En la carretera dijo decidida, Para en cualquier palmo, que ya te voy a decir adiós, por qué ese beso de voz a otra que no soy yo, ya me tienes harta esperando tus pocas palabras, no me pidas más ser Penélope, con este Ulises del siglo cero que no tiene ni espada, mírate bien el atuendo, ¿no vas a decir nada?
Y él paró despacio, tan callado de costumbre, sin estudiar qué día era, si quince o trece, qué más daba, y enseguida subió el volumen a las canciones, como siempre, y persuadirla con ternura con las frases de otros, pero nada, sólo mirándola coger su bolso, dejándola por el horizonte con fondo a Sierra de Cazorla.
Vaya amores ésos, lo de los cuentos; Penélope era mujer ilógica, y yo del siglo veintiuno, lloró esa noche incansablemente quebrando regalos campestres, mientras él cenaba a su salud tanta mala suerte vertida, filtrando por vino aguado sus lágrimas de oyente, contestando ausente, sin sentido, Sí, cariño, sí, cariño…, pensando en la exigencia a Ulises de la mujer que tanto amase, el cumplimiento de promesas.
Decidió olvidarlo inmediatamente, y amante tras amante los expulsaba al primer beso, de la cárcel de amor que otros corazones codiciaban de su esencia, escupiendo con náuseas la savia que de otras bocas le repugnaban, desde que lo amara. Hasta que comprendió en su historial de desastres, que en el adiós a su hombre era día trece, y trece las horas, y sintió un sortilegio traspasándole el sentido sexto, y se plantó, Bien, mediocre Ulises, estarás contento espantándome hombres; que no soy Penélope, te digo, y ahora me toca a mí, mi réplica a tu amor cobarde, que estos ojos ya no son para ti.
Y entonces sospechó que algo grave y extraño había ocurrido con Penélope, viendo un partido subtitulado para olvidos, y no sabía ni de qué juego, su pensamiento único era ella, la mujer que lo quería presente, ni qué plato le servía indiferente la mujer que no quería ni ver. Solamente el perro oyó decir, No te bajes, no me dejes, vuelve aquí… Amargo Ulises porque alguien la besaba, desde hacía un día con tres minutos…, aproximadamente.
Del libro de la autora, “Cuadernos de Penélope”, “Cuaderno de Marta Antonia”.
Vaya amores ésos, lo de los cuentos; Penélope era mujer ilógica, y yo del siglo veintiuno, lloró esa noche incansablemente quebrando regalos campestres, mientras él cenaba a su salud tanta mala suerte vertida, filtrando por vino aguado sus lágrimas de oyente, contestando ausente, sin sentido, Sí, cariño, sí, cariño…, pensando en la exigencia a Ulises de la mujer que tanto amase, el cumplimiento de promesas.
Decidió olvidarlo inmediatamente, y amante tras amante los expulsaba al primer beso, de la cárcel de amor que otros corazones codiciaban de su esencia, escupiendo con náuseas la savia que de otras bocas le repugnaban, desde que lo amara. Hasta que comprendió en su historial de desastres, que en el adiós a su hombre era día trece, y trece las horas, y sintió un sortilegio traspasándole el sentido sexto, y se plantó, Bien, mediocre Ulises, estarás contento espantándome hombres; que no soy Penélope, te digo, y ahora me toca a mí, mi réplica a tu amor cobarde, que estos ojos ya no son para ti.
Y entonces sospechó que algo grave y extraño había ocurrido con Penélope, viendo un partido subtitulado para olvidos, y no sabía ni de qué juego, su pensamiento único era ella, la mujer que lo quería presente, ni qué plato le servía indiferente la mujer que no quería ni ver. Solamente el perro oyó decir, No te bajes, no me dejes, vuelve aquí… Amargo Ulises porque alguien la besaba, desde hacía un día con tres minutos…, aproximadamente.
Del libro de la autora, “Cuadernos de Penélope”, “Cuaderno de Marta Antonia”.
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