cabello largo que de pronto lo tienen corto;  mochuelos que vuelven los ojos en la cartulina clara y luminosa; figuras que sobre el papel taconean flamenco sacándose del bolsillo un mantón de Manila…, haciendo de los personajes del mundo un mundo aparte donde todo es posible con un lápiz en la mano.
             -Yo no lo he pintado, señorita- encoge el hocico ofendida por la regañina de doña Clotilde-, que lo tenían ahí guardado y lo han sacado del mandil. Toda la noche han estado con jaleo, palmeando rumbas y alegrías, y apenas he podido pegar ojo; por eso tengo hoy tantas onjeras.
              La profe la escucha con atención, preguntándose la procedencia de su increíble imaginación, y para reprender sus mentiras la saca a la pizarra.
               -Escribe: debo ser responsable coma consecuente coma obediente coma ejemplar coma aplicada coma íntegra coma estudiosa coma insuperable coma laboriosa coma…
             -Dembo ser renponsabebe… ¿Y qué más has dicho señorita, que no macuerdo?
            La tiza le embadurna la mano como el magnesio los dedos de los trapecistas. Doña Clotilde la mira torciendo sus labios, hincando sus ojos en las dos lunas de Sara, mientras piensa: “Hay niños que no saben nada más que bailar. Jaleo es lo suyo, jaleo y más jaleo, bailar hasta reventar”. La trapecista escolar se limpia en la ropa la tiza, y vuelve a su pupitre con el pelo electrizado de sonrisas. “Con vosotros”, dice la profe mirando a Sara, “con vosotros es imposible. Sólo pensáis en jugar, chismorrear de amores… y bailar”.
               -Pues yo no bailo, señorita- contesta Sara muy seria-. Yo, sólo muevo los brazos para coger mariposas. Mira, profe, mira… así los muevo yo entre las nubes, que se van de un lado para otro porque son muy revotosas.
             La clase carcajea el movimiento de sus brazos, notando los humos transparentes de la profesora, que se sienta en su mesa apuntando ceros como lunas llenas en su libreta.
               -Sara, por tu salero comportamiento cero… Y tú, Andrés, tendrás que aprender las palabras del revés. Mariquilla, no te escondas debajo de la silla…, que siempre andas haciéndote la graciosilla. Almendra, cara de hoja, tendrás que escribir diez veces que el femenino de ojo no es oja… Y tú, Julián, cara de lucero…, deja ese gesto de choteo… Ana, ya tienes otro cero, ea, porque te da a ti la gana… Y Encarnita, guerrera con arco, cuando acabe el curso ya veremos cómo queda el charco.
             La profesora de lengua, siempre aprovechando para dejar bien claro que es aficionada a la prosa poética. Cabizbajos, apagando las risas como cuando se echa un cubo bien lleno de agua al fuego, piensan en el recreo, mientras doña Clotilde, apuntando con el dedo a cada uno de ellos, les dice:
             -Para mañana, noventa y nueve veces muy requetebién escrito: “La escuela no es un lugar para divertirse, sino exclusivamente para estudiar”.
             Todos ponen cara de fastidio, menos Sara, porque ella nunca cumple esos castigos, pues piensa que es perder el tiempo eso de escribir muchas veces lo que de sobras ya se sabe. Prefiere dibujar olas. Cuando las colorea, la espuma blanca se sienta sobre ella como en un columpio colgado en el cielo, y al cerrar sus ojos Sara recuerda su tierra, porque allí no hay olivos, ni trigos ni vides, pero sí mucho mar. El mar tiene un enorme salero y bendice a los que lo aman. Por eso Sara, cuando añora su movimiento, lo pinta una y otra vez, y así, cuando se derrama sobre sus hojas para pintar, lame las gotas saladas; para que sepa que piensa mucho en él.
               Pero ¡cuántos balones hay perdidos entre los geranios de Manoli, la portera! Algunas veces, hasta de balonmano. Pero son del otro colegio cercano, que es colegio para niños ricos. A ellos no les importa, porque todos los balones sirven para lo mismo si no están pinchados. ¡Y cuántos pajarillos encerrados en casas de alambre colocados en su pared! ¡Pobrecitos pajarillos! Manoli es rechoncha, y ellos creen que todas las porteras de todas las escuelas también lo son, y que visten una falda de tablas que al caminar les dé aspecto de gigantes. Manoli los vigila, no se fía de ellos, porque si se despista abren las jaulas de los pajarillos para verlos volar. Por eso, durante el recreo, algunas veces coloca a Calcetines de feroz vigilante, atado a su puerta con un largo cordón de sus zapatos, para que al verlos llegar la avise, si es que ella está con sus pucheros. Ellos saben que Manoli les tiene el ojo echado, y reúnen golosinas para entretener al perro, pues le gustan mucho, sobre todo las gominolas y los bollicaos blanditos, y los pajarillos vuelan y se pierden sobre los tejados, dejando a todos los niños también alegres y contentos.
             Y ahora están inquietos porque suene la alarma, para acallarla con su escandalera de risas y carreras. La alarma de la escuela es muy buena: sobresaliente en música, si suena pronto para el recreo; al regreso no es lo mismo: aprueba por los pelos, envuelta en fastidios: “¡Qué rollo! ¡Calla, calla! ¡Gritona! ¡Chalá!”. Pero, en vez de la alarma, cuando doña Clotilde desaparece por el pasillo como una mota de polvo arrastrada por un huracán, se oye la voz del maestro. Piensan que no está mal su voz, pero, comparado con el recreo, don Antonio es una china de río.
           -Buenos días, niños y niñas- dice al entrar, convencido de que su presencia los adormece en tres minutos.
             Todos sonríen, después de hacerse entre ellos la peseta y tirarse papeles hechos pelotas de tenis. El profesor de sociales deja sus carpetas sobre la mesa, y pregunta a Sara:
               -¿Qué te ocurrió ayer? ¿Por qué no viniste a la escuela?
               -Estaba muy mala, profe- contesta Sara poniendo cara de apenada.
               -¿Y ya estás mejor?
               -Sí…, pero sólo un poco mejor.
             Todos piensan: “Qué mentirosa. ¡Se está mucho mejor cuando se está malo! Todo el día despanzurrado, tomando caldos, puaf, de gallina y apio, tapándose la nariz, y viendo los mejores dibujos animados de la televisión, que siempre los ponen a la hora del colegio”.
            -¿Y te han dicho que hoy tenemos un control?- le pregunta el profesor.
               -Noooooo…- responde Sara, sorprendida.
               -Pues hay uno.
            “Las sociales son un rollo”, piensa ella, indiferente. “Se ven los pueblos muy abajo en esas afotos, y me mareo. Los ríos parecen hilillos secos y a mí me gustan los hilillos pero entre las tlenzas, como en los peinados que les hago a mis amigas. Y se pelean todos. Los moros, los cristianos, los que no creen en el señor, todos se pelean y tenemos que escuchar y aplender sus guerras.
               Don Antonio borra la pizarra y desparecen las letras torcidas que Sara había escrito en la clase anterior. Pero aparecen otras nuevas y grandes indicando la fecha del día subrayada con preciosas veredas de las montañas solitarias. Don Antonio no dice nada. Está acostumbrado a la magia social de los niños y Sara es así, no tiene remedio. La clase permanece en silencio, un silencio sospechoso de querer dormir, pero responden a las preguntas del control y muerden las puntas de los bolígrafos.  Sara también contesta las dudas de sus mariposas, mientras recorta los rostros de un grupo musical de moda entre los niños de su edad.
           -¿Quién es este?- la sorprende el profe, embobada con las tijeras, perfilando a un rubio teñido y rosado como un peluche-. ¿Es tu novio?
           Alboroto, sonrisitas, secreta juerga, cuchicheos, melladas descubiertas, codazos.
               -¡Silencio por favor, niños!- reprende el maestro.
            -¿Cómo va a ser mi novio, si este habla ingrés y a mí el ingrés siempre me lo suspende el profe Curro?
         -Pues entonces, puesto que no tienes ningún compromiso con este muchacho, ni con los demás retratos, haz el control. ¿No te parece?
               -En después- responde ella, con tranquilidad.
             Don Antonio suspira, da la espalda a la clase y de pronto se gira, porque, como siempre, cree que se le va a olvidar decir: “Los controles, niños, serán firmados por los padres y madres”. Todos resoplan, hartos de oírlo decir. Pero, como son una clase muy aplicada, contestan al unísono: “Síiiii, profeeee…”, excepto Sara, quien, también como siempre y a pesar de no realizar el control de sociales, pregunta:
               -¿Y a mí pueden filmamelo las monjas?
           Sara vive en un colegio hogar, donde sus madres son las monjas. Y cuando regresa del colegio, al abrirle la puerta la palabra mamá debe pensarla en plural, madres. Las monjas la quieren mucho, a pesar de que en ocasiones se porta regular, y no siempre se hace la cama y ordena su habitación y va dejando sus dibujos desperdigados por la casa haciendo travesuras dependiendo en qué dibujo se haya inspirado. Ella también las quiere porque son mujeres muy valientes, hacen de la vida de Sara una vida sin tristezas y le consienten que dibuje vidas por muy extrañas que éstas sean. Por las blancas paredes de la casa hogar, asoman grandes ramas de galán de noche, y sus flores, de olor intenso en los veranos, invaden su alma de recuerdos. Porque su humilde casa, donde viven sus padres y varios de sus hermanos bajo un techo de uralita, está separada por un gran muro, junto a un enorme chalet de ladrillo visto y mármol, decorado por esa planta. Ese olor tan perfumado le trae sus caras al pensamiento, sus respiraciones al corazón, y alguna vez, durante los sueños de la noche, lágrimas a sus ojos que se escurren hacia sus orejas humedeciendo la almohada.
           Al abrirse la puerta de la clase, un río de niños sale en tropel, derramados como hormigas por los peldaños de la escalera. Al fondo está la luz del sol, relumbrando la pared encalada. Sara se sienta en un banco de madera; a su lado está su fiel amiga Ana Belén, que asiste a otro curso superior. Ana Belén es una niña dulce y tierna. Algunos niños no lo saben, pero ella habla como las gotas alegres de las fuentes que las hadas guardan en los caminos, mientras sus ojos de estrella viva inspeccionan los sentimientos que se esconden detrás de las palabras. Y ninguna gota se parece a otra, tampoco las palabras. También ella vive en el colegio hogar, y tiene padres y hermanos, pero no pueden ocuparse de ella por motivos de adultos que no puede comprender. En silencio, Sara la mira; Ana Belén la espera en su mirada. Próximo a ellas está el bullicio de pelotas, cuerdas y juegos electrónicos. Calcetines atrapa un bollicao recién caído y corre a buscar a Manoli, para refugiarse del grupo de segundo de primaria, que lo persigue. Después de observar el alboroto, Sara mira una por una las nubes, dispersas en el cielo como callados borreguitos que andan muy despacio. Saca sus lápices de colores, desgastados todos menos el color blanco, que está entero porque a ella no le gusta pintar sobre fondos oscuros. Ana Belén continúa mirándola en silencio, y Sara comienza a trazar figuras conocidas. Pronto Ana Belén distingue caras de seres queridos: la de su madre, que al enviarle un beso con forma de corazón sus arrugas parecen atravesadas por las cuadrículas del papel; las de su padre, que en el dibujo ya no tose y tiene una nube sobre su cabeza, formándole blanco el cabello; las caras de sus amigos y primos del pueblo, que tocan los timbres de las casas y salen corriendo por las calles perseguidos por nubes que los envuelven en sonrisas pintadas. Al ver toda la maravilla, piensa cómo Sara puede saber todo eso, qué misterio de amiga esa amiga tan amiga suya. Y piensa que las nubes saben muchas más cosas de las que enseñan en la escuela, pero que seguramente las nubes son seres que no se dejan preguntar.
            -¿Hoy tú no quieres ver a tu familia?- pregunta Ana Belén, extrañada porque no se aligere en pintarlos antes de que la sirena finalice el recreo.
             -No, hoy no- contesta Sara, con los ojos alegres-. Mañana lo haré, porque estas nubes dicen que plonto los voy a ver de verdá.
           Sus amigas Almendra y Encarnita se acercan a ellas; Sara esconde su cuaderno, para que nadie más conozca su secreto.
           -Sara, que dice Andrés que tú no pintas lo que pintas- anuncia Encarnita-. Que las pinturas te las hacen las monjas. Que dejes de hacerte la chula y de parecer que sabes lo que no sabes. Hum, esto merece una importante investigación.
           Sara sonríe mirando a las niñas. También ellas sonríen a la espera de su respuesta. Pero se levanta decidida y acompañada por las niñas va en busca de Andrés. Lo encuentran celebrando un gol entre protestas de los demás, que dicen que no ha sido gol. Y lo toma por el brazo.
             -Eres un tonto peldío Andlés, y por eso esa nube que ves anllí te va a mear encima.
               -¡Suéltame tonta, que eres tonta!- refunfuñaba Andrés.
             Los profesores, que charlaban entre sí, percibieron la riña. El patio quedó menos ruidoso de lo habitual y Calcetines se fue huyendo con urgencia a refugiarse bajo la cama de Manoli. En ese mismo instante un nubarrón anaranjado se formó sobre el patio del colegio, y ante el espanto ningún niño corrió y permanecieron sujetándose los cuellos de los abrigos para cubrirse las cabezas, a la espera de que algún rayo apareciese y reluciera toda la escuela. Todos menos Juan, de segundo de preescolar, que intentó darle con su tirachinas hasta que su maestra se lo llevó a regañadientes. Las Antoñas, un grupo de niñas todas de una misma familia y que eran muy valientes, se acurrucaron tomadas de la mano debajo del hueco de la escalera pues quedaron maravilladas por su color, diciéndose que jamás habían visto una nube tan rechula ni siquiera en sus sueños más raros. Sin embargo, nadie quedó cegado por su luz, o sordo por su estruendo; nadie se mojó, tampoco Andrés, pero quedaron sus ropas y sus zapatos rebosados de confeti de colorines por la lluvia que aquella nube ordenada por Sara le hizo saber por su enojo.
           -¡Se lo voy a decir a mi padre!- lloriqueaba Andrés escupiendo papelillos.
          Todos habían quedado maravillados, qué suceso naturalmente artístico había ocurrido en el patio del colegio. Doña Clotilde fue enseguida hacia Sara, para comunicarle con voz muy serena que en los alrededores de la ciudad andaban buscando domadoras de nubes, y que tal vez la quisieran a ella para esas labores tan importantes.
            -No me gusta ese oficio-. Que a mí sólo me gusta pintal- contestó Sara, rechazando tan buen empleo ofrecido.
           Don Antonio, asombrado por los hechos tan fabulosos que Sara había provocado, dijo al profe Curro:
           -Esta niña es cierto que no sabe bailar ni la jota de jota, y que a los militares más importantes de la Historia les pone en sus líneas cucuruchos de papel con dibujos de jilgueros, en vez de gorras con hojas secas. Pero la aprobaré en sociales, porque nunca se sabe si las notas del boletín indican bien la realidad de las nubes.
             -Y yo la aprobaré en inglés- dijo don Curro, convencido de que aquel confeti visto despachado por las nubes aún era un sueño formado en las sábanas de su cama-. No está bien que las nubes deban entender de léxicos, gramáticas ni de príncipes que lleven falda. ¡Qué gaitas!
            Manoli, enojada porque le darían las tantas de la tarde barriendo todos los papelillos que había en el patio, quedó muy sorprendida, porque al tocarlos con su escoba, desaparecían.
          -Esto lo cuento, y me dicen que es un cuento- decía a Calcetines, acariciándole las orejas-. ¿Verdad que sí, primoroso lobo?
          Desde entonces, en la escuela a Sara se le permitió hacer todo cuanto ella deseara. Y como era su ilusión pintar libremente, con el permiso oficial de la asociación de padres y madres y pintores raros de la provincia, Sara dedicaba su tiempo escolar en darles vida a los dibujos que a su imaginación le venían a visitarla, al antojo de su creación artística. Un día, le dio por dibujar animales, y del papel saltó un canguro minúsculo hacia al patio de la escuela; todos los niños de la clase, desobedeciendo a doña Clotilde, que chillaba sin ser oída subida en una silla, corrieron tras él provocando una tremenda algarabía. Pero Calcetines, siempre atento a su oficio de defensor, lo persiguió hasta el agotamiento, jadeando y ladrando todo de cuanto de su boca se escapara hasta no poder más; finalmente, al ser atrapado por los dientes del perro, el canguro desapareció, y Calcetines miró a Sara con cara de desconcierto; ésta, para conformarlo, pintó una golosina con sabor a fresa y se la dio. Otro día de primavera, como Sara veía que ella y sus compañeros se aburrían con soporíferas rimas y poesías en castellano antiguo, dibujó árboles pequeños, llamados bonsáis, para que los niños colocaran sobre sus cabezas el papel, y tomaron el fresco bajo sus diminutas ramas. Para Almendra pintó un naranjo, y su aroma adormiló a la niña, que cerrando los ojos soñó que estaba en el campo, recogiendo margaritas, mientras pensaba en el título de su próxima novela que aún debía escribir. A Encarnita le pintó un bonsái de ciruelo, para que las flores le diesen pistas sobre los panales de la zona y la extraordinaria miel de las abejas asesinas que tanto ocupan las investigaciones policíacas. A todos sus compañeros dibujó Sara árboles menudos, asombrado a todos. Doña Clotilde le pidió con cierta timidez que le pintase un ramo de rosas rojas, solicitud que Sara correspondió con las rosas más hermosas que hasta entonces la profesora hubiera visto en su vida; recortó una, colocándola en su pelo, y al ser mirada por los alumnos éstos le dijeron lo bella que estaba comparada con la flor, y las mejillas de la maestra tomaron el color de la rosa, abriendo las hojas del libro por donde se hablaba del poeta Gustavo Adolfo Bécquer, a lo que Sara dijo:
             -¿Quieres que te pinte una golondrina, seño? A ese hombre, dice la henmana Juana que le gustaban mucho el velas en los barcones.
           Todos aplaudieron aquella maravillosa idea, que fue puesta en marcha de una manera inmediata, y Sara, una vez retocado el brillo de sus alas, haciéndolas más brillantes y zaínas, la hizo volar por toda la clase, siendo celebrado por todos los niños y por la maestra, quien pensaba, con emoción, que nada mejor que la infancia y los sueños, para conocer el recorrido de las nubes que pinta un corazón.



© Marta Antonia Sampedro Frutos (1.996).

domingo, 3 de enero de 2016

Alas de escarcha, de Marta Antonia Sampedro

       
A mi querida y añorada amiga
Ana López Valverde. Siempre en el corazón.
               
              
           Aquella noche, víspera de Carnaval, Anita soñó que el tiempo de sus risas quedaba en la lejanía, anclado en los hierros de la vía del tren. Dentro del sueño se reconoció distinta, y los aros, las muñecas de trapo que sujetaban sus amigas estirándole los encajes renegridos, su cuerda para saltar y sus lazos para el pelo, permanecían inertes entre la neblina de sus ojos. Deseaba despertarlos, para hacerlos revivir dentro de la ensoñación; sin embargo, todos sus gestos se desarrollaban con lentitud, continuaban aletargados en su extremo cansancio, dormidos en su propio reposo.
           Aún no cantaba gallo alguno, pero a las cuatro y media, antes de levantarse para iniciar la dura jornada, tocó la cabeza de su hijo, junto a su cama. “Angelico del cielo, que Dios también nos ayude hoy”, le dijo al tomarlo en brazos, dispuesta para amamantarlo. Pedro, su marido, aún dormía, envuelto en cobertores. Desconocía a qué hora había regresado, porque tenía la costumbre de volver a casa caprichosamente, y a esas horas Anita ya dormía completamente agotada por la labor diaria. Sentada en la silla de enea, a la luz de la vela las sombras se dispersaban al antojo de su llama; el balcón, ante sus ojos, era un fantasma espantado con una humilde cortina, ahora nube de lluvia, después agua en cascada sucia, y los desniveles de la pared, ennegrecidos por el picón del brasero, le daban a la estancia un aspecto sombrío, donde cada mañana, en sus ondulantes tonos, creían verse reflejadas sus alas.
            Cobijado por la toquilla mamaba la criatura; sus ojos, apenas abiertos, se asemejaban a los de un niño jesús, ajeno al esfuerzo que apremiara la escasez de alimento. “He soñado, hijo, que ya nada vuelve a ser nunca lo mismo”. “Vuélvete a dormir, para que tus sueños vivan y vuelen por donde quieran, ahora que puedes”.
               La luna huía por los cerros cuando Anita, resguardada del frío por sus ropas raídas, atravesaba el camino en busca de los muleros. Eran hombres fuertes, rudos, que recorrían diariamente en sus bestias los pueblos de la comarca para realizar las labores del campo.
               -¡Anita!- la reclamaban a voces-. ¿Hoy no vienes cantando? ¿Pues qué es lo que te pasa?
              -¡Hoy no tengo muchas ganas!- contestó sin saber de dónde procedía el vocerío.
               -¿Es que anoche hubo tela?
               -¡Y a mí, qué! Que yo me acosté pronto, por si acaso.
             Los hombres reían a carcajadas. Aparecieron ante ella surgiendo de la oscuridad de la noche. Estaban acostumbrados a sus coplillas.
               -¡Anda, y cántate alguna!
               -¡Que no, he dicho!
           -¡Algo hubo anoche, que mira que vas muy tapá! ¡Que cuando amanezca ya veremos si es que tienes marcá la cara!
               -¡Bah!
           Como aquella mañana la vieron muy seria los hombres no insistieron. “¿Qué le pasará hoy a la Anita, si no cobró anoche?”.
              El camino adormecido lo alteraba el sonido aún débil de los pájaros, los pasos de las bestias y las órdenes firmes que los hombres les demandaban, enfilados como si fuesen lombrices desbocadas hacia la salida de la tierra.
           El sol anunciaba un esplendoroso día de final del invierno y la cosecha de aceituna. Anita, mirando las nubes finas, sintió que su corazón le rogaba una canción que espantara las horas que aún quedaban por vivir. Al fin su voz aguda resonó en los cerros como ave escapada de una jaula desalambrada misteriosamente, tocaba las hojas de los olivos retornando a la hierba del camino, acariciando raigones, y aun así resultaba copla cargada de pena, rapsodia de hondo sinsabor, hechizo acuchillado por una cuerda vocal de sueños rotos.
            -¡Que ya se ha lanzao la Anita!- se decían alegremente los muleros-. ¿Véis cómo anoche tuvo que haber palos? ¡El desgraciao del marío, que no sabe que esta vale lo que vale! ¡Así me gusta, Anita! ¡Cómo cantas!
               Cantar para retener, en su alma, su infancia dormida, y no saberse sino viva, apartando de la vida el todo, comienzo y fin, y no añadiendo sino día por día las horas, los segundos del duro trabajo, para recuperar a su dignidad medio pan y alguna cosilla que a los muleros se les fuese a echar a perder. Cantando y cantando coplas solicitadas por aquellos hombres, quienes le sugerían letras que les hicieran renacer el aliento, hasta que, al no escucharla, una voz gritó: “¿Por qué ha dejado de cantar la Anita?”.  Y ella estaba sobre una piedra amamantando a su hijo.
              -¿Cómo es que hoy te has traído a la criatura?- le preguntó Agustín, el más viejo de los muleros.
               -Mi suegra está mala, tiene calenturas, y no se lo he podido dejar. ¿Es que pasa algo?
               -Que no, mujer…, ¡que va a pasar! Pero teniendo a tu marío en la casa, que se pasa el día acostao, y el crío ya tomará harina, pues digo yo que…
              -Mi marío no tiene pechos que sirvan y gracias a dios que no porque ese es otro mamón, y yo la harina no la puedo comprar que está muy cara.
               El hombre quedó en silencio unos minutos, observando la estampa de Anita acurrucando al niño. Y dijo:
              -No es que yo quiera meterme en vuestras cosas… pero con el crío andas más despacio y además no creo que con él puedas varear.
             -¿Ahora que has visto al crío escondío entre mis ropas, me dices eso? ¿Pues sabes qué te digo? ¡Que te vayas a freír leches, y que si hoy no cobro na más que el pan, pues el pan!
           -No te lo tomes a mal, mujer… - se disculpó Agustín-. Que algo sobrará. ¿O es que no sobró na cuando tuviste el último parto echao a perder y tuvimos que ir a buscar una comadrona al pueblo?- Anita asintió con la cabeza-. Ea, pues en cuanto acabe el crío, andando, que al destajo se hace corto el día.
               Cantar, hacía su espíritu libre de sombras; la sumergía recreada en dos, en un pensamiento paralelo: las palabras de las coplas volaban a su antojo, y sus pensamientos sellaban repetitivamente su corazón, como si en los latidos éste retoma el compás, sin apenas percibir, o quizás olvidando, el estar marcado por su destino.
               -Estate ahí tranquilo, hijo, que tengo que trabajar más duro. Mira ese pajarillo, qué bonico es y qué cerca lo tienes, casi lo toco con la vara. Él te cuidará en los aparejos mientras yo trabajo.
              Tras la dura jornada, después del mediodía, ya de regreso al pueblo mordisqueaba el medio pan ganado de jornal y una sardina arenque que los muleros le habían regalado. Se dirigió a la casa de los López-Jiménez, a hacer las faenas domésticas: lavar en la pila, planchar las ropas, barrer los corrales y las cuadras, portando con ella atada por las mangas del casaco a su hijo, para recibir un quilo de patatas y un puñado de arroz.
            La noche se determinó cuando Anita regresaba a su casa adivinando qué noche sería aquella noche. El olor de las calles traía aroma de fiesta y guasa popular. Ella ajena por completo de las risas del presente, el Carnaval era ya en ella un esbozo del pasado, pasos trastocados en el defecto, retratos de los espejos que la hacían recordar que ya jamás fue ella.
               -Buenas- la saludó por la calle su primo Antonio, que regresaba de la mina-. ¿Ya vuelves para tu casa? Allí no hay nadie, prima, porque acabo de ver a tu marío que va con dos fulanos vestíos de payasos a festejar el carnaval; uno, lleva una guitarra. ¡Qué hermoso que está ya el nene!, ¡vaya, qué coloretes de estar sano!
              Anita, entre las comparsas callejeras que se les acercaban con gritos y ademanes de fiesta, rumió palabras que nadie escuchó, aunque habría jurado que sí fueron oídas, debido al enfado que había sentido al pensarlas. Le dijo a Antonio:
               -Pues he pensado que me voy a vestir de máscara. ¿Quieres, primo, que nos vistamos los dos y nos vamos por ahí?
             Antonio permaneció indeciso, pues conocía bien a Pedro, y temía que culpase a Anita de su propio desprecio, acusando su falta de hombría arremetiendo contra una mujer que, con tal de no perder el horizonte de sus sueños, entregaba hasta el alma. “¿Estás segura, prima?”, le preguntó finalmente.
               -¡Pues claro que estoy segura!- le contestó emocionada-. Mira, me voy a tu casa contigo,  y tu madre se queda con el nene. ¿Qué te parece?
               -¿Y de qué vamos a vestirnos?
               -¡De lo que sea, chiquillo! ¡Ya se nos ocurrirá algo!
         Aquella osadía echada por Anita al azar, no era cantar, sino arriesgarse a recibir de Pedro más golpes que acallar con nuevas voces. Sin embargo, aquella idea trajo a su espítiru un bálsamo, y que la máscara podía permitirle observar la vida en los juegos de cuando era una niña inocente, y comprobar si era cierto que esa niña aún vivía en ella.
         Bajo las farolas, Antonio y Anita reían por las calles del pueblo, canturreando desordenadamente pachangas tradicionales. Él vestido de fantoche, con ropas de su abuelo, acompañándose de un bastón torcido, una gorra apolillada y la cara embadurnada con picón húmedo. Ella, de mujer preñada, luciendo un enorme vestido de lunares que hacían invisibles sus múltiples descosidos; una gran pamela cubría su moño alto; sus labios pintados hasta el bigote recordaban una tajada de sandía, y su mirada tintada de azulete convertían en enormes sus ojos de jilguero. Asesorada por su primo, se sujetaba el vientre dando pequeños gritos de desesperación. Saludaban a otras personas disfrazadas, animándose a bailar.
            -Prima, ¿quieres que nos vayamos al hospital?- sugirió Antonio, dispuesto a continuar la vida en la burla-. ¡Se me acaba de ocurrir una cosa!...
               -¡Venga!
            Sus gritos y sus andares, conocedores de aquellas posturas de caderas abiertas, parecían ciertos. A ellos comenzaban a unirse niños y jóvenes dispuestos a no perderse detalle de aquel alumbramiento que parecía ir en serio alterando el día de carnaval.
           -¡Ay qué dolores me vienen!- chillaba Anita, riéndose en sus adentros como creyó que sólo de niña se había reído.
              -¡Asujétate por el amor de Dios!- decía el primo-. ¡Asujétate to lo que puedas que ya llegamos!
          En la puerta del hospital un grupo de gente se arremolinaba a su alrededor y Anita, echándose sobre el suelo, comenzó a parir lo que no eran sino trapos viejos hechos una pelota absurda, deshilachados conforme Antonio los iba sacando y mostrando a los presentes, provocando que el gentío escurriera carcajadas que se unían a las suyas tras el fingido dolor, sainete que no aceptaron del mismo modo los enfermeros, quienes de inmediato solicitaron la presencia de la guardia civil, sujetando a los primos para que no huyeran de su desvergüenza.
               -¡Al cuartelillo los dos! ¡Andando con ellos!
               Esposados ante el bullicio y el recurso de las risas para sobrellevar la dureza se tornó en preocupación y palabras de enojo, presentimiento de mayor mala suerte de la que ya habitualmente sospecharan.
             Pero tras las rejas del calabozo, Anita y Antonio recordaban con alegría la representación teatral, como cuando eran niños e invitaban a los vecinos a verlos actuar: Antonio imitaba ser un gran bailaor, conocido en todo el mundo. Ella, una princesa que había venido de muy, muy lejos, para aprender a bailar.
               -¿Te acuerdas, prima, el día que te pillaron vestía con el traje de novia de doña Manuela? ¡Menudo embrollo se lió!
            -¿Y tú te acuerdas de cuando te measte en la puerta de Juan, el que siempre nos tiraba piedras? ¡Se llenó la puerta de perros!
              Una infancia donde los recuerdos resurgían de las cenizas y ninguno de los dos se supo emisario de nada; esas cenizas conservaban el hechizo de la alegría, porque los juegos fueron una vereda enlazada.
               -¿Sabes lo que te digo, primo? ¡Que nunca he parío tan a gusto!
           Las risas sustituían las edades y los cantes de los sabores agrios. La estrella que en ellos llevaban brilló por unas horas y la supieron aún viva. La detención les resultó poco tiempo para recuperar los días largos, pues solamente duró tres horas, las necesarias para que, por orden de la familia López-Jiménez, dejasen marchar a esos dos pobres pues ella limpiaba la importante casa y los corrales de esa familia.
            Y había valido la pena, pensaba Anita a medianoche entregada a la humedad de sus alas de escarcha. Fundida en sueños amamantando en soledad a su hijo. Aunque sólo hubiese sido un segundo, el segundo exacto para comprobar que a veces los sueños mienten si no se conciben desde el ayer en los momentos que damos por perdidos. Para que mañana, esa ardua labor por hacer, la sintiese Anita entre ilusiones de un juego de la vida, recuperado.


© Marta Antonia Sampedro Frutos (1.998).