miércoles, 15 de septiembre de 2010

Los murciélagos que no lloran, de Marta Antonia Sampedro

Cualquiera observa que está ebrio de olvido,
escapado y en sosiego de ceguera
en el fin de sus peldaños,

está sentado con sus ojos de pus,
-a veces las lágrimas convierten
el dolor en pomada-,
y su pecho ya no se mueve
ni con oxígeno prestado del 061.

¿Dónde están sus hijos?
Culpándolo.

Sus brazos caen de la silla,
su boca muerde la silla,
¿dónde están los de su rh?
Volando con los murciélagos
que no lloran.

Ojalá alguien sepa que está muriendo
y ojalá y la noche no esté extraña
y reconozca el día su debilidad
en el suelo sin raíz que lo ampara.

¿Dónde están sus hijos?
Construyendo el cielo duro
donde no podrán volar
por el peso agrio del recuerdo.

Los mosquitos lamen su vaso,
el aire reseca sus labios que no hablan
y como otra noche pensará
que la muerte ronda su ventana
y la mañana será más fuerte
que la oscuridad de los murciélagos.

¿Dónde están sus hijos?
Entre motivos para seguir el baile
de alas cortas
donde el amor es un clavo ajeno.

La mañana sentencia
que está muerto
-naturalmente muerto-
de muerte natural a olvido.

¿Dónde está su amor?
Con su obscenidad perversa
rezando como lobo hambriento
que una presa lo crea bueno.

Los aviones pasan la noche simulando estrellas,
y mientras el sacerdote habla con Dios
con adioses los murciélagos que no lloran
se preocupan del hombre que no tuvo pasado
-y qué les dejara en herencia-
a pesar de tener sus genes,

y siguen con la vida en vuelo oscuro
sin lágrimas que derramar.
(2010)

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